sábado, 30 de abril de 2022

Lectores sensibles: los nuevos dueños de la ficción (publicado el 29/4/22 en www.disidentia.com)

 

La irrupción de las fake news impulsó lo que suele llamarse “Fact checkers”, esto es, la aparición de “verificadores de hechos”, individuos que, sea como parte de una ONG o como empleados de grandes conglomerados mediáticos tradicionales y/o de alguna de las empresas gigantes de Silicon Valley, se dedican a chequear la información y, eventualmente, “corregirla”. Es verdad que antes se trataba del trabajo que realizaban unos sujetos a los que se denominaba “periodistas” pero los tiempos cambian. Si los Fact checkers son los “Dueños de los hechos”, el último lustro, tan atravesado por la corrección política, está dando lugar a los “Dueños de la ficción”, esto es, los denominados “Sensitivity readers”. Estos “lectores de sensibilidad” o “lectores sensibles”, si se permite una traducción más amigable aunque igualmente ambigua, se dedican a corregir los textos de los autores antes de que sean publicados. Una vez más, alguien dirá que antes se los llamaba “editores” y/o “correctores”. Y es verdad. Pero estos lectores sensibles son editores con una función específica. Si buscamos una definición, un “lector sensible” es aquel que lee un texto en busca de contenido ofensivo, representaciones equivocadas, estereotipos, sesgos, falta de comprensión, etc. Sin embargo, no cualquiera puede aplicar a este tipo de trabajo. La exigencia excluyente es que pertenezca a alguna minoría que eventualmente pudiera ser ofendida.

La Universidad de Alberta, por ejemplo, que se presenta en su sitio web como una institución académica de prestigio que se encuentra dentro de las mejores 150 universidades del mundo, tiene un apartado dedicado a definir qué es un “Sensitivity reader” y cuáles son los requerimientos para que podamos convertirnos en uno de ellos si nos interesara realizar relatos vinculados a pueblos originarios https://guides.library.ualberta.ca/c.php?g=708820&p=5049650 . Es que, como indica la propia universidad, existe una regla que indica que “No puedes escribir sobre pueblos originarios sin [ser o tener algún vínculo con] pueblos originarios”. A continuación, la universidad aclara que el lector sensible no tiene respuesta para todo sino que solo puede hablar de su propia experiencia pero sin representar a su nación/cultura en totalidad. También advierte a los autores que su trabajo puede ser rechazado por el lector sensible y se dedica un párrafo entero a la promoción de éstos. Allí se indica que esta figura de los lectores sensibles es relativamente nueva en la industria editorial y que, por lo tanto, los aspirantes deben justificar su labor; además, se agrega que no se debe perpetuar la idea de que sea un trabajo voluntario y ad honorem. Es más, la página oficial de la universidad indica la tarifa promedio de los contratos que firman los lectores sensibles, la cual va desde los USS 0.005 hasta los 0,01 centavos de dólar por palabra, lo cual hace que un libro de tamaño medio (unas 60000 palabras) suponga un pago de entre 300 y 600 dólares.

A propósito de esto, en un artículo publicado en The Spectator, el 10 de julio de 2021, https://www.spectator.co.uk/article/the-rise-of-the-sensitivity-reader, la escritora Zoe Dubno se introduce en la discusión al interior del mundo editorial para indicar que no se trata solo de corrección política sino también de bajar costos y reducir riesgos. Efectivamente, como el lector sensible solo puede editar aquello vinculado a “su identidad” o “su experiencia”, suele ser contratado como freelance de manera precarizada. Asimismo, con una paga baja como la que se indicaba anteriormente, las editoriales y los autores que editan sus propios libros también buscan cubrirse de las eventuales repercusiones negativas y/o cancelaciones que pudiera tener el libro una vez que llega al gran público. La justificación funcionaría más o menos así: “mi texto no puede ofender a nadie porque fue leído por lectores sensibles que lo aprobaron”.

Pero la lógica del mercado también funciona entre los aspirantes a lector sensible. De hecho Dubno menciona el modo en que, en redes como Linkedin, los aspirantes construyen sus “Currículum de Otredad” donde situaciones traumáticas o preferencias “exóticas” son “acreditadas” y se encuentran al mismo nivel. Según la autora, si se toma el caso de la plataforma que nuclea editores llamada “Salt and Sage”, se podrán ver casos donde se mezclan pertenencias étnico-culturales, como ser “afro-brasileño”, con experiencias traumáticas como haber padecido algún tipo de abuso o haber sido internado en un hospital mental. Pero hay más: el mismo perfil incluye preferencias “fuera de lo común”, a saber: productor de queso artesanal, amante de la equitación, usuario de juegos online y fan de la música pop coreana.

