viernes, 30 de marzo de 2012

Siervos de la infalible ley de dios (publicado el 29/3/12 en Veintitrés)

El fallo unánime de la Corte Suprema por el cual se buscó resolver la ambigüedad del artículo 86 del Código Penal en torno a los casos de abortos no punibles sigue levantando polémica. Como usted recuerda, hace algunas semanas y a partir del caso de la violación a una niña de 11 años en Chubut, la Corte determinó que había que acabar con esa interpretación profundamente restrictiva que muchos jueces realizaban y que circunscribía los casos de aborto no punible a los embarazos con riesgo de vida para la madre y a aquellos productos de una violación a una mujer idiota o demente. De este modo, la Corte sentó el precedente para que se interprete como no punible todo aborto producto de una violación además de aclarar que para realizar la interrupción del embarazo no hace falta una aprobación de la justicia sino que basta con una declaración jurada.

En el contexto en el que comienzan a darse debates en la arena pública acerca de la legalización del aborto y una importante cantidad de legisladores avanza con un proyecto en esa línea, la respuesta de los sectores más conservadores liderados por la cúpula de la Iglesia no se hizo esperar y comienza a generar un conflicto político y jurídico que me interesaría profundizar. Me refiero a la reacción de provincias como Salta, Mendoza y La Pampa que abiertamente llamaron a desobedecer la decisión de la Corte y se sirven de vericuetos legales para mantener el statu quo.

De los mencionados, probablemente sea el caso de Salta el menos sorprendente pues la administración Urtubey sostiene la insólita situación por la que en las escuelas públicas de un Estado laico se brinda obligatoriamente enseñanza religiosa y todavía existe revuelo por la osadía cometida por un juez que hace algunas semanas dictaminó que no se les debe exigir a los alumnos rezar en la escuela.

Ahora bien, siempre que las leyes civiles avanzan sobre lo que la Iglesia considera “su campo” se dan estas situaciones de desobediencia que son las que me interesa problematizar a partir de las consideraciones del padre del liberalismo, John Locke.

Frecuentemente referenciado por las plumas liberales y republicanas del diario La Nación (la “reserva moral” de La Argentina cuyo editorial de este último 20 de marzo rezaba “El máximo tribunal tomó una decisión errónea al aceptar el sacrificio de los hijos de mujeres embarazadas tras una violación”), Locke es un referente del pensamiento occidental por su punto de vista acerca de la necesidad de separación entre Iglesia y Estado, y por sus elaboraciones sobre la tolerancia. En este sentido, son recordados sus dos ensayos sobre el gobierno civil como así también sus escritos sobre la tolerancia.

Ahora bien, cuando uno se enfrenta a la lectura de estos textos de Locke encuentra, en un sentido, lo que esperaba encontrar, esto es, los principios de la metafísica individualista del liberalismo político mezclado con el punto de vista republicano de la división de poderes y los gobiernos representativos. Sin embargo, pocas veces se repara en otro aspecto del pensamiento de Locke, mucho más complejo y polémico. Me refiero a su postura respecto a la tolerancia. Al decir esto, claro está, hace falta aclarar que el contexto del siglo XVII en Inglaterra estaba atravesado por la problemática de las guerras religiosas y por la necesidad de terminar con éstas de una vez por todas. La solución que dio el liberalismo al respecto y que rige la mayoría de los países occidentales es conocida por todos: separar a la religión del Estado, hacer que éste no se comprometa a fomentar determinadas concepciones del bien en detrimento de otras, y trasladar el campo de las creencias a la esfera individual y estrictamente privada. Esto deviene, en el caso de Locke, de lo que él considera una serie de derechos naturales entre los que se encuentra la libertad de expresión y la libertad de culto, de lo cual se sigue la obligación del Estado de ser tolerante con las diversas religiones.

Pero aquí aparece lo más sorprendente de Locke y lo que pocas veces es tematizado por las plumas liberales de la actualidad. Me refiero a los límites a la tolerancia y los principios en los cuales se basa para justificarlos.

Contra los ateos, En su Carta sobre la tolerancia, Locke afirma “No deben ser tolerados de ninguna forma quienes niegan la existencia de Dios. Las promesas, convenios y juramentos, que son los lazos de la sociedad humana, no pueden tener poder sobre un ateo. Pues eliminar a Dios, aunque sólo sea en el pensamiento, lo disuelve todo”.

