viernes, 31 de julio de 2020

¿Qué es ser un negro? Reflexiones sobre la transracialidad (publicado el 22/7/20 en www.disidentia.com)


A pesar de que las protestas generadas a partir del asesinato de George Floyd a manos de un policía blanco parecen haberse aplacado, la cuestión racial sigue estando en el centro de la agenda política y mediática, y logró desplazar, al menos por un tiempo, la problemática de género. Si bien cada movimiento tiene su historia, su particularidad y su potencia, la disputa por la igualdad que han llevado adelante los negros y las mujeres transforma a estos dos grupos en los más representativos de las políticas de la identidad que han aparecido en los últimos años y su visibilización se ha traducido en distintas políticas públicas. 
Insisto en que trazar paralelismos tiene sus limitaciones pero hay discusiones teóricas y prácticas comunes que me interesaría revisar porque sus consecuencias pueden ser de relevancia para muchos de los debates actuales. En especial voy a hacer hincapié en la problemática del transracialismo. Para quien no esté familiarizado con el término, podría decirse que, dado que podemos hablar de personas transgénero y aceptamos que una persona con genitales masculinos pueda autopercibirse mujer y viceversa, hay quienes plantean la posibilidad de personas que puedan autopercibirse como pertenecientes a una raza distinta a la que expondría “el dato biológico”. Más allá de que somos conscientes de lo problemático que es hablar de “raza” y de “biología” en este caso, la pregunta es qué pasaría si, por ejemplo, una mujer blanca se autopercibiera negra y exigiera ser reconocida como tal.
Éste ha sido el caso de Rachel Dolezal y su ejemplo generó una polémica enorme en Estados Unidos durante el año 2015. Fue tal la repercusión que su historia llegó a Netflix en el formato de un documental titulado “The Rachel divide”.
Dolezal era una reconocida activista de la causa negra perteneciente a la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) en Spokane, Washington, hasta que un día se revela que sus padres eran blancos y que ella había mentido. Efectivamente, Rachel era blanca pero utilizaba un maquillaje para oscurecer, en parte, su piel; se hacía un peinado especial que lucía estilo “afro”; mostraba fotos con un negro al cual presentaba como su padre; se había casado con un negro; tenía un hijo negro y había adoptado a sus hermanos adoptivos que también eran negros, tras una disputa familiar con sus propios padres y con su hermano biológico, obviamente, blancos. Éste último, a su vez, había sido acusado de violación por una de las hermanas negras adoptivas de Rachel, apareciendo esta última como testigo en el juicio que se iba a sustanciar meses después de revelarse el escándalo. Parecía difícil encontrar un mejor guión para Netflix pero era una historia real.
Tras la humillación pública y el rechazo de la organización y de la gran mayoría de la población negra, Rachel reconoce la mentira, se asume blanca de origen, pero afirma que ella se autopercibe negra y que así lo hacía desde 2006. Incluso hay miembros de la comunidad que reconocen todo lo que ella hizo por ellos. Sin embargo es defenestrada públicamente, publica un libro que es un fracaso y su poca habilidad en el manejo de la comunicación la condena aún más. Su caída en desgracia es total y hasta decide cambiarse el nombre para dejar de ser señalada e intentar comenzar una nueva vida. Sin embargo, lo interesante es que ella se pregunta: ¿quién decide quién es negro? ¿Quién protege, define y es dueño de esa identidad? ¿Tenemos derecho a vivir como sentimos que somos? Estas preguntas retóricas que Rachel Dolezal realiza no hacen más que complementar su idea en torno a que ni la raza, ni la cultura ni la identidad étnica son biológicas sino un simple constructo social. La misma idea que permite justificar los desarrollos de buena parte de la nueva ola feminista que incluye en el colectivo feminista a las “diversidades” englobadas en el espacio LGBT.
El paralelismo entre lo transgénero y lo transracial es el que inspiró a la investigadora Rebecca Tuvel del Rhodes College de Tennessee, para enviar, en 2017, a Hypatia, una de las revistas más importantes en temática feminista, un artículo titulado “In defense of transracialism”. Allí Tuvel expresa que, dado que las razones que son válidas para justificar el transgénero deberían ser suficientes para justificar el transracialismo, no se entiende por qué se celebra al primero y se condena al segundo. Esta asimetría queda expuesta justamente el año en que estalla el escándalo de Rodazel porque en ese mismo 2015, mientras ésta era atacada por su pretensión transracialista, la revista Vanitiy Fair le daba la tapa y la “bienvenida a la legitimidad” a Bruce Jenner, un transgénero que había vivido como varón durante buena parte de su vida y que había sido un exitoso deportista profesional, hasta que decidió “transformarse”, llamarse Caitlyn Jenner y adecuar su apariencia con su autopercepción.
Tuvel examina cuatro objeciones contra el transracialismo: la primera es que solamente se puede considerar negro a quien haya crecido como tal y padecido la experiencia discriminatoria que eso supone; la segunda es que la sociedad entiende que, al menos en materia de lo que aquí denominamos “raza”, la ascendencia o “lo biológico”, juega un rol “objetivo” que impide el “traspaso” de una raza a otra; la tercera objeción, por su parte, indica que la posibilidad de autopercibirse de otra raza supone una afrenta y una apropiación cultural; y la última afirma que el hecho de que una mujer blanca pueda “transformarse” en negra es una demostración más de los privilegios de ser blanco.
Sobre la primera objeción, Tuvel advierte que no queda claro por qué la única experiencia validada para legitimar la pertenencia a la raza negra sea la experiencia de racismo y discriminación pasada y no la experiencia de racismo y discriminación presente. En otras palabras, si una mujer o varón blancos, supongamos, a los 30 años, comienzan a autopercibirse negros, no van a haber padecido la discriminación hasta ese momento pero sí comenzarían a padecerla desde que pasan a considerarse negros. ¿Por qué valdría más la experiencia anterior que la actual y la futura? Asimismo, si esta objeción valiese contra los transraciales debería valer contra los transgéneros, especialmente en aquellos que se autoperciben mujeres a pesar de haber nacido con genitales masculinos. Si lo que importa es la experiencia de ser mujer, un individuo trans que “llega” a ser mujer “después”, no habría padecido lo que una mujer presuntamente padece en una sociedad heteropatriarcal.
