martes, 31 de julio de 2012

Víctor Hugo y Lanata: la batalla por la credibilidad (publicada el 30/7/12 en Diario Registrado)


La ostensible operación política orquestada por el Grupo Clarín, editorial Perfil, el diario La Nación y unos periodistas uruguayos para quitarle credibilidad a Víctor Hugo Morales tuvo ayer su apogeo en el programa de Jorge Lanata cuando éste mostró un informe en el que, aparentemente, había pruebas de una complicidad del periodista y relator de fútbol uruguayo con la dictadura de su país. Advertido de esta operación, el propio Morales se anticipó y publicó hace algunas semanas una pequeña revista/libro en la que muestra, entre otras cosas, los expedientes de los servicios de inteligencia uruguayos donde queda en evidencia que él estaba siendo observado por sus presuntas simpatías con los tupamaros.
 Yo tengo posición tomada y la trayectoria de Víctor Hugo ayuda a estar de su lado pues se podrá criticar alguna que otra actitud del periodista de Continental durante el conflicto con la 125 pero nadie en su sano juicio podría dudar del compromiso de Víctor Hugo con la democracia. Alguno dirá que el uruguayo está recibiendo algo de “su propia medicina” si se interpretara por tal que éste es simpatizante del gobierno y que hay una estrategia política del oficialismo de salpicar con la dictadura a todos los opositores actuales. Sin embargo, no creo que tal estrategia exista y si hubiese sectores del kirchnerismo que abonasen esa idea se estarían equivocando pues es verdad que todos aquellos individuos con simpatía con la dictadura están en contra del kirchnerismo pero eso no significa que todo opositor al gobierno sea pro dictadura. Es más, el propio Jorge Lanata no es alguien al que se pueda vincular con la dictadura más allá de que su empleador actual esté acusado de complicidad civil y los intereses que ahora defiende desde su programa de radio y televisión sean coincidentes con los de Cecilia Pando.
      Dicho esto, lo que está en juego es el hoy y el mañana: Lanata es la carta a la que apostó el Grupo Clarín en su nueva estrategia de disputa cultural contra el gobierno. Defendiendo la idea de periodismo independiente, el grupo perdió y mostró que es tan militante como cualquier otra visión del mundo. Ahora apunta a limar la credibilidad del otro con cinismo y efectismo pero sin reivindicar para sí superioridad. Por ello acude al ex director de Página 12, pues, sabiéndose mercenario, Lanata trata de mostrar que todos son de su condición. Con esta idea de fondo, había que poner en pantalla un programa político como nunca había sucedido desde que el canal se privatizó y había que rivalizar directamente con aquellos referentes que le ganaron la disputa comunicacional: la propia presidente, 678 y Víctor Hugo Morales. Contra la primera, se utiliza el recurso harto trillado y ya muy bien trabajado por Marcelo Tinelli de la imitación caricaturesca y burlona, algo que en los últimos programas de Lanata prácticamente ocupa la mitad de la emisión. Contra 678, el ex columnista del fugaz y extinto sensacionalista Diario Libre se despachó insólitamente en decenas de reportajes para ganarse el lugar de principal cara visible contra la “gran usina de comunicación K”, bautizó a su programa con las siglas de la productora que creó el programa conducido por Luciano Galende y Carlos Barragán, y contrapone las fotos de televidentes haciendo “fuck you” a “El club de la buena onda” seisieteochesca. Pero hoy Víctor Hugo es una figura muy importante porque goza de gran credibilidad en la sociedad y desde una radio opositora llega a un público menos convencido que el habitué de la autoapodada “Tanqueta”. Contra Víctor Hugo, Lanata salió a competir en el horario del domingo a las 23hs y ahora agrega no sólo el informe mencionado sino el haber escrito el prólogo para el libro de presunta investigación que contendría las supuestas pruebas que vincularían a Víctor Hugo con la dictadura. En este contexto, es de esperar que sobrevengan nuevos embates en esta batalla simbólica por el sentido. Frente a ella, como diría el filósofo Gilles Deleuze, “no hay lugar para el temor ni para la esperanza: sólo cabe buscar nuevas armas”.  
   

jueves, 26 de julio de 2012

Chau cadena (publicado el 26/7/12 en Veintitrés)


