Dejando de lado la poética
circunstancia por la cual el líder que lleva adelante un conjunto de políticas
públicas que meten miedo lleva como apellido “Temer”, la crisis política sin
fin por la que atraviesa Brasil tiene condimentos interesantes a tal punto que,
antes que referirme a los hechos por
todos conocidos, preferiría aprovechar el espacio para algunas reflexiones que
además pueden ser útiles para observar qué aspectos de lo que sucede en Brasil son
comparables con lo que sucede en la Argentina.
Si tomamos el manual
doñarosístico de Intratables, lo que sucede en Brasil es una demostración
obscena de la corrupción de la política. A simple vista no habría razones para
oponerse a ese diagnóstico pero el pensamiento siempre pretende ir un poco más
allá de lo que se observa a simple vista. Así, notaremos que “la clase
política” no es “la política” más allá de que todo el tiempo pretenda
confundirse una con otra. Porque el hecho de que circunstancialmente existan en
Brasil, o en cualquier lugar del mundo, dirigentes políticos corruptos, no
significa que “la política” sea esencialmente corrupta. En todo caso, el ejemplo
brasileño es bueno para mostrar la connivencia entre políticos corruptos y
empresarios corruptos; o entre políticos corruptos y periodistas corruptos que
montaron una campaña destituyente contra el gobierno del PT y cuando tienen que
poner la cara por el gobierno ilegítimo al que ayudaron a instalar, miran al
costado para decir “¡qué barbaridad estos políticos!”. También el caso
brasileño es interesante para discutir el financiamiento de la política,
discusión que suele eludirse porque es muy incómoda incluso para los propios
periodistas en tanto buena parte del dinero que circula en negro en torno a las
campañas va dirigido a los periodistas que “subalquilan” sus espacios para
solapadamente favorecer al candidato que más dinero acerca. Pero además, para
afrontar tal discusión, habría que ser menos hipócritas y denunciar también las
consecuencias del pensamiento oenegista de la transparencia que casualmente
considera que el problema siempre es el Estado. En otras palabras, generar los
mecanismos institucionales para blanquear cómo se financia la política de modo
tal que ésta no quede a merced de los aportes en negro de sectores
empresariales que apuestan a quienes puedan representar sus intereses, es un
tema que debe encararse sin los vicios de las ONG que piden transparencia
siempre, salvo cuando se trata de transparentar su propio financiamiento.
En lo que respecta a los paralelismos entre el
gobierno de Temer y el de Macri, cabe decir que los hay aunque con un claro
límite: el de Macri es un gobierno con legitimidad de origen. El de Temer no.
Eso deja de manifiesto que el plan continental para acabar con la larga década
populista vino, en el mejor de los casos, por la vía electoral y, en el peor de
los casos, por la vía destituyente del poder judicial. En este sentido, no
olvidemos que en las elecciones en Brasil, Venezuela, Argentina, Ecuador y en
el referéndum en Bolivia, los resultados fueron prácticamente de empate, un
voto más para un lado o un voto más para el otro. Es decir que el dispositivo
antipopular del continente logró buenos resultados más allá de que en el único
país donde logró ganar en las urnas fue en Argentina (además, claro, del
referéndum en Bolivia). Pero en lo que respecta a sus políticas, de signo
neoliberal, el programa no supone grandes diferencias y en las similitudes no
me estoy refiriendo a la aparición vergonzosa de casos de corrupción en una y
otra administración. En otras palabras, los casos de corrupción afloran día a
día en la gestión de Temer y Macri pero no es eso lo que debería
importarnos.
De hecho, una trampa del
pensamiento de la corrección política es atacar al neoliberalismo por su
corrupción y no por su neoliberalismo. ¿Lo digo de otra manera? A Temer
critiquémoslo por su plan de gobierno, aquel que, por ejemplo, avanza en una
reforma del sistema jubilatorio. Si lo criticamos por otras razones, repetiremos
lo que los heraldos de la corrección política hacían en los 90: criticaban la
corrupción de las privatizaciones en vez de criticar las propias
privatizaciones. Por si no queda claro: el saqueo fueron las privatizaciones y
no las formas corruptas con las que éstas se llevaron a cabo. Porque a
diferencia de los gobiernos populares, cuyo costado más oscuro se da en los
eventuales casos de corrupción, es decir, en aquello que se hace por “izquierda”,
de manera ilegal, en los gobiernos neoliberales, lo criticable no está tanto en
sus casos de corrupción, esto es, en lo que hacen ilegalmente, sino en lo que
hacen legalmente. Esto significa que hay que poner atención en las
modificaciones estructurales e institucionales que estos gobiernos realizan
mucho más que en los eventuales afanos. Porque los afanos son ínfimos al lado
del padecimiento que generan las acciones y las políticas públicas que se hacen
con todo el apoyo y fundamento de la ley. Esa es la clave: el neoliberalismo
tiene una justificación legal para su saqueo. No necesita hacerlo ilegalmente,
más allá de que tampoco se priva de esa oportunidad. Por eso la destrucción del
Estado no se hace ilegalmente sino de manera estrictamente legal e, incluso, en
algunos casos, hasta con apoyo popular. En este sentido, la gran perversión es
que el neoliberalismo es, esencialmente, “tudo
legal”.
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