Sin embargo, también hay quienes defienden la existencia de los lectores sensibles. Por ejemplo en The Guardian, la escritora transgénero Juno Dawson, en un artículo publicado el 8 de marzo de 2022 https://www.theguardian.com/commentisfree/2022/mar/08/stop-moaning-sensitivity-readers-diversity-publishing, afirma que los lectores sensibles han llegado para quedarse y denuncia que su existencia obedece a la poca diversidad que hay entre los editores tradicionales. Dawson admite que en su ficción ha construido distintos personajes, desde una modelo hasta la hija de la sangrienta reina María de Inglaterra, pero que al momento de escribir sobre un personaje que ha padecido alguna opresión, necesitó la ayuda de un “lector sensible”.

Llegados a este punto cabe preguntarse si esta lógica llevará a distintos tipos de literatura, una con personajes no oprimidos capaces de ser abordados por cualquiera, y otra de personajes oprimidos escrita por quienes de alguna u otra manera hayan vivenciado o pasen al menos por el control de sensibilidad de quien sí lo haya hecho. Asimismo, subyace una pregunta más incómoda todavía: ¿desde cuándo la literatura o el arte en general tiene como objetivo no ofender? De hecho podría hacerse una lista inmensa de expresiones artísticas que han pasado a la posteridad justamente por haber ofendido e incomodado a alguien.      

 En un artículo publicado el 18 de febrero en el sitio Unherd, https://unherd.com/2022/02/how-sensitivity-readers-corrupted-literature/, la escritora Kate Clanchy cuenta las enormes peripecias por las que tuvo que pasar para reeditar un libro para chicos gracias a los lectores sensibles. Se le pidió que no diga que la homosexualidad ha sido un tema tabú en Nepal bajo el pretexto de que la homofobia proviene del colonialismo; que no afirme que los taliban son terroristas y que elimine en general cualquier alusión al terrorismo por ser un tema demasiado controvertido; que no se comprometa con la afirmación de que a la universidad van más hijos de la clase media y alta que hijos de la clase trabajadora, y que elimine la referencia a que un vestido largo y ajustado dificulta el movimiento. Fueron tantas las “sugerencias” de los lectores sensibles que decidió cambiar de editorial y no respetar ninguna de ellas. Según Clanchy, se está imponiendo la idea de que la literatura tiene que representar lo que el mundo debe ser y no lo que el mundo es. Por ello, si un personaje es racista, misógino, homofóbico, etc. debe ser reemplazado. El mundo está lleno de racistas, misóginos y homofóbicos de los cuales las personas, con buen tino, en general, se alejan, pero la literatura ha adoptado la función de contarle al mundo qué está bien y qué está mal. Al menos la literatura que desea ser publicada, claro.   

De hecho, Clanchy cita a un editor que indicó: "Ahora entiendo que debo utilizar mi posición privilegiada de clase media blanca con más conciencia para promover la diversidad, la equidad, la inclusión, ya que todo el mundo editorial del Reino Unido se esfuerza por corregir décadas de desigualdad estructural".

Llegados a este punto, además de la discusión general sobre el sentido del arte, resulta una incógnita qué será del Teatro. ¿Desaparecerá la ficción teatral como tal para dar lugar a una representación documental de testigos y protagonistas reales? La misma duda podría extenderse a buena parte de los géneros literarios: ¿habrá lugar para la novela policial o solo podrá ser desarrollada por asesinos, detectives y víctimas? ¿Las aterradoras novelas de asesinos seriales quedarán restringidas a ser escritas por ellos mismos? La literatura infantil perdurará porque todos fuimos chicos pero podría imponerse que fuera escrita por niños porque nuestros recuerdos como adultos pueden haber tergiversado nuestras experiencias de la niñez. Asimismo, algunos contenidos específicos de novelas para adultos directamente desaparecerían por cuestiones fácticas, por ejemplo, cuando se trate de una novela en la que el protagonista en primera persona acabara suicidándose. Por razones obvias, es de suponer que la novela nunca acabaría o lo que es peor, ni siquiera podría comenzar.

