sábado, 24 de febrero de 2024

No es una tecnología: es una ideología (publicado el 8/2/24 en www.disidentia)

 

Un llamado a la creación de “tanques y armamento sostenible” y el uso de “misiles biodegradables” y “granadas veganas” como forma de evitar el sacrificio de animales en los conflictos armados. Estas fueron algunas de las afirmaciones que habría formulado la activista ecologista Greta Thunberg en una entrevista que se viralizó algunos meses atrás.

Como era de esperar, se generó un gran revuelo en las redes y hasta mereció alguna respuesta de los articulistas, pero poco tiempo después se conoció la verdad: Greta Thunberg no había dicho eso. La entrevista existió, las imágenes son reales, su boca parece pronunciar esas palabras, pero se trata de un montaje realizado con inteligencia artificial, lo que se suele llamar una “deepfake”.

@fit_aitana es la cuenta de Instagram de Aitana López, una influencer que al día de escribir estas líneas cuenta con unos 278000 seguidores y 79 publicaciones. Se trata de una joven hermosísima que publica fotos con distintos atuendos que luce en un cuerpo que evidencia un gran cuidado y muchas horas de gimnasio. Hay fotos en la playa, en hoteles, presentando a su gato negro llamado “Neo”, entrenando, arriba de un avión, algunas muy sensuales… En su posteo del 9 de noviembre de 2023, por ejemplo, anuncia: “Rumbo a Madrid! Preparada para saborear la cultura, el arte y la historia de la ciudad. Además de bocata de calamares, ¿qué me recomendáis?” Hasta allí nada extraño si no fuera porque Aitana no existe. De hecho, se trata de una creación de la agencia The Clueless, con asiento en Barcelona, realizada con inteligencia artificial.    

En la misma línea se conoció hace algunas semanas el ejemplo de otra cuenta de Instagram, en este caso, @sweet.emilypellegrini, la cual también cuenta con miles de seguidores y que pertenecería a otra bellísima influencer de nombre Emily. Aquí no solo hay fotos sino también videos de la señorita bailando y dejando mensajes para sus fanáticos. Al igual que el perfil de Aitana, fue creado con inteligencia artificial pero lo que hizo trascender la noticia fue que, a pedido de los fans, abrió además una cuenta en una plataforma donde vende contenido sexual. Así, el creador ha confesado estar recibiendo miles de dólares producto del deseo de miles de usuarios de ver con poca ropa y en poses sugerentes a una mujer que no existe.  

Estos son solo algunos ejemplos cada vez más comunes y que serán superados rápidamente por el vértigo de las novedades. Por supuesto que lo más obvio en estos casos es advertir que los avances tecnológicos hacen cada vez más difícil distinguir lo real de la ficción y que estamos próximos a cumplir las fantasías distópicas de humanos anestesiados que viven en mundos imaginarios con su pastilla de la felicidad. Esto es cierto y la posibilidad de habitar la irrealidad podría ser una razón para alarmarnos aunque vista con detenimiento no sea más que una forma más sofisticada de aquello que advertía Platón en la Alegoría de la caverna, o Descartes, en este último caso, al menos como hipótesis.   

Sin embargo, más peligroso que una tecnología es el hecho de que la realidad permita que lo que algún tiempo atrás resultaba delirante hoy sea verosímil. Porque cualquier lector más o menos despierto puede intuir que nadie puede llamar a crear “granadas veganas”, ¿pero cuántas propuestas similares a esta se invocan en nombre de, por ejemplo, el cambio climático? ¿Y qué hay de la conocida como agenda Woke? ¿Acaso a alguien se le podía ocurrir 10 años atrás que aparecería toda una corriente ideológica con predicamento en el Estado y en instituciones que considerase que cuando alguien dice “Hola a todos” no se está refiriendo a las mujeres?

Un buen ejemplo para graficar este corrimiento es el caso del sketch de Loretta en La vida de Brian (1979), el cual volvió a estar en la agenda de discusión algunos meses atrás, cuando uno de sus creadores lo eliminó de la visión teatral ante la presión de los actores y la corrección política. Para quien no lo tiene presente, reunidos en el Coliseo de Jerusalén, los miembros del Frente popular de Judea discuten una agenda de reivindicaciones contra las autoridades y lo primero que aparece allí es una sátira al denominado hoy “lenguaje no sexista” o “lenguaje inclusivo”. Es que uno de los protagonistas es obligado a agregar el femenino ante cada frase (“todos y todas”, “ellos y ellas”, etc.), lo cual hace tan laboriosa la conversación que acaba perdiendo el hilo y olvidando lo que quería decir. 

