jueves, 28 de febrero de 2013

Lo que nos cuesta la propiedad privada (publicado el 28/2/13 en Veintitrés)


Uno de los mantras del liberalismo de derecha en la actualidad es la exaltación de una presunta oposición entre Estado y libertad. Se dice que a más Estado, menos libertad de los individuos o que, cuanto menos Estado haya, más libres serán los ciudadanos. Como se verá a continuación, este punto de vista excede la discusión teórica y puede palparse en los diferentes debates acerca de la acción de los gobiernos. Tomemos algunos ejemplos. Cuando se discutían los porcentajes de los derechos de exportación que tanto molestan a las patronales del campo, aparecía con fuerza la idea de que el Estado confisca la ganancia legítima fruto del sudor de la frente de los productores individuales; algo similar surge cuando a una inspección de la AFIP se la llama “apriete” o cuando algunos cultores de los juegos de palabras la llaman “Gestapo-AFIP”. Ni que hablar si se toma el caso de la restricción a la venta de dólares o el enojo de turistas argentinos que desde Punta del Este se quejan de no poder viajar al exterior. En todos estos casos, entonces, el Estado aparece como el principal enemigo de la libertad individual.
Ahora bien, si se repasan los ejemplos que acabo de dar, notará que se trata de casos vinculados a un Estado que interviene en la economía de los individuos y que se ha dejado de lado otras formas de intervención estatal. ¿Por qué hice ese recorte? Porque pareciera que este liberalismo que ulula desde la principales usinas mediáticas pide que el Estado no intervenga en la economía pero le exige que tenga completa intervención en otras áreas, como ser, por ejemplo, la protección del derecho a la propiedad. Esto hace que deba revisarse la definición inicial para observar que esta línea de pensamiento tan enraizada en el sentido común argentino, rezonga cuando el Estado le cobra impuestos pero también rezonga si el Estado no llena de policías la calle o no ejerce las tareas de control de servicios privatizados.
Esta tensión es la que quiero desarrollar en estas líneas haciendo especial énfasis en la importancia que tiene la financiación del Estado para el otorgamiento de los derechos que la ciudadanía exige. Con esto pienso mostrar que el desfinanciamiento del Estado por el que tanto pregona cierto liberalismo, deriva en la imposibilidad de poder cumplir con las exigencias mínimas que la constitución nacional otorga a los ciudadanos. Así, lo que el relato opositor denomina “La Caja”, no es otra cosa que la condición de posibilidad para garantizar no sólo los derechos sociales, generalmente presentados como clientelísticos, sino también esos “otros” derechos básicos que ciertas clases acomodadas entienden como básicos y obligatorios para cualquier Estado.
Ahora bien, una buena manera de comenzar esta indagación puede ser ir en busca de referentes ideológicos que brinden herramientas y fundamentos para repensar esta problemática. Y para no realizar una selección que alguien pudiera afirmar como sesgada podríamos trasladarnos a algunas de las reflexiones de, probablemente, los dos más importantes pensadores argentinos del siglo XIX, aquellos que suelen ser reivindicados por el liberalismo y que discutieron fervientemente proyectos de país. Me refiero, claro está, a Sarmiento y Alberdi. ¿Qué pensaba cada uno de ellos acerca de la relación entre la recaudación en manos del Estado y los derechos ciudadanos?
Si nos centramos en Sarmiento, siguiendo la línea de lo que ya había desarrollado en Argirópolis, en su Comentarios a la Constitución de la Confederación Argentina, éste afirma taxativamente “Todo poder tiene por base la renta”. En esta misma línea, Alberdi en Estudios sobre la Constitución Argentina indica: “Se puede decir que el artículo 4 de la Constitución y sus correlativos contienen la verdadera creación del poder nacional o federal. Es por el Tesoro únicamente como la autoridad, que en sí es un derecho abstracto, se vuelve un hecho real y práctico. No hay poder donde no hay finanzas: ellas son el ejército, la lista civil, la Marina, las obras públicas, el progreso, la paz; en una palabra: la autoridad.”
Detrás de estas definiciones aparece con claridad la relación intrínseca entre recaudación y poder, relación que, en este caso, no responde al latiguillo de la acusación que un cierto republicanismo vacuo le hace a aquellos gobiernos que abogan por una recuperación de la iniciativa estatal. Más bien se está pensando en que no puede haber soberanía ni construcción nacional sin un mecanismo de recaudación de impuestos centralizada. ¿Es que acaso Sarmiento y Alberdi eran populistas y no lo sabían? No lo creo, más bien diría que tales definiciones deben comprenderse a partir de esa capacidad que ambos tenían: el poder complementar la proyección de modelos ideales sin dejar de soslayo la trágica historicidad de las necesidades de un territorio en construcción. Dicho esto, supongamos que advertimos la necesidad de circunscribir las afirmaciones de Sarmiento y Alberdi en el contexto de un espacio físico en el que se comenzaba a reconocer en Rosas el mérito de haber impuesto el orden. Aun aceptando eso, creo posible mostrar la importancia de un Estado fuertemente recaudador en los términos estrictamente republicanos por el que se transita en la actualidad. Dicho de otra manera, un Estado fuerte, con capacidad financiera, es central para que los Estados respeten los principios que sus propias  constituciones exigen hoy. Esta es la hipótesis del libro El costo de los derechos, publicado por Stephen Holmes y Cass Sunstein en el año 1999 y reeditado recientemente en Argentina. Si bien no se puede ubicar a los autores como parte de ideologías marxistas o populistas, el libro se ocupa de desarrollar varios aspectos muy útiles al momento de contribuir con varias de las discusiones que se dan en la Argentina hoy frente a la derecha neoliberal, o libertaria, como se la denomina en el mundo anglosajón.
