jueves, 28 de octubre de 2021

El sueño de la Argentina del 70% (editorial del 23/10/21 en No estoy solo)

 

Días atrás en el Coloquio de IDEA, el Jefe de Gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, indicó que la Argentina solo podía salir adelante “acordando con el 70% del sistema” una agenda de desarrollo que sea respetada por gobiernos de distintos signos durante al menos veinte años.

En la misma intervención aclaró que no se trata de lograr el 70% de los votos, pues eso generaría un desequilibrio institucional además de ser algo difícil de imaginar existiendo dos grandes polos, sino de acordar con representantes de otras fuerzas y de los distintos estamentos hasta alcanzar ese amplio porcentaje.  

En abstracto es difícil oponerse a la idea de Larreta. ¿Qué mejor que un consenso de esa magnitud como para garantizar un proyecto de país? Nótese que el número es tan ambicioso que hasta alcanzaría para reformar la constitución y, si la memoria no me falla, en la historia de la Argentina democrática desde el 83 hasta ahora, semejante consenso se logró de manera formal, justamente, una sola vez. Se trató de “El pacto de Olivos” que reformó la Constitución del 94.    

Pero cuando dejamos las abstracciones y vamos a la situación concreta allí notamos que el terreno es más sinuoso. En principio porque habría que discutir cuál es el proyecto de país sobre el cual acordaría ese 70%.

Por otra parte, ese número del 70% puede no resultar antojadizo. De hecho podría interpretarse como el número mágico que solo dejaría afuera del acuerdo al kirchnerismo, esa minoría intensa de un 30% que no puede llegar al gobierno por sí sola pero sin la cual es inviable cualquier alternativa a la centro derecha de Juntos por el Cambio. El gran acuerdo que propone Larreta sería entonces sin el kircherismo y, si bien no se dio formalmente, en los primeros dos años del macrismo ese acuerdo tácito existió de hecho cuando gobernadores y congresistas de la oposición no kirchnerista fueron generosos con Juntos por el Cambio acordando y otorgándoles los votos necesarios para que pueda avanzar en el congreso.

Si bien podría indicarse que la experiencia histórica muestra que los gobiernos pueden avanzar en sus propuestas sin tener esos grandes acuerdos, incluso, en algunos casos, con menos del 50% de los votos y de “el sistema”, la afirmación de Larreta puede vincularse a una intervención televisiva del periodista de La Nación+, Francisco Olivera, la cual citaré de memoria aun a riesgo de cierta imprecisión. La charla giraba en torno a los precios en Uruguay, las vacaciones de argentinos allí, y la posibilidad de que empresarios de nuestro país invirtieran en nuestros vecinos gracias a la estabilidad de su economía. En ese marco, Olivera menciona lo que habría dicho un empresario del establisment y que marca el punto hacia el cual quisiera dirigirme. Según ese empresario, lo que había sido determinante para tomar la decisión de invertir en Uruguay no era que ganaran los liberales o “la derecha”, pues, de hecho, en los últimos períodos, con excepción del actual, es el Frente Amplio el que suele triunfar. Lo que había sido determinante, entonces, fue que cuando ganó el “Pepe” Mujica, no había realizado ninguna intervención que pudiera afectarlo. En otras palabras, lo que le dio confianza al empresario no fue que el espacio que, en teoría, defiende sus intereses efectivamente los defienda; más bien, la clave estuvo en que el espacio al que nunca votaría por, presuntamente, representar otros intereses, no solo no lo afectó sino que hasta es posible que lo haya favorecido.

Para ser justos con Mujica y el Frente Amplio, podría decirse lo mismo de los Kirchner en Argentina pues cuesta pensar en qué otro momento de la historia reciente los empresarios, aun los más profundamente antiperonistas, ganaron tanto dinero como durante el gobierno de los Kirchner. Claro que no solo ellos ganaron dinero sino que hubo una redistribución del ingreso que mejoró todos los índices habidos y por haber. No solo hubo derrame sino que el derrame se distribuyó mejorando la vida de una amplísima mayoría. Podrán haber gustado más o menos los doce años de los Kirchner pero esos números son incontrovertibles. Y si alguien objetara cómo puede haber perdido una elección ese gobierno, habría que decirle que el crecimiento económico y la distribución del mismo no son la única razón por la que la gente vota o evalúa un gobierno, el cual, a su vez, si se lo mide solo en términos económicos, llegó a la elección de 2015 tras cuatro años de un desempeño irregular. Esas otras razones para votar incluyen los aspectos ideológicos, aquellos que están presentes en muchos empresarios vernáculos que eligen apoyar opciones de centro derecha más afines a su mirada aun cuando en lo económico estas alternativas hayan tenido un pésimo desempeño, no solo para las mayorías sino, en algunos casos, para ellos mismos. Con todo, no hay aquí el suficiente espacio para indagar en las razones por las que la gente vota. Menos aún para juzgarlas.

