viernes, 15 de julio de 2016

El violento cierre de la grieta (publicado el 14/7/16 en Veintitrés)

Hace tiempo que en la Argentina cuando se habla de “grieta” no se habla de la desigualdad sino de la fractura en las corporaciones. Efectivamente, cuando los coletazos del 2001 arrojaban más de 50% de pobres y más de 20% de desocupación nadie hablaba de “grieta”. Sin embargo, en momentos donde la patria no es el otro sino “vos” (sin el otro), tus derechos son vistos como vallas que terminan donde empieza la valla del otro y se reinstala una estética militarista que más que pretender simbolizar la soberanía huele a los años de represión, se nos informa, con jerga psicoanalítica, que a los patriotas los angustiaba separarse de la madre patria y que es momento de cerrar la grieta. Eso sí: la grieta no cierra con todos adentro y de eso, justamente, me interesaría hablar. ¿Por qué? Porque los discursos de la sutura siempre se posicionaron desde la perspectiva del diálogo y la negociación pero nunca nos dijeron que la recomposición y la unidad de los presuntos bloques agrietados no sería a través de un acuerdo sino a través de distintas formas de la violencia. En buen criollo: para que la grieta cierre, los preocupados en cerrarla han elegido dejar uno de los bloques afuera.
Para comprender esto, tomemos los dos grandes campos donde se da “la grieta”, el de la corporación política y el de la corporación periodística, y allí veremos algo en común: en ambos se busca finalizar la disputa creando lo que se conoce como un “exterior constitutivo”, un límite capaz de separar un “nosotros” de un “ellos”. Se trata, al fin de cuentas de, justamente, reconstruir una nueva identidad y para ello hay que reconocer eso “otro” que no se es o no se quiere ser.
En el campo de lo político eso “otro” (que para ser verdaderamente “otro” debe adquirir cualidades monstruosas y extrañas pues lo que se necesita es identificarlo para discriminarlo), es el kirchnerismo. En este sentido, desde hace tiempo los opinadores que pareciera que duermen en los canales de TV, y las plumas de editoriales dominicales, buscan imponer que el kirchnerismo es una enfermedad, una alteración en el organismo social que hay que extirpar. Los que son profundamente antiperonistas extienden ello a todo el peronismo; y algunos de los que se dicen peronistas pero interpretan al kirchnerismo como una anomalía, reivindican un pretendido “buen peronismo anti K” que pareciera ser un peronismo que es tan pero tan bueno que se parece demasiado al antiperonismo.
En el campo de la corporación periodística, eso “otro” monstruoso es el “seisieteochismo”. Contra esa bestia están todos, incluso muchos de los periodistas progresistas que acompañaron con mayor o menor énfasis al gobierno anterior. En este sentido, periodistas conservadores y progresistas coinciden en darles una denominación especial a los que empezaron a poner en tela de juicio el mito decimonónico del periodismo independiente. Así, el “seisieteochismo” y los “seisieteochistas” se transforman rápidamente en sinónimo de militantes, advenedizos, ladrones o ignorantes pero nunca periodistas. Tal campaña de estigmatización se desarrolló durante los años en que el programa estuvo al aire y lo más insólito es que continúa con enorme beligerancia siete meses después de su última emisión.
Ahora bien, ¿cuál es el factor aglutinante que le da presunta unidad a ese “nosotros” y es capaz de dejar afuera a lo monstruoso? ¿La política? No. La ética. En otras palabras, la corporación política y la periodística están construyendo su propio mito de origen y de ejercicio en torno a la ética, la cual a su vez buscan identificar con las determinaciones de algunos sectores del poder judicial. La consecuencia está a la vista: una sociedad del pleito, políticos, ministros y periodistas que trabajan de presuntos fiscales de la república, e imputaciones a todo aquello o aquel que haya sido kirchnerista. Es más, han instalado que haber sido K es ya, en sí mismo, una imputación digna de ser judicializable o al menos condenable socialmente. Mientras esto sucede, paradójicamente, emergen condenados como Lanatta, Elaskar, Fariña y Pérez Corradi, sospechados de corrupción como Schoklender o exagentes como Jaime Stiuso para, de repente, ser la reserva moral de la Argentina indignada por la corrupción. Es que la honestidad y la verdad de las afirmaciones se mide también en relación a ese límite, a ese exterior constitutivo que marca el afuera.  De esto se siguen nuevos criterios a partir de los cuales será honesto todo aquel que denuncie a “lo otro” y será verdadera cualquier acusación que se le haga a “lo otro”, provenga de quien provenga. “Lo otro” será, a priori, culpable y llevará en sus espaldas la inversión de la carga de la prueba, esto es, deberá probar que es inocente. Sin embargo, los que buscan cerrar la grieta tratarán de que esa sociedad que no respeta el principio de inocencia ni siquiera le respete, a lo monstruoso, el derecho a tratar de probar tal inocencia. Si no es la justicia adicta, será el escrache y la condena social en base a acusaciones falsas. Un Medioevo pero con diarios, TV y Twitter.    
Por otra parte, las enormes torpezas, contramarchas e ineptitudes del gobierno en materia de gestión contrastan con su efectividad para instalar reformas estructurales y perseguir a “lo otro”.  Así, muchas veces, alguna legisladora, gracias a los favores de algún servicio “mano de obra desocupada” denuncia, algún fiscal o juez inescrupuloso monta una escena sobre eso y, luego, los medios oficialistas replican. En otros casos, un funcionario, como Lombardi o Lopérfido, pasa información falsa por debajo de la mesa para desprestigiar artistas, universidades o comunicadores presuntamente K, un periodista presuntamente intrépido publica las mentiras y el resto de la corporación comienza una campaña violenta de estigmatización contra los señalados. Todo esto con la total impunidad propia de los periodistas oficialistas de hoy, algunos de los cuales son los amplificadores de las operaciones, trabajan en radios del Estado y/o con el Grupo Clarín pero tienen la suerte de seguir siendo periodistas independientes. Con todo, lo importante es que todos son fiscales, no desde la política sino desde la ética. Hasta los políticos oficialistas son fiscales y no políticos. Recién mencionaba al ministro Lombardi. ¿Recordás aciertos de la gestión Lombardi y para qué asiste a los medios de comunicación el Ministro? A mí me sucede que siempre lo veo denunciando a los referentes comunicacionales del gobierno anterior o mostrando que gasta poco. Evidentemente, si no muestra los logros de su gestión será porque en TV el tiempo es tirano y, para el ministro, será siempre un tirano prófugo.
Por cierto, ya que hablamos de funcionarios ¿qué hace la oficina anticorrupción liderada por Laura Alonso además de sugerir públicamente a los funcionarios que deleguen la firma si creen estar en incompatibilidad? Perseguir la presunta corrupción (pero siempre del gobierno anterior, nunca del propio). La lista podría continuar pero ya hay demasiados nombres propios para una nota que pretende ser conceptual.         
Corporaciones que actúan como fiscales y un espacio político y cultural imputado en tanto tal, en medio de una sociedad que asiste deseosa al espectáculo mediático de la sentencia y el castigo de eso “otro” monstruoso que le han construido. Ninguna época es comparable con otra pero este camino, en la Argentina, ya ha sido tristemente transitado.  
 


1 comentario:

Politico Aficionado dijo...

Excelente nota, Dante. Realmente se extraña a los compañeros de 6-7-8. Un gran abrazo para todos ellos.