Para entrar en el núcleo del debate déjeme recordarle que éste se da en el marco de una discusión interesante acerca de lo que se conoce como derechos de primera generación (derechos civiles y políticos), derechos de segunda generación (sociales y económicos) y derechos de tercera generación (acerca de las generaciones futuras, colectivos étnicos y medio ambiente). Las visiones más liberales afirman que los únicos derechos que un Estado debe garantizar son los derechos de primera generación pues no es posible costear una educación pública, libre y gratuita, una vivienda y un trabajo digno, un sistema de salud de libre acceso, ni reivindicaciones vinculadas a ayudas a grupos puntuales (como pueden ser grupos étnicos) o a la exigencia de un aire respirable para las generaciones futuras. Simplemente se necesita proteger la propiedad privada, la integridad física y la participación en elecciones para elegir representantes (en algunos casos ni siquiera esto último). Siguiendo esta lógica, la única razón de la intervención estatal radica en proteger ese núcleo de derechos básicos. En cuanto a los derechos de segunda y tercera generación se trata de reivindicaciones que deben quedar libradas a la lógica del mercado dado que supondrían una erogación injusta para algunos miembros de la sociedad. Dicho más fácil, para solventar el acceso a los derechos de segunda y tercera generación habría que sacarle a los que más tienen para darle a los que menos tienen.
¿Es correcto este argumento? Holmes y Sunstein dicen que no. ¿Pero cómo pueden justificar esta respuesta? Al fin de cuentas, ¿no resulta claro, si vamos a un ejemplo vernáculo, que una política como la Asignación Universal por hijo supone una fuerte erogación por parte del Estado? Efectivamente. Eso resulta innegable. Pero la estrategia de los autores pasa por preguntar: ¿acaso los derechos civiles y políticos no suponen también una fuerte erogación? Pensemos en la seguridad. Hay que pagarle el sueldo a los policías; hay que equiparlos; hay que adquirir nueva tecnología y formarlos para lo cual se necesitan instituciones, docentes, etc. Además hay que controlarlos para que no sean corruptos y que no abusen de su autoridad. Eso supone la creación de organismos de control que, para que sean eficaces, deben ser bien solventados.
En palabras de los autores (y más allá de que el dato no esté actualizado, su elocuencia alcanza): “En 1992, por ejemplo, en Estados Unidos se gastaron alrededor de 73 mil millones de dólares –una suma mayor que el PBI de más de la mitad de los países del mundo- en protección policial y corrección criminal. Buena parte de ese gasto, por supuesto, se destinó a proteger la propiedad privada”.
Pasemos ahora a la Justicia, aquella a la que recurren las corporaciones económicas y los ciudadanos de a pie cuando consideran que el Estado está afectando su propiedad. ¿Cuánto cuesta mantener a los jueces, sus secretarios, y los espacios físicos para guardar expedientes cuya finalidad es garantizar que se cumplan los derechos de cada uno de nosotros?      
¿Y si hablamos de los gastos de Defensa más allá de que, por ejemplo, nuestro país, no se encuentre, ni por asomo, ante una hipótesis de conflicto?   
A esto debemos agregar las inversiones en infraestructura para que, por ejemplo, un productor pueda transportar sus productos a menor costo o la inversión en tecnología para que existan canales donde poder expresarse con libertad, o asociarse; lo mismo sucede con la energía y con, probablemente cada una de las pequeñas cosas que consideramos propias y fruto del esfuerzo individual pero que no podrían haber sido nunca llevadas adelante por una única persona. Porque ni siquiera el más recalcitrantemente liberal podría por sí mismo garantizarse todos los derechos civiles y políticos que reclama sin la existencia del Estado. Por último, ¿qué erogación supone cada acto eleccionario? ¿Cuánto cuesta controlar los padrones, pagarles a las autoridades de mesa o a los que trabajan en los centros de cómputos? ¿Cuánto costarían las máquinas para el voto electrónico que para algunos sería el remedio contra el clientelismo (más allá de que no puedan explicar bien por qué)?
Por esto, me permito concluir con un último párrafo en el que los autores explican con claridad algo que la verba antiestatal debiera asimilar:
“Debemos añadir a estas observaciones la proposición correlativa de que los derechos de propiedad dependen de manera excluyente de un Estado dispuesto a cobrar impuestos y a gastar. Defender los derechos de propiedad es costoso. Identificar con precisión la suma exacta de dinero dedicada a la protección de los derechos de propiedad plantea complejos problemas contables. Pero algo está claro: un Estado incapaz, en determinadas condiciones, de “apropiarse” de bienes privados tampoco podría protegerlos con eficacia (…) Al fin de cuentas, es posible que los derechos de propiedad le cuesten al tesoro público más o menos tanto como nuestros programas sociales”.
 De esto se sigue que sin recaudación, sin un Estado que tenga los recursos suficientes, no habría derechos de segunda y tercera generación pero tampoco de primera. Quizás muchos no se han dado cuenta de ello o quizás su modelo ideal sea vivir en territorios sin ley con custodia privada, donde la participación ciudadana y las elecciones periódicas sean sólo un artículo anticuado que yazca olvidado en las estanterías de un museo saqueado.     