Queda claro, entonces, que Locke, partidario de la Iglesia Anglicana, en ningún momento renuncia a la religión sino más bien todo lo contrario pues sin ese vínculo de creencias y valores no hay posibilidad de establecer lazos y unidad social.

Sin embargo, el gran rival de Locke se circunscribe al clima de época de la reforma protestante, y es el catolicismo, o lo que él llama “los papistas”. Las razones que él da para oponerse a éstos son diversas pero hay una en particular que me llamó la atención y que se puede comprender a partir de la pregunta acerca de a quién obedece el católico. Dicho de otra manera, para Locke el catolicismo plantea un desafío a los Estados soberanos y a las leyes civiles porque en última instancia considera que la ley última no es aquella determinada por los hombres sino una dictada por Dios y “custodiada” por su representante en la Tierra: el papa. La autoridad de éste, entonces, está por encima del poder terrenal de los príncipes de un Estado particular o de las instituciones de una República. En palabras de Locke: “Pienso que [los católicos] no deben disfrutar del beneficio de la tolerancia; deben ser considerados como enemigos irreconciliables de cuya fidelidad nadie puede estar seguro mientras sigan prestando ciega obediencia a un Papa infalible que tiene sometidas sus conciencias y que puede, en cuanto la ocasión se presente, dispensarlos de sus juramentos, promesas y obligaciones para con su Príncipe, y armarlos para que perturben al gobierno.

Está claro que el contexto actual dista bastante de aquel convulsionado momento en el que Inglaterra atravesaba por guerras intestinas en nombre de la religión, y que sería un despropósito concluir, junto a Locke, que no se debe ser tolerante con los católicos. Sin embargo, hay algo de la lógica que éste señala que parece mantenerse, esto es, la idea de que, en última instancia, está justificado desobedecer las leyes dictadas por las instituciones civiles democráticas si éstas no se corresponden con las sostenidas por el poder de la Iglesia.

En este sentido, la decisión de los gobiernos de algunas provincias argentinas, en un claro gesto de desobediencia hacia la ley argentina, abre un interrogante respecto de lo que se entiende por soberanía generando un peligroso antecedente y debilitando uno de los principios básicos que caracteriza a Occidente y que pudo ser conquistado tras siglos y siglos de un inaudito derramamiento de sangre. Me refiero, claro está, al ya mencionado principio básico de que la Iglesia debe estar separada del Estado. Si este tipo de acciones prosigue, quién sabe, quizás los próximos gobernadores ya no sean designados por el voto ciudadano en el marco las leyes de la República a la que deben obediencia, sino impuestos por el dedo infalible del papa de turno.

viernes, 23 de marzo de 2012

La venganza de las armas (publicado el 22/3/12 en Veintitrés)

El intento de robo que sufriera el conductor de radio y televisión “Baby” Etchecopar acaparó la escena mediática de la última semana y reavivó una vez más el debate acerca de lo que se da en llamar “inseguridad”. Sin embargo, el caso tuvo una peculiaridad capaz de llevar la discusión algo más allá en la medida que incluyó las ventajas y desventajas de la tenencia de armas. Esto se vincula con que Etchecopar repelió el atraco utilizando una pistola calibre 9 milímetros, de su propiedad, lo que generó un intercambio de disparos infernal que tuvo como resultado un delincuente muerto, otro herido, el propio conductor internado con 3 balazos y su hijo, quien habría utilizado un revólver Magnum 357 también de su propiedad, en estado crítico.

Lo que está en juego aquí son dos cuestiones. La primera es la pregunta acerca de si la utilización de armas como autodefensa supone estar más seguro. Sobre este punto la estadística es demoledora y para conocerla basta leer las declaraciones de Darío Kosovsky, coordinador del Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia, quien consultado por el periódico Miradas al Sur mencionó que de las 9 muertes diarias que se producen en Argentina por uso de armas de fuego, sólo una cuarta parte se dan en ocasión de robo. A esto cabe agregarle los datos del Ministerio de Justicia del año 2008 en que se muestra que el 64% de los homicidios dolosos no ocurren durante un delito sino que se deben mayoritariamente a conflictos interpersonales entre “conocidos”. De esto se sigue que la tenencia de armas potencia fenomenalmente que discusiones o peleas por las que el común de la gente atraviesa varias veces en la vida, puedan desembocar en una fatalidad. En este sentido, es bienvenido el Plan Nacional de Desarme impulsado desde el Gobierno Nacional a través del cual ya se han recibido 127.000 armas de fuego y 1.000.000 de municiones. Sin embargo, si se toma en cuenta que éste número cubriría apenas el 5% de la circulación de armas, es evidente que queda mucho por hacer.

