Ahora le tocó a Agatha Christie.
Efectivamente, días atrás, The Telegraph
reveló que la editorial dueña de los derechos, HarperCollins, había decidido
eliminar o reescribir pasajes enteros de libros como Asesinato en el Orient Express o Muerte en el Nilo. Así, una vez más, la policía neopuritana
encarnada en lo que antes denominábamos “censores” y ahora rebautizamos
“lectores sensibles”, ha revisado la obra de una de las más reconocidas
escritoras británicas para determinar si algún pasaje de la misma ofende alguna
minoría.
El foco estuvo puesto en los fragmentos
que incluían referencias étnicas o descripciones individuales que resultaran, según
el criterio de la nueva sensibilidad, agraviantes. Por ejemplo, en Muerte en el Nilo se decidió eliminar el
pasaje en que se describe a un grupo de chicos como poseedores de ojos y
narices “repugnantes”; también se decidió quitar el término “oriental” y ya no
se hace mención al hecho de que uno de los sirvientes era negro.
En Misterio en el Caribe se eliminó el pasaje en el que se decía que
un trabajador de un hotel de las indias occidentales tenía “dientes tan blancos
y encantadores”. También se eliminó la frase que, refiriéndose a uno de los
personajes, indicaba que poseía “un torso de mármol
negro como el que habría disfrutado un escultor”. Afortunadamente para Agatha
Christie nadie se ha ofendido hasta ahora por el hecho de que en sus novelas
existan asesinatos y misterios, de modo que algo de la trama se conservará.
Pero lo curioso es que esto
aparece apenas algunas semanas después del escándalo que se había generado a
propósito de la decisión que había tomado el sello británico Puffin Books sobre
la obra de otro clásico: Roald Dahl.
En este caso, fue tal el revuelo
que hasta el primer ministro Rishi Sunak y la reina consorte Camila Parker
Bowles se sumaron al repudio contra esta decisión editorial que, evidentemente,
subestima e infantiliza a sus lectores.
En la obra de Dahl, los lectores
sensibles, que siempre son sensibles a las mismas cosas, consideraron que el
personaje obeso de Charlie y la fábrica de chocolate ya no sería
nombrado como «gordo» (fat) sino como “enorme”. Suerte parecida le tocó al personaje
de Mrs. Twit que dejó de ser «fea y bestial» (ugly and beastly) para
ser solo “bestial”; por último, suponemos que los locos y los desquiciados que
leían a Dahl estarán satisfechos porque ambos términos se eliminaron por
completo de toda la obra, aunque, claro, deberíamos tomar en cuenta la
posibilidad de que se vean ofendidos por semejante omisión discriminatoria. Tanto
en el caso de Christie como en el de Dahl, la lista de censuras es más grande y
aquí apenas se han reproducido algunos de los ejemplos que circularon en medios
periodísticos.
Hoy no sabemos si la editorial de
Christie buscará alguna salida intermedia como sucedió en el caso de Dahl. Es
que, ante las enormes críticas recibidas, Puffin Books no tuvo mejor idea que,
finalmente, relanzar dos ediciones de la obra de Dahl: la original, sin
censura, y la reescrita para gente que pudiera ofenderse. Tampoco sabemos si
estas ediciones vendrán con alguna aclaración, de modo tal que el lector sepa
si está leyendo lo que el autor escribió o lo que la nueva moral quiere que lea.
Pero si tanto en éste como en
otros espacios hemos mencionado que una de las consecuencias de este tipo de
acciones es la creación de una sociedad más hipócrita en lugar de una deseada
sociedad más igualitaria, quisiera agregar otro aspecto, al menos curioso, en
relación al modo de reescribir la historia.
Trataré de explicarlo con uno de
los ejemplos mencionados: el caso del siervo que, de repente, “ha dejado” de
ser negro. Por supuesto que se trata de una ficción, pero Agatha Christie debe
haber incluido ese dato porque era significativo para la época y, a los fines
literarios, porque le daba verosimilitud. La razón es simple: se trataba de un
tiempo en el que los siervos eran negros y pido, por favor, que se me exima de
realizar un repaso por la historia de sojuzgamiento que todos conocemos y que
han padecido millones de ellos durante siglos.
Dicho esto, la pregunta sería:
¿qué bien se le hace al lector desprevenido que no sabe que la obra se ha
modificado? Supongamos que se trata de un lector negro que considera inauditas,
con razón, las condiciones a las que se vieron sometidos sus antepasados, sean
remotos o más cercanos: ¿Que la literatura elimine esas referencias es algo
deseable? En otras palabras, ¿estamos infantilizando al lector a punto tal que
consideramos mejor que ignore la verdad ante el riesgo de que ésta pudiera
ofenderlo? Asimismo, si bien se trata de literatura, la misma lógica podría
aplicarse a libros de historia, pues al fin de cuentas, si la verdad es menos
importante que los sentimientos de un lector, deberemos acostumbrarnos a la
reescritura de hechos históricos de modo tal que ningún miembro de una minoría
se sienta interpelado. Y lo que es peor, en la medida en que continúe esta
dinámica, en apenas un par de generaciones, les va a resultar difícil a quienes
dicen ser los representantes de las minorías oprimidas hoy, encontrar
justificación en el pasado para sus reivindicaciones actuales. Es que ya no
encontraremos ni gordos, ni negros, ni orientales, ni repugnantes, ni siervos
en ningún libro de modo que ese pasado de opresión acabará oculto por las
necesidades de los lectores sensibles del presente. Incluso hasta puede que,
absurdamente, las nuevas generaciones consideren que en el pasado estaban mucho
mejor que en este presente donde las presuntas desigualdades están a la vista.
La paradoja es tal que me
recuerda el final de aquel cuento de Jorge Luis Borges llamado “Utopía de un
hombre que está cansado”, aquel en el que ya no había historia y, por lo tanto,
ya nadie sabía quién había sido Hitler.
Para quienes no lo recuerden, un
personaje cuyas características se asemejan a las del propio Borges, viaja al
futuro y entabla un diálogo con un hombre que ha decidido suicidarse después de
haber vivido unos 400 años. Como les indicaba, este hombre del futuro pertenece
a una civilización para la cual la historia no cumplía ningún rol porque lo
único importante era el aquí y el ahora. Así, este visitante del presente le
pregunta si en el futuro en el que él habita existen museos y bibliotecas, y recibe la siguiente
respuesta: “No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías.
No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual
debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita”.
El hombre del futuro decide
suicidarse porque ésta era la única manera de acabar con la vida en tanto los
avances científicos habían hecho que la muerte involuntaria dejara de ser una
posibilidad. De aquí que, en el párrafo final, cuando el protagonista se dirige
al lugar donde dará fin a su vida, se afirme: “Es el crematorio - dijo alguien -. Adentro
está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era
Adolfo Hitler”.
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