En cuanto a la segunda objeción, se trata de una suerte de argumento contextualista por el cual, en la medida en que existe un acuerdo intersubjetivo de la sociedad en lo que respecta a vincular la identidad de raza con los antepasados biológicos, no existe manera de que la propuesta transracial prospere. Como para apoyar con mejores fundamentos, Tuvel utiliza un argumento de Cressida Heyes por el cual se indica que la sociedad permite el transgénero pero no al transracial por el hecho de que el transgénero actúa sobre su propio cuerpo, sin ningún tipo de vínculo “exterior” mientras que el transracial, en alguna medida, estaría determinado por ese vínculo “exterior” que es la ascendencia. Es decir, un varón puede elegir ser mujer porque su identidad depende solo de sí mismo pero un blanco no puede elegir ser negro porque su identidad depende de algo que va más allá de su cuerpo, algo que lo determina y lo limita. Sin embargo, según Tuvel, este complemento no logra salvar la objeción. Al fin de cuentas, durante mucho tiempo la sociedad occidental no permitía ni legalizaba la posibilidad de cambiar de género y, sin embargo, se luchó por cambiar el statu quo hasta que se lo transformó. Decirle a un transracial que no puede cambiar de raza porque hasta ahora la sociedad ha creído que eso no está bien ya que considera que la raza se define por ascendencia, sería un típico ejemplo de falacia naturalista por la cual se solapan el ser y el deber ser.
La tercera objeción, referida a un supuesto intento de apropiación cultural, también es rebatida por Tuvel con el siguiente argumento: podría interpretarse que alguien se apropia cuando sigue perteneciendo a una identidad apropiadora (un blanco que “se hace el negro” pero no deja de ser blanco); o que incluso hace apropiaciones circunstanciales con objeto de burla o por razones triviales como un status o una moda. O sea, podría ser que un blanco se haga un peinado afro o use ropa identificada con la ropa que usan los negros y esto sería condenable aparentemente. Sin embargo no se trataría del caso de Rodezal quien decía sentirse genuinamente negra y no hay razones para suponer lo contrario. Asimismo, si este argumento fuera útil contra los transraciales también podría utilizarse contra los transgéneros que podrían apropiarse de los modos del otro género con deseo de burla o sin renunciar a la identidad “apropiadora” “varón” que “se hace mujer”.  
En cuanto a la última objeción, se dice que poder “autopercibirse negro” es una de las ventajas de ser blanco porque la sociedad no acepta que un negro se autoperciba blanco y porque, al fin de cuentas, un blanco siempre puede “volver” a su condición de tal. Aquí Tuvel advierte que adoptar una identidad discriminada no parece formar parte de ningún privilegio sino más bien la renuncia a uno; y que, una vez más, el mismo argumento podría utilizarse contra los trans con genitalidad masculina que se autoperciben mujeres (salvo que hubiera una operación de reasignación de sexo). ¿Por qué es una ventaja del hombre blanco autopercibirse negro y no es una ventaja del varón autopercibirse mujer?   
Si bien los argumentos de Tuvel parecen sólidos, la reacción no tardó en llegar y casi 1000 personas, entre ellas, académicas de prestigio, firmaron una nota denunciando que la nota ofendía a determinados colectivos y que no dialogaba lo suficiente con el corpus académico. Como suele ocurrir en estos últimos tiempos, la revista acabó cediendo, asumió que el daño se había producido y terminó pidiendo disculpas.     
Con todo, el artículo resulta interesante porque deja expuesta las controversias conceptuales y prácticas de quienes defienden políticas de identidad e incluso tensiones al interior de los movimientos. Para decirlo en términos simples, si la biología no juega ningún rol, si no hay ningún “dato” exterior que ponga dique a las capacidades de la autopercepción, no se entiende por qué se celebra el transgenerismo pero se rechaza el transracialismo. Sin embargo, claro está, aceptar la posibilidad de una suerte de “trans universalismo” por el cual cualquier individuo pudiera autopercibirse lo otro de sí u otra cosa generaría una pendiente resbaladiza que derivaría en la necesidad de aceptación de otro tipo de identidades o transformaciones que, al menos hasta el día de hoy, no son aceptadas socialmente. Se habla de “trans capacitados”, por ejemplo, para aquellos sujetos que se autoperciben discapacitados y hasta en algunos casos han llegado a automutilaciones para “sentirse” parte; y de casos todavía más extremos como un grupo de “transhumanos”, esto es, un grupo de individuos que nacieron humanos pero que hoy se autoperciben de distintas maneras no humanas. Si dejamos de lado la corrección política por unos instantes, parece difícil poder justificar la existencia de transhumanos y la única manera de poner un límite a lo que muchos seguramente consideran delirante es “la biología”. Usted no puede autopercibirse caballo porque es un humano, podría advertir alguien, aun a riesgo de ser considerado fascista. Pero el problema es que ese argumento podría utilizarse contra los transgénero que hoy poseen aceptación creciente dentro de la sociedad.
Asimismo, hay una enorme irresponsabilidad de la política en torno a qué tipo de legislaciones habría que utilizar para estos casos. Si en muchas partes del mundo las mujeres y los varones se jubilan a distintas edades, ¿a qué edad se jubilaría un no binario que exige que se quite el sexo del documento? ¿A la misma edad de la mujer? ¿A la misma edad del varón? ¿A una edad intermedia? ¿O acaso hay que igualar las edades de jubilación, lo cual afectaría a las mujeres porque, si se iguala, lo que va a ocurrir es que se les va a exigir a las mujeres que se jubilen más tarde? ¿Y qué tipo de derechos le corresponden a un transhumano? ¿Los de la persona humana? ¿Los de la persona animal caballo? ¿Un transcapacitado debe tener un certificado que acredite su condición autopercibida y que le otorgue las prerrogativas de los discapacitados no autopercibidos? ¿Qué pasaría con lo que podríamos llamar “transetarios”, esto es, personas que autoperciban una edad diferente a la que “tienen”? ¿Podría pedir una beca para jóvenes alguien cuya edad, llamemos, “biológica”, es de 85 años?
El debate es complejísimo pero es para evitar este tipo de derivaciones que existen líneas dentro de los estudios vinculados a la raza y al interior del feminismo, que de una u otra manera acaban llegando a la definición de algo así como una identidad esencial “negra” o “mujer” que remitiría a algún dato que escaparía a la idea de que todo es un constructo social. Pero, claro está, si se defiende este tipo de identidades esenciales fundamentadas en “datos objetivos”, toda la corriente de pensamiento posmoderno, constructivista y subjetivista que está imponiéndose en las academias y en los debates públicos quedaría debilitada para justificar políticas públicas y transformaciones sociales. Si finalmente acabará triunfando una línea u otra, o acabarán conviviendo ambas aun a riesgo de generar legislación contradictoria e injusticias, lo desconozco. Con todo, es evidente que los debates públicos no siempre se ganan por la coherencia y los mejores argumentos.                            

