miércoles, 28 de febrero de 2018

El imperio de la velocidad (publicado el 22/2/18 en www.disidentia.com)


En el marco de la inocultable crisis del periodismo mucho se ha hablado de la fractura del contrato tácito que se tiene con el lector, ese acuerdo básico que, idealmente, estaba basado en la credibilidad del medio y que tenía como respuesta la fidelidad de los lectores. Es que los tiempos de posverdad parecen haber devenido tiempos de posverosimilitud y sobre todo de poscredibilidad, si se me permiten semejantes neologismos. Será difícil encontrar una única causa a este fenómeno pero sospecho que, aunque no sea fácil de entender, lo que ha sucedido es que una categoría temporal como “la velocidad” ha reemplazado a una categoría moral/cognoscitiva como “la verdad”. Dicho más simple, los medios están hoy más interesados en ofrecer rapidez que una correcta y desinteresada versión de los hechos. Para desarrollar esto, retomaré algunos aspectos de una novela que el escritor argentino Ricardo Piglia publicara en 1992: La ciudad ausente. Se trata de una novela que mezcla el género policial con la ciencia ficción y que en el contexto de la dictadura militar tiene como eje principal una investigación acerca de la denominada “Máquina de Macedonio”, esto es, un artefacto que había sido creado para generar traducciones pero que, al cobrar autonomía, fue realizando sus propios relatos.  No es mi intención desarrollar esta compleja novela en la que son abundantes los guiños hacia autores como Jorge Luis Borges o Macedonio Fernández, entre otros, sino detenerme en un capítulo de ella, bastante particular por cierto, denominado “La isla”. En ese capítulo se desarrolla toda una teoría del lenguaje que me permitirá ilustrar el sentido de estas líneas porque se trata de un lenguaje completamente inestable, de mutación permanente, donde el significado puede llegar a variar en microsegundos. Esto contradice la necesaria mínima estabilidad que toda lengua debe poseer si es que queremos comunicarnos. En la página 109 de la edición de 2013 publicada por Random House Mondadori, Piglia lo expone así: 
“El carácter inestable del lenguaje define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que ya no se comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra son hostiles, casi desconocidos” (109)
En esta isla donde el Finnegans Wake de Joyce es un texto sagrado por ser capaz de captar los pequeños, pero constantes, cambios en el lenguaje, (lo cual lo transforma en un modelo del funcionamiento del mundo), es imposible crear diccionarios y menos aún poder proyectar las variaciones futuras de la lengua actual porque solo se puede hablar un idioma por vez. Sin traducciones posibles, entonces, Piglia nos cuenta que quienes persisten en crear diccionarios lo consideran casi un arte de la adivinación.
Pero donde quisiera detenerme es en este pasaje de la página 113 porque, en el marco del intento de crear un lenguaje artificial, aparece una definición que será muy útil:
“Todos los intentos de construir una lengua artificial se han visto perturbados por una experiencia temporal de la estructura. No han podido construir un lenguaje exterior al lenguaje de la isla, porque no pueden imaginar un sistema de signos que persista sin mutaciones (…) La evidencia vale lo que tarda una proposición en ser formulada. En la isla, ser rápido es una categoría de verdad”.
               