Lo curioso es que esta lógica volverá como un boomerang sobre aquellos que presuntamente se busca proteger. Una persona transgénero que se dedicara a escribir o a la actuación solo podría representar papeles de transgénero; lo mismo podría suceder con un discapacitado, un indígena, etc. algo que suele ir en contra de los deseos de estas mismas personas. De hecho, en general, lo que ellos mismos intentan es evitar el encasillamiento como si por poseer determinada identidad no pudieran representar algo distinto de lo que son.

Asistimos así a “políticas del Otro” que hablan de diversidad y diferencia pero que han transformado a la otredad en una abstracción que tiene sus propietarios y que se presenta como una entidad esencial, monolítica e inexpugnable que se caracteriza por tener experiencias irreproducibles por cualquiera que no pertenezca a la identidad correspondiente. El resto, los “No otros” somos aquellos que por no formar parte de una identidad de padecimiento, tenemos la posibilidad de tener experiencias intercambiables, entre ellas, poder leer a alguien que ha tenido otras experiencias, poder ser y poder ponerse en el lugar de otro aun cuando nunca se pueda comprender del todo lo que el otro ha padecido.

Es de suponer que en la mayoría de los casos hay muy buenas intenciones detrás del fenómeno cultural que deriva, entre otras cosas, en la existencia de lectores sensibles, pero poder ser lo que no se es o al menos poder intentarlo es una de las experiencias más enriquecedoras. Se trata de abrir y no de cerrar. Más puentes. Menos candados.   

domingo, 24 de abril de 2022

Razones para perder una elección en 2023 (editorial del 23/4/22 en No estoy solo)

 Uno de los aspectos más perversos en los que se presenta la denominada “grieta” es la manera en que explota extorsivamente el costado culposo del votante. El macrismo le advertía a sus votantes que en caso de no votar la reelección de Mauricio, serían los responsables del regreso de Cristina. No era solo instalar el temor. Era también instalar la culpa y quitarse responsabilidad. No se gobernó mal sino que fue CFK la Cruella de Vil que es mala cuando gobierna y es mala cuando es opositora porque siempre es mala y solo quiere hacerle daño a la gente buena. El “Ah, pero Macri” tuvo y sigue teniendo un antecedente claro en el “Ah, pero CFK” de un lustro atrás. Pero algo parecido sucede con el actual oficialismo tanto en el espacio del oficialismo oficialista de Alberto como en el espacio del oficialismo opositor de CFK. La culpa siempre es del otro, y va desde Macri hasta el señor malo que aumenta los precios porque es malo y quiere que haya mucha inflación. Mientras tanto discuten los que dicen que la inflación es solo un fenómeno monetario (sin explicar por qué entonces algunos rubros aumentan más que otros), con aquellos que creen que el problema de la Argentina es el capitalismo y que los empresarios sean usureros. Estos últimos no pueden responder por qué en otros países del mundo igualmente capitalistas, con sectores igualmente concentrados en pocas manos y empresarios a priori tan usureros como los de acá, la inflación no llega nunca a dos dígitos.

Y todo se da en el marco de una inflación que se espiraliza y un gobierno que siempre corre de atrás, que carece de volumen político y que, más allá de lo ideológico, es enormemente ineficiente en materia de gestión. En ese escenario, el oficialismo oficialista y el oficialismo opositor comparten, tal como les indicaba anteriormente, la misma lógica extorsiva que aplicaba el macrismo con sus votantes: “Si no nos votás en 2023 vuelve el neoliberalismo”. El mensaje, insisto, está dirigido a los propios, a aquellos que al menos alguna vez votaron al espacio del FDT y a todo aquel militante o comprometido que rápidamente asume el rol de estratega de campaña y catador del buenvotar para advertir que “le estás haciendo el juego a la derecha”, como si el ciudadano común tuviera la misma responsabilidad que la clase dirigente. Lo cierto es que son los malos gobiernos los que le hacen el juego al adversario: el mal gobierno de Macri posibilitó el regreso de CFK en la tibia piel de cordero de Alberto y el mal gobierno de éste posibilita que se mantengan con expectativas no solo los presuntamente moderados de JxC sino también los presuntos halcones y hasta los exabruptos de las posiciones radicales (tanto por derecha como por izquierda).