En los últimos días, a raíz de cierta recurrencia en la utilización de la cadena nacional por parte de la presidenta CFK, comenzaron a erigirse voces críticas que denunciaron un abuso de este tipo de práctica comunicacional. Tal acusación quedó plasmada en la decisión de la diputada del PRO Laura Alonso de presentar un proyecto por el cual se busca derogar el artículo 75 de la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual. De avanzar, este proyecto conllevaría la supresión de la cadena nacional.
 En este contexto, el diario El país de España, publicó este último lunes una nota titulada “Chávez, Correa y Fernández, líderes en el uso de propaganda televisiva”. Dejando de lado el sesgo que hace que el periodista firmante, Francisco Peregil, confunda una “cadena nacional” con la “propaganda televisiva”, pueden repasarse algunos datos curiosos. Por ejemplo, una ONG antichavista promueve, desde su dirección de Twitter @cadenometro, un repudio a la utilización de la cadena nacional por parte del presidente venezolano. Lo hace de manera ingeniosa a través de un contador que lleva día por día la cantidad de horas que Chávez la ha utilizado  para dirigirse a la ciudadanía. Así, muestra que del 13 de enero al 18 de julio de 2012 el bolivariano estuvo 66 horas y 32 minutos utilizando ese recurso. El único que puede acercarse a esta marca es Rafael Correa. Según el informe que Peregil recoge de Marcos Rodas, cara visible de una Fundación llamada Ethos que, con sede en México, promueve una agenda neoliberal, desde enero de 2007 al 15 de mayo de 2011, Correa utilizó 1025 veces la cadena nacional sumando en total alrededor de 151 horas en ese lapso.
 Frente a estos números, ubicar a CFK al lado de estos mandatarios parece, sin duda, una decisión editorial con clara intencionalidad política, algo que se sigue de los indicadores que el propio periodista de El País da. Allí se afirma que CFK utilizó la cadena nacional 11 veces en los últimos 8 meses, lo que da un promedio cercano a 1 cada 22 días aproximadamente. Tal número es alto comparado con los presidentes argentinos anteriores y con el resto de los presidentes de Latinoamérica (si bien el colombiano Santos con 16 intervenciones en 2 años es el que más se le acerca), pero ínfimo al lado de los presidentes antes mencionados. Con todo hay que reconocer que existen países latinoamericanos donde los medios no tienen obligación de transmitir los mensajes presidenciales. Esto que para algunos es la panacea tiene sus bemoles pues los gobiernos acaban utilizando dineros públicos para comprar espacios de publicidad en canales privados. En otras palabras, al no existir una obligación de retransmisión y, por lo tanto, tener que pagar por ello, el deber de comunicar que tienen los gobiernos acaba resultando una erogación para todos los ciudadanos en beneficio de los empresarios dueños de los medios.   
 Sin embargo, lo importante no es la cantidad de horas ni la discusión acerca de la discrecionalidad pues es imposible determinar objetivamente cuándo se está cometiendo un abuso en los tiempos de utilización y cuándo se está frente a una “situación grave, excepcional o de trascendencia institucional” que, como indica la ley, amerite el uso de la cadena. Más interesante sería, en cambio, dirigir una primera pregunta apuntando a los fundamentos de aquellos que de algún modo u otro se oponen a la utilización del recurso de la cadena nacional. La primera opción sería, entonces, volver al ya mencionado proyecto de Laura Alonso pues es de esperar que una propuesta con pretensiones de erigirse en ley sea el resultado de una investigación y un desarrollo sesudo acompañado de opiniones de investigadores y asesores. Pero dejando al lector la valoración de lo que indicaré a continuación, los principales fundamentos para eliminar la cadena nacional son: que en la era de internet se ha transformado en una pieza de museo y que su utilización puede derivar en una limitación a la