Para finalizar, entonces, el sueño del establishment local parece resumirse en el punto de vista del empresario recogido por el periodista de La Nación+. No se trata tanto de llevar al poder a la coalición propia, lo cual va de suyo, sino de debilitar al adversario político y quitarle su poder de fuego; transformarlo en un adversario fantasma contra el cual se puede disputar sin que estén en discusión los fundamentos que permiten sostener el privilegio. En ese sentido, que CFK no haya podido presentarse como candidata en 2019 porque sabía que no le alcanzaría en un balotaje, es ya el triunfo de esa cosmovisión y los resultados están a la vista: un gobierno que es criticado ferozmente y el que, sin embargo, sigue sin avanzar en medidas estructurales que modifiquen el estado de cosas. Se trata del gobierno ideal para la oposición porque ésta puede seguir indignándose tanto como se indignaba con el kirchnerismo sin que esté en riesgo la agenda que le interesa.   

No vale la pena imaginar lo que pasará el día después de las elecciones pero es difícil que se dé alguno de los escenarios extremos más allá de los amagues y los rumores: ni una nueva derrota hará implosionar el gobierno ni una milagrosa remontada le dará un poder que, si alguna vez tuvo, no pudo, no supo, no quiso ejercer Alberto Fernández. Lo más probable es que la coalición gobernante continúe con los problemas de gestión funcionando en compartimentos estancos e intentando surfear las dificultades  económicas sin que explote hasta 2023, apostando al rebote de la economía y a un acuerdo con el FMI que lo exima de pagos durante este mandato. Sin embargo, si no hay un golpe de timón fenomenal con una mejoría relevante en el bienestar de la población, una salida por arriba del laberinto, es probable que asistamos lenta pero firmemente a un gobierno que se aleja cada vez más de la gente y que ni siquiera será sostenido por ese 30% de minoría intensa que, como se vio el último domingo en la plaza, fue a apoyar al gobierno pero a decirle que tiene que cambiar. En ese eventual escenario, el 70% de los votantes estará disponible para el plan Larreta. En cuanto al acuerdo de la dirigencia y el establishment, es probable que el sueño hacia ese 70% ya se encuentre en marcha y se alcance bastante tiempo antes.         

 

 

miércoles, 20 de octubre de 2021

Capitalismo y deuda detrás de El juego del calamar (publicado el 14/10/21 en www.disidentia.com)

 

456 participantes por un premio cercano a los 40 millones de USS. Un solo ganador que deberá salir airoso de la competencia en seis juegos infantiles. El único detalle es que cada uno de los 455 derrotados será asesinado inmediatamente por los organizadores. Ese es el núcleo de la trama de la exitosa serie coreana llamada El juego del calamar (Squid Game) que se encuentra disponible en Netflix. Con una estética muy atractiva, aunque exageradamente violenta, al igual que sucediera con Parasite, ganadora del Oscar, el cine surcoreano vuelve a ofrecernos la posibilidad de conocer algo más de una sociedad que a los ojos de occidente parece distante.