Entonces no son las críticas de los propios las que horadan. Es el hecho de que se haya quebrado el contrato electoral con el votante; que todo esté peor pero sin que se note demasiado; que el único plan de gobierno sea que el Frente no se rompa.

A propósito de la grieta, otro aspecto perverso de su utilización es el de atribuirle poderes mágicos, casi como un demiurgo maligno a partir del cual se explican todos los padecimientos de la Argentina. En esto coincide la oposición pero también buena parte del oficialismo oficialista de Alberto: “el problema es que los argentinos no estamos unidos”. Nadie duda de que sería mejor encontrar acuerdos básicos apoyados por la mayoría de la clase política y la ciudadanía pero a lo largo de la historia no hay evidencia clara de la existencia de una relación de causalidad entre “unidad” y “bienestar”. De hecho, como hemos dicho aquí alguna vez, si el sector mayoritario de votantes del FDT está molesto con el gobierno, no es por la grieta sino por la ausencia de ella; esto es, por el hecho de que el actual gobierno no haya transformado sustantiva ni estructuralmente la herencia recibida. Entonces sin duda que hubo una incentivación a la grieta por parte de referentes y militantes durante el kirchnerismo. Pero se equivocan quienes entienden que el apoyo mayoritario tenía que ver con ello. Lo que generaba acompañamiento era el hecho de percibir a un gobierno como distinto a los anteriores. No se valoraba la fractura social sino que lo que se valoraba era que había un gobierno distinto que representaba a un sector que quería un gobierno que se diferenciara de los anteriores. Y hoy el gobierno no es muy distinto a lo que había o lo es en un sentido cosmético. De hecho, los intentos de medidas redistributivas son interpretadas, desde su propia denominación, como algo “excepcional”, algo “fuera del sistema”. Hay IFE porque hay una excepcional pandemia o porque hay una excepcional guerra y/o una excepcional inflación; si los muy muy ricos deben pagar algo más no se trata de un impuesto sino de un excepcional “aporte a la renta extraordinaria” y si vamos a pedir que los que se enriquecieron con las circunstancias actuales hagan otro aporte, éste será también excepcional y estará conectado a una “ganancia inesperada”. Todos los otros impuestos, en muchos casos distorsivos, que paga la clase media y la baja, se sostienen. No son excepcionales. La única idea es devolver con bonos excepcionales los impuestos no excepcionales para que los gerenciadores tampoco excepcionales de una pobreza no excepcional eviten que abajo explote, tal como ocurriera con el gobierno anterior. Si los intentos de redistribuir no son estructurales y llegan en forma de bonos circunstanciales, es natural que muchos vean en este gobierno las mismas miserias que en el anterior y que por ello haya buena pesca en el río del “que se vayan todos”, aquel que no existía cuando había grieta pero que vuelve a reaparecer cuando la sensación es que todos son lo mismo y que las disputas, a veces personales, a veces políticas, tienen como común denominador el hecho de jugar un partido que la sociedad mira desde afuera. Un buen ejemplo es el del Consejo de la Magistratura. Alguien podrá decir que éste es relevante porque allí se designan los jueces que, eventualmente, lucharán contra la corrupción y/o le pueden poner límites a las transformaciones políticas que pretenden llevar adelante gobiernos populares pero desde la acusación de golpe institucional pasando por la estrategia en el Senado para ganar un lugar y la judicialización que proponen los opositores, lo único que se ve es una disputa que nada tiene que ver con el día a día del ciudadano común. Achacarle a éste no ver la magnitud de lo que se juega en el Consejo merecería como respuesta espetarle a la clase política no estar viendo la magnitud de lo que sucede cuando vamos al supermercado.  

Esta disociación entre los intereses de la clase política y los del ciudadano común está arrastrando incluso a los sectores más politizados identificados con el kirchnerismo duro. En este sentido, la exasperante quietud del oficialismo oficialista está quitándole apoyo al oficialismo opositor, lo cual pareciera suponer que una parte del electorado entiende, con buen tino, que oficialista u opositor ambos espacios dentro del gobierno son oficialistas.