libertad de expresión. Sobre este último punto y, como diría Jack Palance, “Aunque usted no lo crea”, el proyecto de ley elevado por esta diputada de la nación indica que la cadena nacional podría ser utilizada por la presidenta contra el programa de Jorge Lanata en Canal 13. Lo dice así: “Ni que hablar si la Presidenta decidiera recurrir sistemáticamente al uso de la cadena nacional todos los domingos a las 23hs para evitar que la ciudadanía acceda al programa televisivo periodístico de mayor rating y que, aparentemente más incomoda al gobierno con sus investigaciones”. Que una diputada nacional entienda que es posible que la discrecionalidad del uso de la cadena puede llevar a que CFK aparezca todos los domingos a las 23hs para evitar que la gente de a pie vea a Lanata, me exime de cualquier comentario. Más interesante, lo cual no es mucho mérito, claro, es la primera fundamentación, aquella que indica que la revolución comunicacional hace que la cadena nacional sea obsoleta en tanto los gobiernos pueden utilizar otros recursos para comunicar. Tiene razón Alonso, tanto que su argumento se le vuelve en contra. En otras palabras, ante la pluralidad de canales de expresión, las cadenas nacionales no tienen la potencia que tuvieron otrora, esto es, cuando no existía ni televisión por cable con decenas de canales con programación autónoma e internacional, ni Internet. Hoy, quien por alguna razón no desee escuchar los discursos de la presidenta tiene un sinnúmero de alternativas.                 
 Pero vayamos a una segunda pregunta más interesante: ¿por qué existe la tendencia, en algunos gobiernos latinoamericanos, de recurrir a las cadenas nacionales? Hay, sin dudas, razones específicas, idiosincrásicas y subjetivas en cada uno de aquellos líderes pero lo que comparten es una disputa feroz con los medios de comunicación dominantes. Está claro que tener a las corporaciones mediáticas en contra no conduce necesariamente a la utilización discrecional de la cadena nacional pero obviar ese contexto sería ingenuo o intencional. En otras palabras, el recurso de un diálogo directo sin intermediaciones entre el líder y los ciudadanos no puede reducirse a las características presuntamente caudillescas y populistas de la tradición presidencialista latinoamericana. Se trata de figuras con fuerte carisma pero en el marco de un enfrentamiento sin tregua con monopolios u oligopolios comunicacionales tamizadores y distorsionadores de la información.
 Así, más allá de usos posiblemente exagerados como el de Chávez, lo que está en juego aquí es el rol del periodista como intermediario. Ese lugar está siendo socavado no sólo por el modo en que algunos gobiernos latinoamericanos, como nunca antes, se han ocupado de señalar con nombre y apellido, a los operadores y a los intereses a los que responden determinados periodistas sino que, a su vez, está siendo degradado, en paralelo, por el avance fenomenal de las redes sociales que hacen que cualquier individuo público pueda comunicar lo que desea, como quiera y en el lugar donde esté. En muchos casos, a su vez, estos referentes están abiertos al intercambio con aquellos seguidores “sin pedigrí” que mantienen un vínculo franco de igual a igual.      
 Es por eso que la crisis de representatividad sigue afectando a los partidos políticos pero se ha extendido dramáticamente hasta aquellos comunicadores que en los años 90 se erigían como portavoces de la sociedad civil. En este sentido, el “chau cadena” que distintos referentes promueven para oír menos a los presidentes electos por el voto popular, se transforma, sin proponérselo, en una síntesis que deja ver que en los tiempos actuales de crisis y puesta en tela de juicio del rol de los medios, el vínculo entre hombres públicos y ciudadanía ya no está atravesado por aquello que verdaderamente nos encadena, esto es, las cadenas de mediación, nunca neutrales, de los periodistas y los poderes dominantes de la comunicación.   