La velocidad como categoría de verdad es, entonces, la idea que quería transmitirles aquí como uno de los aspectos centrales de la crisis del periodismo (y, me atrevo a decir también, como uno de los ejes de la crisis de todo un conjunto de valores que resultan relevantes al momento de vivir en una sociedad democrática). 
Es que en el nuevo contrato que establecen con el lector, como les indicaba al principio, los medios privilegian brindar una información rápida postergando la pregunta acerca de si ésta es o no veraz. Para explicar esto, al poscapitalismo con su revolución tecnológica a cuestas y al nuevo modelo de negocios de los medios cuya competencia es segundo a segundo y brinda la posibilidad de estar observado todo el tiempo qué publica el rival, debe sumársele un enjambre de lectores más preocupado por indignarse que por entender; más interesado en retwittear que en reflexionar.
La rapidez como categoría de verdad, o la rapidez como valor por sobre la verdad, barre, al mismo tiempo, con la verosimilitud, porque en la voracidad de la indignación somos proclives a compartir el disparate más grande. Y sin verdad ni verosimilitud, naturalmente, la credibilidad ya no puede ser la razón por la que un lector elige informarse por un medio en lugar de otro. O en todo caso, se trata de una credibilidad que no se basa en la comprobación fáctica de los enunciados sino en una relación casi mística o religiosa con un medio que expresa la ideología con la que el lector comulga y le permite continuar en su zona de confort, aquella en la que los malos son malos y los buenos son buenos.
Además, es solo en el contexto de la velocidad como categoría de verdad, que la actualización constante se transforma en un valor y supone una muestra más de la imposición de la cantidad sobre la cualidad. Así, a un joven precarizado que ingresa como redactor de un medio digital no se le piden noticias verdaderas ni elaboraciones profundas, solo cantidad de publicaciones, novedad constante, y así queda en evidencia otro reemplazo preocupante: el de “lo bueno” por “lo nuevo”, esto es, otra categoría temporal, primo hermana de la velocidad.
Quizás porque, como decía Piglia en el párrafo citado, “la evidencia vale lo que tarda una proposición en ser formulada”, el imperio de la velocidad y la novedad hace que en los tiempos donde Google lo almacena todo y hace que nuestras contradicciones y la opinión de cualquier papanatas esté disponible al universo para hacer de nuestro currículum un prontuario, paradójicamente, a nadie le importa el archivo porque solo importa la producción de novedades. Y tal como expusimos, éstas funcionan como microverdades o verdades evanescentes como publicación de snapchat en una web donde la información se agrega pero no se conecta y donde todo es inestable porque está allí para ser reemplazado por otra microverdad que probablemente contradiga a la microverdad anterior (si es que tiene sentido hablar de contradicciones cuando ya no importa la verdad, claro).
Aquí termino estas líneas. Ojalá le hayan dado algunos motivos para la reflexión. Por si esto no sucediera, me abocaré rápidamente a escribir un nuevo artículo pues puede que en el apuro usted crea que, por nuevo, será bueno y que, por ser veloz, claro está, será verdadero.   
     


miércoles, 21 de febrero de 2018

Haciendo lo que hay que hacer (editorial del 17/2/18 en No estoy solo)