Si en Parasite se exponía el modo en que las diferencias de clases eran cada vez más grandes, el trasfondo de El juego del calamar es la enorme crisis de las deudas familiares en Corea del Sur. De hecho, en el último capítulo, utilizando el recurso de darle lugar a un informativo mientras el protagonista pasa por la peluquería, se logra escuchar que Corea del Sur es el segundo país del mundo con más deudas familiares y que la razón entre PIB y deuda familiar es del 96.9%. Si la situación ya era dramática, la pandemia no hizo más que agudizarla. Una nota de Nemo Kim y Justin McCarry para The Guardian, por ejemplo, toma el caso de un ingeniero informático que trabajaba en el Silicon Valley surcoreano hasta que junto a su mujer decidió abandonar el empleo y abrir un bar con la única intención “de poder dormir una hora más”. Sin embargo, llegó la pandemia y los clientes desaparecieron. Para sostenerse tuvo que pedir préstamos a los cinco principales bancos a tasas de 4% y, como la deuda seguía aumentando, terminó acudiendo a prestamistas usureros que ofrecían dinero a un 17% anual. Si bien como indica la profesora de Estudios coreanos de la Universidad de Scheffield, Sarah Son, en una nota en www.infobae.com, no se puede decir que se trate de una práctica masiva, la mafia de los prestamistas llega a tal extremo que los deudores acaban renunciando a su autonomía física y se comprometen a pagar sus deudas, eventualmente, con alguno de sus órganos. De hecho la serie refiere a esto contadas veces y, aunque resulte paradójico, este fenómeno de los prestamistas apareció justamente en la medida en que el propio gobierno empezó a poner restricciones a las deudas que los clientes tomaban con los bancos con el fin de proteger a los propios clientes. En la serie, los protagonistas son, entre otros, un adicto al juego, una mujer que escapó de Corea del Norte, un mafioso, un inmigrante paquistaní y un profesional que se recibió con todos los honores pero que cayó en desgracia por una mala inversión en fondos financieros. Lo que tienen en común es que todos tienen deudas y una enorme culpa por ello, a tal punto que consideran que vale la pena jugarse la vida antes que seguir viviendo como lo hacían.

A propósito, en este mismo espacio, en la nota titulada “Capitalismo, control y victimismo acreedor”, recuperábamos a  Friedrich Nietzsche quien, en su Genealogía de la moral, nos advierte que el concepto “Shuld” (culpa), fundamental para la moral, está íntimamente relacionado con el concepto “Shulden”, esto es, “deudas”, cuyo sentido es más económico y “material”.

Pero para no salirnos de Corea, se puede apelar a Byung-Chul Han quien, sin ir más lejos, diera una entrevista apenas días atrás, al diario El País, donde refiere a El juego del Calamar interpretándola como símbolo de un capitalismo que explota la pulsión humana por el juego. De hecho, indica que la aceleración de la digitalización generará enormes problemas para el empleo y se pregunta si, tal como se dejaría ver, en parte, en la serie, la sociedad que viene no será una sociedad a la que se mantenga entretenida con juegos online mientras el Estado otorga una Renta Básica Universal para garantizar la subsistencia. Algo así como “pan y circo” aunque con el coliseo en tu propia casa para evitar las multitudes.

Pero el propio Byung-Chul Han, en textos como Psicopolítica, da en la tecla cuando afirma que ha sido el capitalismo, y no el comunismo, el que ha borrado las diferencias entre clases sociales en tanto hoy todos somos trabajadores que nos explotamos a nosotros mismos. En este sentido, afirma:

“Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal. No deja que surja resistencia alguna contra el sistema. En el régimen de la explotación ajena, por el contrario, es posible que los explotados se solidaricen y juntos se alcen contra el explotador (…) En el régimen neoliberal de la autoexplotación uno dirige la agresión hacia sí mismo. Esta autoagresividad no convierte al explotado en revolucionario sino en depresivo”.

Esta culpa introyectada que no impulsa hacia la transformación de la realidad sino que nos acaba sumiendo en la depresión o, como podría leerse a partir de la serie, en conductas temerarias donde la vida no vale nada, puede relacionarse con el hecho de que Corea del Sur sea el país con mayor tasa de suicidios entre los países de la OCDE y que el suicidio sea la primera causa de muerte entre jóvenes de entre 10 y 25 años. A su vez, si de juegos se trata, se calcula que en Corea del Sur hay al menos 140.000 adictos a Internet y videojuegos, muchos de los cuales están asistiendo a Centros de Rehabilitación que ha dispuesto el gobierno.   