Pero lo que aquí me resulta más interesante es el debate conceptual que aparece cada vez que se está frente a un caso de esta naturaleza pues lo que está en juego es la existencia misma del Estado. A continuación, entonces, intentaré justificar esta afirmación remitiéndome a los orígenes del pensamiento político occidental en torno a la polis ateniense, probablemente, la más reconocida Ciudad-Estado de la antigüedad.

Para Aristóteles lo que define a una polis es un régimen de gobierno, una estructuración jurídica y política. Esta definición es clave porque es un paso superador respecto de las antiguas organizaciones en torno de familias y clanes donde el rasgo que constituía el “nosotros” era el de sangre. Dentro de un Estado, claro está, existen individuos que tienen entre sí una relación de parentesco pero lo que se privilegia es el bien común y lo que genera unidad es la aceptación de un régimen político ejercido sobre un territorio. Desde el punto de vista del Estado, entonces, lo que importa es que se sea un habitante de “este territorio” independientemente de a qué familia se pertenezca.

Pero para comprender esta caracterización ideal que propone Aristóteles, hace falta remitirse a las reformas que se fueron dando en los siglos anteriores y que permitieron alcanzar ese momento de florecimiento de la polis ateniense del siglo V A.C. Este fue el caso de las transformaciones que fueron implementando primero Solón, luego Clístenes y, por último, Pericles.

Los cambios introducidos por cada uno de ellos iban en la línea de socavar la fortaleza del vínculo tribal y familiar, y dividir el territorio en una serie de distritos comunales. Ahora bien, como usted se imaginará, estas transformaciones tuvieron consecuencias en los modos de entender la justicia y la ley, y es éste, justamente, el punto sobre el que me interesaría detenerme. La clave está, entonces, en el modo en que se resolvían los pleitos. Es decir, cuando el vínculo era tribal o familiar, las disputas se resolvían por la fuerza y en una escalada sucesiva y sin fin entre clanes. Así, si un miembro de una familia agredía al de otra, la respuesta seguramente exagerada no tardaría en llegar lo cual llevaría a un nuevo ataque y así sucesivamente. En este sentido, podría decirse que lo que había no era justicia sino una cadena de venganzas. Pero justamente, la aparición del Estado permitió centralizar el uso de la fuerza y quitarles esa potestad a las familias más fuertes. Esto se puso de manifiesto, por ejemplo, en reformas tendientes a reconocer al individuo como sujeto de derecho, lo cual permitía que el Estado intervenga tanto para protegerlo como para castigar a aquellos hombres y mujeres que actuasen por fuera de la ley.

Un elemento sintomático de esta transformación se puede hallar en el sentido que adquirieron determinadas palabras. Como bien indicaba el Doctor Conrado Eggers Lan quien fuera titular de la Cátedra de Filosofía Antigua en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, un ejemplo sería el término que se utilizaba para designar a un homicida. Antes de las reformas mencionadas, el término “audentes” significaba “aquel que mata a un pariente”. En otras palabras, el homicidio estaba vinculado al parentesco y un asesinato a alguien que no fuese miembro de la familia no era considerado estrictamente un homicidio; sin embargo, desde que la autoridad de los Estados se erigió por encima de la de las familias, la misma palabra pasó a significar “aquel que mata a un vecino”. Esto último muestra que lo que se está privilegiando es un vínculo territorial, el de la vecindad, y ya no el vínculo parental. Algo similar sucedió con el término étas que en Homero significaba “miembro del clan” y que paulatinamente se fue transformando hasta referir a “amigo” o, también, “vecino”.