Hace unos meses el actual gobierno lanzó un slogan de gestión que reza “Haciendo lo que hay que hacer”. Se trata de una idea que utiliza hasta el día de hoy tal como se pudo observar últimamente cuando fue eje de una campaña de obra pública gubernamental que se difundió a través de redes sociales. No parece fruto de una gran inventiva y probablemente no pase a la posteridad como una genialidad pero quien lo ha diseñado ha logrado sintetizar allí toda la concepción política y económica del actual gobierno. Recuerdo que, en este sentido, apenas asumido Macri, escribí un breve artículo, llamado “Los ejecutores”, que luego incluí en mi último libro, El gobierno de los cínicos. Allí ya advertía que el nuevo gobierno poseía todos los lugares comunes de la retórica neoliberal. Con los meses esto se fue confirmando y ya no resulta extraño escuchar el principio número uno de esa retórica, esto es, la afirmación presuntamente resignada que indica que “no queda otra opción”. Efectivamente, quien decide llevar adelante un ajuste y reconoce que todo ajuste conlleva costos para la mayoría, lo justifica afirmando que las circunstancias lo han dejado sin salida. Así, el “Haciendo lo que hay que hacer” puede interpretarse en ese sentido y se apoya en esa disputa fantasmática que el actual gobierno entabla con el populismo que “no haría lo que hay que hacer” porque lo que corresponde y lo que es bueno para la sociedad fue postergado en pos del placer momentáneo de las mayorías.
Entonces hacen lo que tienen que hacer los que son capaces de ver y hacer el bien, y quienes actúan por deber. En esto también ha sido muy evidente la utilización del término “sinceramiento” que no fue otra cosa que darle una carga moral a lo que no era otra cosa que una transferencia de recursos de un sector a otro.
Pero, claro, la cuestión es más compleja cuando se avanza algo más porque aparecen otros factores que plantean un escenario bastante curioso. Me refiero a que detrás del marketing de la ejecución y la eficiencia técnica, cuando los experimentados en los asuntos privados asumen el rol de funcionarios públicos y comienzan a tener que regirse por el principio del deber antes que por el principio hedonista del placer individual, no desean hacerse cargo de las consecuencias de lo que aparentemente “hay que hacer”. Así, actuando como típicos técnicos acuden a los manuales del siglo XIX y nos cuentan que la economía se rige por leyes rígidas y amorales como las de la física y a las que no tiene sentido oponer resistencia si es que queremos que todo siga el cauce natural de las cosas. Entonces, el técnico neoliberal no es estrictamente responsable en el sentido de que es su voluntad la que determina la acción sino que es un médium entre la ley y los hechos, esto es, simplemente, alguien que “hace lo que tiene que hacer”. Ni siquiera es una “obediencia debida” porque es la fuerza natural de las cosas la que compele a actuar de ese modo y, si es una fuerza natural, ni siquiera tiene sentido hablar de “obediencia”. ¿Pero acaso no hay proyectos alternativos que planteen otro tipo de acciones? Sí, pero, en todo caso, si hubo proyectos alternativos que pensaron la sociedad y la economía de otra manera fue solo porque durante un lapso de tiempo se pudo engañar a la naturaleza o someterla pero no es posible hacer eso indefinidamente tal como reconoce otro principio clásico de la retórica neoliberal: el “fin de fiesta”. Una vez más, en nombre de la austeridad y el esfuerzo, los gobiernos neoliberales suelen decir, apenas llegan a la administración, que hubo una fiesta, y que, en tanto tal, es excepcional y antinatural. Por lo tanto, las cosas deben volver a su sitio. Usted consumió de más pero todo ha sido un mal sueño por el que debe pagar.
Para concluir, al decir “Haciendo lo que hay que hacer”, esto es, exponiendo que no hay alternativa ni plan b, lo que se busca es soslayar que la decisión de una administración en un sentido u otro es siempre una decisión política que elige beneficiar a unos en lugar de otros y que siempre hay posibilidad de hacer las cosas de otro modo. Sin embargo, asumir eso supone hacerse responsable de la decisión y de sus consecuencias pero, sobre todo, implica reconocer que la economía no tiene leyes irresistibles como las de la física, y que el neoliberalismo no es el único modelo racional y explicativo.
(Por cierto, cada vez que pienso en esta retórica neoliberal plagada de prejuicios decimonónicos, moralizaciones y deseosa de conseguir exenciones por su accionar, me viene a la mente una frase de Borges que es un poquito más densa que el “Haciendo lo que hay que hacer” y afirma: “El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado”).



viernes, 16 de febrero de 2018

Unidos por el espanto (y con Cristina adentro) [editorial del 11/2/18 en No estoy solo]


