viernes, 25 de febrero de 2011

Apuntes provisorios sobre el escrache (publicada originalmente el 24/2/11 en Veintitrés)

Hace pocos días se generó una polémica en torno al contenido del programa de una materia obligatoria en quinto año de los colegios secundarios de la Provincia de Buenos Aires. La controversia giró alrededor de un subpunto de una unidad, más precisamente, aquel que se ocupaba de las diferentes formas de manifestaciones sociales y acciones colectivas. Entre éstas aparece una que en los últimos quince años ha gozado de cierta popularidad en la Argentina: el escrache.
La polémica que fue saldada por las declaraciones del propio Ministro de Educación de la Provincia quien indicó que enseñar determinado contenido no compromete ni al docente ni al sistema educativo con una valorización favorable al respecto. No se trata aquí de hablar de neutralidad. Simplemente se trata de indicar que toda currícula supone un recorte de lo real en función de lo que se considera relevante pero esto no implica una enseñanza acrítica ni una defensa burda de todo el contenido desarrollado. De no ser así podría acusarse al sistema educativo de apoyar el nazismo, el fascismo y el stalinismo en la medida en que estas tradiciones políticas ocupan un espacio irremplazable en cualquier análisis de la historia del siglo XX. Incluso podemos ir más allá y junto a alguna ONG que proteja a los animales, apuntar a geógrafos y biólogos por hacer una apología intolerable de la desaparición de los dinosaurios, o denunciar frente al INADI a muchos matemáticos que discriminan a cierta regla de tres llamándola “simple”.
Dicho esto, la polémica absurda es una excusa para repensar la cantidad interesantísima de aristas que supone la acción del escrache. A la hora de encarar tal asunto, más allá de que existan dudas respecto de su origen, la etimología y el uso del término en el lunfardo pueden ayudar. Hay un sentido de “escrachar” que tiene que ver con el “fotografiar” o “retratar” un rostro. Sin embargo hay quienes lo hacen derivar directamente del genovés “scraccá” que apunta a la acción de expectorar o agredir a alguien de lo cual se seguiría el sentido que “escrachar” adopta en varias letras de tango. Pero claro está que la manifestación social de los escraches agrega y quita algo importante. Por un lado agrega que se trata de retratar, o dar a la luz, lo oculto, hacer visible, en todo caso, un rostro que intentaba pasar desapercibido; y, además, por otro lado, lo que quita es el accionar violento que pudiera ocasionar daño físico al escrachado. Más bien lo que se busca es la condena social que se seguiría de desnudar el rostro de alguien que ha realizado una acción vergonzante a los ojos de su comunidad.
Más allá de que el escrache ha sido una forma utilizada por grupos fascistas y nazis para señalar a todos aquellos individuos o grupos sociales que se consideraban enemigos del régimen, en la Argentina, este tipo de manifestaciones tuvo un origen completamente distinto: se trató de la forma de protesta inaugurada a mediados de la década de los 90 por la agrupación de Derechos Humanos, HIJOS, en el contexto de plena vigencia de las leyes de impunidad a los genocidas de la última dictadura militar. En este sentido, puede decirse que “escrache” se ha transformado en un “significante vacío” que puede ser rellenado por derecha o por izquierda.
Ahora bien, quizás por descuido o quizás con intencionalidad, el sentido “original” que este tipo de protesta tenía para HIJOS y que incluía una campaña de información en el barrio, manifestaciones lúdicas y luego una “marca” con pintadas en la vía pública o en el domicilio del genocida, se fue disolviendo en la medida en que los principales medios de comunicación comenzaron a interpretar diferentes tipos de acciones como “escraches”. Así, unos huevazos al diputado Rossi o a Luciano Miguens fueron “escraches”; asimismo, carteles que contenían el rostro de periodistas a los que se acusaba de defender al establishment corporativo de Medios también fueron tildados de formas de “escrache”. En breve, una patada al jugador de Racing Giovanni Moreno se transformará en un escrache cuya finalidad es mostrar al público que el número diez juega bien y que hace falta marcarlo.