Para finalizar, aunque resulte obvio, cabría aclarar que más allá de las particularidades del caso de Corea del Sur, esta tendencia se observa en buena parte de los países occidentales y es de esperar que se profundice más allá de que en paralelo convive con otra tendencia que dice ser anticapitalista y se conforma por determinados grupos que no solo no introyectan ninguna culpa, sino que consideran que todos sus fracasos responden a condiciones estructurales digitadas por sectores privilegiados. Entre los que asumen toda la responsabilidad sin observar que hay condiciones estructurales que influyen y los que no asumen ninguna responsabilidad echando culpas a las condiciones estructurales, el escenario dista mucho de ser alentador. Imposibilitados de poder pensar una salida intermedia en medio de tanta información, luces y estímulos, una serie que no ahorra sangre y golpes bajos puede ser un buen entretenimiento. Si no va a haber pan, que al menos haya circo.  

 

2021 no es 2001 (pero puede llegar a serlo) [editorial del 9/10/21 en No estoy solo]

 

A 20 años de aquel 2001 que se recuerda por el mítico “Que se vayan todos”, la crisis política, social, cultural y económica nos tienta a trazar paralelismos, especialmente cuando se observa el comportamiento electoral. Sin duda hay continuidades con aquel escenario pero también algunas diferencias que me interesaría desarrollar.

En primer lugar, mientras en 2001 la salida era el trueque, la asamblea barrial y votar a Zamora, hoy el descontento se canaliza por exigir la baja del gasto público y votar a Milei. Así, si el establishment contra el que se combatía en aquella época era el de la pizza y el champagne menemista, 20 años después ese establishment es, en parte, el macrismo, en tanto heredero del menemismo en las recetas económicas, pero sobre todo es también el progresismo en tanto establishment cultural que se constituyó desde el 2003. En otras palabras, se pasó de repudiar la pizza con champagne a repudiar el chorizo palermitano inclusivo en colchón de fetas panificadas sobre finas y clandestinas hierbas.

En segundo lugar, en tanto la crisis del 2001 era la crisis del neoliberalismo y más allá de que muchos votos en 2003 fueron hacia candidatos como Menem o López Murphy que económicamente ofrecían más de lo mismo, había un campo fértil para ofrecer otra cosa y eso lo vio muy bien Néstor Kirchner. Por eso, ante el campo devastado que dejó el retiro del Estado durante el menemismo tenía sentido recuperar el terreno y lograr un Estado presente. Ahora la situación es diferente: el macrismo sale indemne de su fracaso y de la bomba de tiempo que ha dejado, y los ojos se posan sobre el modelo K y el aumento de precios. Sin ninguna expectativa de una inflación menor a 40% en 2022, es natural que el próximo presidente sea aquel que logre ofrecer un plan de corte drástico de la inflación, una política de shock, lo cual, todos lo sabemos, supondrá costos sociales. Es que si Kirchner tuvo margen para ofrecer una salida proponiendo más Estado, hoy parece haberse instalado que el Estado es “el” o, al menos, “parte” del problema. ¿Es un novedoso triunfo de la agenda de la derecha? Sí y no. De hecho, podría decirse que este caldo de cultivo despertó en 2008 y en 2015 permitió que ganara Macri, un candidato que era imposible que ganara. Tan presente estaba que, en 2015, el kirchnerismo tuvo que poner a un candidato moderado. Sin embargo, la crisis del paradigma K se profundizó en los años posteriores empujado por los errores propios, cierta mutación sobre la cual volveremos a continuación y por una extensa maquinaria de propaganda y persecución que en 2019 lo obligó a reconocer que solo podía llegar al poder enmascarado en la opción “Alberto”. Se trataba de una opción que, más que moderada, era una variante casi “No K” o al menos así lo había sido entre 2008 y meses antes de la unción de Cristina, casi 10 años en los que Alberto realizó críticas sensatas pero también de las otras, habiéndose subido activamente, por ejemplo, a operaciones vergonzosas como la del Memorándum con Irán.