El último jueves 8 de febrero confluyeron en la sede de la UMET distintos sectores del peronismo. El hecho es novedoso porque en un mismo escenario se pudo ver a los principales referentes del kirchnerismo, el massismo y el randazzismo acompañados por intendentes, diputados, senadores y hasta un gobernador. Por supuesto, no es un dato menor la ausencia de los líderes de cada espacio pero puede tratarse de una decisión razonable en la medida en que el mayor enfrentamiento, adoptando, por momentos, un tono casi personal, se da entre esos liderazgos y no entre las líneas que siguen. Porque, salvo algunos casos puntuales, digamos que entre Agustín Rossi, Felipe Solá y Alberto Fernández, por ejemplo, hay muchísimo en común más allá de que distintas circunstancias hayan hecho que circularan por senderos diversos en los últimos años. Por otra parte, para Massa y Randazzo es difícil intentar aparecer como líderes de una unidad por razones estrictamente electorales, esto es, porque hicieron una pésima elección. El caso de CFK es más complejo pues se puede someter a discusión hasta qué punto su elección fue buena o no. A juzgar por el apoyo con el que se despidió de la administración en 2015, la elección de 2017 fue mala. Pero tomando en cuenta el aparato político, económico, mediático y judicial que enfrentó, nadie puede subestimar ese caudal de votos en la provincia de Buenos Aires. Con todo, si miramos el mapa entero, más allá de la provincia, el kirchnerismo tuvo, salvo honrosas excepciones, una participación testimonial y en algunos casos enfrentando a los gobiernos peronistas locales. Como en su momento indiqué, y lo hice con el “diario del viernes”, consideré un error que CFK se presentara a elecciones porque eso le daría a Cambiemos el “rival perfecto” y porque jugaba, en una elección de medio término, la mejor carta sin plan B. ¿Por qué el rival perfecto? Porque Cambiemos ha entendido la política en términos temporales, futuro versus pasado y, claro está, por ahora, se ha apropiado del futuro, lo cual lo transforma en un competidor casi invencible porque ningún supuesto pasado le gana a un supuesto futuro. En cuanto a por qué CFK es la mejor carta no hace falta agregar demasiado: veamos, si no, la enorme dificultad que tuvo el kirchnerismo en lo que a sucesión refiere y qué difícil le resultó encontrar candidatos propios para la Ciudad de Buenos Aires y los principales distritos del país.
Quizás por haber hecho una lectura similar tras la derrota de octubre, CFK ha mantenido el perfil bajo después de su asunción en el Senado incluso en aquellos días en los que se votó una baja en las percepciones de los jubilados y de aquellos que reciben la AUH mientras, en las calles, se vivía un clima de enorme violencia.   
Dicho esto, el espíritu del encuentro puede sintetizarse en dos frases que se escucharon por allí y que resumen el modo en que el peronismo trata de posicionarse de cara al 2019. La primera es: “El único límite es Cambiemos”. Y la segunda es: “Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”. En buen criollo: unidos por el espanto (y con Cristina adentro). Solo en ese marco puede entenderse el viraje de Hugo Moyano reconociendo públicamente que aceptaría una invitación de CFK y su acercamiento hacia los gremios más kirchneristas en una postal inimaginable hasta hace muy poco tiempo.