viernes, 20 de julio de 2012

La inseguridad como sentimiento (publicado el 19/7/12 en Veintitrés)


                                                                     “Es un sentimiento. No puedo parar” (Hinchada de Vélez)


 Como viene sucediendo desde hace ya varios años y con ritmo espasmódico, la problemática de la inseguridad ha reaparecido en los últimos días como eje de los debates públicos a partir de una serie de casos que han conmocionado a la sociedad. Cada vez que esto sucede, la discusión suele entrar en una zona muerta en la que los opositores, sean políticos o referentes mediáticos, acusan al gobierno de no tener un plan contra el delito y de poseer una ideología garantista que insólitamente es presentada como “pro-delincuencia”. Por otra parte, desde los sectores cercanos al gobierno se afirma que especialmente los medios de comunicación son culpables de generar un clima de pánico y efervescencia social que es funcional a las “soluciones” de derecha vinculada a las políticas de “mano dura”.
 Este esquema quizás tiene aspectos particulares por la propia historia de nuestro país y por las disputas políticas actuales. En otras palabras, el genocidio perpetrado por la última dictadura militar hizo que la problemática de la inseguridad estuviese vinculada a la violencia institucional en manos de la policía, los militares y los civiles, en una complementación que apuntaba a la eliminación física y a atentar contra la propiedad privada de las víctimas. Incluso en democracia las nunca del todo depuradas fuerzas policiales siguen sumando casos de “gatillo fácil” que generalmente son invisibilizados por los principales medios de comunicación.
 Sin embargo, por otro lado, agudizados por la desigualdad de las políticas neoliberales, el negocio de la droga y la propia fisonomía de los grandes centros urbanos, las últimas décadas han sido testigo, en general, del crecimiento de hechos delictivos que, en boca de damnificados de clase alta y con ideologías reaccionarias, lleva a falsas contraposiciones por las cuales se alega que el gobierno estaría más preocupado por “derechos humanos del pasado” que por los “derechos humanos del presente”. No obstante quizás sea esta matriz vinculada a la propia historia de nuestro país la que hace que varios sectores progresistas observen con cierto desdén los reclamos por mayor seguridad considerando que se trata de una agenda de “la derecha” o de los “pequeños burgueses asustados”. Con todo, bien cabe mencionar que este es un bosquejo demasiado general e injusto con todos los matices e incluso con algunos de los cambios que se produjeron desde el gobierno en materia de seguridad, no sólo creando un Ministerio sino poniendo al frente del mismo a una funcionaria de tradición progresista como Nilda Garré.
 Pero quisiera, entonces, retomar la aparente dicotomía inicial entre algo así como la “inseguridad real” y la “sensación de inseguridad”.
Para ello me serviré sólo de algunos elementos que me resultaron de interés en un libro publicado por el sociólogo argentino Gabriel Kessler en 2009 titulado El sentimiento de inseguridad.
 Algo que muchas veces se pasa por alto y que Kessler encara rápidamente es la relación que hay entre la problemática de la inseguridad y las emociones. Más específicamente, cuando un homicidio o un robo violento toman estado público parece natural que nos invada entremezcladamente una gran cantidad de emociones como el miedo, la indefensión, la impotencia o la bronca. Se trata de emociones abruptas y espontáneas que, con el tiempo, ceden. Sin embargo, el hecho de que esto que llamamos “inseguridad” se transforme no tanto en una reacción acotada a una situación particular sino en algo duradero vinculado a un determinado objeto transforma a una emoción en un “sentimiento”. En otras palabras, la problemática de la inseguridad registrada en sucesivas encuestas muestra que las sensaciones que rodean a ésta se mantienen entre las principales preocupaciones de los argentinos y no se agotan en una reacción puntual y limitada vinculada a ser damnificados directos o indirectos de algún tipo de atentado contra la propiedad.                       
 Ahora bien, decir que la inseguridad es un sentimiento puede ser interpretado como una subestimación del problema pues toda la tradición filosófica occidental ha establecido una jerarquía por la cual los sentimientos, emociones y pasiones están vinculadas a la irracionalidad y, por tanto, no son las vías adecuadas para tomar decisiones en el ámbito de lo público. Pero está claro que esa no es la intención de Kessler ni la mía. Más bien se trata de mostrar cómo este elemento está presente y si puede aportar algo al debate. En este sentido, retomo lo que en particular me interesa y es la investigación de Jean Delumeau en El miedo en Occidente cuando desarrolla, tomando el lapso de mediados del siglo XIV hasta el 1800, el lugar central que el miedo ha tenido en nuestra cultura. Lo interesante que aparece allí es el desarrollo filológico que muestra cómo las diversas lenguas europeas e incluso el español antiguo, en general, han establecido una distinción entre algo así como una mal llamada “inseguridad objetiva” relacionada con los hechos reales y concretos, y una “inseguridad subjetiva” entendida como un sentimiento que no necesariamente es la consecuencia natural de la primera.
Pondré un ejemplo. Según un Estudio del BID publicado hace apenas unos años, las ciudades de Guatemala y San Salvador tienen una tasa de homicidios veinte veces mayor que las de Buenos Aires o Santiago de Chile (entre 103 y 95 cada 100000 habitantes en las primeras contra apenas 5 en las segundas). Ese es el dato que denominaríamos “inseguridad objetiva”. Sin embargo, el mismo estudio muestra que la “inseguridad subjetiva”, esto es, la sensación de inseguridad que tiene la gente es más o menos similar en las 4 ciudades. Así, ante la pregunta “¿Usted se siente inseguro?”, el 50% de los habitantes de San Salvador y el 61% de los residentes en la ciudad de Guatemala respondieron que sí, casi a la par del 53% de Santiago de Chile y superados por el 66% de la Ciudad de Buenos Aires.          
 Lo que estos números muestran es, entonces, que no existe necesariamente relación directa ni causal entre la inseguridad objetiva y la inseguridad subjetiva y gracias a estos datos es posible concluir que nuestra sensación de inseguridad no tiene estricta correlación con las posibilidades reales de ser víctima de algún hecho delictivo. 
 ¿Esto quiere decir que no hay delitos ni muertos y que éstos son un invento de una prensa destituyente? Claro que no. Los delitos y los homicidios en ocasión de robo existen y seguramente todos hemos sido testigos directos o indirectos de algún hecho de estas características. Aun cuando estemos infinitamente mejor que buena parte de las principales ciudades del mundo y Latinoamérica, sería deseable que ni un solo caso sucediera porque la estadística no puede ser nunca consuelo de los familiares de la víctima. Pero por otro lado ¿que estos hechos no sean inventados exime de responsabilidad a los medios de comunicación? Claramente no, porque los principales responsables de esa diferencia fenomenal entre la posibilidad real de ser víctima de un delito y el sentimiento subjetivo de indefensión rayano en el pánico que nos rodea cada vez que salimos a la calle, no son otros que los medios que obsesivamente repiten una y otra vez aquellos asesinatos o robos que más conmocionan a la opinión pública. Es allí donde la utilización amarillista de la muerte televisada y los programas hechos con cámaras de seguridad espectacularizando el atraco, deben detenerse, por un momento, a reflexionar qué tipo de comportamientos sociales están provocando y qué se espera de una ciudadanía atravesada por un desproporcionado sentimiento de inseguridad.        