domingo, 19 de julio de 2020

Todo dato es político (editorial del 19/7/20 en No estoy solo)


Todo dato es político
Dante Augusto Palma
Un periodista revela que, en off, le consultó a un funcionario cómo podía ser que tras el supuesto regreso a una cuarentena rígida el número de contagios y muertos hubiera aumentado. La pregunta era, por cierto, razonable porque evidentemente algo había fallado. Sin embargo, el funcionario le habría respondido que no hubo ninguna falla. Sin decir que la cuarentena rígida ha sido un éxito, el hombre cercano a Alberto Fernández le habría dicho al periodista que sin cuarentena rígida hoy tendríamos el doble de contagios. La respuesta es contrafáctica de modo que, por definición, no podemos saber si es verdadera o falsa pero está en el terreno de las posibilidades, sin dudas. Este ejemplo trivial es solo una muestra del modo en que pueden leerse los datos y, por supuesto, desafía a quienes trazan una demarcación precisa entre algo así como datos duros por un lado e interpretaciones por el otro. Sin ningún ánimo de defender un relativismo posmo, lo cierto es que las acciones de los gobiernos en Argentina y el mundo, y también de quienes los asesoran, claro, muestran que, si bien existen los hechos y los datos, sobre ellos hay interpretaciones que pueden servir como fundamento para justificar decisiones contradictorias. Enfocándonos en el caso argentino, la decisión que en estas horas ha adoptado el gobierno nacional, acompañado por los gobiernos provinciales y municipales, muestra que hay otras variables en juego más allá de las sanitarias. Porque el gobierno tiene datos que son incontrastables y en la comparación con el resto del mundo prácticamente sale ganando en todos los casos. Para decirlo simplificadamente: las caídas económicas han sido enormes en todas partes del mundo pero Argentina es de los países que menos muertos ha tenido en relación a la cantidad de población. Sin embargo, datos que se leyeron de una manera para justificar el regreso a una cuarentena rígida en AMBA hoy son leídos para flexibilizar esa cuarentena incluso cuando en algunos casos los números han empeorado o se han mantenido en un rango similar. Esto no significa que el gobierno manipule los datos sino que allí está jugando lo político en el mejor sentido del término. Porque seamos claros: si el único criterio fuera estrictamente sanitario la cuarentena debería durar hasta que se consiga una vacuna y eso no tiene ningún sentido.  
Entonces hay un desplazamiento que se da más en las acciones que en el discurso porque el gobierno nacional sigue afirmando que la prioridad es salvar vidas pero en la práctica sabe que no puede exigirle a todo el mundo que se quede en su casa. Si uno analiza los discursos de los últimos 120 días, entonces, observará que Alberto comenzó afirmando que privilegiaba la salud por sobre la economía; pero en la medida en que el confinamiento se extendía el propio Alberto salía a aclarar que allí había un falso dilema a tal punto que hoy acaba cediendo a la apertura ante la existencia de la apertura de hecho que se había dado y ante la evidencia de que no es viable ningún plan que suponga tener a la gente encerrada tanto tiempo. A esto se refirió Alberto cuando en la conferencia del viernes indicó: “A mí no me presionan los que salen a la calle y dicen que estoy construyendo un nuevo mundo con Soros. La verdad que esos me causan gracia. Tampoco me presionan los que dicen que el virus no existe. A mí me presiona la realidad.
Asimismo, si bien nunca se expuso en estos términos, el gobierno adopta en un principio una actitud paternalista entendiendo que era su deber proteger a la población aun si ésta o alguno de sus miembros entendiera lo contrario, y luego, paulatinamente, acaba depositando en la responsabilidad individual la decisión acerca de cómo cuidarse. Aquí, una vez más, por un lado está el discurso y por el otro la realidad. De hecho, parece una tontería pero no deja de llamarme la atención cómo todos los que tienen responsabilidad sobre el territorio, sean del color político que sean, comienzan sus intervenciones agradeciendo a los ciudadanos. Y allí uno se pregunta: ¿por qué nos agradecen? ¿Cuidarnos es un favor que nos pidieron? ¿Los ciudadanos debemos cuidarnos porque lo pide nuestro gobernante? En todo caso debiera ser al revés: nosotros, los ciudadanos, tendríamos que ser los que agradecemos al gobierno de turno si consideramos que ha realizado una medida correcta para protegernos pero la responsabilidad es individual. Así, entonces, que el gobernante agradezca que los ciudadanos se cuiden expone una mirada paternalista del poder y del gobierno que, insisto, no aparece sólo en Alberto o Kicillof sino en Rodríguez Larreta y en Morales por citar algunos de los que acompañaron al presidente en la última presentación.