En tercer lugar, conectado con el punto anterior, podemos agregar un fenómeno que no ha sido lo suficientemente dimensionado en los análisis de los resultados de las elecciones. Me refiero a que todo lo ocurrido durante la pandemia ayudó a profundizar más el parte aguas entre una mitad de la sociedad más o menos protegida por el Estado y una mitad que entiende que el Estado no solo no la protegió sino que la saqueó. Y no importa si esto ha sido efectivamente así. Importa en este caso que hay gente que lo cree así. Igualmente insisto: esto ya estaba presente detrás de los discursos críticos a la proliferación de los planes sociales pero lo que sucedió en pandemia quebró las últimas contenciones. Es que el Estado no te dejaba circular; no dejaba que los chicos fueran a la Escuela y de esa manera quebraba toda el organigrama familiar; y no te dejaba trabajar si eras cuentapropista o trabajabas en el ámbito privado pero te seguía pagando el sueldo y te permitía quedar protegido en casa si tenías un empleo en el Estado. Los empleados de empresas privadas, los monotributistas y todo el sector informal, en el mejor de los casos, teniendo que salir a trabajar con riesgo a morir contagiado o, en el peor, imposibilitado de hacerlo. Mientras tanto, los empleados estatales, mal o bien, seguían cobrando estando en casa. Una vez más: no importa si la acusación es injusta o si se trata de una guerra de pobres contra pobres. Pero así se dio y sumemos a esto el “affaire Verbitsky” del Vacunatorio VIP y la foto de Olivos, y el combo es explosivo. En ese contexto lo más natural es que surgiera como salida un discurso que pusiera en el centro la idea de libertad y que vea al Estado como una maquinaria cooptada para el beneficio de un sector.        

Asimismo, como un cuarto elemento, podría decirse que tampoco es justo decir que todos los votos se han ido hacia la derecha. De hecho, aunque marginalmente, la extrema izquierda ha aumentado algo su porcentaje y esos votos provienen del kirchnerismo. Desde mi punto de vista, este fenómeno se debe a que sectores de la militancia kirchnerista joven persiguen una agenda que no difiere demasiado de la agenda de los grupos trotskistas y parecen haber dejado a un lado la solución urgente de la dimensión material que siempre caracterizó al peronismo clásico para abrazar una agenda identitaria que no logra interpelar a las mayorías. En este sentido, si un sector del kirchnerismo se “trotskiza”, lo más natural es que no absorba los votos de la izquierda sino a la inversa: es muy probable que especialmente sectores de la juventud se inclinen hacia “los originales” antes que a “la copia”. Es que es imposible correr al “trosco” por izquierda, no solo por su identidad sino por el teorema  que indica que cuanto más alejado se está de ser opción de poder más fácil es mantenerse radicalizado. Esta transformación ideológica que busca hegemonizar al oficialismo, a su vez, lo desperfila, le genera tensión adentro del FDT con las variantes peronistas clásicas y las liberales, y lo lleva a la crisis de identidad que tiene hoy porque, como indicaba antes, si al peronismo se lo desplaza de la tradición asociada al bienestar material de las mayorías será cualquier cosa menos peronismo. Porque el peronismo rebalsa de liturgia y símbolos pero todo eso se apoya en la experiencia del bienestar material. Correrse de allí puede derivar en algo mejor, pensará alguien, pero en todo caso no será peronismo. Y no se trata de andar con el peronómetro. Está claro que hoy es imposible gobernar si no es a través de frentes amplios con cierta diversidad ideológica, algo que, por cierto, también podría incluirse en la tradición frentista del peronismo, pero el abrazar políticas identitarias postergando la realidad material de las mayorías (algo que no fue así durante buena parte del gobierno de CFK) incluye al actual oficialismo en el magma posmoderno donde todo parece más o menos lo mismo. De hecho esa misma agenda, como les indicaba, se la puede encontrar en partidos de ultra izquierda, a pesar de ser originalmente parte de agendas liberales, y a su vez también se la puede encontrar en versiones de la derecha light tal como demuestra que en una misma marcha contra el cambio climático coincidan militantes de La Cámpora y del PRO.

Las diferencias respecto al 2001 podrían continuar pero harían demasiado extensas estas líneas. Sí se puede comentar, como elemento final, que esa fragmentación que se vio en el 2001 con los dos grandes partidos en crisis, no se encuentra presente hoy aun cuando el descontento desborda y salpica a todos. En todo caso, un escenario así podría darse quizás en el futuro, justamente, si el FDT continúa con esta fenomenal crisis de identidad y con una serie de políticas que hacen que una buena parte de los argentinos sienta que no hay sustanciales diferencias entre el actual gobierno y el de Macri. Así, la estrategia de la “moderación buenista”, lejos de garantizar gobernabilidad, podría llevar a una crisis de representación y de legitimidad de todo el sistema si los indicadores sociales continúan así. En otras palabras, si las coaliciones que se alternan en el poder no difieren demasiado en sus agendas, antes que mayor estabilidad y previsibilidad, lo que pueden generar es un repudio generalizado a los políticos y a la política. Eso sí se parecerá bastante al 2001.     