Quienes se oponen al escrache lo tildan de violento y antidemocrático y lo ubican como una de las formas barbáricas de la “justicia por mano propia”. Esto último parece seguirse del slogan de HIJOS “si no hay justicia, hay escrache”. Frente a eso se podrían indicar algunas cosas. Por un lado, el escrache supone una distinción clara entre Moral y Derecho, esto es, el Derecho puede no estar conforme a la Moral, y por ello, el pueblo (o el grupo, lo cual no es lo mismo) tiene la legitimidad para actuar “por fuera” del Derecho. La gran dificultad de esto, claro está, es que “lo Moral” no está escrito en ningún lado y son varios los que afirman que es imposible hablar de una única moralidad con lo cual podría darse el caso de diferentes grupos que, con concepciones del bien diferentes, libren una guerra civil mientras se mofan de aquella definición de Estado como entidad que posee el monopolio de la fuerza.
Sin embargo, por otro lado, podría decirse que se trataría de mano propia si y sólo si ese grupo de personas generara una fuerza paraestatal con un poder punitivo propio que obligara al escrachado a cumplir la condena “que le corresponde” más allá de que el Derecho haya dicho lo contrario. Pero este no parece ser el caso de los movimientos de Derechos Humanos en nuestro país. En este sentido, hacer una sentada frente a la casa de un represor impune no parece lo mismo que el “juicio revolucionario” que una organización guerrillera puede utilizar para condenar a muerte a alguien por genocida que fuese y por más que merezca morir más de una vez.
Me atrevería a decir que, en todo caso, la manifestación del escrache puede ser un subcapítulo de la complejísima cuestión del derecho a rebelión y del derecho a manifestarse frente al Estado, temas centrales de la teoría política. Al fin de cuentas, al menos los teóricos liberales y republicanos dejan siempre una puerta abierta que permita justificar algún tipo de acción en caso de que el Estado viole el pacto que tiene con el pueblo. En este sentido, que haya impunidad para los crímenes de lesa humanidad podría ser una de las formas en que es posible interpretar que el Estado no está cumpliendo con el deber de proteger la vida y el bien común. Los lectores astutos tendrán en mente un sinfín de casos donde caeríamos en pantanos conceptuales pero quizás podría haber un acuerdo en cuanto a los casos de los extremos. En esa línea suponiendo que el proyecto de ley que incluía la resolución 125 referida a las retenciones móviles hubiera sido aprobado por el Congreso, podría haberse dado que grupos de ruralistas enfurecidos no se dedicaran a agredir lisa y llanamente con huevazos sino que propusieran la modalidad “escrache” de pintar y manifestarse frente a la casa de un legislador oficialista. Ellos podrían argumentar que, al igual que HIJOS, siguen principios morales que, por definición, se encuentran por encima de un sistema jurídico que ha producido una ley injusta, más allá de que en este caso no se trata de una ley de impunidad sino de una que atenta contra la posibilidad de obtener mayor rentabilidad. En otras palabras, podrían decir que se trata del mismo caso, esto es: tanto la ley de retenciones móviles como las leyes de impunidad habrían sido votadas por los legisladores del pueblo en plena vigencia de las instituciones democráticas. Con esta misma lógica un grupo de nazis argentinos podría salir a marcar domicilios de extranjeros porque considera que la ley que supone que debemos tratar a los ciudadanos de otros países como iguales, es injusta, por más que haya sido votada por los representantes del pueblo.
Los ejemplos expuestos son funcionales a la conclusión de esta nota. Sin duda, repito, habrá otros menos extremos que puedan sumirnos en la perplejidad pero quizás como idea provisoria, casi intuitiva, podría decirse que si bien la práctica del escrache puede derivar rápidamente en grupos de “esclarecidos” que se arroguen representatividad y que actúen en consecuencia, no parecen comparables los reclamos ante la impunidad frente a crímenes de lesa humanidad, con las manifestaciones, aun si fueran justas, por reivindicaciones económicas. Menos aun el caso de un grupo que actúe estigmatizando inmigrantes que no habrían cometido otro pecado que el de quitar pureza a la “morocha raza aria argentina”. Dicho esto, la intención de esta nota, con algunas afirmaciones provisorias y revisables, no es justificar la modalidad de escrache pero sí advertir que a la hora de discutir la cuestión no es indiferente saber qué es lo que se está escrachando y en qué circunstancia se lo hace.