viernes, 22 de febrero de 2013

Usted y Buenos Aires (publicado el 21/2/13 en Veintitrés)


Déjeme hacerle una pregunta molesta, incómoda. Si no desea recibir este tipo de interrogantes, abandone ya la lectura de esta nota. ¿Es valiente o simplemente masoquista y quiere seguir? Muy bien, pero no diga que no le advertí. La pregunta es, entonces, ¿qué es lo que hace que usted siga siendo usted? ¿Su rostro? No lo creo pues su rostro ha cambiado. Mire sus fotos de bebé y mírese ahora. Notará la transformación. ¿Acaso no será la materialidad de su cuerpo? Al fin de cuentas, pareciera que ha vivido siempre dentro del mismo cuerpo. ¿No? Sin embargo, recuerde el enigma de la Esfinge que Edipo descubre: el Hombre es el único animal que a la mañana anda en 4 patas (el niño que gatea), a la tarde anda en dos (el adulto erguido) y a la noche en tres (el anciano con bastón). Si usted es un anciano sabrá de lo que estoy hablando y si no lo es y tiene la suerte de llegar a serlo corroborará que su cuerpo ha cambiado a lo largo de toda la vida y que la ley de gravedad nunca tiene clemencia. Si el cuerpo en tanto material es corruptible y no asegura, por lo tanto, que siga siendo siempre el mismo, la pregunta acerca de qué es lo que hace que usted siga siendo usted debería ser algo inmaterial. Quizás existe una esencia “usted” que permanece desde el nacimiento hasta su muerte. ¿Pero cuál sería? ¿Hay alguna característica, por ejemplo, de su carácter que se haya mantenido siempre? De haber sido así, ¿no cree igualmente que tal característica podría haber sido modificada sin que usted deje de ser usted? Piense en la situación de una primera cita, aquella en la cual usted se “presenta” ante el otro destacando todas las bondades de su ser. Es posible que en el mismo relato se mezclen dos aspectos contradictorios de su idea de identidad. Por un lado usted puede decir “Yo soy” esto o lo otro. Y a su vez también puede decir “yo era” tal cosa pero luego cambié (esto sucede, generalmente, cuando se está intentando reconquistar a una ex pareja). Si acepta este segundo comentario mejor sería eliminar para siempre el “yo soy” y cambiarlo por el “yo estoy”, esto es, mostrar que cualquier aspecto de la identidad es provisorio. No se “es” ansioso, obsesivo, ingenuo, generoso o melancólico sino que en determinados momentos de la vida (quizás siempre hasta el día de hoy pero tal vez no mañana) se ha sido de ese modo. Porque siempre se puede cambiar.
Ahora bien, suponiendo que usted ha sido condescendiente conmigo y ha aceptado lo dicho hasta aquí. ¿Se retiraría tan rápido de la batalla? No creo. Seguramente me diría “muy interesante tu juego sofístico pero yo soy yo”. Frente a esa respuesta, mi pregunta volvería a formularse: ¿Está seguro? ¿Cómo sabe usted que sigue siendo usted? Note que estoy diciendo “sigue siendo”, es decir, estoy introduciendo una dimensión temporal. Dicho con más propiedad, sería cómo puede saber que, a lo largo del tiempo, esa “sustancia” cambiante que es usted sigue siendo usted mismo. Tal aclaración puede darle una pista, pues si hablamos del tiempo, nada mejor que recurrir a la memoria. Entonces, quizás, lo que hace que usted sea usted sea su memoria, aquella que le recuerda cuando era chico y diferentes momentos de la vida en los que naturalmente, usted estuvo presente aunque, seguramente, con otro aspecto físico. Sin embargo, ¿usted recuerda cada uno de los instantes de su pasado? No lo creo pues eso le sucede nada más que a ese personaje de Borges llamado Funes. Entonces, incluso si usted dijese tener una gran memoria no podría recordar cada fragmento de su pasado de lo cual se seguiría que, si es la memoria la que hace que usted siga siendo usted, la falta de recuerdo supondría que usted dejó de ser usted en algunos  pasajes de la vida de esa persona que usted dice ser.
Ahora bien, este problema de identidad que le planteo, ¿puede trasladarse, por ejemplo, a una ciudad? Para decirlo con nombre propio, ¿cabe preguntar, por ejemplo, qué es lo que hace que Buenos Aires siga siendo Buenos Aires? Seguramente sí pues se supone que la ciudad tiene una identidad. ¿Pero cuál sería ese signo identitario que se mantiene y la hace seguir siendo la de antes? Si bien los baches se mantienen, ahora hay más basura, más edificios con amenities que harán que las cloacas exploten y las piletas y los salones de ocio acaben siendo tapados por las excreciones de quienes afrontan expensas caras pero cagan con el mismo olor que cualquier pobre. El ruido tampoco es el de antes: ha crecido a la par del parque automotor. Por su parte, los hospitales están “peor de lo peor que estaban” y los únicos árboles que se mantienen son los genealógicos. Es verdad que el subte está igual que hace 5 años pero se puede obviar ese detalle pues, al fin de cuentas, usted tiene la misma nariz que a los 18 años y sin embargo, ya le dije, no tiene manera de probar que sigue siendo usted. 
¡Pero un momento! ¿Acaso el obelisco no está igual? ¿No sigue siendo ese emblema fálico, esa porteñidad enhiesta que recibe al turista bien “a lo macho”? Podría decirse que sí pero si se comparan las postales que se venden sobre la avenida Corrientes con la imagen actual notará que al símbolo de la ciudad lo rodean metrobuses alocados que vienen y van captados por cámaras que reproducirán la próxima tragedia automovilística en los noticieros. No quedará más que ir a la plaza, entonces, aquella, la del barrio, la que usted jugaba cuando era chico. Pero está más chica que nunca (seguramente porque ahora usted está más grande, claro) y está enrejada.
Por lo tanto, lo que resta sería descansar en la esencia de la ciudad, ese no sé qué del espíritu porteño, el “targo de Carlitos” (que no era porteño), las mañanas de sol en el abasto (comprando en el shopping) o pasear por Caminito pensando en el desembarco de nuestros abuelos mientras ofrecemos sacarle una foto a la parejita de suecos que desean que le tomen el dólar al precio del blue, y unos japoneses se bajan contentos de un taxi en el que acaban de ser estafados. Pero quizás sea que a la ciudad no le interesa la memoria. Prefiere “mirar para adelante”, transcurrir el día a día, y dejar que continúe el avance material casquivano y onanista. Todo esto mientras vive con tanto miedo que necesita dos fuerzas policiales para que la proteja.        
Con todo, no se puede dejar de reconocer que hay cierta coherencia en el comportamiento electoral de la ciudad con el mayor nivel educativo del país y el mayor ingreso per cápita: eligió a De la Rúa y también a Erman González por ejemplo. Eligió a Mauricio por dos veces y si pudiese lo haría por una tercera porque el problema no es la reelección sino la reelección de “la yegua”. Hasta Fernando Iglesias logró una banca por la ciudad y también Patricia Bullrich, más allá de que lo haya hecho desde diferentes partidos (pero la identidad de “Pato” es asunto de otro artículo, quizás un libro entero o directamente un estudio a publicarse en 6 tomos).
Así que ríndase. No hay manera de saber si Buenos Aires sigue siendo Buenos Aires de la misma manera que no hay manera de saber si usted sigue siendo usted. Ni siquiera hay manera de saber si usted sigue siendo la misma persona que empezó a leer esta nota, aquella que comenzaba, simplemente, preguntándose qué es lo que hace que usted siga siendo usted y que ha sido escrita por un autor que no sabe cuál es la esencia de Buenos Aires pero tiene bien en claro que esto en lo que se ha convertido, sencillamente, y como diría un porteño, “no está bueno”.     