miércoles, 6 de octubre de 2021

Morirse de risa contra el poder (publicado el 29/9/21 en www.disidentia.com)

 

El humor es uno de los principales damnificados de la corrección política. No solo hay un nuevo canon de aquello sobre lo que no se puede bromear y que atraviesa libros, cuadros, películas y canciones sino que ciudadanos comunes pueden pagar con la muerte civil por el solo hecho de haber realizado, en algún momento de su vida, un chiste que pueda rastrearse en una red social.

Algunos meses atrás, en este mismo espacio, en una nota titulada “Un mundo sin bromas”, les había hablado de dos novelas fabulosas que podrían usarse para representar el clima de época: La broma de Milan Kundera (1967) y La mancha humana de Philip Roth (2000). En la primera, el escritor checo expone el delirio de la persecución a la que se ve sometido un militante del partido comunista por el simple hecho de reivindicar a Trotski a manera de broma para caerle bien a una señorita. En la segunda, escrita varias décadas después, Roth ya huele el tufillo puritano que irradian las universidades estadounidenses y la persecución que sobrevendría en nombre de las causas nobles, y expone cómo la vida de un profesor acaba destrozándose por un chiste que hace en clase y es interpretado injustamente como racista. En aquella nota, concluí que una buena manera de conocer dónde está el poder es tener presente sobre qué cosas no se puede bromear. Es que el poder, especialmente cuando, en el fondo, es débil, puede aceptar muchas cosas, salvo que se rían de él. Ahora bien, la otra cara de la censura a la broma tiene que ver con la risa que ésta genera. En otras palabras, pueden censurar un chiste y perseguir a quien bromea pero cómo evitar que aquello censurado siga generando sonrisas. Finalmente, de la misma manera que un sujeto puede obedecer pero en su foro íntimo sabe que lo hace por temor o por necesidad, lo que sucede con las censuras, aun cuando se las intente justificar por causas nobles, es que, como también hemos dicho aquí varias veces, acaban produciendo un hiato entre el comportamiento en público y el privado. Así, si desde el Estado impulsan qué hay que pensar, cómo tenemos que hablar, de quiénes tenemos que sentir compasión, qué banderas enarbolar, quién tiene la legitimidad para ofenderse y hasta incluso qué dieta llevar adelante, lo más probable es que ello acabe siendo aceptado por un sector de la población pero habrá otro que lo resistirá, en el mejor de los casos, en público y, en el peor de los casos, si el riesgo es demasiado grande, en privado. Ahora bien, ¿intentarán controlar también de qué nos reímos?

A propósito recordé una nota de noviembre de 2015, en la edición brasileña de Le Monde Diplomatique, firmada por el escritor bielorruso Evgeny Morozov, acerca de la “uberización” del mundo. El eje del artículo pasaba por denunciar el modo en que se complementa la gran crisis de 2008 originada en Wall Street con el proceso de transformación e innovación que avanza a pasos agigantados impulsado desde Silicon Valley. Según Morozov, la crisis financiera originada en Wall Street que terminó en un salvataje a los bancos debilitó al Estado social y supuso recortes de presupuestos que, de una u otra manera, acabaron pagando directa o indirectamente los contribuyentes. El punto es que en paralelo se aceleraba el imperativo económico y cultural de “conectarse a internet o perecer” y Morozov entiende que estos dos fenómenos van de la mano. Con todo, más allá de analizar el punto vista de Morozov, me había llamado la atención el ejemplo que él había utilizado para graficar este escenario:

 

“Como muchas instituciones culturales españolas, un club de stand-up, el Teatreneu, sufría un descenso de público desde que el gobierno, buscando desesperadamente cubrir necesidades de financiamiento, había decidido aumentar el impuesto sobre las ventas de entradas del 8% al 21%. Los administradores del Teatreneu encontraron entonces una solución ingeniosa: asociándose con la agencia de publicidad Cyranos McCann, equiparon el respaldo de cada sillón con tabletas último modelo capaces de analizar las expresiones faciales. Con este nuevo formato, los espectadores pueden entrar gratuitamente pero deben pagar 30 centavos por cada risa reconocida por la tableta, fijando la tarifa máxima en 24 euros (o sea, 80 risas) por espectáculo. Consecuencia, el precio promedio de la entrada aumentó 6 euros. Una aplicación móvil facilita el pago. Además, se puede compartir con los amigos selfies de uno mismo riéndose a carcajadas. El camino de la diversión a lo viral nunca fue tan corto”.