jueves, 12 de julio de 2012

Andropolítica (publicado el 12/7/12 en Veintitrés)

En las últimas dos semanas algunos editorialistas de renombre han escrito columnas cuyas afirmaciones tienen un denominador común. A continuación reproduciré los pasajes más emblemáticos de tales desarrollos para luego exponer mi hipótesis. Comenzaré por un fragmento de la nota de Carlos Pagni en La Nación el 1/7/12: “El foco de la política se posó sobre un factor que gravita cada vez más en la escena oficial: la emotividad de la Presidenta. En el discurso (…) apareció una Cristina Kirchner salida de su eje. Con argumentos incorrectos, desbordada, comunicó decisiones gravísimas mientras intentaba reprimir el llanto y disimular la ira. Si en Angola fue llamativa por lo eufórica, esta vez sorprendió por lo ansiosa y depresiva. (…)  ¿Qué secuelas ha dejado el déficit hormonal?”.
El mismo día aunque en el diario Clarín, Eduardo Van der Kooy afirmaba: “Claro que al kichnerismo no hay que pretender entenderlo sólo desde la política. La psiquiatría es también una buena fuente de orientación”.
Por si esto no alcanzara, también el 1 de julio, Jorge Fontevecchia, director de la Editorial Perfil indicaba en la columna del diario homónimo: “Argentina fue muchas veces un país políticamente enloquecido. Lo es ahora porque todo el poder está concentrado en una sola persona, viuda (…) Pero (…) Cristina aporta sus propias acciones con una verborragia cada vez más extendida y una gestualidad facial crecientemente llamativa. La lucha contra los años crea rictus artificiales pero la Presidenta tiene algunas expresiones que no parecen surgir de la superficie del cuerpo, sino reflejar cuestiones más hondas del orden de las creencias y los deseos. (…) La extracción de su tiroides agrega argumentos a quienes quieren ver que “algo pasó” con la capacidad de entendimiento de la Presidenta, sumado a quienes ya desde antes les resultaba verosímil que padeciera tendencias bipolares”.
Por último, también en Perfil, una semana después, Pepe Eliaschev se hacia las siguientes preguntas: “¿Será cierto que Cristina está mal medicada y reacciona desde arranques puramente emocionales? La Presidenta cumplirá 60 años dentro de un semestre, pero otras mujeres que ocupan posiciones de enorme trascendencia en todo el mundo, ¿comparten acaso esos mismos rasgos?”.
Considero que estos cuatro pasajes seleccionados alcanzan para poder identificar el elemento que atraviesa los argumentos que están detrás de estas plumas. Lo llamaré “andropolítica”. Este término acrónimo surge de la conjunción de “política” con el vocablo griego “Andrós” (Varón) y lo que intenta señalar son los presupuestos misóginos que se encuentran detrás de los párrafos seleccionados. Entiéndase bien lo que quiero decir: hay decenas de razones a las que se puede recurrir para criticar la conducción de Cristina Fernández pero las elegidas por estos editorialistas reproducen groseramente los prejuicios más básicos del imaginario social patriarcal sobre el cual se ha constituido Occidente.  
En otras palabras, ya desde los griegos, la distinción entre lo público y lo privado supuso también una distinción de espacios y atribuciones de género. Así, lo público, esto es, los asuntos de la polis, la administración, y la sanción y discusión de las leyes, siempre fueron asunto exclusivo de los ciudadanos, que no eran otros que los varones adultos libres. Para las mujeres estaba destinado el ámbito de lo privado, es decir, el cuidado de la casa y la crianza de los niños.
Como bien indica Ana María Fernández en su libro La mujer de la ilusión, esta división de espacios denotaba una separación entre gobernantes y gobernados y las mujeres pertenecían a este segundo grupo junto a los esclavos y a los niños. Este conjunto, entonces, incluía a todos esos individuos que por distintas razones se los consideraba “incompletos” y en tanto tales no aptos para formar parte de los asuntos públicos. Esta idea de “falta” que tan bien trabajó el psicoanálisis, se apoya, a su vez, en una construcción simbólica legitimadora amparada en la supuesta objetividad de las características de los sexos. Así, Occidente se estructuró a partir de una concepción binaria que puede remitirse a Platón. Se trata de dividir lo existente en dicotomías cuyos brazos no tienen el mismo valor sino que suponen una jerarquía. Pondré algunos ejemplos. Lo opuesto de la razón son los sentimientos tanto como lo opuesto de la inteligencia es la intuición; asimismo, a la palabra se le puede