sábado, 16 de febrero de 2013

La Argentina dividida (publicado el 14/2/13 en Veintitrés)


¿Estamos divididos los argentinos? La pregunta viene siendo recurrente al menos desde que se empezó a delinear el espíritu confrontativo que Néstor Kirchner le imprimiera a su presidencia y que se transformara en una marca esencial de la naturaleza del modelo que se encuentra próximo a alcanzar los 10 años en el poder.
Al kirchnerismo no le resulta del todo incómodo el mote de “parteaguas” pues entiende que la política es, ante todo, conflicto que se dirime entre un nosotros y un ellos, aunque siempre en el marco de los límites democráticos. De aquí que no se rasgue las vestiduras por el pataleo histérico de los sectores minoritarios que ven socavada su legitimidad pero sí advierta sobre un conato de violencia preocupante que se deja ver en las manifestaciones que nuclean a sectores opositores. En esta línea alcanza con ver los lemas de los letreros que se enarbolan en las protestas caceroleras y la agresión a periodistas de la televisión pública y privada que en ese marco se multiplicaron, como así también prestar atención a la violencia verbal que profieren referentes opositores a veces impulsados por una envidiable locuacidad. La oposición intenta invisibilizar esas acciones y cuando no puede hacerlo esgrime que éstas son sólo una consecuencia de la violencia más sutil impulsada desde el propio gobierno. Independientemente de la discusión acerca de si esto es o no así, tal argumentación abre una puerta a la justificación de hechos de violencia más graves. En este sentido, quienes justificaron la agresión a Kicillof y la englobaron en el marco del hartazgo ciudadano ante las supuestas micro violencias solapadas que provienen del oficialismo, podrían también haber justificado el hecho de que la turba violenta del “Frente jacobino por la liberación del dólar” (filial Punta del Este), hubiera ajusticiado al “economista marxista”. A lo sumo, encararían la argumentación afirmando que “no lo justifico pero hay que entender que el clima de violencia desde arriba da lugar a excesos abajo”. Con todo, no se trata aquí de discutir quién agredió primero o quién agrede más. Se trata de responder a esa pregunta inicial acerca de si existe una división en la Argentina. Y la respuesta que guiará estas líneas es la siguiente: sí, efectivamente, la Argentina está dividida, pero hace 200 años que lo está. En otras palabras, la historia de nuestro país ha estado marcada por las divisiones en todo orden y bajo cualquier paraguas categorial, sea político, sociológico o económico.
 Si se toma el siglo XIX, a las disputas políticas que se dieron ya en el marco de los caminos que debía seguir la revolución, le siguió la disputa entre unitarios y federales y la conquista del desierto entre algunos de los sucesos que ponen en tela de juicio la fantasía romántica de una unidad original perdida por algún pecado populista. Ya en el siglo XX, el centenario fue el marco en el que se ponía de manifiesto una sociedad claramente dividida entre una elite criolla y una masa heterogénea de campesinos pobres y extranjeros explotados que presionaría hasta obtener la ley Sáenz Peña y vivir una primavera popular en 1916 que no tardaría en desfallecer a pesar de no haber profundizado demasiado en cambios estructurales que afectaran a la oligarquía terrateniente. Entonces ¿alguien va a decir que el modelo agroexportador argentino era el emblema de una sociedad inclusiva? Por cierto, ¿esa presunta unidad alguna vez perdida se recuperó con el golpe del 30? Ciertamente no, y la irrupción del peronismo no fue una magia de repollo sino la visibilización de mayorías desplazadas que se sentían representadas por un liderazgo.
 Pero no avancemos tan rápido porque, justamente, quienes hoy insisten en endilgarle al kirchnerismo el haber dividido a los argentinos, equiparan la situación actual con aquella que se dio desde el 45 hasta los años 70 en torno al clivaje peronismo-antiperonismo. En esta línea se dice que las familias se pelean, las parejas se separan y los amigos se distancian por las diferencias políticas, del mismo modo que sucediera en aquellas décadas del siglo XX. ¿Tienen razón al bosquejar ese panorama? Claro que la tienen pero eso no significa que estas fracturas en el campo de las relaciones básicas, sea propiedad exclusiva de los procesos peronista y kirchnerista. Lo que sí parece signo característico de ellos es el modo en que esas grietas inherentes a la Argentina (y probablemente a buena parte de las sociedades y los Estados modernos) se han hecho carne y se manifiestan sin ocultamientos. ¿Por qué sucede esto? Seguramente porque se trata de procesos que con infinitas diferencias han intentado al menos trastocar las estructuras vigentes. Se podrá discutir por qué lo hicieron o en qué porcentaje lo hicieron, pero no se podrá decir que ambos procesos resultaron indiferentes para las elites.
 Sin embargo, claro está, ni la historiografía liberal ni los comentadores reproductores del relato del establishment podrían aceptar que ésas han sido las razones por las que el peronismo y el kirchnerismo generan divisiones. De aquí que recurran a una argumentación sintomática. Para dar cuenta de ello avanzaré un poquito más en la historia para poder situarnos en nuestro pasado reciente. Pregúntese entonces por qué durante los noventa no se afirmaba que la sociedad argentina estaba dividida. Nadie lo decía a pesar de que ese modelo hizo eclosión en 2001 y produjo la mayor distancia entre los que más y los que menos ganan, una confiscación de ahorros vergonzosa, más de un 50% de pobreza, un 25% de desempleados y un país al borde de una guerra civil.
 ¿No son estos números signo de un país fracturado? ¿O el dato para identificar un país partido es simplemente el modo en que se dirimen las diferencias políticas con nuestros familiares, amigos y parejas?
 Lo que intuyo es, entonces, que esta idea de una actual argentina dividida responde con naturalidad deductiva a los principios de una matriz de sentido común neoliberal instalada. Se trata de aquella que considera que sólo la política es la que divide. Dicho de otro modo, pareciera que las diferencias económicas son producto de un natural estado de cosas que aun estirando la distancia entre los más que menos tienen y los menos que más tienen, responde al orden originario de la unidad nacional. De este modo existiría una desigualdad original aceptada por los ganadores y por los perdedores por igual, y cualquier intento por transformarla supondría un cambio político y, en tanto tal, sería identificado como el mal, una suerte de intromisión artificial que genera crispación, disputa, peleas y violencia. Según esta idea, como la economía es sabia, no genera violencia y como los pobres deben reconocer el lugar que les corresponde no hay espacio para que se crispen ni para que se peleen. En todo caso, quedará un lugarcito para que la clase media dispute y, según el contexto histórico, gane o pierda terreno pero nada más. Así lo indica la matriz cultural que se sigue del modelo neoliberal que gobernó entre 1976 y 2001, aquel que partió al país pero en el que teníamos muchos amigos, una buena relación de pareja y una comida familiar en paz en la que se hablaba de todo, menos de política. 
      
