lunes, 29 de octubre de 2018

Unidad en el pueblo: el proyecto político de Francisco (editorial del 28/10/18 en No estoy solo)


Tras el encuentro ecuménico que se llevó a cabo días atrás en Luján, referentes políticos, periodistas e intelectuales no peronistas fustigaron fuertemente a la figura del Papa Francisco y a esta versión de la Iglesia crítica del modelo económico. Liberales, progresistas e izquierdistas recordaron el conservadurismo en materia de moral y costumbres de la Iglesia y destacaron la necesidad de avanzar hacia una separación definitiva de ésta respecto del Estado. Pero lo curioso es que la reacción contra la Iglesia provino incluso de muchos católicos que aceptan todos los pasajes oscuros de la historia universal de la Iglesia y que incluso han festejado o al menos justificado el rol de la institución en el año 55 y en el 76 pero que, sin embargo, no le perdonan haber sido una prenda de unidad para un peronismo que intenta, a contrareloj, ser competitivo para 2019. Podría decirse que, a la luz de los acontecimientos, el antiperonismo es un sentimiento religioso más fuerte que el vínculo con Dios y su representante en la Tierra.
¿Pero qué sucede en el plano conceptual y político? Porque todas las críticas tienen asidero y llevan mucho tiempo en algunos casos pero la reacción, esta vez, fue desproporcionada y supuso editoriales y varios días en tapa de los diarios, TV y radio además de encarnizados cruces en redes sociales.
Fue entonces que pensé que el mejor aporte que podía hacer era correr la hojarasca y pensar cuáles son los principios del proyecto político, si es que podemos hablar en esos términos, claro, de la Iglesia que lidera Francisco. Porque intuyo que allí uno puede encontrar la respuesta a buena parte de las tensiones que no tienen que ver con coyunturas, emociones violentas y narcisismos.
Para ello me voy a servir de un discurso que Francisco diera en 2010, cuando era simplemente el cardenal Jorge Bergoglio, y que fuera publicado bajo el título Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo. Se trata de un discurso que se da en el contexto en que la relación con el kirchnerismo no era la mejor. Y cuando uno lo repasa observa, naturalmente, la base de la doctrina social de la Iglesia pero una clara coincidencia con La comunidad organizada de Perón, especialmente en lo que respecta al diagnóstico de la presencia de antagonismos que deben ser superados. En aquel discurso de Perón, al menos desde mi punto de vista, el antagonismo central y a partir del cual el peronismo busca aparecer como una tercera posición superadora, es el que enfrenta al liberalismo individualista y al comunismo colectivista. Frente a ello, Perón afirma que la realización individual se da siempre en comunidad, retomando ideas clásicas ya presentes en Aristóteles, pero la pertenencia a esa comunidad no debe eliminar la individualidad. Las palabras de Bergoglio, sesenta años después de las de Perón, obviamente, incluyen otras tensiones o aggiornan esa “tensión original”, pero están puestas allí para enumerar lo que, considera, son los cuatro principios necesarios para elaborar su propuesta: 1) que el tiempo es superior al espacio, esto es, que se trata de estructurar un proyecto, una narrativa y una finalidad antes que ocupar circunstancialmente un lugar sin referencia alguna hacia dónde ir; 2) que la unidad es superior al conflicto, es decir, que frente a algunas lecturas neomarxistas que afirman que el conflicto es constitutivo a la democracia y a lo humano, éste puede y debe superarse en un proyecto común; 3) que la realidad es superior a la idea, o sea, que frente a las vanguardias idealistas que se autonomizan de la realidad y consideran que pueden cambiarlo todo desde el lenguaje y la ideología, Bergoglio considera que la idea debe estar al servicio de una realidad que no es maleable caprichosamente; 4) que el todo es superior a la parte, esto es, lo que les indicaba anteriormente: que el todo es más que la suma de las partes pero que ese todo no anula a esas partes sino que las integra.  
A lo largo del texto, además, aparecen menciones a la independencia, a la soberanía y a la justicia social, y se exhorta a que la finalidad del proyecto sea siempre el Bien Común, elementos que luego aparecerán, claro está, en las encíclicas que él realizará más adelante en calidad de Sumo Pontífice. Pero lo más interesante conceptualmente es que Bergoglio retoma una idea que floreció durante los siglos XVIII y XIX en el seno de la tradición reconocida como “romántica”. Me refiero a la idea de que el sujeto de la historia, el sujeto de las trasformaciones, es el pueblo. Allí está el núcleo central que separa esta propuesta de los puntos de vista liberales, conservadores, progresistas e izquierdistas. Es el pueblo como ente cultural-mítico pero encarnado en el hoy y proyectado hacia el futuro, el que puede y debe superar las divisiones y las tensiones. De esta manera, contra los liberales, la historia no es la historia de los individuos sino de los grandes hombres que encarnan a un pueblo en un momento histórico particular; contra los conservadores, es el pueblo orientado hacia el Bien Común el que debe transformar la sociedad para devenir comunidad plena y justa; y contra la izquierda y la progresía, no son las fracciones ni los grupos exigiendo derechos formales y anteponiendo sus intereses facciosos a los de las mayorías los que marquen el camino hacia la unidad en el tiempo, aun cuando alguna de sus exigencias pueda ser razonable. Es más, en tiempos de políticas de identidad, Bergoglio afirma que “la persona social adquiere su más cabal identidad como ciudadano en la pertenencia a un pueblo” y no como individuo agregado a otros en una sociedad ni como individuo vinculado a un grupo en razón de su etnia, clase, género u objeto de deseo.
Para finalizar, como indicaba al principio, no escribo estas líneas para defender o criticar presupuestos de la perspectiva de Bergoglio y la tradición de la cual él abreva en la Iglesia, sino para comprender qué es lo que puede estar de fondo más allá de los gestos de unos sectores u otros. Si, además, esto sirve para echar algo de claridad acerca de las tensiones conceptuales actuales y futuras dentro del espacio nacional y popular, donde también conviven espacios progresistas y de izquierda, habré colmado sobradamente mis expectativas pues parecen ser tiempos de demasiada corrección política combinada con extravíos ideológicos, holgazanería reflexiva y el enorme vacío que deja la ausencia de un proyecto político.              