A continuación, uno de los protagonistas plantea que desea ser llamado Loretta y que, a pesar de ser un varón, tiene derecho a gestar un hijo. Uno de sus compañeros le indica que por ser un varón no tiene las condiciones biológicas para parir, respuesta que hace que “Loretta” se sienta “oprimida”. Finalmente, y no perdamos de vista que la película fue estrenada en 1979, la mujer biológica del grupo interviene e indica que aun cuando acordemos que “Loretta” no tiene la posibilidad de engendrar un hijo, existiría el derecho a que un hombre pueda hacerlo. Cuál sería el sentido de reivindicar un derecho que en la práctica es de imposible cumplimiento, es la pregunta que realiza el más escéptico, aquel que hoy llamarían “transodiante”, y recibe como respuesta que se trataría de “un símbolo de nuestra lucha contra la opresión”. El remate del sketch lo tiene el escéptico que sostiene que antes que una lucha contra la opresión, se trataría más bien un símbolo de la lucha de “Loretta” contra la realidad. Hace 40 años era una broma. Hoy hay gente que puede perder el trabajo, la vida pública y la reputación por decir algo así. Cuesta llamar a esto “progreso”.

En cuanto a los otros ejemplos, el modo en que los usuarios consumen los perfiles de los influencers es el mismo, sea el influencer de carne y hueso, sea una creación de la inteligencia artificial. Queremos máscara, artificio. Seguimos a quien admiramos, a veces simplemente, por su belleza, y queremos opinar de su vida y de todas las vidas ajenas. Esa es la transacción. ¿Acaso importa si esa vida ajena es real? Y, por cierto, ¿acaso alguien cree que Kim Kardashian es más real que Emily y Aitana?

Asimismo, los filtros que otorgan las aplicaciones hoy hacen que sean los seres humanos de carne y hueso los que se parezcan a las creaciones de la inteligencia artificial y no a la inversa. De hecho, ya se encuentra ampliamente documentado el modo en que han aumentado las cirugías estéticas intentando emular el efecto de los filtros. La distorsión es tal que una famosa a cara lavada puede no ser reconocida por terceros o, peor aún, puede incluso no ser reconocida por ella misma frente al espejo.      

Para finalizar, entonces, sin dudas debemos estar atentos a las consecuencias de una tecnología capaz de hacer indistinguible la realidad de la ficción. Sin embargo, más urgente es advertir que es una ideología, antes que una tecnología, la que genera las condiciones de posibilidad para que, en nombre de progreso, la ficción esté reemplazando a la realidad.   

miércoles, 21 de febrero de 2024

Artistas (de un capitalismo) de izquierda [publicado el 16/2/24 en www.theobjective.com]

 

No es fácil rastrear desde cuándo se ha instalado que los artistas deben estar comprometidos con las buenas causas y deben usar las premiaciones para exponer sus posicionamientos políticos. En este sentido la última entrega de los Goya no ha sido la excepción y ya más o menos todos sabemos cuáles han sido los 4 o 5 hechos de la última gala que han levantado polémica.

Dicho esto, quisiera hacer un análisis algo más profundo para indagar en las razones por las que los artistas suelen ubicarse, presuntamente, a la izquierda del espectro ideológico, y señalar algunas paradojas que se siguen de allí. Para ello, me serviré del último libro del filósofo italiano Diego Fusaro, todavía inédito en español, titulado Sinistrash. Contro il neoliberismo progressista.

Como se observa ya en anteriores publicaciones, Fusaro, quien se reivindica un hombre de izquierda, seguidor de Marx y Gramsci, ataca con vehemencia lo que denomina “la izquierda fucsia”, o new left, que ha reemplazado la lucha de los trabajadores por las reivindicaciones de minorías diversas.

Además, advierte que el capitalismo actual es de derecha en lo económico y de izquierda en cuanto a lo cultural y a las costumbres. Esto tiene que ver con una mutación iniciada en 1968, esto es, cuando la izquierda marxista abrazó el individualismo libertario nietzscheano. El mayo del 68 que, como ya muchos observaron, fue una revolución generacional contra los padres y no una revolución que interpelara al sistema, hizo que el capitalismo abandonara la fase burguesa que, en términos de Foucault, sería una fase “disciplinaria”, para derivar en un capitalismo posburgués e hiperconsumista que devino en la figura inédita de un “capitalismo de izquierda”.