  

jueves, 14 de febrero de 2013

Ella o vos (pero no él) (publicado el 13/2/13 en Diario Registrado)

"Ella o vos” es el slogan que ha elegido Francisco De Narváez para volver a posicionarse de cara a las elecciones de medio término de 2013. El mensaje es claro en todo sentido: “ella” es la presidenta; la “o” aparece como una disyunción excluyente, un nexo que indica que hay que elegir entre una cosa y la otra; y “vos” sos vos, es decir, supuestamente, cada uno de los ciudadanos que en caso de elegir a la presidenta estarían eligiendo a alguien que actúa por un interés propio que va contra el interés de cada uno. Digo “de cada uno” porque el slogan no dice “ella o nosotros” dando a entender que, frente a CFK, existe un colectivo con intereses comunes. Simplemente estás vos, que junto a otros “vos” forman un agrupamiento de yoes, frente al mal encarnado que estaría depositado en la figura de “ella”.
Pero entre tantos “vos” y “yoes” la pregunta sería ¿dónde está “él”? Es decir, ¿dónde aparece el hombre que busca dar un mensaje político en esa publicidad? Y aquí aparece la curiosidad porque el spot no le deja lugar a “él” dado que no permite asociar que lo mejor para vos sea votarlo a él. En todo caso, parece un llamamiento a votarse a uno mismo, frente a ella, pero no a votarlo a él; es más, incluso podría dar lugar a que miles de votantes razonen que “entre ella y yo, la voto a ella pues sabe mejor que nadie cómo gobernar un país”.
Si bien la diferencia parece sutil, para la campaña de 2007, el oficialismo utilizó también el “vos” cuando indicaba “Cristina, Cobos y vos”, pero allí existía la idea de representación y de vínculo colectivo. Es decir, se suponía que Cristina y Cobos eran parte de un frente al que se le sumarían los yoes. No se trataba del llamado a votarse a uno mismo sino de participar en un proyecto con un liderazgo (del cual, claro, sólo quedaron vos y Cristina)  
Para finalizar, entonces, a la estrategia de marketing de De Narváez le falta indicar cuáles serían las razones por las que no habría que votarla a ella y en cambio sí habría que votarlo a él. Sin ese pequeño paso estaríamos negando el rol mediador de la política y de los partidos políticos, aquel que le quita sentido a que cada uno se vote a sí mismo. Quizás esas razones aparezcan en futuras publicidades o quizás simplemente De Narváez planee reconfigurar el sistema político para que haya tantos candidatos como electores y donde todos obtengan un convencido, ferviente y transparente (pero también inútil, pequeño, egoísta y miserable) voto.        

sábado, 9 de febrero de 2013

La porno del día (publicado el 8/2/13 en Diario Registrado)