Con todo, digamos que el escenario no es apto para ansiosos porque es muy difícil que una fuerza que recibió una derrota durísima en 2015 y confirmada en 2017 tenga, a los pocos meses de la última elección, resuelto sus alianzas, candidaturas y el modo de posicionarse como oposición frente a un adversario que no da respiro y que literalmente “va por todo”. Pensemos si no en lo que era la oposición a CFK a meses de la elección de 2015 cuando los grandes editorialistas exigían a Macri y a Massa que se unieran como la única manera de vencer al oficialismo. Frente a ello, astutamente, y conociendo las herramientas electorales que el propio kirchnerismo había creado, Cambiemos jugó a llegar a la segunda vuelta apostando a una polarización que finalmente le dio resultado. Aquí es todo muy prematuro pero no resulta descabellado pensar que el kirchnerismo recapacitara y aceptara jugar una interna frente a un randazzismo que siempre la exigió aun sabiéndose perdidoso y a un massismo que no tendrá alternativa si es que no desea evanescerse en la ancha avenida de la nada. Ese escenario hoy favorecería a CFK en la interna pero yo no descartaría un acuerdo por el cual los distintos espacios pudieran consensuar un candidato “tapado”, quizás algún gobernador, impulsado por una ex presidenta como candidata a gobernadora de la Provincia de Buenos Aires. Si CFK “bajara” a la Provincia, en un mano a mano con Vidal sin balotaje, el resultado sería abierto y obligaría a la actual gobernadora a “embarrarse” en el contexto en el que un Macri cada vez más errático en lo económico pierde imagen positiva.
Para finalizar, una pequeña reflexión pues tras la última elección compartí con ustedes un parecer: la foto política del momento es un Macri reelecto y una Vidal reelecta. Hoy no hay nada que permita pensar lo contrario pero la película siguió avanzando y el viento de cola postelectoral se le ha evaporado detrás de la quita a los jubilados y del escándalo Triaca que insólitamente no le costó la cabeza al ministro aunque sí a 10 familiares de funcionarios en una medida demagógica si las hay. Digamos, entonces, que el gobierno naturalmente va a seguir perdiendo votos. Para enfrentar ello es necesario un acuerdo de cúpulas y de referentes, y un proyecto con una serie de principios básicos tal como se intenta avanzar en encuentros como los de la UMET y en muchísimos otros que se vienen dando. Pero sobre todo se necesita una mejora en la capacidad de escucha y cuando digo eso me refiero a la actitud de cierto progresismo indignado frente a casos como el de Chocobar o frente a la política gubernamental de ingreso de las Low Cost. Puntualmente, si al ciudadano que defiende la indefendible acción de Chocobar lo vamos a acusar de ser “prodictadura” y al que quiere viajar en una Low Cost lo acusamos de traidor a los cielos soberanos porque quiere viajar más barato aunque de esa manera afecte el empleo argentino, (del mismo modo que acusábamos de traidor a la patria grande a quien quería comprar dólares hace unos años), no haremos otra cosa que saludar a una tribuna propia cada vez más autorreferencial. En este sentido, la oposición parece no haber comprendido que hay que dejar de enojarse con el votante y que el voto a Cambiemos se ha basado más en razones culturales, emocionales, ideológicos y morales, que en razones económicas. Por ello, si no se es más receptivo a algunas demandas objetivas, lo cual no significa hacer lo que la encuesta o el focus group quiera o aceptar, sin más, los caprichos de mayorías eventualmente derechizadas, la oposición podrá ganar identidad, pero renunciará por mucho tiempo a ganar una elección.          
  