Efectivamente, para Fusaro, este capitalismo de izquierda es el que ha creado las nuevas subjetividades que le permiten, al mismo tiempo, lavar su conciencia moral para seguir presentándose como representante de los más débiles, y, al mismo tiempo, crear las condiciones de total funcionalidad a las nuevas necesidades del capital.

Así, para el filósofo italiano que considera que las categorías de izquierda y derecha deben ser superadas por un proyecto con ideas de la izquierda clásica complementadas con valores tradicionales de la derecha, la defensa irrestricta de la inmigración que hace una izquierda como la que gobierna España, obedece al nuevo perfil del hombre cosmopolita errante y sin patria que el capitalismo necesita. Lo mismo sucede con las políticas LGBT, ícono privilegiado de los intentos de superación de la vieja familia burguesa y proletaria; el veganismo, que con su idea de “el plato único” aniquila la identidad; o los ambientalistas que, con recursos transnacionales, se abrazan a un capitalismo verde especialista en la intervención sobre las políticas de los Estados en nombre de la emergencia climática.

En este neoliberalismo progresista, según Fusaro, conviven la izquierda woke y los anarcocapitalistas individualistas de las big tech y Silicon Valley como dos caras de la misma moneda.

Pero, ¿cómo es que una revuelta realizada por la izquierda como aquella del 68 acaba siendo funcional al capitalismo? Según Sinistrash, la izquierda confundió a la burguesía con el capitalismo y siempre se creyó que atacando a la primera se atacaba al segundo. Sin dudas, este es el error conceptual de muchos artistas que parecen anclados en el 68 y hacen una crítica a una cultura, a estructuras típicamente burguesas, creyendo que ello les da el carnet de anticapitalistas. Y, sin embargo, no solo nunca han dejado de ser capitalistas, aunque les encante abrazar los subsidios estatales, sino que están luchando contra un orden que ya no existe más. Es que como ya había advertido Pier Paolo Pasolini, en los años 70 ya no había más fascismo o, en todo caso, el fascismo era la sociedad de consumo que todo lo igualaba. De aquí que Fusaro afirme que la izquierda actual es antifascista en ausencia del fascismo para no ser anticapitalista en presencia del capitalismo.

Decir, entonces, que el capitalismo se volvió de izquierda, significa que hoy necesita una fluidez que la cultura burguesa no le otorgaba y que, sin embargo, sí ofrece la izquierda, tal como se observa en la paradigmática defensa de los géneros fluyentes, tan fluidos e inasibles como el veloz capital. El enemigo es entonces todo tipo de identidad que no sea la de un individuo siempre en transición: ¿la familia? Es el patriarcado; ¿el pueblo? La xenofobia; ¿el Estado? La violencia fascista; ¿la tradición? Superstición antiprogreso; ¿la identidad fuerte? Intolerancia; ¿el pensamiento crítico? Conspirativismo.

Fusaro, además, no teme ser acusado de populista cuando abraza la tesis de Jean-Claude Michéa para quien la izquierda dio el gran paso fundamental a favor del capitalismo cuando se separó del pueblo para asumirse “progresista”. Ese punto es interesante porque es otro de los elementos que expone la confusión de la new left: creyendo que el progreso es afirmar que todo paso adelante supone una superación, entendieron que el enemigo era la tradición y se olvidaron de que era el capital. Que antes del 68, el capitalismo necesitara de la tradición, el Estado, la familia y los valores burgueses, es lo que impide ver que, paradójicamente, hoy son las castigadas ruinas de esas estructuras las que operan como último dique de un capital que no admite límites. 

Algo similar sucede con la tendencia a llamar “fascista” a todo lo que no cuadre con la hegemonía progresista. El supuesto “antifascismo” no es “anticapitalismo” porque hoy el capitalismo no necesita al fascismo sino a la izquierda queer.

Más allá de lo controversial de alguna de estas afirmaciones, la crítica de Fusaro parece hacer justicia con algunos de los posicionamientos de la nueva izquierda y debería generar, sino una incomodidad, al menos algunos interrogantes, no solo en los referentes políticos sino en los artistas que cómodamente se encolumnan detrás de toda la lista de ideas “buenistas” mientras dicen estar disputando una lucha contra un enemigo que ya no existe. 