 

La salida que encontró el club de stand-up es extraordinaria y hasta puedo imaginar que se debe haber explotado con una gran estrategia de marketing que rezara “A 30 centavos la risa”, “Su aburrimiento no tiene costo”, o algo por el estilo. Sin embargo, ese ejemplo me hizo pensar que ese mismo dispositivo podría usarse para saber de qué nos estamos riendo. Doy por descontado que esa no fue la intención, pero los dueños del Club y los protagonistas de los espectáculos podrían conocer con precisión qué chiste ha sido más efectivo y de qué se ha reído cada uno: 72,34% de los asistentes de una de las funciones puede haberse reído de ese chiste racista pero solo un 44,78% se rió de un chiste sobre discapacitados. Como experimento podría arrojar resultados dignos de estudio pero cabría pensar cómo actuaría la gente sabiendo que aquello de lo que se ríe podría ser un dato que eventualmente alguien pudiera usar en su contra.

Quizás el próximo paso se inspire en el caso de Ernest Scribbler. Para quienes no conocen la historia, Scribbler era un escritor de chistes que creó el chiste más gracioso del mundo. El chiste era tan pero tan gracioso que mataba de risa a quien lo conociese. El propio Scribbler murió a causa de su chiste. Y tras su muerte se sucedieron las fatalidades: la persona que lo encontró leyó el chiste y murió. Lo mismo sucedió con los policías que investigaban las causas de la muerte. Nadie podía resistirlo y enterados de la potencia letal del chiste, en 1943 el ejército británico se interesó en su capacidad destructora. Si bien algunos altos mandos cometieron el error de leerlo y morir inmediatamente, finalmente se las ingeniaron para trabajar con un grupo de traductores y traducirlo al alemán. El trabajo fue arduo y, por obvias razones, cada traductor se ocupaba de una sola palabra (de hecho se cuenta que uno habría leído dos palabras y pasó varias semanas en el hospital). Lo cierto es que hicieron miles de copias y se las dieron a sus soldados para que las llevaran al frente de batalla durante la segunda guerra mundial. Cuando las bombas arreciaban, los soldados ingleses leían el chiste en alemán y los nazis morían de risa de manera automática. El chiste era tan poderoso que hacía reír más que aquel que habría contado Hitler:

“-¡Mi perro no tiene nariz!

-¿Y cómo huele, mi Führer?

-¡Huele horrible, soldado!”.       

Los alemanes intentaron contraatacar con un chiste propio traducido al inglés que lograron transmitir por la radio llegando a todas los hogares británicos pero nunca logró hacer reír como el chiste de Scribbler.

Este maravilloso sketch de los Monty Phyton termina con el presentador afirmando que la guerra de chistes culminó tras un acuerdo en Ginebra y que la última copia del chiste de Scribbler se enterró en un cementerio de Berkshire en 1950 para que nadie pudiera contarlo jamás. Sobre el mármol, el epitafio reza “Para un chiste desconocido”. 

Es probable que el próximo paso de la policía de la moral puritana sea enterrar los chistes. No se trata de un favor que se le realiza a la humanidad porque, salvo en el sketch de los Monty Phyton, nadie muere de risa por un chiste. Lo que se busca es que nadie más pueda reírse de aquello que incomoda al nuevo canon. Sin embargo, estoy seguro, en algún lugar de la tierra, probablemente en un sótano y tras haber pasado a la clandestinidad, alguien se va a estar riendo de esos chistes que molestan al poder de turno.

Si el precio de la risa es la muerte civil, pasemos al otro mundo por morirnos de risa, ya no del chiste sino de los que también quieren decirnos de qué cosas nos podemos reír.