lunes, 12 de febrero de 2018

Facebook o muerte (publicado el 8/2/18 en www.disidentia.com)

A pesar de no tener ninguna pretensión de texto científico o analítico, torpe sería prescindir de las herramientas que nos brinda 1984, la novela distópica que George Orwell publicara en 1949, si nuestra pretensión es la de dar cuenta de una gran cantidad de fenómenos y procesos que se desarrollaron durante el siglo XX. Sin embargo, aunque muchas de las ideas allí presentes siguen teniendo potencia esclarecedora, lo cierto es que, al menos desde la década del 80 del siglo pasado, se vienen acelerando una serie de cambios que requieren abordajes novedosos.      
Con todo, comencemos teniendo en cuenta que la figura emblemática de aquella novela, El Gran Hermano, remite, casi de manera natural, al famoso panóptico de Bentham, que, a su vez, es la figura elegida por el filósofo francés Michel Foucault para describir lo que él denomina “sociedad disciplinaria”. Como indica la etimología de la palabra, una estructura panóptica es aquella constituida de modo tal que todo puede ser visto. En el caso de Bentham, él hablaba de una cárcel en la que, desde la torre principal, un guardián pudiera observar las acciones de cada uno de los presos en sus celdas. La particularidad de esta estructura es que los prisioneros no pueden verse entre sí ni tampoco ver al guardián. La visibilidad es unívoca: solo uno (el guardián) puede ver sin ser visto. Esto trae consecuencias que cualquiera habrá experimentado sin haber estado necesariamente en la cárcel. Me refiero al modo en que actuamos sabiéndonos potencialmente vigilados. Dicho de otra manera, la eficacia del panóptico está en que los prisioneros, al no poder observar si se los vigila, actúan como si lo estuviesen, de modo que la estructura es eficaz aun cuando no hubiera vigilante observando. Pensemos, si no, en el efecto disuasivo de las cámaras de seguridad. Éstas son efectivas incluso cuando en la central de monitoreo no haya nadie. Así, el solo hecho de la existencia de la cámara, es decir, de una tecnología que permita ver sin ser visto, hace que el delincuente se comporte “como si” estuviese siendo observado.
Foucault cree que este modelo de la cárcel panóptica es representativo de un tipo de sociedad que llamará “disciplinaria” y que tuvo plena vigencia en los siglos xviii, xix y parte del xx. Es que, para Foucault, la sociedad disciplinaria se caracteriza por distintas instituciones de encierro. Esto incluye no solo a la cárcel sino a la escuela, la fábrica, el ejército, el hospital y hasta la propia casa. Todas estas instituciones regulan nuestra vida, nuestros cuerpos, haciéndolos dóciles gracias a un dispositivo que concentra a los individuos, los distribuye en el espacio, les impone un tiempo y los obliga a maximizar su productividad constituyendo, a su vez, un tipo particular de subjetividad.
Aunque todas estas instituciones de encierro siguen existiendo, otro filósofo francés, Gilles Deleuze, advirtió en el año 1990 una crisis del modelo disciplinario y una transición hacia un tipo de sociedad nueva: la sociedad de control. En ésta, la tendencia ya no es al encierro. Más bien la sensación es la contraria, y la gran paradoja es que las sociedades de control parecen ser sociedades de la plena libertad, pues no hace falta ir a la fábrica ya que podemos trabajar desde nuestras propias casas; no tenemos que asistir a la universidad  porque a través de la computadora nos podemos formar con cursos virtuales a distancia; gracias a la automedicación o a diversos tratamientos evitamos acudir a centros asistenciales salvo alguna situación excepcional, y hasta algunos presos pueden permanecer en libertad mientras se monitorean sus pasos gracias a las tobilleras electrónicas.
El paso de la sociedad disciplinaria a la de control acompaña también el cambio del capitalismo clásico al poscapitalismo. Se abandona así un proceso de producción y acumulación en el que a lo largo de nuestro día y nuestra vida pasamos de una institución de encierro a otra y en el que nos constituimos como individuos, para adoptar un proceso en el que lo que importa es el acceso a servicios, la especulación financiera y en el que, sin haber encierro, el control no cesa. En otras palabras, no salimos y entramos a instituciones de encierro pero todo el tiempo estamos controlados, incluso creyendo que somos libres.
Una institución de encierro como la fábrica tenía una localización, un espacio, y el trabajo que allí se desarrollaba ocupaba determinada cantidad de horas ante la atenta mirada del jefe. Hoy muchos pueden trabajar desde sus casas, despeinados y en pantuflas pero trabajan por objetivos que pueden llevar mucho más que las horas de trabajo que tenía un obrero. El jefe no está presente en persona pero está presente todo el tiempo en la medida en que el empleado tiene un celular abierto por el cual puede recibir directivas las veinticuatro horas del día. Está en su casa y parece libre. Pero está más controlado que nunca y siempre tiene una deuda, en cuanto constantemente se le puede pedir más. El encierro, en determinados interregnos, está ausente. El control, en cambio, no cesa nunca. De aquí que Deleuze afirme que el Hombre ya no es el “Hombre encerrado” sino el “Hombre endeudado” que carga con una suerte de moratoria ilimitada que lo ata a ser un deudor eterno.
¿La caracterización deleuziana es útil para pensar hoy? Absolutamente. Pero dentro del paradigma de las sociedades de control, resultará útil agregar lo que, con el filósofo coreano Byung-Chul Han, denominaremos “panóptico digital”. Para comprender mejor ello, nos puede servir hacer una comparativa con el Gran Hermano de Orwell, que, como indicábamos al principio, era representativo de la sociedad disciplinaria que describía Foucault.
En primer lugar, en 1984, el Partido utilizaba la tortura como modo de conseguir información, obtener delaciones y constituir subjetividades. En cambio, la era digital, lejos de torturarte, promueve que te comuniques y que consumas. No te restringe. Te invita. Así lo dice el propio Han en las páginas 29 y 30 de la edición castellana de su libro Psicopolítica:

El poder inteligente […]. No enfrenta al sujeto. Le da facilidades. El poder inteligente se ajusta a la psique en lugar de disciplinarla y someterla a coacciones y prohibiciones. No nos impone ningún silencio. Al contrario: nos exige compartir, participar, comunicar nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencia; esto es, contar nuestra vida. Este poder amable es más poderoso que el poder represivo. Escapa a toda visibilidad. […] La diferencia entre el viejo capitalismo y el nuevo es el Me gusta. Es decir, el viejo te prohibía disciplinariamente, en cambio este te seduce.

En segundo lugar, podríamos detenernos en la interesantísima labor del Ministerio de la Verdad en 1984 para preguntarnos si hace falta manipular hoy el pasado. El interrogante es pertinente porque tanto en Argentina como en España, por ejemplo, existen enormes controversias respecto a perspectivas revisionistas de la historia que son acusadas de acomodaticias con las necesidades del presente.
Según Han, la técnica del poder neoliberal que seduce y aparenta otorgar libertades no necesita controlar el pasado porque controla psicopolíticamente el futuro. No estoy de acuerdo con tal afirmación pues el futuro es, en un sentido, un tiempo que el actual capitalismo ha destruido y que solo aparece como comodín justificador de algún plan de ajuste en el presente. El único tiempo verdaderamente existente para el capitalismo actual es el presente, porque todo debe ser consumido de manera inmediata y porque lo esencial de la circulación de signos es la deshistorización y la descontextualización, los hechos como meras sumatorias de “y” sin conexión alguna con lo pasado ni con aquello que estaría por venir. ¿Para qué manipular el pasado si todo lo que vivimos es continuo presente?
Por último, quisiera reflexionar acerca de la internalización de la vigilancia que suponía el panóptico de Bentham, pues resulta claro que tal idea no es aplicable al panóptico digital. Los reclusos acomodaban sus comportamientos porque se sabían potencialmente vigilados en cuanto eran cuerpos “puestos a la vista”. Hoy en día, millones de personas en el mundo exponen sus vidas en las redes sociales contándole al mundo entero su vida, sus deseos, sus fracasos, y atiborrando de selfies un universo cada vez más onanista. Son reclusos voluntarios de las redes, porque nadie los obliga a brindar información y consideran que salirse de ellas es estar “afuera del mundo”. El gran temor de las distopías clásicas aquí descriptas era la posibilidad de ser controlado y observado todo el tiempo, era la posibilidad de que nos extrajeran información. En el mundo actual el gran temor es a no ser visto, a ser ignorado, a tener menos “Me Gusta” que mi amigo y a tener menos amigos virtuales que mi vecino; el gran temor es que la información que voluntariamente quiero brindar sea pasada por alto. Y lo más curioso es que, en un mundo donde todos creemos conocer las grandes conspiraciones, lo cierto es que, a diferencia de los prisioneros de la cárcel de Bentham, no nos sentimos vigilados. Nos creemos libres a pesar de que ahora el vigilante no está arriba de la torre. Es más: el vigilante tampoco es el servicio de inteligencia ni el señor dueño de Facebook. Es mucho más simple el asunto: el control está en cualquiera. De hecho, en las redes sociales, todos funcionamos como control de los otros. De aquí que sea un control sin centro pero mucho más afectivo en cuanto la gran trampa es que ahora los reclusos pueden verse entre sí y, de hecho, están hipercomunicados. El control actual, entonces, no está en el aislamiento ni en la compartimentación, sino justamente en todo lo contrario, en abrir el juego a la visibilidad total y en plantear que es necesario y deseable exhibirse tal cual uno es en sus perfiles.
En el marco de Estados totalitarios exigíamos nuestros derechos individuales contra la ubicuidad bestial de quienes por razones políticas, religiosas o sexuales eran capaces de meterse hasta en nuestras camas. Se luchaba por diseñar la esfera del goce de determinados derechos que no podían ser invadidos por la esfera estatal. Hoy, en tiempos de las dictaduras de mercado y las censuras moralizantes de la corrección política, generaciones enteras claman por el derecho a acceder a una red social para poder exhibirse y ser libres. De hecho, hay quienes dicen que, en breve, observaremos una pintada en algún muro (real o digital) que rezará: “Facebook o Muerte. Venceremos”.




martes, 6 de febrero de 2018

¿La muerte del trabajador? (Editorial del 4/2/18 en No estoy solo)