Pero si con Fusaro no alcanzara, en cada premio Goya (o semejante), bien vale tener siempre a mano el ya mítico discurso que Ricky Gervais hiciese en los Golden Globes del año 2020 frente a las grandes estrellas de la industria del cine. Me refiero al que en uno de sus pasajes indica: “Si alguno de ustedes gana un premio esta noche, por favor, no lo usen como plataforma para hacer un discurso político. No están en posición de dar una conferencia al público sobre nada. No saben nada del mundo real. La mayoría de ustedes pasó menos tiempo en la escuela que Greta Thunberg. Así que, si ganas, acepta tu pequeño premio, agradece a tu agente y a tu dios… y vete a la mierda”.

lunes, 5 de febrero de 2024

Contra la transparencia (publicado el 2/2/24 en www.theobjective.com)

 

A propósito del último encuentro del Foro Económico Mundial de Davos que culminó hace apenas unos días, se volvió a viralizar el extracto de una entrevista que se le había realizado a su presidente ejecutivo, Klaus Schwab, en 2016 y que preanunciaba un escenario que hoy parece completamente naturalizado. Allí, el autor de, entre otros, Covid-19: The great reset, señalado como uno de los principales impulsores de la llamada “Agenda 2030”, abogaba por un futuro inmediato de transparencia total, no solo en lo que respecta a levantar los secretos bancarios, sino en relación con la esfera personal de la privacidad. 

“En este nuevo mundo hemos de aceptar una mayor transparencia, incluso diría una transparencia absoluta (…) Todo va a ser transparente y tendrías que acostumbrarte a ello y actuar de manera consecuente (…) Todo esto estará integrado a tu personalidad: pero si no tienes nada que ocultar… no tienes nada que temer”.

Afirmar que al imperativo de la transparencia solo se resistirán aquellos que tienen algo que esconder, no solo es falaz, sino que podría utilizarse para justificar todo tipo de aberración y vulneración de los derechos humanos. Asimismo, llama la atención que uno de los hombres más influyentes del mundo dé a entender que la reivindicación de una esfera privada a ser protegida de los embates de terceras personas o del Estado, sea una conquista al servicio de personas que actúan inmoralmente. Por otra parte, resulta harto evidente que exigir transparencia a un gobierno o a las instituciones públicas no es lo mismo que pretender transparentar la intimidad de los individuos. Sin embargo, lo cierto es que este mandato de una transparencia a todo nivel no es un invento de Schwab y puede tomarse como categoría para reflexionar sobre algunas de las características de nuestro presente y futuro inmediato.

En este sentido, bien cabe recurrir a un libro del filósofo Byung-Chul Han, publicado hace ya más de una década y que en español lleva como título, justamente, La sociedad de la transparencia. Aun cuando se haya vuelto algo previsible y en los últimos años tenga más libros que ideas originales, Byung-Chul Han ofrece aquí varias nociones enriquecedoras.  

Por lo pronto, enfoca desde diferentes ángulos las consecuencias de una sociedad cuyo imperativo es ser transparente y se remonta hasta Jean-Jacques Rousseau para encontrar allí el cambio de paradigma que inicia esta “ideología de la intimidad” que rige hasta hoy. Es que Rousseau establece, a través de sus confesiones, la idea de que es posible y, sobre todo, que es una obligación moral, revelar nuestros sentimientos, el quiénes somos. Esto que Freud luego pondrá en entredicho cuando, gracias al psicoanálisis, nos dirá que no somos transparentes ni siquiera para nosotros mismos, ha sobrevivido y paradójicamente ha sido retomado por varios autores posestructuralistas para afirmar que existe algo así como una identidad, un yo, un alma, que de repente se nos revelan claros y distintos y que, por ejemplo, como una suerte de epifanía, puede indicarnos que hemos nacido en un cuerpo equivocado. 

En su Discurso sobre las ciencias y las artes, Rousseau lo expresa así: “Un único mandato de la moral puede suplantar a todos los demás, a saber, este: nunca hagas ni digas algo que no pueda ver y oír el mundo entero. Yo, por mi parte, siempre he considerado como el hombre más digno de aprecio a aquel romano cuyo deseo se cifraba en que su casa fuera construida de forma tal que pudiera verse cuanto sucedía en ella”.