¿Quiere decir esto que nuestros gobernantes se enamoraron de la cuarentena? Claro que no. Evitemos esas tonterías. Ni Alberto ni nadie con responsabilidades sobre el territorio puede estar cómodo con una situación en la que no va a salir nunca bien parado. Porque es conocido el fenómeno,  bastante estudiado en el ámbito de la ciencia política, que muestra cómo los gobiernos en general reciben un apoyo masivo ante “amenazas exteriores” como puede ser una guerra, una catástrofe natural o un virus. Pero eso dura poco y luego regresa como un boomerang porque el desastre social y económico lo pagarán todos los oficialismos con el nacional a la cabeza. Entonces no hay “enamoramiento”. Más bien hay mucho temor a cómo salir  y al costo político de la salida. Es que, además, los oficialismos tienen que lidiar con un mal humor social que en muchos casos no discrimina con precisión su origen. En otras palabras, hay mucha gente que cree estar enojada y angustiada por culpa del confinamiento impuesto por el gobierno pero en realidad está enojada y angustiada por este virus de mierda que expuso todo: la desigualdad existente, la precariedad laboral, la falta de futuro, condiciones de vida y circuito de relaciones sociales que se aceptaban acríticamente y ahora se replantean, etc. El y los gobiernos se transforman así en administradores de la impotencia de la gente ante un enemigo invisible al cual no se puede castigar y hasta puede matarte. No quisiera yo estar gobernando en este momento.     
En lo personal, entonces, creo que es correcta la decisión de la flexibilización pero claramente, aunque el gobierno no lo pueda decir, es una decisión política que no se basa en supuestos datos positivos porque los datos no son positivos aun cuando algunos puedan leerse así. O en todo caso también podrían haberse leído así antes y se hizo de otro modo.  Creo que es correcto porque, como lo indiqué aquí hace ya unos meses atrás, en los primeros tiempos de la pandemia, es evidente que los humanos somos más que un cuerpo biológico y que las decisiones no pueden tomarse en función de nuestra “vida desnuda”, máxime cuando enfrentamos una enfermedad que se contagia mucho pero, por suerte, tiene un índice de mortalidad bajo.
Esto no significa, obviamente, avalar buena parte de las posturas, en algunos casos delirantes, de aquellos que antes que anticuarentenas son antiperonistas; aquellos que simplemente funcionan como espejo invertido a tal punto que si el gobierno un día dijera que hay que salir del confinamiento sepultarían la carta de la infectadura y se pararían en la puerta de los hospitales para contar los muertos y afirmar que Alberto Fernández ha dejado al pueblo a la buena de Dios.     
Se flexibiliza, entonces, porque estaba flexibilizado de hecho, porque la situación era insostenible en AMBA y porque una de las peores cosas que le puede pasar a un gobierno es perder la autoridad y la credibilidad; no se flexibiliza por razones sanitarias por más que ahora nos quieran presentar algún dato de una manera u otra. Y esto va a suponer mayor cantidad de contagios y de muertos, lo cual es duro pero también hay que decirlo. Esto no lo va a reconocer el gobierno y está bien que no lo haga. Menos aún lo van a reconocer los que militaron la ruptura de la cuarentena sin ofrecer una alternativa o sin decir con claridad las consecuencias.
Pero hay otro punto que a un gobierno no se le perdona y es la falta de rumbo. No me parece justo comparar la acción sobre una situación excepcional como la pandemia con el desempeño de un gobierno en condiciones normales pero esa comparación va a existir. Insisto: no será justo pero la va a pagar el actual gobierno nacional. Desde ese punto de vista, la sensación de falta de rumbo en lo que respecta a cómo salir del confinamiento se va a solapar con las dificultades que tiene el gobierno para perfilarse en el resto de las áreas. El propio Alberto parece hacer un esfuerzo denodado por mantener a todos adentro cuando las diferencias intestinas empiezan a aflorar. Si Hebe de Bonafini escribe una carta, él le responde públicamente y baja los decibeles; si Víctor Hugo hace un editorial rechazando la postura de la Argentina respecto de Venezuela, el presidente lo llama estando al aire y le aclara. Alberto intenta avanzar cuando la bolsa del Frente empieza a moverse sin que uno sepa si hay peleas o peronistas reproduciéndose. Siempre al estilo de Alberto, que es el de la conciliación y la búsqueda de consenso, y resistiendo a las presiones de quienes, desde la oposición, apuestan a una fractura. Si fuera su asesor le diría que está bien lo que hace pero también le advertiría que a un gobierno que trata de conciliar y mantener a todos adentro le va a costar adoptar una identidad. En otras palabras, la moderación que permitiría un consenso capaz de resolver la puja de intereses llevando todo hacia el centro del espectro ideológico, puede terminar confundiéndose con un gobierno que no sabe hacia dónde va o que va a aparecer como una mera transición hacia otra cosa.  