¿Qué pensaría un lector si en las páginas 5, 8 y 9 de su diario de cabecera observara avisos del tamaño de la hoja con ofertas de supermercados y en la página 10 encontrase la columna de un editorialista estrella afirmando que el gobierno ha prohibido la publicidad de los supermercados en los diarios? ¿Creería que el editorialista le miente?
¿Y qué sucedería con el lector que, habituado a leer en su computadora, observase que en la edición online del mismo diario se repite la nota del editorialista estrella mientras al lado de ella existe un banner titilante con la publicidad de otro supermercado? ¿Creerá estar sumergido en una crisis esquizoide o simplemente irá corriendo a aprovechar las ofertas mientras se indigna con el gobierno y repite, casi como un mantra, los argumentos vertidos por el editorialista?
Se trata de preguntas difíciles que sólo pueden responderse interrogando a los lectores del diario La Nación del día 8/2/13 que, tanto en su versión en papel como en la versión online, tuvieron la posibilidad de leer la columna de Pablo Sirvén mientras un bombardeo de estímulos de descuentos y ofertas de Coto y Carrefour, respectivamente, los invitaba a consumir.
La columna tiene un título definitivamente pornográfico, “Un ataque directo a la economía de los diarios”, y afirma que el gobierno estaría detrás de la decisión empresarial de los supermercadistas de no publicitar durante algunas semanas en los periódicos. ¿Por qué resulta pornográfica la nota? Porque desnuda obscenamente las razones por las que los grandes medios y, en especial, los diarios La Nación, Clarín y Perfil se oponen al acuerdo de precios. Se trata, ni más ni menos, que por el perjuicio económico que les sobrevendría en el caso de que los supermercados, limitando sus ofertas por el acuerdo, limiten también sus pautas publicitarias. Pero, por si esto no alcanzase, no se indica que la supuesta merma en la pauta privada de los supermercados sería una consecuencia natural de un acuerdo que, en caso de funcionar, beneficiaría a la ciudadanía toda, sino que la decisión empresarial, y de los departamentos de marketing de estas empresas, es presentada como un gesto de sumisión ante un presunto apriete, nunca probado, claro, del secretario de comercio Guillermo Moreno.
Pero la nota de Sirvén avanza hasta los límites insospechables de la pornografía, ahora casi en un sentido literal, pues atribuye la decisión del gobierno nacional que establece por decreto la prohibición del rubro 59, a la búsqueda de afectar económicamente a los diarios (opositores). Sí, leyó bien. Si no lo cree, vuelva atrás y lea el párrafo de nuevo pues eso es lo que afirma Pablo Sirvén. Y si aún no lo cree, lea usted mismo la nota a la que me refiero: http://www.lanacion.com.ar/1552929-un-ataque-directo-a-la-economia-de-los-diarios
Si bien todos lo sabíamos, costó encontrar un editorialista que reconociese que, especialmente el diario Clarín, se negó a quitar esos avisos (y hoy los publica bajo otra etiqueta y con eufemismos) por razones estrictamente económicas. Poco importó si detrás de varios de ellos existían sospechas de explotación sexual y de trata. Lo que importó es que no tocasen la pauta. Así, Sirvén defiende la existencia del rubro 59 amparándose en la libertad de prensa que se vería afectada en caso de que deje de ingresar el dinero privado que sostiene los avisos que prometen cosas traviesas y fiestas sin globitos en las que algunas de las invitadas están allí contra su voluntad y tras haber sido secuestradas. Pero eso resulta, aparentemente, un detalle menor pues lo que importa es el beneficio económico travestido de libertad de prensa. Que existan formadores de precios que aumentan como desean los precios o haya mujeres a las que se explota sexualmente sin su consentimiento, son temas que, en el modelo de república que propone La Nación, pueden esperar. Pues al fin de cuentas, ¿qué país podremos construir si nos quitan las ofertas de descuentos con tarjeta y los diarios se pierden el ingreso de una página de publicidad? ¿Acaso puede haber república sin supermercados? Hasta la victoria siempre. Pauta o muerte. Venceremos.     

viernes, 8 de febrero de 2013

Lo que la imagen no deja ver (publicado el 7/2/13 en Veintitrés)