viernes, 18 de febrero de 2011

Verticales y horizontales (publicado originalmente el 17/2/11 en Veintitrés)

La detención del “Momo” Venegas, más conocido por, como mínimo, su incapacidad para proteger de la explotación a los trabajadores a los que dice representar y por su estrecho vínculo con el ex presidente Duhalde, generó un nuevo capítulo en esta carrera hacia las elecciones 2011 que, después de las tomas del indoamericano, había disfrutado de un enero en relativa calma.
Sobre este punto, aclaremos lo trillado: los editorialistas hegemónicos intentan sacar tajada y presentan la detención como un efecto de la arbitrariedad y la dictadura kirchnerista para afirmar que el gobierno no respeta las instituciones, se inmiscuye en el poder judicial y persigue políticamente a los opositores. Sin embargo, horas más tarde, la liberación es vista como rasgo de debilidad y de ausencia de conducción. Nada demasiado nuevo en este sentido pues la histeria que llena minutos de micrófonos y cámaras como así también hojas de periódico, oscila todo el tiempo entre el agite del fantasma ubicuo del régimen totalitario en el cual se habría convertido el kirchnerismo y un mensaje optimista en el que se decreta la decadencia del modelo y se intenta insuflar en todo el espectro anti k un ánimo triunfalista más voluntario que realista. En ambos casos, tales ideas se manifiestan en sendos libros de periodistas famosos algunos de los cuales pasaron del estante de los libros de política al de ciencia ficción. De Thomas Hobbes a Ray Bradbury sin escalas.
Pero el sentido de esta nota no es deconstruir las falacias en las que se erige un discurso interesado que se traviste de análisis sesudo, ni señalar cosas obvias como el hecho de que no resulta casual que los líderes sindicales estén en la mira justo cuando en el horizonte próximo está la discusión salarial. En todo caso, creación de expectativas inflacionarias y ataque deslegitimador a los representantes de los trabajadores son dos caras de la misma puja distributiva, lo cual, claro está, no significa que la inflación sea un delirio ni que los sindicalistas sean unos carmelitas descalzas.
Sin embargo, este episodio quizás sea la ocasión de discutir algunos puntos centrales de la política en Argentina, al menos la de los últimos 70 años y la que parece próxima a venir. Para ser precisos, el disparador no fue la detención en sí misma del máximo exponente de la UATRE sino dos declaraciones que rodearon el hecho. La primera es la del propio doctor Duhalde, candidato del orden que amenazó con el desorden si la justicia mantenía detenido a su amigo. Justamente, la boca del ex presidente, en lo que más que una descripción pareció ser una amenaza, indicó, palabras más palabras menos, que la detención del Momo Venegas es un golpe al corazón del peronismo y que si se golpea al peronismo, éste reaccionará.
La segunda declaración que me resultó inspiradora fue la del comunicado de la CGT, ya no del sector aliado al duhaldismo sino de aquel más cercano al kirchnerismo. Más allá de que se comenta que hubo una profunda discusión, la CGT representada por Moyano salió, con reflejos rápidos, a defender a Venegas aduciendo que su detención no era otra cosa que un ataque al sindicalismo y a los trabajadores en general.
Y aquí es que podemos unir las dos declaraciones en algo que resulta casi indiscutible, esto es, la relación quizás, esencial, entre el peronismo y el sindicalismo. Claro que no se trata de hacer una genealogía del vínculo, de sus continuidades y de sus rupturas, sino más bien pensar qué relación hay entre el sindicalismo y esta línea del peronismo que es el kirchnerismo.
Algo parece quedar claro y que nadie se ofenda: el sindicalismo se sintió tocado y realizó una gran demostración de corporativismo. La máxima, entonces, rezaría más o menos así: “Venegas puede ser duhaldista, pero es uno de los nuestros”.
En esto, habrá que reconocerlo, tienen razón los que afirman que esta reacción en bloque de todo el sindicalismo parece una advertencia ante posibles ataques, sea de la justicia, sea del poder político, al resto de los representantes de los trabajadores.
El punto aquí es lo que vendrá pues está claro que estas líneas no intentan caer en esa vulgata liberal que retorna eternamente una y otra vez, con un semblante de espanto ante las promesas del “fifty-fifty”. Más bien se trata de pensar el siempre conflictivo vínculo entre sindicalismo y peronismo y yo agregaría, el vínculo con un tercer invitado muchas veces expulsado de la lista de comensales: el progresismo.