      


lunes, 13 de julio de 2020

De censuras y periodistas presos (editorial del 11/7/20 en No estoy solo)

En Argentina puede ir preso cualquiera menos un periodista. El periodismo es la única profesión que da inmunidad. De aquí que, contrariamente a lo que se cree, no es la política la que da fueros sino el periodismo. Uno podría aclarar que si un periodista fuese preso no sería por ser periodista sino por haber cometido un delito. Pero eso no importa. El periodismo es la corporación más corporativa. Hay diferencias ideológicas en su interior pero, por derecha o por izquierda, en algún momento cierran filas. Desde La Nación a Página 12. Eso sí, cuando se empieza a desagregar un poco hacia el interior de la corporación se encuentra aquello que efectivamente daña la libertad de expresión. Es que la enorme mayoría de los que trabajan de periodistas tienen sueldos miserables y están precarizados. Sí, incluso, en los espacios progres, en los medios “buenos” que le dan voz a los trabajadores. Ahí también cobran 15, 20, 30, 40 lucas. Los únicos que se salvan son las estrellas del periodismo, esos que son capaces de apretar empresas y gobiernos para que les pongan pauta. El resto vive de migajas. Que esa mayoría de periodistas que están al borde pierda su trabajo como ocurrió durante el gobierno anterior dicen que no afectó la libertad de expresión; pero eso sí, si a alguno de los grandes periodistas se les termina un ciclo nunca será visto como el cese de un contrato laboral sino como un acto de censura. Es como si el periodista consagrado fuera la encarnación de un derecho. Si esa persona no trabaja se está afectando un derecho de todos. No tienen la misma suerte los zapateros por ejemplo. Siempre me llamó la atención cuando algún notero interpela a una figura en la calle y cuando ésta no quiere hablar le espeta “pero estoy trabajando”. ¿Se imaginan a un zapatero exigiéndonos en la calle que le compremos sus zapatos porque está trabajando? Por encarnar en sí mismo un derecho y por creerse una suerte de mediador con la sociedad civil, el periodista cree que si no tiene un espacio no sólo se coarta la libertad de expresión de él sino la de todos y como la libertad de expresión es esencial para la democracia, culmina afirmando que, si él no habla, estamos en una dictadura. Por eso los sistemas democráticos pueden tolerar que vayan expresidentes presos pero no pueden tolerar ver un periodista tras las rejas. Cualquier salame con un micrófono se transforma en mártir por nada. Y si se quiere censurar a un periodista, en realidad no se dice que se ejerce una censura sino que lo que se dice es que “no era periodista”. El programa 678 puede no salir más al aire y quienes se desempeñaron allí pueden ser perseguidos, estigmatizados, castigados por quien sería presidente en un debate presidencial, formar parte de listas negras y ser innombrables aun en los medios con los que el programa tenía afinidad ideológica pero para poder lograr esto primero hubo que determinar que “eso” no era periodismo y que allí no había periodistas.
Ahora bien, si este desarrollo que acabo de realizar es el correcto, los gobiernos deben manejarse con inteligencia. Para bajar al llano y dar casos concretos: peticionamos ante change.org que el dedo retwitteador de Alberto Fernández, o de quien eventualmente pudiera manejarle la cuenta, se tome unas vacaciones. La razón es sencilla: está logrando que se le levante el precio y que se victimen quienes no tienen muchos valores y en general son victimarios. Si el gobierno sabe que hay quienes actúan de mala fe y atacan como partido político pero se defienden con la libertad de expresión, ¿no sería deseable evitar esas tonterías? Pero hay más: esta misma semana trascendieron unas declaraciones de la flamante Defensora del Público, Miriam Lewin, periodista de trayectoria. Se trató de unas afirmaciones muy poco felices en torno a la figura de Baby Etchecopar quien brilla por sus exabruptos retrógrados, fascistoides y misóginos antes que por el aporte racional a los debates públicos. Lewin afirmó que desde la Defensoría se buscará que Etchecopar no sea escuchado en la sociedad porque es anacrónico y que para ello había que hacer un cambio cultural. En lo personal comparto el diagnóstico respecto del anacronismo de Etchecopar pero un funcionario público debe ser muy cuidadoso con sus palabras. Porque en todo caso alguien podría preguntar: ¿y si fuera anacrónico qué? ¿Por ello desde el Estado se va a diseñar una ingeniería social para transformar la cultura y dejar de escuchar al presunto anacrónico? Quizás sea más fácil dejarlo con su anacronismo y que la gente elija qué quiere escuchar. ¿No? Pero hay un punto más: la Defensoría se pronunció a partir de las lamentables declaraciones de Etchecopar donde, desempolvando el clásico antiperonismo y la metáfora organicista que ha dado lugar a la creación de enemigos pasibles de ser extirpados, indicó que la expresidenta era “el cáncer de la Argentina”. El organismo determinó que “se trata de un acto de violencia simbólica y mediática en relación con el ejercicio de los derechos de las mujeres en política”  y le recomendó a ARTEAR, empresa dueña de canal 13, coordinar una actividad de intercambio y capacitación para visibilizar este tipo de problemáticas. ¿Sabrán en la Defensoría que el ataque contra CFK fue político antes que misógino? Es que Baby Etchecopar hubiera dicho lo mismo de CFK y de Evita pero también de Perón y de Néstor Kirchner. Por lo tanto, el ataque a CFK es un ataque de clase, por razones políticas. Lo que molesta de CFK a Etchecopar son los intereses que ella afectó durante su gobierno, intereses que, curiosamente, eran compartidos por los que participaban en la mesa de Mirtha Legrand el día que Etchecopar realizó el exabrupto. Por ello, no la atacaron por mujer. La atacaron por peronista. Lo habrá hecho mejor, peor o regular. Pero la atacaron por llevar adelante políticas redistributivas. Por supuesto que, tanto Evita como CFK y la gran mayoría de las mujeres que participan en política han padecido discriminaciones por su condición de mujer pero el eje principal de los ataques lo han padecido no por el género autopercibido sino por las ideas que defienden.
Además, en lo personal, advierto cierto prejuicio iluminista, cierto tufillo a vanguardia iluminada en esto de que ante cualquier hecho repudiable hay que mandar al repudiado a hacer un curso. Hay un riesgo aquí de que finalmente, a aquel que no piense como yo, se lo mande a hacer un curso como si lo que estuviese jugando allí, antes que diferentes ideas, fuera una lucha entre la opinión de un ignorante, y la opinión del que sabe que es, por supuesto, el que brinda el curso para que el ignorante se desasne.  
Ahora bien, ustedes dirán: ¿se puede dejar que alguien exprese discursos de odio o difamaciones libremente? Por supuesto que hay muy buenas razones para decir que no y de hecho hay que evitar la paradoja de la libertad de expresión y de la tolerancia que llevadas al terreno de lo absoluto le pueden dar lugar a los que están en contra de la libertad de expresión y de la tolerancia para que acaben con ellas. Y es que ningún derecho es absoluto y eso incluye al derecho a la libertad de expresión. Pero dicho esto, luego entramos en las dificultades de la regulación: ¿cuál es el criterio para regular? Recuerden que aunque todavía hay controversia al respecto, las calumnias e injurias fueron despenalizadas. Claro que lo hicieron por presión de los periodistas pero la lógica no es del todo descabellada: una vez que se abre la puerta de la regulación o se otorga un instrumento de sanción es muy probable que eso funcione como una pendiente resbaladiza que acabe siendo más perjudicial aún.
En Argentina siempre llegamos tarde, pero acostumbrados a que la censura provenga de la derecha, no estamos notando que se está generando un clima cultural que, aun enarbolando banderas y reivindicaciones encomiables, está derivando en formas indirectas de la censura. De hecho, apenas unos días atrás, 150 referentes de la cultura, entre los que se encuentran JK Rowling, Noam Chomsky, Margaret Atwood, Ian Buruma, Gloria Steinem, Martin Amis y Salman Rushdie, firmaron una carta abierta contra el activismo progresista estadounidense que, en nombre de la corrección política, está fomentando una cultura de la intolerancia, la cancelación, la persecución y los castigos desproporcionados.
En la carta admiten el “necesario ajuste de cuentas” con un pasado de injusticias racial y social pero advierten que se ha intensificado también “un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias en favor de una conformidad ideológica”. Es difícil imaginar que se pueda acusar de misógina a Margaret Atwood o de reaccionario a Chomsky y sin embargo, la carta continúa afirmando: “El libre intercambio de información e ideas, la savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura”.
Asimismo, la carta abunda en algo que se está viendo también en nuestro país: “Los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de aplicar reformas pensadas. Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos (…) Como escritores necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la asunción de riesgos e incluso los errores. Debemos preservar la posibilidad de discrepar de buena fe sin consecuencias profesionales funestas”.
Por último, y a manera de síntesis, hago mías las palabras con las que culmina la carta: “La restricción del debate, la lleva a cabo un Gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica a aquellos sin poder y merma la capacidad para la participación democrática de todos” (…) La manera de derrotar malas ideas es la exposición, el argumento y la persuasión, no tratar de silenciarlas o desear expulsarlas”.