En las incesantes intervenciones que se interrogan acerca de cómo evitar que vuelva la derecha, existen análisis sesudos y preocupaciones sensatas. Sin embargo, no abundan quienes pongan el acento en que una buena manera de sostenerse en el poder es gobernar mejor que tu adversario y/o al menos satisfacer las exigencias de esa mayoría que te votó. Todo puede pasar pero si el oficialismo pierde las elecciones en 2023 no será por las críticas de los propios sino por no haber podido cumplir con alguna de estas dos alternativas.    

 

domingo, 17 de abril de 2022

Todas las bofetadas de Wil Smith (publicado el 14/4/22 en www.disidentia.com)

 

A días de una de las bofetadas más reproducida de todos los tiempos, el episodio que tuvo como protagonista a Will Smith, Chris Rock y Jada Pinckett, mujer del primero, amenaza con transformarse en uno de los más sobreinterpretados del mundo contemporáneo. Acostumbrados a darle un marco teórico a todo, incluso a aquello que muchas veces no lo necesita, la multiplicidad de enfoques que tuvo la agresión no deja de sorprender.

Efectivamente, mientras los protagonistas se convertían en memes, gifs y stickers para dar la vuelta al mundo, todos creemos tener algo para decir y alguna conclusión moral para sacar como si la existencia de las redes sociales hubiera convertido la libertad de expresión en una obligación de opinar. Lo cierto es que las consecuencias ya se hacen sentir y mientras los proyectos de Will Smith se cancelan y/o postergan, los comediantes, especialmente los “standuperos”, temen que la repudiable actitud del protagonista de Hombres de negro se imite y comiencen a sucederse agresiones de parte de cualquier integrante del público que se sienta ofendido por un chiste.

Si bien no lo desarrollaremos aquí, la cuestión de los límites del humor fue uno de los temas que estuvo en la agenda y allí la pregunta sería: ¿puede tomarse como límite para hacer humor el hecho subjetivo de que alguien se sienta ofendido? El humorista británico, Ricky Gervais, reconocido por The Office o After Life, entre otras exitosas series, tiene una respuesta para ello: “El hecho de que estés ofendido no significa que tengas razón”. Con todo, parece razonable preguntarse por el hecho de si se puede considerar humor burlarse de la enfermedad de otro. Si la respuesta fuera afirmativa, ¿deberíamos extender ese límite a la lotería natural? Esto es, ¿debería dejar de hacerse humor sobre características particulares de las personas como ser tener una nariz grande, ser flacos, gordos, pelados, petisos, lungos, etc.? Dejemos abierta la pregunta.    

Otro aspecto que circuló mucho y que apenas vamos a mencionar gira en torno a la necesidad de castigo, en este caso, de Will Smith. No solo la Academia de Hollywood sino buena parte del mundo clamaba por un castigo ejemplar, ese que siempre queremos que le den a los otros por sus errores. Allí la pregunta sería: ¿el hecho de dar una bofetada es razón suficiente para negarle a alguien un premio o quitarle el trabajo para siempre? Yendo incluso más allá del bofetón: ¿La Academia de Hollywood otorga premios a los mejores actores o a las mejores personas? ¿Desde cuándo hemos comenzado a aceptar que quienes otorgan un premio sean también guardianes morales que juzguen lo que somos?

Pero en lo que me interesaría detenerme es en otro aspecto que expresa un fenómeno que a veces suele pasarse por alto. Veámoslo así. Tomemos el hecho “desnudo”. Este podría describirse de la siguiente manera: en el marco de la entrega de premios más importante del mundo, la persona encargada de la presentación se burla de la enfermedad con consecuencias estéticas que padece la pareja de una de las personas que protagoniza la gala. Como consecuencia de ello, la persona pareja de la persona aludida en el chiste, agrede a través de una bofetada a la persona que presentaba el evento. La cantidad de veces que aparece aquí la palabra “persona” es adrede porque en lo que quisiera posarme es en el modo en que un hecho como éste acaba siendo evaluado por toda una serie de aspectos que son ajenos al hecho en sí. Lo diré con algunos ejemplos: ¿qué hubiera pasado si Will Smith fuera blanco? ¿Habría sido interpretada la agresión como un hecho racista? Puede que hasta tuviéramos movilizaciones y revueltas en todo Estados Unidos a partir de ello. ¿Y qué si hubiera sido al revés? Esto es, ¿qué hubiera sucedido si Chris Rock hubiera sido blanco? Seguramente no se hubiera interpretado la agresión de Smith como una agresión en términos de raza. Es más, probablemente se hubiera dicho que el chiste de Chris Rock fue un chiste racista porque, más allá de burlarse de una enfermedad, lo que estaba de fondo era la idea de que un blanco puede burlarse de un/a negro/a. El hecho hubiera sido el mismo pero hubiera sido interpretado de manera distinta por el color de piel de los intervinientes.

