El tiempo de inagotables disputas
identitarias convive con una serie de controversias en torno a la traducción de
textos que excede lo estrictamente académico. ¿Se trata de una casualidad? Para
explicar esto, les propongo comenzar con la pregunta básica: ¿es posible la
traducción perfecta que represente fielmente al original? No, siempre se pierde
algo en el camino. Sin embargo, como afirmara Jorge Luis Borges a través de su
personaje Pierre Menard, podría decirse que en cada traducción también algo se
gana, porque incluso el mismo texto reescrito y/o leído varios siglos después,
supone nuevos sentidos y diversos significados.
A propósito, algunos días atrás,
gracias a periódicos escritos en español que tuvieron la deferencia de traducir
una entrevista brindada en catalán, los hispanohablantes conocimos el caso de
una periodista catalana llamada Júlia Bacardit quien, por contrato, exigió que su
nuevo libro no se tradujera al castellano. Si bien asumía que esto podía
perjudicar sus ventas, se trataría de una decisión política contra lo que ella
considera el “declive” del catalán frente al castellano.
Además, en el mismo reportaje,
atribuía la cantidad de catalanohablantes que lee literatura en castellano “al fucking franquismo” y a la consideración
de que el castellano sería “la única lengua culturalmente válida” para, luego,
agregar que su acción busca contribuir a la lucha contra “la bilingüización de
la literatura catalana”.
Más allá de que este caso en
particular, naturalmente, no debe leerse por fuera del contexto de las
reivindicaciones independentistas en Cataluña, es interesante rastrear algunos
de los presupuestos que impregnan este tipo de discusiones. En particular, esta
idea de una lengua como representativa de una identidad pura y homogénea que es
un tesoro estático a ser preservado y que está allí esperando ser expresada por
sus representantes. Se trata de una perspectiva que verdaderamente atrasa
varios siglos y que debería aceptar la evidencia de que una lengua es una construcción
dinámica y constante, resultado también de influencias diversas que revelan una
esencial heterogeneidad.
Ahora bien, si realizamos una
mirada todavía más abarcadora, notaremos que la polémica con la periodista
catalana tiene vasos comunicantes con otra discusión muy particular que se dio
a propósito de Amanda Gorman, la poetisa afroamericana que brindara uno de los
discursos en la asunción de Biden hace algo más de dos años.
La controversia se dio en torno a
su libro The Hill We Climb y tuvo que
ver, justamente, con quiénes serían las personas adecuadas para su traducción a
distintos idiomas. Por ejemplo, la editorial Meulenhoff había designado a Marieke Lucas Rijneveld como la persona encargada
de traducir el libro al neerlandés. Sin embargo, una periodista y activista
negra, llamada Janice Deul, publicó una columna en el diario De Volkskrant indicando
que una persona blanca y no binaria no estaba en condiciones de traducir a una
mujer negra y activista. La presión fue tal que Rijneveld renunció.
Lo mismo sucedió con Viking
Books, el sello estadounidense que edita a Amanda Gorman. El conflicto, (observe
usted qué paradoja), se dio en Cataluña. En este caso, se exigió a la editorial
catalana Univers que reemplace a Víctor Obiols, quien había sido designado para
traducir el libro de Gorman. Los argumentos para el veto fueron los mismos que
en el caso anterior. De aquí que, en una declaración a AFP, Obiols indicara:
“Es un tema muy
complicado que no puede tratarse con frivolidad. Pero si yo no puedo traducir a
una poeta porque es mujer, joven, negra, estadounidense del siglo XXI, tampoco
puedo traducir a Homero porque no soy un griego del siglo VIII a. C. o no
podría haber traducido a Shakespeare porque no soy inglés del siglo XVI”.
Si se presta atención, aquí
también hay una búsqueda de cierta pureza original, aunque en este caso no se
trata de la que se encontraría en una lengua como representante de una
identidad colectiva denominada “pueblo”, sino de la que se halla en una
identidad individual denominada “Amanda Gorman”. Se supone entonces que lo que
define a la poetisa es su condición de ser una mujer negra, joven y activista,
de lo cual se sigue que solo podría ser traducida por una persona que posea
esas mismas características. Pero es aquí cuando observamos que el recorte es
notoriamente arbitrario: ¿por qué no tomar en cuenta la condición socioeconómica
de Gorman, por ejemplo? ¿Podría una persona rica traducir a una pobre? ¿Y qué
hay de las pasiones? ¿Podría un simpatizante del Real Madrid ser traducido por
alguien del Barcelona? ¿Y el lugar de residencia influiría? ¿Podríamos los
habitantes de este barrio ser traducidos por los del barrio vecino? Por último,
¿qué hay de la composición familiar? ¿Puede un hijo único ser traducido por el
cuarto de siete hermanos?
Nótese que todos los ejemplos
mencionados se corresponden con elementos esenciales a la identidad de una
persona, como mínimo complementarios al género, la etnia o la edad, y su
enumeración obedece a la necesidad de mostrar que, con esta lógica, habría una
única persona en todo el mundo capaz de traducir a Amanda Gorman. Se trata,
como ustedes pueden imaginar, de la propia Amanda Gorman, puesto que el
conjunto de experiencias que conforman una identidad personal individual es
imposible de ser reproducido en otra persona.
Los casos aludidos tienen en
común la ilusión de una pureza original. En el ejemplo de la periodista catalana, se
trata de la ilusión de un lenguaje cerrado y representativo de una identidad
colectiva en presunto riesgo por la contaminación de otro idioma. En el ejemplo
de la poetisa estadounidense, lo que estaría en juego es la ilusión de una
identidad individual pura la cual, a su vez, parece poder reducirse a tres o cuatro
aspectos centrales que desplazarían al resto de experiencias significativas que
una persona puede tener y que, curiosamente, coinciden con la agenda temática
del progresismo representado por el partido demócrata estadounidense.
Como decíamos al principio, en
toda traducción algo se pierde, pero también algo se gana por el simple hecho
de que nos exponemos a otras experiencias y a otros puntos de vista. Entonces,
defender sin más el proceso de globalización a esta altura del siglo, supondría,
como mínimo, ser ingenuo; pero enfrentar a esa globalización con una
reivindicación identitaria (sea en formato colectivo o individual), cerrada
sobre sí misma y reacia a toda interacción con algo distinto de sí, no solo es
imposible en los hechos, sino que es, sobre todo, indeseable. ¿Por qué? La
razón es sencilla: si queremos vivir en un mundo con experiencias más
enriquecedoras, la respuesta al “todo es igual” no puede ser un conjunto de
átomos incomunicados que afirmen que “todo es distinto”.
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