domingo, 5 de julio de 2020

¿Hacia dónde va Alberto? (editorial del 4/7/20 en No estoy solo)


Si lo propio de una pandemia como la actual es la falta de certezas, no debería sorprendernos que, en materia política, cueste encontrar hechos contundentes o al menos categorías para clarificar el sendero y el perfil del actual gobierno. Por supuesto que pretender definir, con apenas siete meses de gestión, a esta novedosa e inestable agrupación denominada Frente de Todos que irrumpió por esa genialidad electoral de CFK, sería una enorme injusticia. Máxime si la mitad de esos siete meses han sido atravesados por esta inédita e inesperada pandemia. Si en años anteriores se ha abusado del término excepcionalidad para justificarlo todo, la pandemia pone las cosas en su lugar y nos muestra qué es verdaderamente una situación excepcional.
En todo caso se puede hacer algún trazo grueso en función de gestos, designaciones y algunos amagues pero no mucho más. Como siempre les digo: el gobierno todavía no arrancó. Cuando lo haga les cuento. Aun así se puede decir que, por  el armado del gabinete, Alberto tiene un rol omnipresente. Nadie hace sombra allí y, salvo algunas excepciones, incluso podría plantearse hasta qué punto todos los nombrados están a la altura de las circunstancias. Pero más allá de “pagar” a los sectores del Frente, con el armado del gabinete, Alberto pareció intentar despejar toda duda respecto de que es él el que manda. Independientemente de las retóricas republicanas, los argentinos parecen preferir presidentes fuertes y un poder de decisión centralizado más allá de que las características de liderazgo de Alberto sean distintas que las de CFK. Pero con sus distintos estilos, quizás con la excepción de De la Rúa, los gobiernos de la democracia posdictadura fueron figuras fuertes que centralizaron el poder cada uno a su modo, en el equilibrio de fuerzas en el que disputaban y en su contexto.    
A propósito de comparaciones y legados desde el 83 a la fecha, en las últimas semanas se generó una controversia interesante. Hablo de las críticas de algunos sectores del peronismo de paladar negro a partir de la definición que el propio Alberto diera de sí mismo y de su gobierno cuando reconoció referenciarse más en la socialdemocracia que en la tradición popular. En este sentido, no debería llamar la atención que Alberto mencione más a Alfonsín que a Perón. Es curioso lo que sucede con Alfonsín pues ha sido un hombre de grandes virtudes pero que, también hay que decirlo, dejó un país en llamas y cuando volvió a presentarse como senador por la provincia de Buenos Aires en 2001 obtuvo apenas el 15% de los votos. Asimismo fue partícipe central del Pacto de Olivos que le daba la reelección a Menem aunque obtenía a cambio una serie de cambios “republicanos” para mitigar el presidencialismo. Desde los sectores del alfonsinismo se dice con buen tino que Menem iba a hacer la reforma igual de modo que Alfonsín eligió “transar” para lograr transformaciones que iban en el sentido de fortalecer las instituciones y, por supuesto también, al bipartidismo y a su partido. Especialmente la autonomía de la Ciudad que le daría al antiperonismo un bastión desde el cual catapultar presidentes. De hecho, los dos jefes de gobierno antiperonistas que gobernaron la ciudad hasta ahora se transformaron en presidentes y el actual tiene buenas razones para, al menos, ser uno de los candidatos en 2023.
Los caminos de la memoria son insondables. Porque en paralelo tenemos toda una corriente de activistas que derriban estatuas utilizando categorías extemporáneas y Alfonsín se transforma en el emblema de un gobierno que llega al poder de la mano del peronismo. Insisto en que no se trata de caerle encima a Alfonsín quien tuvo también muchos logros y hasta reconocimientos en vida pero es verdad que es más fácil hacer reconocimientos cuando el tiempo pasa. La distancia y la muerte lo embellecen todo. Porque a Alfonsín lo puteaba todo el país, lo mismo que a Menem, quien era denostado y burlado salvo cuando había que ir a las urnas (si bien es verdad que en el balotaje del 2003 hubiera perdido por paliza). Menem, con su “neoliberalismo popular” es una suerte de tema tabú del cual todos prefieren desembarazarse rápido. Es un objeto por el que todos sienten alguna culpa. Nunca como en los 90 se instaló el “yo no lo voté” pero lo votaban y ganaba. Menem es el voto vergonzante por antonomasia y también una muestra de que adentro del significante “peronismo” entra todo. ¿Entrará también la versión socialdemócrata? ¿Es esta versión la única que podía sobrevenir al perfil popular con que terminó identificándose el kirchnerismo? ¿Alberto es la continuidad natural del kirchnerismo o sólo la máscara pragmática que necesitaba un tiempo posmacrista?
Por otra parte, un aspecto no menor es que las mutaciones del peronismo, al menos en la última etapa democrática, se daban en el marco de tendencias regionales/mundiales. En otras palabras, Menem no adoptó el neoliberalismo en una isla sino en una década que abrazó los principios del Consenso de Washington. Con esto no busco justificar sino explicar. Lo mismo podría decirse de Kirchner: hubo todo un movimiento de gobiernos populares en la región hasta aproximadamente el año 2015 que permiten comprender la identidad que adoptó el kirchnerismo.
A Alberto, en cambio, le toca asumir en un momento en el cual no hay una clara tendencia ni regional ni mundial. La región está fragmentada entre una Venezuela aislada, populismos de derecha y gobiernos liberales. Mucho lugar para la socialdemocracia no parece haber lo cual puede no significar nada pero en todo caso supone una diferencia respecto de las experiencias peronistas de Menem y los Kirchner.
Habrá que esperar un eventual relanzamiento del gobierno para confirmar algunos de estos trazos gruesos o visualizar al menos un plan. Pero los tiempos se acortan porque las necesidades son muchas y las presiones también. En este sentido, los eventuales escándalos en los que se ve envuelta la oposición con imputaciones y hasta posibles futuras detenciones, en caso de demostrarse, serán un acto de justicia pero no garantizan un buen resultado en las urnas para el gobierno tal como se comprobó con la persecución que se le realizó a dirigentes kirchneristas en los últimos años. Es más, hasta podría ser una victoria pírrica para la actual administración en la medida en que las usinas de construcción de sentido hegemónico presentarán la caída en desgracia del macrismo como un fracaso de la política en general y no como el fracaso escandaloso de un modelo cultural que estigmatizó y persiguió, y un modelo económico de transferencia de recursos hacia los sectores aventajados del cual estas usinas fueron socios y cómplices. Así, de un eventual Macri preso no obtendremos un “Viva Alberto” sino un “Que se vayan todos”. 
Ojalá no falte mucho para el momento de relanzamiento del gobierno o, más bien, de estricto lanzamiento. No sea cosa que antes del último día de la pandemia llegue el primer día de la campaña para el 2021. Es que, si eso sucede, probablemente ya va a ser demasiado tarde.  