Pero sigamos con las preguntas: ¿Qué sucedería si independientemente del color de los protagonistas, Will Smith fuera una mujer lesbiana que agrede a la persona que realiza un chiste sobre su pareja mujer? ¿Se habría interpretado el chiste de Rock como una afrenta lesbofóbica? Si en el caso concreto operó una actitud que podría juzgarse “machista” de parte de Will Smith, ¿podría decirse lo mismo si quienes intervienen son mujeres? ¿Y qué si la mujer lesbiana hubiese sido Rock? El hecho a evaluar es el mismo: tres personas, una hace una broma sobre una de ellas y la tercera en cuestión agrede a la primera.

¿Y si Will Smith fuera una mujer heterosexual que le pega una bofetada a un presentador varón que se burla de su marido? ¿Sería interpretado el gesto como el resabio heteropatriarcal que permanecería en algunas mujeres? ¿Se pondría en valor su empoderamiento? A la inversa la situación sería más compleja aún porque si Chris Rock hubiese sido una mujer y Smith un hombre de la etnia que fuese, el hecho podría encuadrarse dentro de la violencia de género. Si estas variables complejizan enormemente el hecho imaginemos lo que hubiera sucedido si quien recibiera la bofetada hubiera sido una persona transexual.

Por último, en lo personal desconozco las religiones que profesan los protagonistas en la vida real pero ¿podemos imaginar cómo podría haber cambiado la interpretación de la bofetada si alguno de los intervinientes fuera musulmán y/o católico practicante?

La posibilidad de combinar aspectos religiosos, raciales y/o de sexo/género alrededor de una situación donde intervienen tres protagonistas podría continuar hasta el infinito y hasta puede ser un interesante experimento mental para tomar en cuenta los valores que hoy atraviesan las discusiones públicas. Asimismo, no cabe duda que juzgar un hecho “desnudo” sin tomar en cuenta el contexto y los protagonistas puede conllevar injusticias, pero el excesivo celo en las características identitarias de los intervinientes tampoco parece el mejor camino pues dejamos de evaluar la acción en sí para poner el énfasis en alguna de las características de los que realizan esa acción. Dicho de otra manera, si ha resultado sensata la crítica a los ideales iluministas y moderno-liberales que consideraban que el problema de la desigualdad y el acceso a la justicia se solucionarían siendo ciegos a las diferencias personales en materia de religión, ideología, sexo/género, raza, etc., la situación actual donde cualquier hecho pasa a ser analizado y justificado en términos de religión, ideología, sexo/género o raza, está generando, al menos, una enorme cantidad de preguntas que es necesario responder. Porque no tomar en cuenta el contexto o las particularidades de los intervinientes en un hecho es un error pero no puede ser que eso sea lo único que se tome en cuenta; debería poder establecerse de manera mínimamente objetiva si una broma y una bofetada son o no agresiones independientemente de las características personales y del contexto. Por supuesto que deben existir márgenes y espacio para la interpretación pero algún punto de acuerdo básico tiene que existir. En este caso, no resulta correcto juzgar si una bofetada es o no una agresión en función de que quien la realice sea musulmán, católico, mujer, varón, heterosexual, homosexual, blanco, negro, trans o cisgénero. Definiciones objetivas aplicadas a contextos particulares. Así debería más o menos funcionar. Si solo hay definiciones objetivas, estaremos legislando para un mundo ideal; pero si sólo hay contextos particulares viviremos en un infierno de casos concretos que crearán nuevos focos de desigualdad que la modernidad y la ilustración ya habían dado por superados.         

 

domingo, 3 de abril de 2022

De la “Gran Renuncia” a la “Gran Desconexión” (publicado el 31/3/22 en www.disidentia.com)

 

El número es abrumador: durante el año 2021, 47,4 millones de estadounidenses renunciaron a su empleo voluntariamente. A menor escala, el fenómeno se ha repetido en algunos países desarrollados y en sectores profesionales a lo largo de todo el mundo. ¿Cuáles serían las razones que podrían explicar este fenómeno?