jueves, 25 de octubre de 2018

El payaso "IT" y la política del miedo (publicado el 18/10/18 en www.disidentia.com)


El último lustro viene arrojando, en todo el mundo, resultados electorales sorprendentes: iniciativas y candidatos que era imposible que ganaran han ganado y el establishment biempensante se ha sentido conmovido e indignado, sentimientos que, por cierto, no contribuyen a que cese su infatigable tendencia a equivocar el diagnóstico sobre este tipo de fenómenos.

Con todo, probablemente, la conmoción obedezca, en última instancia, a que toda la cultura occidental de los últimos siglos se ha apoyado en la idea del progreso moral de una sociedad libre y abierta que se estructura a partir de agentes racionales que toman decisiones informadas. Sin embargo, asistimos, a lo largo y ancho de nuestra civilización, a una opinión pública a merced de la agitación mediática de turno y una política atravesada por las emociones.
Sí, efectivamente, los grandes liderazgos y la cultura de masas hoy están en el baúl de los recuerdos del siglo XX pero en tiempos de liderazgos pulcros, eficientes, horizontales y “CEOcráticos” las emociones siguen jugando un papel preponderante por más que sigan teniendo peor prensa que la santa Razón.
En este marco, salvo excepciones, políticos populistas pero también socialdemócratas y liberales se encuentran a merced de una opinión pública que alimenta sus prejuicios con posverdad, y procesos eleccionarios que suelen polarizarse y definirse por la negativa antes que por la positiva. Dicho de otra manera, los candidatos ya no pugnan por dar buenas razones para que se los vote porque éstas importan poco. Simplemente buscan tener menos imagen negativa que el adversario: “¡Cuidado que vienen los populistas….! ¡Cuidado que vienen los comunistas…! ¡Cuidado que vienen los fascistas…! ¡Cuidado que vienen los liberales…! ¡Cuidado que vienen los nazis…!”. Siempre está por venir el mal, el gran fantasma. Se trata de ese otro al que nos enfrentamos y que condensa toda esa monstruosidad que nos asusta. Así, de todas las emociones, evidentemente la que se privilegia es el miedo, el terror a ese adversario al que nos enfrentamos y que aparece como amenaza a la nación, a la identidad, a los valores, a la diversidad, etc. Esto significa que estamos inmersos en un proceso de política “IT” y por tal refiero a ese siniestro payaso que ideó Stephen King y que tuvo su nueva versión cinematográfica el año pasado. Es que el payaso “IT”, “ESO”, en castellano, adopta la forma que más miedo genera en aquel que lo enfrente. Si un niño tiene miedo a las serpientes, el payaso se convertirá en la serpiente más terrorífica o en su metáfora más cercana, del mismo modo que si su compañero tiene miedo a crecer probablemente el payaso se transforme en un gigante. En la política “IT”, el candidato que no nos gusta adopta la forma de todos nuestros miedos. Es más: para distintos electores un candidato puede representar distintas características, incluso contradictorias entre sí, como ser populista y liberal, conservador y progresista, de derecha y de izquierda. Porque lo que importa es que aparezca como “el mal”, aquello que genera “terror” y a lo que jamás se podría votar en ninguna circunstancia.
Al tanto de este fenómeno, especialmente en el caso de sistemas bipartidistas y/o con elecciones que se definen a través del balotaje, no es casual que los asesores de campaña se ocupen más de defenestrar la imagen del oponente que de ayudar a construir una imagen propositiva del candidato propio. Y lo hacen sean del signo político que sean porque hoy en día no solo los conservadores se basan en esta política del miedo sino que también abusan de ella los sectores  progresistas que en cada elección y en cada lugar del planeta plantean que lo que se juega allí es la gran batalla final contra el nazismo o el mismísimo Lucifer, en una lógica que más que a IT nos recuerda a los épicos enfrentamientos de Star Wars entre los sables verdes que representan al bien y los sables rojos que representan al lado oscuro.
Pero lo cierto es que, al menos para el progresismo biempensante, esa estrategia no funcionó incluso contra candidatos que a priori eran incapaces de triunfar, como Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil.
Por todo esto, cuando en procesos electorales nos inviten a elegir entre globos de un color y de otro habrá que tener mucha agudeza porque es probable que ambos globos estén representando a un payaso aterrador pero que solo debería dibujarnos en el rostro una sonrisa sarcástica: la sonrisa de quien entiende que, al menos en política, nunca estarán demás los matices ni los intentos de encontrar la complejidad detrás del maquillaje.        


lunes, 15 de octubre de 2018

Uber y los libres autoexplotados (publicado el 4/10/18 en www.disidentia.com)