miércoles, 1 de julio de 2020

El ministerio de la retroactividad (publicado el 24/6/20 en www.disidentia.com)


Las protestas originadas a partir del asesinato de George Floyd derivaron en una práctica que si bien no es estrictamente novedosa sí resultó, al menos, curiosa. Me refiero a esa suerte de ataque sistemático a estatuas tanto en Estados Unidos como en Reino Unido.
Por mencionar algunos casos, en Richmond, una estatua en honor a Jefferson Davis, presidente de la Confederación, fue vandalizada y derribada, y también fue atacada una estatua de Colón; misma suerte corrieron los monumentos que rendían honor al descubridor de América en Saint Paul, Boston, Houston y Miami. En esta última ciudad también recibió pintadas la estatua de Juan Ponce de León.
En Ventura, el ataque se dirigió hacia la estatua del misionero español y franciscano Fray Junípero Serra y en San Francisco le pintaron símbolos fascistas y le escribieron “bastardo” al monumento de Miguel de Cervantes.
No conformes con esto, en Portland, derribaron la estatua de Thomas Jefferson acusándolo de “propietario de esclavos” y  prendieron fuego la cabeza de la estatua de George Washington escribiendo sobre ella mensajes como “colonialista genocida”, “estás en tierras nativas” y “1619”, año que haría referencia al momento en que los primeros esclavos fueron llevados a Estados Unidos.
En este contexto, la líder de la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, pidió que se retiren once monumentos a figuras confederadas y San Francisco y Albuquerque quitaron estatuas de Colón y Juan de Oñate respectivamente de manera preventiva.
Si hablamos de Gran Bretaña, en Bristol un grupo de manifestantes arrojó al río la estatua de Edward Colston acusándolo de comerciante de esclavos; en Oxford se está exigiendo que se retire el monumento de Cecil Rhodes, en Edimburdo sucede algo similar con la efigie de Henry Dudas y en Londres fue vandalizada la estatua del mismísimo Churchill. En este marco, el alcalde de Londres Sadiq Khan anunció que se creará una comisión para revisar los nombres de las calles, los murales, las obras de arte callejero y los monumentos para determinar cuáles pueden ser sostenidos y cuáles deberán ser retirados.
Las imágenes de estos ataques sin duda despiertan zozobra probablemente porque se asocian con ese tipo de acciones simbólicas que se realizaron a lo largo de la historia en sucesivas revoluciones. El #BlackLivesMatter está lejos de implicar una revolución pero pareciera pretender compartir con aquellas, en un sentido, la idea de inaugurar un “tiempo cero”. Para ello, buscaría “sepultar” lo que sería el pasado ominoso que representarían figuras como las mencionadas.
En lo personal no me asustan los revisionismos y en cada uno de los países existen disputas acerca de lo que ha contado la historia oficial y las historias alternativas. Sin caer en la idea de que la historiografía es una rama de la literatura o que los hechos no existen, no cabe duda de que los sucesos y las acciones de los hombres que los protagonizaron están abiertos a interpretación y a revisión.
Con todo, no debe dejarse de soslayo que este revisionismo se da en una época particular en la que se ha transformado en un ejercicio cotidiano la valoración del pasado con categorías extemporáneas. Curiosamente, se trata de un accionar que está más presente en los sectores académicos vinculados a las ciencias sociales o a las disciplinas humanísticas, antes que en la sociedad civil en su conjunto. Los debates que se dan en las universidades acerca de los planes de estudios donde se evalúa con los criterios de la corrección política del siglo XXI, no solo las obras, sino, en muchos casos, los comportamientos personales de los autores de éstas, generan una mezcla de asombro e indignación por el nivel de irracionalidad y capricho con el que se encara. Sócrates y Platón cancelados por aristócratas y etnocéntricos; Aristóteles cancelado por heteropatriarcal; y así sucesivamente hasta no dejar en pie a nadie que haya nacido antes del siglo XXI porque, naturalmente, cualquiera que hubiera tenido la osadía de haber llegado al mundo antes del imperio de la corrección política tendrá en su haber alguna mácula.
Alguien dirá que toda historia se escribe en un presente y eso sin dudas es así. Pero, una vez más, entre el historicismo burdo que plantea que todo es interpretación arbitraria que se realiza desde el poder de quien hegemoniza el presente, y una mirada conservadoramente ingenua que considera que la única historia es la historia oficial que es siempre la historia de los vencedores, debería haber posibilidad de mediaciones y un mínimo de acuerdo sobre una base empírica. Pero no están corriendo buenos tiempos en ese sentido.
Naturalmente a todos los amantes de la buena literatura lo primero que se les viene a la mente es el inigualable ministerio de la Verdad creado por Orwell en la novela 1984. Como ustedes saben, se trata del órgano encargado de reescribir los documentos para modificar la historia en función de las necesidades presentes del Partido. Si, por razones estratégicas, el Partido debía afirmar que ingresaba en una nueva guerra, los encargados del Ministerio modificaban inmediatamente todos los documentos oficiales y los diarios de manera tal que se pueda hallar una coherencia entre la “nueva situación” y la historia. Modificados los documentos, sin posibilidad de chequear la información y los recuerdos, la historia se tergiversaba a voluntad pues el tribunal de los hechos había desaparecido. De hecho, en una genialidad de Orwell, el autor nos informa que el eslogan del partido era “El que controla el pasado controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado”.