Afortunadamente, a diferencia del romano aludido, Occidente pareció entender bien que nuestros hogares deben tener espacios de privacidad, pero la tecnología, algo sobre lo que Schwab con sus fantasías transhumanistas tiene bien presente, lo ha trocado todo. Efectivamente, nuestras casas podrán tener paredes y todo tipo de protección, especialmente en tiempos donde los atentados contra la propiedad son moneda corriente, pero somos nosotros mismos los que con un dispositivo electrónico ponemos nuestra intimidad afuera. Sin embargo, claro está, Byung-Chul Han observa que lo que nos motiva ya no es revelar nuestro corazón, como pretendía Rousseau, sino la pura exhibición.  

En efecto, es tanta la necesidad de exhibirnos, tanto depende nuestro ser de estar siendo vistos, que somos capaces de sacrificar todo aquello que tiene que ver con nuestra intimidad con el fin de recibir la aprobación voyeurista. De aquí que para Byung-Chul Han, el veredicto general de este tipo de sociedades pueda sintetizarse en el Me gusta de Facebook. Ser es ser “megusteado”.

La transparencia total sería así un infierno de lo igual porque, según nuestro filósofo, elimina toda opacidad, quita todos los velos. El imperativo es que todo esté a la vista. En ese sentido, afirma que es al mismo tiempo una sociedad porno, en tanto lo que caracteriza a la pornografía es justamente que no oculta nada, que lo expone todo sin mediación alguna. Lo erótico sugiere, oculta, da a entender; es la máscara que seduce y su virtud es, justamente, que no es transparente; la pornografía, en cambio, exhibe sin esconder nada, expone, deja todo a la vista.    

Por último, de la misma manera que hoy no hace falta un explotador para que haya un explotado, sino que son los propios sujetos los que se explotan a sí mismos, no hace falta un Gran Hermano que llene de cámaras y espías las calles para controlarnos. Esto tiene que ver con que en la sociedad de la transparencia no son los reflectores de los estados autoritarios los que vigilan sino los propios sujetos los que ubican sus propios reflectores para alumbrarse a sí mismos y así poder ser vistos. Esto hace que el control sea mucho más eficaz porque ya no se ejerce de arriba hacia abajo sino que se ejerce entre pares y se desarrolla bajo el sentimiento de libertad. Efectivamente, los explotados de sí mismos, los que suben fotos y cuentan todo lo que hacen, creen estar decidiendo, creen estar siendo libres.  

Al analizar la propuesta de Rousseau que diseña el paradigma vigente, Byung-Chul Han indica que su sociedad de la transparencia es “una sociedad de un control y una vigilancia totales”. Denunciar ello no debería ser un asunto exclusivo de los que tienen algo que ocultar.    

 

Los derechos son los padres (publicado el 19/1/24 en www.theobjective.com)

 

En este ejercicio de polémicas baladíes al que fácilmente nos hemos acostumbrado, la llegada del nuevo año nos distrajo con la controversia sobre el rey mago pintado de negro y los saludos de Abascal y Belarra: el primero deseando felicidades a “casi todos”, y la segunda hablando del “genocidio en Gaza” como recordatorio de que la militancia no se relaja ni en un brindis.

Sin embargo, solo algunos se detuvieron en el saludo que Yolanda Díaz había expresado en la red X a propósito de la navidad, y que fuera replicado por la cuenta de Sumar, en la misma red social, el primero de enero: “Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos”. Lo que a priori podría parecer una declaración de compromiso, encierra toda una definición cuyo análisis quisiera desarrollar a continuación.

A simple vista, lo primero que cabe preguntar es quién determina cuáles son los “buenos” deseos que merecen transformarse en derechos. ¿La amnistía cuenta como uno de ellos?

Con todo, aun si dejamos de lado ese detalle no menor, surgen rápidamente otros elementos más de fondo y que ya hemos naturalizado. Por lo pronto, toda la retórica de “los derechos” abrazada por la progresía bajo la suposición de que la obligación de los gobiernos es ampliarlos y que esa ampliación solo es posible con el Estado como intermediario.

Aun cuando sea un lugar común, gobiernos que solo hablan de derechos, pero nunca de obligaciones, parecen ser los indicados para dirigir sociedades infantilizadas con discursos victimistas que, en muchos casos, pelean contra fantasmas; sociedades demandantes e insatisfechas a las que se les hace creer que el progreso equivale a una carrera infinita por establecer, como problemáticas de interés público, conflictos personales o de grupos cada vez más minoritarios. Tal es la internalización de esta dinámica que los tecnócratas sociales de la progresía que crece abrazada al Estado, creen tener como función paralela a la protocolización de la vida, el crear conflictos nuevos antes que dar respuesta a los vigentes.