En casi todos los países del mundo la llegada de Uber ha generado conmoción, batallas legales interminables e incluso hechos de violencia casi siempre protagonizados por quienes ven afectado su negocio, principalmente, los taxistas. Más allá de las particularidades de las legislaciones de cada Estado, en general se suele hacer hincapié en que Uber supone un tipo de competencia desleal, que tiene un modelo de negocios que hace difícil su regulación y, por lo tanto, el cobro de impuestos, etc. En Latinoamérica, por ejemplo, Uber comenzó en 2014 y prácticamente se ha extendido por todo el continente con distintos grados de litigiosidad pero con una excelente recepción de los usuarios que encuentran allí precio prefijado, costos más bajos y seguridad. A su vez, con la masificación de los teléfonos celulares y el auge de las aplicaciones, otro tipo de empresas que ofrecen distintos servicios son parte del vocabulario natural de los usuarios. Son empresas particulares porque lo único que ofrecen es una aplicación. Así, Uber, es una empresa gigante de alquiler de coches y sin embargo no posee ni un solo vehículo; lo mismo podría decirse de AirBnB en el ámbito del turismo o una empresa argentina como Mercadolibre, que ya tiene alcance regional y, sin ningún local de venta físico propio, no hace otra cosa que cobrar comisiones por conectar usuarios y marcas que pueden vender desde un juguete usado hasta un televisor de última generación. El negocio de las aplicaciones al servicio de la utopía tecnológica propuesta por Silicon Valley promete mediatizar prácticamente todos nuestros vínculos y su auge es explosivo. Al ya mencionado caso de Uber, que en menos de un lustro y a pesar de las resistencias, está complemente instalada entre los usuarios, podemos sumarle, solo como ejemplo, los casos de Glovo, una empresa fundada en Barcelona en 2015 o Rappi, empresa de capitales colombianos fundada el mismo año, que han inundado las calles de Buenos Aires con miles de “glovers” o “rappiers” que no son otra cosa que, en su mayoría, jóvenes desempleados que disponen de una bicicleta o una motocicleta y se encargan de trasladar pedidos a domicilio. En este caso la resistencia no ha sido grande porque nadie vio afectado su negocio y las empresas se han beneficiado porque tercerizan el servicio y reducen los costos despidiendo a los empleados que se encargaban de los repartos.
Pero lo más interesante es cómo este modelo de negocio está modificando la concepción de “trabajo” y “trabajador” acorde a las exigencias del nuevo esquema que propone el capitalismo financiero. Sin sindicalización, sin cobertura médica, en el mejor de los casos y donde hay regulación, el trabajador (o lo que queda de él) paga un impuesto básico que en Argentina se conoce como Monotributo pero varía de país en país. Lo curioso es que a cambio de las protecciones de las que otrora gozaban los trabajadores, cierto discurso dominante presenta este tipo de vínculos como espacios de libertad, sin horarios y sin jefes, lo cual, sin dudas, es cierto. Porque quien trabaja para Uber y su vínculo laboral empieza voluntariamente cuando se conecta y culmina voluntariamente cuando se desconecta, ya no es un trabajador sino un empresario de sí mismo que negocia, aparentemente de manera libre y en igualdad de condiciones, su tiempo a cambio de un dinero que, naturalmente, no me atrevería a llamar “salario”. Sujetos autónomos y libres entrando y saliendo rezaría otra utopía, la libertaria, sin tomar en cuenta que la gran mayoría de quienes brindan ese servicio, han perdido el trabajo o realizan horas extra por sobre el trabajo que todavía sostienen porque aquella paga ya no les alcanza.