Quien intentó avanzar en una respuesta ha sido Anthony Klotz, psicólogo organizacional y profesor en la Universidad de Texas A&M quien hacia mayo de 2021 le puso nombre a esta tendencia: “La Gran Renuncia” (“The Great Resignation”). En una entrevista para el Washington Post publicada el 24 de septiembre de 2021, Klotz afirma que hay cuatro razones a tener en cuenta para explicar lo que está sucediendo: la primera es la acumulación de renuncias puesto que, en 2020 y ante el temor que había a no conseguir un nuevo trabajo en un horizonte de total incertidumbre, la cantidad de renuncias que se producen normalmente había disminuido; la segunda es un fenómeno de agotamiento generalizado que se explica también por las condiciones de estrés extra que supuso la pandemia. Hasta aquí, nada demasiado interesante. Pero Klotz agrega como tercera razón lo que llama las “epifanías pandémicas”, esto es, el shock que significó para muchas personas lo ocurrido en los últimos dos años: crisis existenciales, preguntas por el sentido de seguir trabajando, puestas en tela de juicio de rutinas naturalizadas, etc. Conectada a esta razón, la cuarta refiere a aquellas personas que realizaron su trabajo de manera remota y que no aceptan un regreso al formato tradicional. Se trataría, desde mi punto de vista, de otra suerte de epifanía, esto es, la que muestra que se puede ser tanto o más productivo desde casa, manejando los propios tiempos, estableciendo otro tipo de rutinas con la familia, etc.

Por supuesto que esta idea de “Gran Renuncia” solo puede ser efectiva en países donde existe casi pleno empleo, crecimiento económico y capacidad de ahorro. En países pobres o en vías de desarrollo no hay “Gran Renuncia” porque no hay “Gran Trabajo”. Pero hecha esta aclaración, seguramente usted podrá reconocer algo de esta tendencia en su país; incluso puede que usted haya pensado en renunciar o al menos se haya replanteado su manera de trabajar. Asimismo, agreguemos que también los empleadores pueden ver en este fenómeno una oportunidad. Así, si a la “Gran Renuncia” sobrevendrá una “Gran Reorganización”, es posible que ésta suponga, por ejemplo, una profundización de un modelo mixto o directamente la transformación completa hacia un modelo de teletrabajo pues eso permitiría tener trabajadores más productivos (seguramente con más horas implícitas de trabajo), supondría un ahorro en locaciones, en tanto los pisos enteros de oficinas ya no serán necesarios y, en el caso de grandes empresas, dificultaría más la organización sindical puesto que en muchos casos nuestro compañero de trabajo es apenas un avatar que escribe correos electrónicos desde algún lugar remoto de la galaxia. A propósito de eso, agreguemos que el trabajo remoto puede ayudar a combatir las consecuencias del proceso conocido como “gentrificación”, esto es, la expulsión hacia los márgenes de las grandes ciudades de aquellos vecinos que ya no pueden hacer frente al alto precio de las propiedades y los alquileres. Al tener que mudarse a las afueras, la gente pierde mucho tiempo viajando hacia su lugar de trabajo (en ciudades como Buenos Aires, por ejemplo, hay quienes deben viajar hasta cuatro horas para ir y volver de su trabajo). Otro aspecto que puede ser favorecido por el trabajo remoto se está dando especialmente en los países subdesarrollados o en vías de desarrollo con ingresos en dólares muy bajos. Siguiendo con el caso de Argentina, que en este momento reúne profesionales de alta calificación con remuneraciones en dólares bajísimas, se comprueba un aumento exponencial de profesionales que trabajan para empresas de distintas partes del mundo y reciben un salario en dólares. Por último, trabajar a través de un ordenador cumple la fantasía de las generaciones sub 45, “millennials” y “centennials”, las cuales se diferencian de las generaciones de sus padres y sus abuelos en cuanto a la relación que tienen con el trabajo. Hoy muchos prefieren el “freelancismo” y los contratos temporales a la estabilidad laboral. Presunta mayor libertad a cambio de menos derechos laborales. Insisto: no se trata solamente de tener que aceptar las nuevas condiciones de un mundo flexible. En muchos casos, es la propia “fuerza de trabajo” la que impulsa este tipo de vínculos con el empleador porque en el mundo líquido la estabilidad tiene mala prensa.