Tales relaciones son inherentes al peronismo desde sus orígenes, esto es, cómo conciliar una estructura verticalista pensada desde el punto de vista de las jerarquías militares, con las pretensiones más horizontales de participación democrática. En todo caso, el peronismo ha sido el espacio que mayor ampliación y derechos de ciudadanía ha otorgado pero eso no lo convierte en un movimiento horizontal. Es más, podría pensarse que la condición de posibilidad de la idea de movimiento como un espacio que trasciende lo partidario para incluir numerosas manifestaciones sociales heterogéneas, es la unidad detrás de un liderazgo, llámese Perón, Menem, Kirchner o CFK. Es esta característica la que puede resultar controvertida para muchos jóvenes que encuentran en el kirchnerismo un espacio para actuar políticamente sobre la realidad. Y sin embargo, sería irresponsable desde estas líneas sugerir que el kirchnerismo, en tanto “pata izquierda” del movimiento peronista debiera desembarazarse de la rémora jerárquica de algunas anquilosadas estructuras sindicales pues no deja de ser cierto que una CGT debilitada sólo favorece a las grandes corporaciones dueñas del capital, esto es, los verdaderos enemigos de un modelo redistributivo.
En este sentido, cabe pensar qué base de sustentación y de fuerza le quedaría al gobierno si con la verborragia políticamente correcta propia de los utopistas que saben que les resultará imposible llegar al poder, exigimos que hoy mismo se quite de encima el aparato del PJ y la CGT.
La cuestión central, entonces, es que la maravillosa demostración de afecto espontáneo y apartidario que apareció tanto en los festejos del bicentenario como el día la muerte de Kirchner, resulta determinante para ampliar la base de legitimidad por encima de ese “piso histórico” del 30% peronista pero su inorganicidad no permitiría sostener un gobierno frente a los embates de estructuras profundamente verticalistas como las corporaciones económicas. Dicho de otro modo, la ideal estructuración horizontal de la sociedad y de una política estricta de iguales es algo deseable pero seguramente sucumbiría en la mesa de un Magnetto, un Biolcatti o un Ratazzi.
Estratégicamente, esta discusión no tiene sentido darla en un año eleccionario especialmente en el contexto donde las hienas acechan pero quizás merezca una revisión tras un hipotético triunfo de CFK en 2011. Al fin de cuentas, la controversia que se intenta instalar entre Scioli y Sabatella en torno a las colectoras es la tensión entre sectores de derecha más verticalistas y ortodoxos, y otros de izquierda más horizontales. Sin embargo, y esto es lo complejo y lo dificultoso del análisis, ambos forman parte del mismo modelo kirchnerista que a su vez parece cargar con muchas de las virtudes y los defectos del peronismo. Qué sucederá y qué fisonomía adoptará el kirchnerismo tras el hipotético triunfo de 2011 y sin sucesión a la vista, será cuestión a analizar el año que viene. Por ahora y como siempre, la historia tiene final abierto pero seguramente, el cuadriculado del poder que transforma y enfrenta a los poderes económicos, aun con sus territorios y con sus diferencias, necesitará, al menos por ahora, tanto de los verticales como de los horizontales.





















domingo, 6 de febrero de 2011

El cuerpo, la representación y el poder (publicado originalmente el 6/2/11 en Miradas al Sur)

Aun a riesgo de comenzar con un cliché, pensar qué significa ser un intelectual lleva indefectiblemente a esa imagen del Jean Paul Sartre capaz de escribir La Náusea y, al mismo tiempo, repartir en las esquinas de París periódicos y volantes maoístas. Pero, evidentemente, entre aquellos tiempos emblemáticos de “imaginación al poder” y guerrillas latinoamericanas, y los horizontes reformistas que buena parte de la región emprende tras la década fatal del Consenso de Washington, el rol, los ámbitos y la propia definición de los intelectuales han cambiado.
Para encarar tal cuestión me interesa aquí avanzar sobre tres aspectos que considero fundamentales: la relación del intelectual con su cuerpo, con la problemática de la representación y con el poder.