Estos empresarios de sí mismos son el ejemplo claro del cambio de las relaciones laborales en las sociedades en las que vivimos porque son sujetos con sueldos miserables pero que se consideran libres por presuntamente, no tener, como en el capitalismo clásico, de modo visible, un explotador que los explote, situación que aparecía con claridad en las sociedades donde las clases y las identidades resultaban mucho más fijas que en la actualidad. El empresario de sí mismo se cree empresario y cree manejar sus tiempos pero acaba generando su autoexplotación. Es él mismo el explotado y el explotador, y en las condiciones actuales de distribución de la riqueza, su destino es, probablemente, el fracaso y la depresión. Así, para el empresario de sí mismo en el marco de una sociedad del rendimiento y la exigencia, la única revolución que hay es la de las pastillas. Y la razón es simple: como los modelos económicos no parecen jugar ningún rol relevante, ya no hay jefes y nos quieren hacer creer que rigen las condiciones esenciales para una justa carrera meritocrática, que no alcance para llegar a fin de mes acaba siendo una responsabilidad personal. ¿A quién entonces, debemos hacerle la huelga si enfrente no hay explotador y si los gobiernos son vistos como meros administradores de la miseria?
En las páginas 193 y 11 de Topología de la violencia, el filósofo coreano Byung-Chul Han lo explica de este modo: “la desaparición de la instancia de dominación externa no suprime, sin embargo, su estructura de coacción. La libertad y la coacción coinciden. El sujeto del rendimiento se libra a la coacción para maximizar el rendimiento. De este modo se autoexplota. (…) El sistema capitalista pasa de la explotación por parte de otro a la autoexplotación, del deber al poder (…). Su libertad paradójica hace que sea víctima y verdugo a la vez, amo y esclavo. Aquí no hay distinción entre libertad y violencia (…) La violencia sufre una interiorización, se hace más psíquica y, con ello, se invisibiliza. Se desmarca cada vez más de la negatividad del otro o del enemigo y se dirige hacia uno mismo”.
 Si bien a poco de ingresar a la tercera década del siglo XXI y con una revolución tecnológica a cuestas, nadie puede pretender que las relaciones laborales sean las mismas que antaño, el presunto oasis de sujetos libres que entran y salen de una aplicación, tiene más de necesidad y  violencia que de libertad, salvo que, claro está, la autoexplotación de un individuo arrojado a los márgenes del sistema sea interpretada como una decisión autónoma entre una importante gama de opciones. Es que en una sociedad donde no hay trabajadores y todos son empresarios de sí mismo la explotación no desaparece. En todo caso, cambia el explotador porque ya no es un otro sino el propio sujeto y lo que se mantiene constante es que el explotado sigue siendo el mismo aunque ahora, claro está, crea que es libre.