Retomando entonces el caso Etchecopar, estas líneas deberían permitir afinar el debate. Es decir, no está en juego si el conductor actuó en legítima defensa o si lo está será un asunto que determinará la justicia pero que a los fines de estas líneas es completamente secundario; tampoco se está discutiendo lo que muchos comunicadores intentaban plantear, esto es, la forma en que cada uno reaccionaría si viese amenazada a su familia. Parece bastante obvio que frente a un potencial asesino de un familiar, si se lograse tener acceso a la posibilidad de disparar un arma, pocos dudarían en hacerlo. Pero lo que está en juego es, justamente, lo que implica ese “tener acceso a la posibilidad de disparar”. Para decirlo de otro modo, tener un arma como autodefensa genera un quiebre en esa concepción del Estado como aquel ente que monopoliza la fuerza y que permite dirimir los pleitos ante un juez imparcial que ponga límite a la cadena de sucesivas venganzas. Claro que habrá muchos, entre ellos el propio Etchecopar, que dirán que están armados porque el Estado no cumple con su misión de protegerlos. Frente a esa respuesta propongo, como contrapartida, generalizar las consecuencias de la acción de armarse. En otras palabras, se trata de preguntarse “¿qué pasaría si, suponiendo que el Estado ya no protege, todos tuvieran un arma como forma de autodefensa?”. Y allí creo que aparecerían la fuerza de las estadísticas mencionadas al principio, y la capacidad de abstracción para poder comprender que una sociedad en la que cada uno resguarde su seguridad con total prescindencia del Estado, sería una sociedad más violenta donde sólo gobernarían los más fuertes y en la que, por sobre todas las cosas, nadie podría estar seguro.

jueves, 15 de marzo de 2012

La importancia de una coma (publicado el 15/3/12 en Veintitrés)

El fallo histórico por el cual, de forma unánime, la Corte Suprema determinó que no serán punibles los abortos que se realicen ante casos de violación, promete generar una interesante controversia jurídica, social y moral.

Hasta ahora la legislación argentina en materia de aborto era una de las más restrictivas y sólo concebía la posibilidad de abortos no punibles en dos casos: “cuando corre riesgo la vida o la salud de la mujer embarazada y no puede ser evitado por otros medios”; y cuando "el embarazo proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente".

Al lector desprevenido le propongo volver a leer las dos causas que ameritarían un aborto no penalizado y que están presentes en el controversial inciso 2 del artículo 86 de nuestro código penal. Sobre la primera causal, aquella que señala que el aborto no será punible si está en riesgo la vida o la salud, pueden darse interesantes discusiones si se toma en cuenta, por ejemplo, la definición que otorga la Organización Mundial de la Salud y que indica que la “salud” va mucho más allá de lo estrictamente biológico para incluir aspectos psicológicos.

Sin embargo, el fallo de la Corte apunta a la segunda causal, esto es, aquella cuya redacción es altamente polémica y ha generado, desde su sanción, una cantidad importante de debates.

La cuestión está en cómo se interpreta esa frase, esto es, ¿será no punible sólo el caso de violación a una mujer idiota o es posible extender esto a todos los casos de violación independientemente de la condición mental de la damnificada? En otras palabras, ¿el objeto es la mujer idiota o demente y sólo ése sería el caso en que podría permitirse el aborto o se debe separar entre “violación” (a cualquier mujer) y “atentado al pudor” (sobre una mujer idiota o demente) y eximir de pena a ambas?

La controversia, entonces, enfrenta a una interpretación restrictiva, aquella que considera que la ausencia de castigo sólo debe estar circunscripta a los casos de mujeres con problemas mentales, con una interpretación amplia que incluiría a cualquier mujer violada y que es la que finalmente han elegido los magistrados del máximo tribunal.

En la Argentina, tradicionalmente, los jueces casi siempre influenciados por razones de índole religiosa, o presionados socialmente, habían optado por la interpretación restrictiva. Sin embargo, con este fallo de la Corte sobre el caso de una chica de 15 años “mentalmente sana” que fuera violada por su padrastro, tal interpretación quedará vedada. En lo que respecta al modo en que el caso llega a la Corte, cabe indicar que tras la violación, la familia de la joven acude a la justicia, la fiscalía declara que el fuero no es competente y el caso pasa a la jueza de Familia N° 3, Verónica Daniela Robert, y a la Cámara de Apelaciones, que, en primera instancia, le niega la autorización a practicarse el aborto. Sin embargo, distinta fue su suerte cuando intervino El Superior Tribunal de Justicia de Chubut que finalmente revocó la decisión anterior y permitió que la adolescente pusiera fin a su embarazo en las condiciones de asepsia correspondientes y dentro del marco de la ley. Sin embargo, a pesar de que el aborto ya se había realizado y que cualquier apelación devenía abstracta, el asesor general subrogante de Chubut interpuso un recurso extraordinario que fue el que llegó hasta la máxima instancia judicial y permitió este histórico pronunciamiento.