Respecto de la primera cuestión, evidentemente, lo que surge a la hora de pensar a los intelectuales es la relación entre teoría y práctica o, yo agregaría, entre intelecto y cuerpo. Al fin de cuentas, la etimología del término intelectual parece hacerles un flaco favor a figuras cuyo plus estaba en que no sólo se dedicaban a usar el intelecto para determinar qué había qué hacer sino que, directamente, se lo hacía. Mal o bien, equivocados o no, para ser un intelectual había que suponer que no había pensamiento que no se hiciese en carne propia.
¿Pero debemos quedarnos con esta visión idealizada, casi heroica? Sin duda que no. De hecho, basta releer el famoso diálogo entre los filósofos Michel Foucault y Gilles Deleuze en el año 1972 donde aparecen una serie de interrogantes de los cuales me interesa destacar lo que para esta nota es el segundo punto en cuestión: la problemática de la representación. La pregunta aquí sería ¿a quién representa el intelectual? O más bien, ¿debe representar a alguien? Probablemente contra las vanguardias marxistas, en el diálogo mencionado, aparece la idea de que el intelectual ya no debe representar a las masas pues son ellas las que mejor saben lo que necesitan. No hace falta esclarecidos ni un minúsculo grupo de sujetos que ayude a tomar a conciencia o, en palabras de Rousseau, que “obligue a los hombres a ser libres”. En esta línea, el intelectual ya no puede ser el que provea una verdad que otros no ven, sino que su rol es el de interpelar al poder.
Y aquí entramos en la tercera cuestión, aquella para la que podemos tomar sobrados ejemplos de Argentina dado que, por un lado, parecemos asistir a un momento en que la derecha carece de pensadores de fuste y se representa, en la mayoría de los casos, por periodistas que en un test de coeficiente intelectual no irían más allá de fronterizo. Por su parte, en lo que podríamos llamar, el centro-izquierda, categoría amplia que incluye a Jauretche, a Marx pero también a pensadores del republicanismo democrático, encontramos algo así como dos tendencias: el fenómeno de Carta Abierta, un espacio de reedición de aquella militancia de la izquierda nacional y popular que simpatiza con los lineamentos generales del kirchnerismo, y, un segundo grupo que no funciona orgánicamente y que incluiría a una serie de plumas y pensadores que con una pertenencia de clase que se siente interpelada por algunas acciones del Gobierno siente un profundo malestar y, a pesar de haber abrevado de un pasado presuntamente progresista, hoy son los que critican visceralmente y, muchas veces por derecha, al kirchnerismo. Se trata de intelectuales y periodistas que confunden una conciencia crítica que puede valorar positiva o negativamente una acción, con crítica feroz y peyorativa a todo lo que provenga del Gobierno.
Hace algunos meses, justamente, en ocasión de un artículo sobre los periodistas progresistas, y perdón por la autorreferencialidad, quien escribe estas líneas indicaba que éstos poseían una idea profundamente anacrónica del poder, idea que ni siquiera estaba vigente en los años ’70. Se trata de pensar que el único poder está y surge del Estado sin tomar en cuenta que las relaciones de poder atraviesan toda la sociedad y que, por sobre todo, hace tiempo que emanan especialmente de las corporaciones económico-mediáticas que han doblegado a las débiles estructuras de los Estados nacionales. Es por eso que el rol de los periodistas e intelectuales con pretensiones progresistas, que vociferan desde una rabia que no es la del bolsillo vacío sino la del sentir amenazada su atalaya cultural y el presunto orden natural de las cosas que los ubica allí, resulta algo tan indignante como patético. En este sentido, la inorganicidad irreverente que otrora era el mínimo a cumplir para el dudoso mérito de estar a la izquierda del menemismo, hoy es una caricatura que los encorseta en la funcionalidad más rancia a los pensamientos conservadores. De este modo, se da la paradoja de que muchos de los intelectuales estrella de las corporaciones ya no interpelan sino que son interpelados por acciones de un gobierno cuyas medidas reformistas (no revolucionarias), alcanzan para ponerse a la izquierda de ellos y generarles una profunda incomodidad. De este modo, son intelectuales que ya no pueden ejercer su irreverencia más que en una oposición senil y sistemática que pone el cuerpo representando intereses corporativos que en algunos casos se les hacen carne pero no conciencia, mientras se golpean el pecho rezongando ante las ruinas del Estado, esto es, las ruinas de un poder que ya no es.