Ahora bien, aun cuando deba aclararse una y otra vez que este fenómeno se circunscribe a economías del primer mundo y que, en todo caso, puede ampliarse a sectores de profesionales y clases medias y altas de grandes ciudades de países en vías de desarrollo, cabe preguntarse cuáles son las disputas que vienen y aquí aparecen otros fenómenos asociados a esta “Gran Reorganización” del mundo del trabajo.

Si nos restringimos al universo de quienes pueden realizar su trabajo a través de su ordenador, no hace falta devenir marxista para intuir que el conflicto seguirá siendo el de la relación entre productividad y tiempo. De hecho no casualmente observamos a lo largo del mundo cómo una de las banderas levantadas por los sindicatos es el “derecho a la desconexión”. Parece un argumento de historia distópica digno de Bradbury, Dick o Ballard pero una de las grandes luchas en la actualidad es conseguir una normativa que le permita a los trabajadores no responder correos electrónicos o mensaje de whatsapp fuera del “horario” laboral. Sin ir más lejos, en noviembre del 2021 el diario El País de España se hacía eco de un estudio de GlobalWebIndex que indicaba que el 74% de los que realizan teletrabajo revisa su correo electrónico fuera del horario laboral, frente al 59% de los que realizan el trabajo de manera presencial. En esta misma línea, un informe de la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo (Eurofound) también indicaba que los teletrabajadores son el doble de propensos a superar jornadas semanales de 48 horas, a no tener el suficiente descanso y a trabajar en su tiempo libre.

Estos datos parecen reforzar la idea de que la contracara de poder manejar nuestros propios tiempos es que nuestro jefe puede disponer de nosotros en todo momento: podremos ir a buscar a nuestro niño a la salida de la escuela, vivir en pijamas y comer con nuestra pareja al mediodía pero a las ocho de la mañana y a las once de la noche estaremos haciendo lo mismo: trabajando. Agreguemos a esto la distorsión en la vida familiar que puede generar el hecho de que los adultos prácticamente no abandonen la casa durante toda la semana. Bajo las circunstancias puntuales de la pandemia era una imposición dada por razones externas pero como modelo de vida abre al menos algunos interrogantes. De hecho, como indicamos que hay mucha gente que no quiere volver a su oficina, también debemos decir que hay muchos que piden a gritos retomar su vida laboral prepandémica, salir de casa y romper la rutina endogámica. Agreguemos también que empiezan a multiplicarse los casos de enfermedades asociadas a condiciones de estrés laboral entre aquellos que trabajan de manera remota y, como indicaban los informes mencionados, acaban conectados y produciendo mucho más que las ocho horas de trabajo presencial que tenían antes de la pandemia.

La gran dificultad es que este fenómeno de explotación laboral no responde al modelo de explotación clásico sino que se da en el marco de una presunta flexibilidad y está asociada a toda una serie de categorías a la moda como “empoderamiento”, “emprendedorismo”, etc. Así, no debería sorprendernos que en breve los centennials del mundo unidos organicen una movilización virtual exigiendo su derecho a ser libremente explotados. 

Si la pandemia terminó siendo, como diría Klotz, una suerte de epifanía para mucha gente que de repente pudo visibilizar que la rutina laboral que había naturalizado era una de las tantas fuentes de su malestar, cabe imaginar qué tipo de fenómeno inesperado pudiera tener la potencia para advertir el modo en que la lógica de la conexión permanente es un modelo que merece al menos discutirse. No sabemos si será a través de algún desastre natural o, como algunos advierten, a través de los cada vez más frecuentes sabotajes o hackeos, pero casi no podemos imaginar lo que sucedería en el mundo si nos desconectaran apenas unas semanas. Sin internet, sin whatsapp, sin redes sociales, el mundo se nos presentaría mucho más chiquito que lo que fue estando encerrados durante 2020 pero también expondría hasta qué punto ha crecido la exigencia de productividad y conexión. Si bien pareciera que con el regreso a la normalidad las cosas vuelven a acomodarse, la ola de renuncias resultó una señal a tener en cuenta. Con todo, si hablamos de una transformación todavía más radical capaz de desnudar la reconfiguración de la relación entre el tiempo y la productividad, más que una “Gran Renuncia” lo que verdaderamente sacudiría el mundo del trabajo sería una “Gran Desconexión”.