El burócrata social realiza así un trabajo enormemente creativo: por un lado, debe inventar una maraña de reglamentaciones para complejizar las soluciones que ya se mostraron eficaces con los problemas existentes; y, por otro lado, debe imaginar problemas inexistentes para soluciones predeterminadas tanto ideológica como presupuestariamente. Algo así como “tenemos la solución y el dinero. Ahora solo nos falta crear el problema”.     

Asimismo, la frase de Yolanda Díaz recuerda una clásica sentencia de Eva Perón que se ha transformado en bandera del movimiento peronista en la Argentina: “Donde hay una necesidad, nace un derecho”. Sin embargo, más allá de la discusión que pueda darse sobre tal afirmación, nótese que, en todo caso, la referencia a la necesidad planteaba algo del orden objetivo, una carencia que, además, aparecía como una falta que no obedecía a un drama individual sino a una problemática colectiva. “Necesidad”, en este sentido, era comer, tener una casa, educación, salud, que las mujeres voten, etc. Naturalmente los tiempos cambian y el progreso de la humanidad renueva aquello que entendemos por “necesidad” pero, a diferencia de lo que planteaba Evita, la referencia a los “buenos deseos” cuadra más bien con la dinámica caprichosa del narcisismo progresista. Así, no serían necesidades objetivas de las mayorías las que deben hacerse derechos, sino deseos individuales cuyo único criterio de necesidad es la autopercepción. El lenguaje crea realidad y los deseos crean derechos. Tiempos de la política fantástica.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Por lo pronto, un aporte importante lo hizo la deformación producida por una interpretación antojadiza y errónea de aquel lema feminista de “lo personal es político”, el cual, atravesado por el tamiz de la generación de cristal, derivó en la idea de que cualquier insatisfacción respecto al rumbo de una vida individual, es responsabilidad del Estado. Si tengo un conflicto con mi identidad, con mis relaciones, con mi espejo, con mi lugar en el mundo, con mi trabajo, la culpa es siempre del otro, de algo o alguien que hace las veces de opresor. Por lo tanto, ese conflicto individual debe transformarse en un asunto público por el que se hace necesaria la intervención estatal. Que “lo personal es político” haya devenido esta caricatura, no importa. Al fin de cuentas, la historia está para adecuarse a las necesidades del presente.

Por último, y ya que hablamos de reyes magos al inicio de estas líneas, podríamos parafrasear aquella famosa frase que rompe el hechizo y afirmar “los derechos son los padres”, pero no en el sentido de que los derechos no existan o sean “un regalo”, sino en el sentido de que hay algo por detrás que, como adultos, deberíamos reconocer. Me refiero al hecho de que los derechos tienen un costo, del mismo modo que tenía un costo para nuestros padres todo aquello que recibíamos cada 6 de enero.

Decir esto no significa necesariamente subirse a un discurso como el de Javier Milei en Davos, sino que, de hecho, es reconocido por sectores socialdemócratas que, con cierto grado de responsabilidad, entienden que detrás de los discursos floridos de los derechos, hay alguien que paga. Podríamos, en este sentido, remitir al libro de Cass Sunstein y Stephen Holmes, El costo de los derechos, el cual, para escándalo del libertario, indica que no solo los derechos sociales, sino los derechos civiles y las libertades básicas, dependen de los recursos con los que cuente el Estado a través de los impuestos.

Esto significa que, aun una Yolanda Díaz que pudiera acordar con esta última afirmación, debería reconocer que gobernar no es una estudiantina ni puede regirse por grafitis sesentayochescos. En otras palabras, los “buenos deseos” del subjetivismo relativista impulsados por la izquierda progre, van a chocar irremediablemente con el límite de los recursos, lo cual hace que todo derecho sea relativo, en el sentido de que necesita dinero para poder efectivizarse.

Entonces, desafortunadamente, hay un montón de tus deseos que no se van a convertir en derechos porque no tienes derecho a ello; la razón es que son solo tus deseos y tienen un costo que el Estado no tiene por qué solventar. A veces el mundo hay que cambiarlo; pero otras veces está bien como está y el que debe cambiar eres tú porque el problema no es del mundo sino tuyo.

Caprichos individuales, propios e inagotables, entendidos como deseos, frente a recursos materiales ajenos y escasos. Esa parece ser la cuestión en estos tiempos. De aquí se sigue que la labor de un estadista sea la de determinar las prioridades y no hacer un llamamiento naif a una sociedad eternamente adolescente que cree que el Estado funciona como los reyes magos.