contraponer la emoción del mismo modo que lo otro del poder podría ser el afecto y la contracara de la producción es el consumo. Para finalizar los últimos pares de opuestos podrían ser lo activo como lo otro de lo pasivo y la eficacia como lo otro de la donación o solidaridad. Me quiero detener, entonces, aquí, porque si se examina con atención se notará que Occidente ha entendido que el primero de los términos de cada uno de los opuestos es superior y ha construido el ideal de masculinidad a partir de éstos, dejando a lo femenino el lugar rezagado e inferior que es representado por los términos que aparecen en segundo lugar. Así, los varones son presentados como seres dotados de razón, inteligencia, con capacidad de diálogo y de ejercer el poder, productores, activos y eficaces. Las mujeres, por su parte, serían sentimentales, intuitivas, emotivas, afectivas, consumidoras, pasivas y solidarias. Estas últimas características tienen valor de la puerta de la casa hacia adentro pero son mal vistas como guía de los asuntos públicos. De aquí que en una buena cantidad de casos, (especialmente el de la primeras damas en la actualidad), a las mujeres que acceden a la política se las circunscriba a tareas solidarias pues el aspecto caritativo del Estado patriarcal sería el único en el que la mujer  podría desarrollar sus aptitudes.
Sin dudas, desde los griegos hasta hoy, las cosas han cambiado bastante en muchos sentidos pero en otros no tanto. En todo caso, se tuvo que esperar hasta mediados del siglo XX para que la mujer pudiera dejar de ser vista como un ser tutelado pero esa liberación todavía le depara pesadas cargas porque ahora la sociedad patriarcal le exige el doble: por un lado, que trabaje a la par que el varón pero, por otro lado, que siga haciéndose cargo de las responsabilidades del hogar. En el ámbito de la política, Argentina es de los pocos países del mundo donde los órganos representativos están ocupados bastante equilibradamente por varones y mujeres, algo que fue impulsado muy fuertemente por la Ley de Cupo femenino. No sucede lo mismo con la corporación sindical, eclesiástica o militar e incluso, ni siquiera sucede lo mismo en las empresas pues las estadísticas muestran que a igual trabajo los varones cobran más que las mujeres.
Hecho este breve resumen parece claro que la aparición de Cristina Fernández resulta conmocionante no sólo por la novedad de una primera mandataria mujer sino por la complejidad de su personalidad. Me refiero a que la presidenta mezcla cualidades (presuntamente) masculinas como la capacidad oratoria, el ejercicio del poder, la racionalidad del estadista, con elementos (presuntamente) femeninos que aparecen en la emotividad de discursos que, especialmente después de la muerte de su marido, están al borde del llanto e incluyen comentarios del ámbito privado. Además, a diferencia de otras mujeres que a lo largo del mundo también tienen grandes responsabilidades como ser Christine Lagarde, Ángela Merkel o Dilma Rousseff, Cristina Fernández no oculta cierta “coquetería femenina” expuesta en su maquillaje, su ropa y su pelo, algo completamente ausente en el aspecto masculinizado de las antes mencionadas. Quizás allí aparece cierta “tensión” porque la directora del FMI, la primera ministra alemana o la presidenta de Brasil han tenido que “adquirir” las cualidades masculinas para poder cumplir ese rol público. En otras palabras, han tenido que renunciar a su faz femenina para que la sociedad las acepte como responsables de los asuntos públicos. El caso de nuestra presidenta es distinto pues los registros de lo “propiamente” femenino y lo “propiamente” masculino se mezclan todo el tiempo. Mucho más que los de la propia Evita pues entre ésta y Perón los espacios estaban claramente distinguidos y su rol no era el de ejercer la racionalidad sino el de exaltar el afecto, la intuición y la emoción. Así, en el Estado peronista se reproducía la dicotomía público/privado, marido/mujer, que reinaba en la casa de Perón. Con Cristina, en cambio, acaban concentrándose los dos elementos en su persona pero, lo más interesante es que, aparece la posibilidad de un liderazgo que no tiene por qué renunciar a su “carácter femenino”. Esto, a priori, no es ni mejor ni peor salvo, claro está, para aquellos que al igual que hace 2500 años, consideran que ser mujer responde a un dato objetivo y a una esencia inmutable que acabaría siendo invalidante para el ejercicio de la máxima responsabilidad al frente de un Estado.                 