Pero quisiera retomar la polémica de la redacción de estas excepciones que permiten el aborto. En la jerga más técnica, a la primera, esto es, la que refiere a la salud de la madre, se la conoce como “razón terapéutica”; a la segunda, la que es fruto de la controversia aquí señalada, se la conoce como “razón eugenésica” y sobre este punto bien caben algunas reflexiones. En primer lugar, recuérdese que la eugenesia fue una disciplina que apuntaba al mejoramiento de la raza y que tuvo gran influencia en las primeras décadas del siglo XX, si bien la bibliografía suele trasladarnos hasta Francis Galton allá por la década de 1860. La eugenesia fue generalmente vinculada y circunscripta al nazismo pero esto es un error pues basta rastrear cómo estás ideas penetraban todas las sociedades occidentales y la forma en que varios de sus presupuestos fueron motivo de publicaciones, congresos e investigaciones que incluían a médicos, biólogos, cientistas sociales, filósofos y políticos. Lo interesante es que la eugenesia no quedó, entonces, restringida al delirio pseudocientífico de unos genocidas, sino que sus fundamentos se encontraban ya ampliamente extendidos y en buena parte institucionalizados a través de normas específicas de los códigos civil y penal en todo occidente. Así, la idea del mejoramiento de la raza se ponía de manifiesto en un conjunto de normativas que desde el Estado tenían como misión establecer políticas de control de la reproducción de la población y criterios para identificar a los sujetos que “degeneraban la sociedad” sea por enfermos, ladrones o inmigrantes. (SIC)

Ahora bien, si se toma en cuenta que los incisos del artículo 86 fueron sancionados en el Código Penal de 1922, esto es, en el contexto de proliferación de políticas públicas de raigambre eugenésica, puede comprenderse mejor las razones para realizar esa interpretación restrictiva que avala la autorización a realizarse un aborto sólo en el caso de tratarse de la violación de una mujer deficiente mental. La razón, entonces, era estrictamente eugenésica, es decir, se debe interrumpir el embarazo porque se supone que el hijo de una idiota o demente no haría más que hacer proliferar idiotas y dementes. Así, para escándalo de quienes en la actualidad se arrogan la categoría de ser “pro-vida”, la salud de la población como un todo en peligro de degeneración, estaría por encima de la “vida del niño por nacer”.

Como indica Eduardo Soria en un artículo publicado en 2009, el código que entró en vigencia en 1922 se apoyó en un trabajo de legislación comparativa con otros países, si bien los artículos en cuestión fueron tomados específicamente de un anteproyecto de 1916 del código penal suizo. Pero lo curioso es que La Comisión del Senado Argentino, al traducir el citado código omitió dejar en claro que la propuesta suiza distinguía claramente entre la violación (a cualquier mujer) y el atentado al pudor (válido para los casos de una mujer idiota o demente). La razón es que en Suiza, cuando se cometía un delito sexual contra una mujer deficiente mental no se lo llamaba “violación” sino “atentado contra el pudor”. De esto se seguía que en la propuesta suiza ambas situaciones estaban diferenciadas y quedaban eximidas de penalidad. No así en la ley argentina que entiende “violación” y “atentado contra el pudor” como un “combo” que no se aplica a las mujeres “normales”. En este sentido, Soria recoge las declaraciones de Jiménez de Asúa, un abogado español experto en derecho penal que murió en Argentina en 1970 y que fue uno de los referentes del que se sirvieron los hombres de la Comisión de Senado allá por 1922. Sin embargo, Jiménez de Asúa aclara que dicha comisión no tomó en cuenta que en el texto suizo, detrás de la palabra “violación” hay una coma (la cual misteriosamente, en la traducción al castellano, desapareció). La coma, claro está, ayudaría a entender que el término “violación” se aplica a toda mujer sin restricción y no sólo al caso de la mujer deficiente.

Quizás no casualmente, en el discurso de hace algunos días y en el que inauguraba el año judicial, el Presidente de la Corte Suprema, Dr. Ricardo Lorenzetti reflexionaba sobre la importancia de interpretar la ley y adecuarla a las necesidades de los tiempos que corren. La discusión al respecto es interesantísima y demandaría un libro entero, pero en la actualidad es muy difícil afirmar que las leyes hablan por sí solas y que no existe espacio para la interpretación y la adecuación a diversas realidades aun sin agregar ni quitar una coma. Tras casi un siglo, y sepultados los fundamentos eugenésicos que apoyan esta interpretación restringida que los jueces llevaban adelante hasta hoy, parece un buen momento para que la Corte siente jurisprudencia. Las mujeres que fueron violadas y tuvieron que abortar clandestinamente y aquellas que por temor no lo hicieron y cada vez que ven su panza recuerdan la cara del agresor, lo agradecen.