  “Cobrarse una vida para tratar de salvar otra (…) en eso consiste, supongo. (…) Si hay gente tratando de hacer algo malo contra los nuestros, entonces los ponemos fuera de juego (…) Es un placer para mí porque soy una de esas personas a las que le gusta jugar a la PlayStation y a la XBox, o sea que con mis pulgares quiero pensar que soy probablemente bastante útil”.
Éste es apenas un extracto de las declaraciones del Príncipe Harry, el tercero en la línea sucesoria del trono británico, orgulloso porque sus pulgares hábiles “habían matado gente” durante las veinte semanas que pasó como copiloto de un helicóptero Apache en Afganistán.  
            El relato publicado por la BBC hacia fines de enero, espeluznante por su banalización del mal, bien puede relacionarse con algunas de las conclusiones de una muestra que visité días pasados en la Fundación Proa. Se trata de las video-instalaciones del nacido en territorio alemán, en 1944, Harun Farocki, presentadas como antesala de las charlas y talleres que dará en Buenos Aires en marzo. Justamente, en la sala 1 aparece la que Farocki llama Ojo/Máquina, un video de 15 minutos en el que, a pantalla partida, el artista muestra una serie de imágenes de misiles teledirigidos que son utilizadas por las fábricas de armas como estrategia de marketing. Se trata de misiles de alto alcance con una cámara instalada que muestra cómo se va acercando a su objetivo a miles de kilómetros de distancia. Con esto Farocki intenta llamar la atención en aquello que Jean Baudrillard ya había señalado en ocasión de la guerra de El Golfo, es decir, estamos frente a guerras donde aparentemente no hay muertos, guerras asépticas, pulcras, donde el objetivo es “virtualizado” y se convierte en un escollo similar al que hay que sortear en un video juego para pasar de nivel; simulaciones que hacen que un pulgar rápido pueda verse igualmente virtuoso frente a un comando que puede disparar fuego virtual o real; compromiso emocional cero frente a un enemigo que “sólo desaparece” en el radar de la computadora. Todo, claro, relatado a cientos o miles de kilómetros de distancia por la cadena de noticias que tiene compromiso ideológico y/o comercial con la guerra en cuestión.    
 Pero esa suerte de borramiento de las fronteras entre lo ficcional y lo real vinculado a las condiciones de la guerra aparece en otra de las video-instalaciones de Farocki cuyo título es emblemático “Juegos Serios III: Inmersión”. Aquí el interés recae en una forma de terapia llevada adelante a través de la propuesta del Institute for Creative Technologies. Se trata de la utilización de realidad virtual como ayuda a soldados con trastorno de estrés postraumático en el contexto de la invasión a Irak. El soldado narra la situación traumática (por ejemplo, una explosión de coche bomba a metros de donde él hacía guardia) y ésta es recreada minuciosamente a través de la realidad virtual. Una vez hecha la recreación, del mismo modo que ocurre con los video-juegos actuales, el soldado a través de una prótesis conectada a la computadora y parecida a unos anteojos, se inserta en un mundo virtual para “sentirse allí” y “vivenciar”, con fines terapéuticos, la situación que dio lugar al trauma. Se supone, entonces, que visualizadas virtualmente aquellas representaciones alojadas en su memoria, será posible resignificarlas de manera tal que puedan hacer que el paciente sobrelleve mejor el trauma en su vida diaria.        
 Dejando de lado la temática de la guerra pero con un mismo hilo conceptual, otra de las video-instalaciones de Farocki consta de doce televisores ordenados cronológicamente en los que simultáneamente el autor muestra el modo en que el cine, desde los hermanos Lumiére en 1895 hasta Lars Von Trier en 2000, ha mostrado a trabajadores saliendo de una fábrica. Además de las obvias diferencias técnicas y de enfoque, el hecho de que Farocki mezcle cine de ficción con documentales da a entender que el límite entre ellos es, al menos, difuso, y que en estos últimos no existe una representación de la realidad superadora de la narrativa de ficción.
 Por último, y pasando de largo aquella video-instalación en la que se compara el modo en que se produce la extracción de minerales en la actualidad, en Potosí, con lo que allí mismo se hacía en el siglo XVIII y quedara inmortalizado en un cuadro de Gaspar Miguel de Berrio, la última presentación de Farocki, titulada “Paralelo”, reflexiona acerca de los modos en que la animación digital puede transformar la realidad misma retomando así un debate que se había dado en su momento con la irrupción de la fotografía y el cine.     
Pero esta muestra en la que Farocki recoge trabajados de sus últimos 10 años se acerca a temáticas que había trabajado ya mucho antes. Por ejemplo, en El Fuego inextinguible, de 1969, un video, con una extensión de apenas 21 minutos, alcanza para interpelar ferozmente la relación existente entre gobierno e industria química, en particular, para la producción de Napalm. Asimismo, se muestra el modo en que el tipo de producción segmentada estaba pensada para que los científicos, estudiantes y empleados que trabajaran en la empresa, o bien no se dieran cuenta lo que estaban construyendo o bien, al estar tan desligados del producto final, se sientan meros espectadores sin responsabilidad alguna por las consecuencias futuras del producto.    
 Dejando de lado la cuestión estricta de la guerra y haciendo más hincapié en la importancia de la imagen en su relación con los medios de comunicación, en 1992 Farocki realizó Videogramas de una revolución, un video que recopila registros audiovisuales en el marco del derrocamiento de Ceaucescu en Rumania. Allí se encuentran videos oficiales de un discurso del dictador vitoreado en la plaza mientras se escuchan disparos y el griterío de una multitud, seguido de los planos de esa misma cámara que, obligada a no mostrar ningún tipo de disturbio, enfoca hacia la pared de un edificio mientras sólo se oye al propio Ceaucescu pidiendo a la gente que se siente y se calme. Estos registros oficiales son, a su vez, intercalados con otros en los que ciudadanos rumanos graban a través de sus arcaicas cámaras el modo en que la noticia de la revolución es transmitida por el noticiero, sin dejar de lado, por supuesto, las imágenes de los rebeldes que ocupan durante 5 días la Televisión Pública entendiendo que una revolución se hace también desde la imagen.
 Este pequeño repaso por alguna de sus obras muestra que Farocki parece estar atravesado por elementos del pensamiento del filósofo Michel Foucault, desde la fábrica como institución de encierro al ojo deshumanizado de una cámara que controla y que, si con ello no alcanza, también registra cada momento de ese destino trágico en el que, viajando en la cabeza de un misil, se aproxima a su objetivo para destruirlo. Pero, por sobre todas las cosas, estas construcciones de Farocki retoman el ya clásico tópico de la filosofía que distingue lo real y lo aparente, sólo que aquí esta distinción aparece puesta en tela de juicio y se denuncia que lo que se considera verdadero es sólo aquello que el poder determina como verdadero y que las imágenes esconden un detrás que no es el de la realidad, sino el del poder que las emite. Un poder que no es nuevo pero que, en una cultura de la imagen donde aparentemente la condición de existencia está en el ser visibilizado, se sirve de la tecnología para mostrar todo salvo una sola cosa: a sí mismo.   

   

sábado, 2 de febrero de 2013

El diario espejo (publicada el 31/1/13 en Veintitrés)