No se puede decir mejor: en realidad, a nadie le interesa en sí mismo controlar el pasado. En todo caso, controlando el pasado lo que se busca es hacerse del control del futuro pero para controlar ese pasado hay que controlar en el presente la manera en que voy a contar ese pasado. Esto va, obviamente, más allá del caso específico del #blacklivesmatter y no intenta abrir un juicio de valor sobre su reivindicación. Pero es eso lo que se está jugando. ¿O ustedes creen que es relevante en sí mismo derribar la estatua de un presunto esclavista? Claro que no. Están, en el presente, disputando el relato del pasado para garantizarse la legitimidad de hegemonizar el futuro. Otro punto en común con la novela de Orwell es el nivel de polarización existente y la moralización de la política y de la historia. No hay procesos, no hay contextos, no hay contradicciones: hay buenos y malos esenciales. Los que están de un lado y los que están del otro. En la novela el malo era un tal Goldstein a pesar de que se deja entrever que quizás nunca haya existido y que es un invento del Partido para tener un enemigo. Goldstein era causa necesaria y suficiente para explicar las injusticias del mundo. Por cierto, no deja de ser curioso que en tiempos donde las categorías binarias que constituyeron el pensamiento occidental desde sus orígenes están siendo interpeladas, se apliquen moralizaciones igualmente binarias al análisis de asuntos complejos. Los buenos somos nosotros, el malo siempre es el otro y su existencia explica el padecimiento general e individual. Cada identidad tiene su “otro malo”. Este “otro malo” son los blancos, el varón, el que come carne, el heterosexual, el que bajó de los barcos, el occidental, el católico y así podría continuarse hasta el infinito en la medida en que las políticas identitarias se atomizan cada vez más.
Pero yo agregaría un elemento más que no está en la novela de Orwell y con el que quisiera concluir. Es lo que yo llamaría la disputa por el monopolio de la retroactividad. Dicho de otra manera, en una sociedad como la nuestra, cada vez más punitivista, por derecha o por izquierda, antes que modificar la historia como hacía el Ministerio de la Verdad, lo que se busca es tener la legitimidad para crear “nuevos delitos morales” en el presente con la facultad de aplicarse retroactivamente. Insisto en que son “delitos morales” y no “penales” y que la clave está en que, dado que se pueden aplicar retroactivamente, nadie está a salvo. Así todos son presuntamente culpables por el delito que se va a imponer mañana dado que toda persona viva o muerta es pasible de ser alcanzada por la nueva batería incesante de nuevos delitos morales que se van creando. Entonces no se trata de modificar los hechos. Los hechos, por decirlo de algún modo, permanecen tal cual sucedieron. Lo que cambia es que ahora esos hechos del pasado se han transformado en un delito moral que debemos castigar. Si usted vivió en el siglo XVII y no condenó el esclavismo, o años después todavía consideraba que su mujer no merecía un cuarto propio, despreciaba a los homosexuales como se los despreció desde la derecha y desde la izquierda hasta hace apenas algunos años y le gustaba cazar, queda cancelado y no merece ni una estatua, ni una calle, ni una mención en un libro de texto. Nada. Solo el repudio. Y que sus herederos no se quejen porque hasta puede que se le exija una compensación siglos después. Por si hace falta voy a aclarar que detesto el esclavismo, el sojuzgamiento y confinamiento de las mujeres al seno del hogar impuesto por muchos varones, la persecución por razones de elección sexual y que se maten animales. Pero también puedo entender que esos son valores de mi época y que no resulta del todo justo utilizarlos para juzgar acciones y comportamientos de quienes vivieron en otros contextos. No defiendo el relativismo pero sí un enfoque con una razonable perspectiva histórica. Esto no significa justificarlo todo. Más bien se trata de advertir que la variable contextual debería jugar al menos al momento de hacer valoraciones morales. El mundo no ha nacido con nosotros y suele ir más allá de nuestros ombligos.   
Sin embargo, en nombre del relativismo posmoderno se está creando a ritmo vertiginoso un canon de neopuritanismo que se aplica sin ninguna tipo de perspectiva histórica o, para decirlo de otra manera, con la única perspectiva histórica del presente. En nombre del relativismo de repente se pega un salto hacia la vereda de enfrente y se nos dice que las reivindicaciones de hoy forman parte de un continuo de progreso moral de la humanidad. El discriminado de ayer, por haber sido discriminado ayer, es el virtuoso de hoy. Las reivindicaciones particularistas acaban ingresando como caballo de troya en el universalismo al que tanto critican para monopolizar la moral que viene. 
Entonces, por supuesto que con la legitimidad para imponer retroactivamente “nuevos delitos morales” determinados por el canon, en algún sentido, hacemos un recorte de la historia que puede ser pensado como una modificación de la misma. Pero creo que eso es menos importante que la necesidad de sancionar. A la sociedad de hoy le importa menos manipular la historia que castigar ese pasado desde la perspectiva absoluta del presente.  
El Ministerio ya no es el de la Verdad. El nuevo Ministerio que crea los delitos morales en el presente para aplicarlos hacia atrás y, con ello, legitimar su hegemonía futura, se llama Ministerio de la retroactividad.