jueves, 5 de julio de 2012

El otro en la identidad cristinista (publicado el 5/7/12 en Veintitrés)


Los días que rodearon al acto que encabezó Hugo Moyano en Plaza de Mayo estuvieron plagados de análisis que especulaban acerca de quién ganaba y quién perdía en este enfrentamiento entre el líder de camioneros y el gobierno nacional. Se hicieron los cálculos de cuánto sumaban las adhesiones por izquierda y por derecha que recibió aquel líder que supo oponerse a la complicidad de esa dirigencia sindical que tarareaba la marcha mientras apoyaba la flexibilización laboral, y en cuánto podía verse debilitado el gobierno. Puesto que se ha hablado hasta el hartazgo de estos aspectos sólo diré que seguramente los dos pierden algo. Por un lado, Moyano conserva poder de daño pero sigue siendo un intragable trasto para la mayoría de los opositores, y su credibilidad ha caído estrepitosamente entre los que apoyan el modelo kirchnerista e incluso entre buena parte de los trabajadores que otrora se sentían representados por el padre de Pablo. Por otro lado, el kirchnerismo pierde un aliado importante en la calle y por sobre todo un vínculo simbólico clave en momentos donde la oposición parece querer encaramarse detrás de la construcción de un peronismo de derecha que complementa una liturgia reaccionaria, con el deseo mítico de un tiempo circular que repita, en colores, el enfrentamiento entre la burocracia sindical y los “imberbes” que fueron expulsados de la plaza por un Perón presentado como el “león herbívoro” que excita las fantasías de los republicanos y conciliadores de hoy.    
Sin embargo, los matices se imponen especialmente del lado del gobierno porque parece claro que éste preveía este enfrentamiento y viene tratando de generar una fuerza que pueda disputar la calle sin prescindir, a su vez, de una buena parte del sindicalismo. En otras palabras, aquel acto de Vélez en que bajo el lema “Unidos y Organizados” se reunió a La Cámpora y Kolina entre otros, con los principales movimientos sociales, fue el bautismo del Cristinismo “Pos Kirchner”, y el núcleo en el que serán bien recibidos los seguidores de la CTA de Yasky y los gremios que dentro de la CGT entiendan que la lógica de disputa de Moyano los está empujando al abismo.             
Ahora bien, esta nueva fisonomía merece, sin duda, algunas reflexiones. La primera tiene que ver con lo que considero que es el modo en que se constituye políticamente el kirchnerismo.
Pidiendo disculpas por la autorreferencialidad, en mi último libro, El Adversario (2012), una de las hipótesis centrales es que el kirchnerismo como tal recién comenzó a tomar forma en 2008, paradójicamente, en los meses en que se encaminaba a su peor resultado electoral. Dicho de otro modo, el kirchnerismo, no apareció aquel 25 de mayo de 2003 sino que comenzó a adquirir la fisonomía actual durante el conflicto con las patronales agropecuarias y el grupo Clarín. Allí se fracturó buena parte de una alianza heterogénea que incluía a un sector de gobernadores radicales y a buena parte de referentes peronistas de centro y centro derecha, lo cual redundó en la pérdida del apoyo de un importante sector de las capas medias de los centro urbanos además de, claro está, casi todos aquellos hombres y mujeres que, vinculados al campo, entendieron que sus intereses se veían afectados.
Ese 2008 fue entonces el inicio de la constitución de una identidad que sigue lejos de ser “pura” o libre de tensiones internas pero que se fue transformando en un polo más coherente de atracción, algo que se profundizó durante 2009 y todo el proceso que derivó en la sanción de la Ley de Medios. No hace falta citar autores, hacer clínica psicoanalítica o remitir a complejas dialécticas hegelianas para entender que este proceso de construcción kirchnerista estuvo marcado, entonces, por la aparición de un otro. Así es que puede entenderse que el “nosotros” kirchnerista apareció con fuerza en el momento en que identificó aquello que se le oponía. En otras palabras, se necesitó reconocer al adversario, dar cuenta de quién estaba del otro lado y qué intereses perseguía para poder reconocer con claridad qué elementos eran constitutivos de la identidad kirchnerista. Justamente, no es casual que desde allí comience una interesantísima construcción política que incluye la irrupción de la juventud como sujeto político, la reivindicación de los ideales de los 70 aunque sin posibilidad alguna de apelación a la violencia, y la labor de intelectuales e historiadores revisionistas que intentaron reconstruir los vasos comunicantes del fenómeno kirchnerista en el marco de la siempre polémica narrativa histórica.       