Se nos invita a hablar de Hugo Moyano quien repentinamente volvió a ser negro, peronista, apretador, corrupto y cómplice de barra bravas, características que había perdido cuando también repentinamente se había hecho un férreo opositor al gobierno de CFK. También se nos dice que la marcha convocada por Moyano es política y en eso nadie falta a la verdad más allá de que cuando utilizan esa categoría nos quieren indicar que no habría ninguna razón para que un gremio y sus trabajadores hagan una movilización. Y esto último es objetivamente falso. Lo que no se nos dice es que cuando Moyano no marchaba también estaba haciendo política como hacía política en los 90 cuando protestaba contra el ajuste y como hacía política algunos años atrás cuando marchaba contra el impuesto a las ganancias que hoy sigue más vigente que nunca y por el cual ya no marcha porque lo hace por razones más urgentes. Pero más allá de la enorme potencia del gremio Camioneros y las tensiones al interior de una CGT cuya conducción no convence y está siempre al filo de la ruptura, los puntos recién enumerados son elementos coyunturales sobre los cuales podemos realizar análisis diarios o semanales pero que dejan de soslayo la disputa conceptual de fondo. 
Porque ideológicamente hablando el gobierno no solo va en contra de los trabajadores de carne y hueso, sino que va contra la noción misma de trabajador, lo cual, por cierto, transforma la iniciativa en algo tan dramático como interesante. En este sentido, el gobierno ganará o perderá una negociación paritaria, logrará o no avanzar con una reforma laboral, pero, en última instancia,  apunta a otra cosa. Es que acabar con la noción de trabajador es más urgente incluso que la destrucción que se intenta de los gremios cuando se caza selectivamente y se exhiben las obscenas fortunas de algunos dirigentes. De hecho, haciendo algo de memoria, pienso que ni siquiera es casual que la palabra “trabajador” apenas aparezca en el vocabulario de los principales referentes de Cambiemos. Se habla de “los que menos tienen” pero no suelen aparecer “los trabajadores”. Esto obedece no solo a una jerga “no peronista” sino a al menos dos elementos. El más importante trasciende largamente al gobierno de Macri y es un fenómeno mundial que lleva décadas. Me refiero a la transformación del propio capitalismo y del mercado laboral con los consecuentes cambios sociales que esto trae aparejado en materia de identidades, vínculos, etc. Es que cambió el tipo de producción, es menor la mano de obra que se requiere, crecieron los servicios y el tipo de consumo también es distinto. Frente a ello, las condiciones laborales de todos los trabajadores del mundo se vieron afectadas si bien en aquellos países como Argentina, con una tradición fuerte de sindicatos y de una identidad vinculada a ellos, la pérdida fue comparativamente menor. Se trata de países que son vistos como “de alto costo laboral”, eufemismo por el cual debería entenderse “países donde se explota menos a los laburantes o se los explota por un sueldo más alto medido en dólares”.
El otro elemento sí atañe directamente al gobierno de Cambiemos porque a ese espíritu de época o a este momento particular del capitalismo, le agrega la decisión política de avanzar en una transformación cultural que refiere a distintos aspectos pero que en el caso del área específica a la que hacemos referencia, y como les decía alguna líneas antes, busca eliminar la noción misma de trabajador.    
Esto no tiene que ver con que la gente no trabaje más sino con que la noción de trabajador supone, para el gobierno, identidad, pertenencia, agremiación y derechos, factores de poder que afectan el modelo de país impulsado desde el establishment. Frente a eso, siguiendo el manual libertariano antiestatista, proponen contratos igualitarios entre empleado y empleador, sin mediación alguna, como si tal contrato fuera entre iguales, y proponen como figura alternativa la de “el emprendedor”. Y en este punto me quiero detener porque mucho suele hablarse de este cambio pero pocos comprenden que lo que se quiere resaltar con la noción de emprendedor es menos su arrojo, esfuerzo y eventual capacidad de innovación que el hecho de que todo eso se haga sin exigir agremiación ni derechos ni protección alguna del Estado. La fantasía de una sociedad de propietarios devino ahora una utopía de sociedad de monotributistas emprendedores que es una sociedad sin trabajadores donde cada uno es el explotador de sí mismo y, en tanto tal, no se asume como perteneciendo a ningún colectivo ni se pretende intervención alguna del Estado porque no se lo cree necesario y porque incluso se cree que no sería justo ni merecido. El emprendedor, entonces, ni siquiera es un trabajador low cost porque no se asume trabajador y en tanto no se asume como tal tampoco asume para sí un derecho porque se ha instalado que un derecho es una prerrogativa o una ventaja. De hecho, hasta se golpea el pecho vanagloriándose de su supervivencia bajo la ley inclemente del mercado, lo cual exhibe como un triunfo meritocrático. Es más, porque el trabajador ya no se considera trabajador, no ve al que no tiene laburo como un laburante desempleado. Lo ve como un vago que vive de los otros o del Estado, lo que es lo mismo. Porque lo otro del emprendedor que se explota a sí mismo no es un desocupado sino un fracasado en la carrera meritocrática y solo fracasa aquel que no se ha esforzado lo suficiente.

Es que para el poscapitalismo, desde hace tiempo, el trabajador ha muerto. Ahora solo resta convencer de ello a los propios trabajadores.