El escándalo sobre la foto falsa que publicó el diario El País ha disparado diferentes comentarios que no han reposado en un factor central de la comunicación: el lector. La pregunta, entonces, que guiará estas líneas será: ¿qué suponemos que ha hecho el lector de El País una vez que se anotició del hecho? ¿Sigue fiel a su periódico de cabecera o la pérdida de credibilidad de la publicación lo lleva a buscar otros espacios a través de los cuales informarse?
Pero para responder estas preguntas, primero habrá que encarar otros aspectos sensibles de la cuestión, a saber, ¿se trató de un error o fue una decisión editorial? Imposible saberlo. A favor de la hipótesis del error habría un razonamiento de sentido común que sostendría que ningún diario podría voluntariamente publicar semejante equivocación para luego ser el hazmerreír del mundo entero y ver seriamente afectada su trayectoria. También a favor de la hipótesis del error estaría, por un lado, que la propia lógica del periodismo en épocas de un capitalismo financiero que premia la novedad antes que la calidad, conlleva un apuro por publicar que generalmente está reñido con el debido chequeo de la información; y por otro lado, que se asiste a tiempos donde prima un estadio de emoción violenta en algunos editores de grandes empresas periodísticas que ya no sólo se comportan como parte interesada de un negocio sino que operan como chicos caprichosos y obnubilados completamente desvinculados de cualquier esbozo de correspondencia con lo real.
Sin embargo, a favor de la idea de que se trató de una decisión editorial también hay varios elementos. En primera medida cuesta creer que la información no haya sido chequeada especialmente cuando se trata de algo demasiado importante; en segundo lugar, llama la atención que la foto haya permanecido sólo 30 minutos en la web. ¿Esto quiere decir que en media hora pudieron chequear lo que antes no habían podido? Tercero: días antes, un periodista de Telesur ocupó buena parte de su programa mostrando exactamente cómo el video del que finalmente se extrajo esta imagen estaba circulando por la web y cómo un exembajador panameño ante la OEA se encargaba de distribuirlo asegurando que era verdadero. ¿Acaso todos sabíamos eso, se mostró por televisión, y, sin embargo, el diario El País no se enteró?
Asimismo, no existe manera de persuadir a la opinión pública de la utilidad de esa foto aun cuando ésta hubiese sido verdadera. En otras palabras, el valor informativo de esa foto incluso cuando el paciente hubiese sido Chávez era nulo por razones que el propio diario explicitó al publicarla. Con esto me refiero a que se dejó claro que no se habían podido chequear las circunstancias en las que esa foto había sido tomada ni la fecha de la misma. En este sentido, dado que la única imagen con valor informativo hubiese sido aquella capaz de demostrar el estado de salud actual de un presidente que aparentemente da órdenes y firma decretos, una imagen que podría haber sido tomada hace 40 días no respondería a la pregunta guía de la investigación, esto es, si Chávez se encuentra en funciones o incapacitado. Por ello es que al aceptar que se desconocía la fecha de la foto, el diario, sin pretenderlo, acababa reconociendo que no tenía valor informativo.
Quizás, aunque pueda sonar controvertido, en una era de la imagen y aun cuando la siguiente afirmación abreve demasiado de teorías conspirativas, no habría que desestimar inmediatamente una apuesta editorial que busque debilitar la imagen de Chávez instalando una foto que se propagó a lo largo de todo el mundo. Porque finalmente, incluso sabiendo que esa foto es falsa, su parecido indudable, hace que todos proyectemos que es posible que esa sea la situación real de Chávez y, en tanto tal, se esté frente a un líder completamente inhabilitado para ejercer cualquier tipo de función. Porque no olvidemos que el diario El País, aquel que supo tener una línea socialista, desde hace tiempo fustiga a los gobiernos populistas de la región que, justamente, afectan los intereses económicos del grupo económico al que este diario pertenece.
Si bien a los fines de responder nuestro interrogante inicial no resulta indiferente saber si se trató de un error o de una decisión editorial, la imposibilidad de dar pruebas en uno u otro sentido me obliga a la prudencia. Sin embargo, como indicaba en un principio, me interesa reflexionar acerca de cuáles pueden ser los caminos de acción de un lector de este prestigioso diario de habla hispana. ¿Y sabe lo que creo? Que aun entendiendo que se trató de un error o de una decisión editorial, el lector de El País seguirá comprando religiosamente el diario y que probablemente lo mismo sucedería con los lectores de otros diarios, los oyentes de cualquier radio o los televidentes de una señal de noticias x. Porque cada vez es más explícito que no elegimos un medio por la información que nos brinda sino por la línea editorial que sostiene. En un diario buscamos las noticias deseadas, le exigimos a nuestro periódico que muestre los actos de corrupción del candidato que no nos simpatiza y nos vanagloriamos cada vez que desde sus páginas el diario confirma que nuestra cosmovisión es correcta, que los buenos son buenos y que los malos son malos. Por eso no necesitamos medias tintas, ni grises. Las cosas bien claras. Todo debe ser tan transparente que a veces ni siquiera hacen faltan notas que den información. Alcanza con una mera presunción, con una sospecha para que un lector activo acorde a los tiempos cibernéticos rellene el casillero de los datos que faltan con sus propios prejuicios. Porque las novedades tan valoradas deben serlo siempre en el contexto de actualización de nuestros prejuicios, no pueden romper ese cerco.
Claro que la relación es bicondicional, de ida y vuelta, y que nuestros prejuicios también son moldeados por esos mismos medios que consumimos existiendo entre ellos y nosotros vasos comunicantes complejos, difíciles de individualizar y de detectar. Seguramente esto explica la identificación que todos tenemos con algún medio y el modo en que también, a través del uso de las nuevas tecnologías, los medios nos llaman a “participar”, a “ser parte” de la información y de una realidad común presentada como la única. Quizás porque el medio que consumimos se parece demasiado a nosotros es que entendemos que nuestro diario puede equivocarse y hasta hacer alguna maldad también. Al fin de cuentas, pensamos, el diario también está hecho por humanos, con pasiones y malos momentos que los llevan a cometer errores o a hacer alguna trampita ¿no? Así que no es para tanto. Finalmente, si un canal de televisión pasa un asesinato de hace cinco años como actual no importa porque asesinatos hay un montón y porque cuando prendo la televisión deseo indignarme con algún error del gobierno de turno; y si la foto no es de Chávez no importa pues quién me quita el morbo de mirarla una y otra vez haciendo de cuenta que es él.
Un día quizás lejano, alguna pequeña falla en “la Matrix”, un acaso o un fenómeno inexplicable hará que en un bar, en una casa, en un taller mecánico o en una oficina, un lector abra su diario y se dé cuenta que cada una de las líneas que lo componen, cada foto, cada sesgo y cada recorte coinciden punto por punto con su rostro, como un espejo ideal que no distingue entre lo que somos y lo que deseamos que el mundo sea.