La pregunta que surge, entonces, es si estamos frente a una situación similar a la de 2008, es decir, a un conflicto al interior del gobierno que encuentra ese otro que acabará constituyendo una nueva identidad kirchnerista o, al menos, robusteciendo los principales lineamientos de la fisonomía actual.
La respuesta definitiva es difícil y será aplazada pero, con todo, esbozaré alguna hipótesis preliminar. En primer lugar, nunca me gustó hablar de identidades puras pero daría la sensación que en la construcción política de CFK (no así en la de su marido) Moyano era algo ajeno y circunstancial, lo cual no quiere decir, como se aclaraba anteriormente, que el kirchnerismo actual busque prescindir de la pata sindical. Pero sin duda, a diferencia del peronismo clásico, el cristinismo entiende que su construcción no puede tener como única columna vertebral a los trabajadores. Tal comprensión no resulta arbitraria sino que desde mi punto de vista se apoya no sólo en la calidad de los hombres que están al frente de la dirigencia sindical y el rol que la CGT ha tenido en la Argentina, sino en una visión más omnicomprensiva que toma en cuenta los avatares y las inmensas transformaciones que el capitalismo ha sufrido en los últimos 40 años. La discusión acerca de si esto implica una evolución respecto del peronismo clásico no me parece correcta pues supondría la posibilidad de comparar contextos inconmensurables sin dar lugar a que quizás, ambas construcciones políticas fueran las adecuadas para su horizonte histórico particular.     
 En segundo lugar, bien cabe sumergirse en otro terreno complejo y vinculado al anterior. Esto es, ¿se podría haber mantenido ese frente cuyo vínculo era estratégico e incluía identidades e intereses heterogéneos o existió una decisión de acelerar los tiempos y “depurar” al movimiento? Segunda pregunta difícil que merece nuevo aplazamiento pero daría la sensación que esta nueva etapa perfila a un cristinismo al que no le temblará el pulso al momento de ir contra aquellos aliados que sea por razones de construcción de poder territorial o por fines electorales, fueron necesarios en determinado momento pero que no acompañarían, tanto por razones ideológicas como por aspiraciones personales, los nuevos pasos del gobierno. Por ello, en esta nueva etapa, el cristinismo pos Kirchner parece ir acentuando esa idea de formar un gran movimiento de centroizquierda. Tal movimiento está enmarcado en la tradición nacional y popular, aunque también incluye elementos de liberalismo político y de cierta tradición democrática, al tiempo que busca constituirse, por fuera del aparato del PJ y de las vetustas estructuras de la conducción sindical, a partir de identidades múltiples que incluyen referentes de trabajadores con un punto de vista más plural y sectores de clase media que pueden enmarcarse en una cosmovisión progresista.
Así, quizás, el cristinismo esté avanzando en un proceso que a simple vista parece paradójico pero que puede no serlo. Me refiero a que, por un lado, trata de ir puliendo y dándole unidad a una identidad en construcción que, a su vez, es esencialmente plural. Y, por otro lado, busca, en una misma acción, tanto tener la capacidad de actuar centrífugamente con aquellos que no acompañarán la radicalización del modelo, como constituir una fuerza centrípeta que atraiga sectores heterogéneos que pueden verse representados por un movimiento cuya complejidad resulta una novedad en la historia argentina.