Y con la resaca a
cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor
cura a sus misas/ Se despertó el bien y el mal, la zorra pobre al portal, la
zorra rica al rosal y el avaro a sus divisas. (Joan Manuel Serrat)
En el último mes, referentes del establishment
financiero mundial publicaron sendas notas en las que se ocupan de la
actualidad económica de la Argentina. Entre las más sobresalientes está la crónica
del viaje que realizara por nuestro país Mary Anastasia O´Grady, periodista de Wall Street Journal, y que el diario La Nación tuvo la gentileza de publicar
el 13 de enero último. El texto en cuestión tiene pasajes de antología y se
destaca incluso por sus destellos poéticos. Por mencionar uno de los más conmovedores
tómese el siguiente: “La infraestructura de la ciudad [de
Buenos Aires] también parecía abatida. Los amplios bulevares y grandiosos
edificios del siglo XIX están cansados y roñosos y las calles huelen mal. Los
grafitis enardecidos y los afiches hechos tiras desfiguran las paredes, lo que
intensifica una sensación generalizada de decadencia sin ley. Destruir la
riqueza de una nación demora un largo tiempo, pero una década de kirchnerismo,
de gobiernos encabezados por Néstor Kirchner y su actual viuda Cristina
Fernández de Kirchner, parece estar lográndolo. (…) Cuando un país sufre
disturbios, saqueos, cortes de electricidad y una inflación galopante, lo
normal es que las personas libres busquen que sus líderes restauren la calma y
el orden.”
Es difícil comprender a qué refiere la periodista cuando habla de la
supuesta riqueza de la nación perdida en la última década pues una aritmética
rápida nos lleva al año 2003, año en que el gobierno de Duhalde se tuvo que
retirar antes de tiempo y en el que se estaban pagando los costos sociales de
una devaluación enorme tras la crisis generada por las políticas que el Wall Street Journal apoyó y sigue
apoyando sin ningún mínimo conato de autocrítica.
Pero más cerca en el tiempo, el 1 de febrero para ser más precisos, la
revista inglesa The Economist dedica
un editorial a los casos de Argentina y Venezuela con un título tan trillado
como elocuente: “La fiesta ha terminado”. Uno de sus párrafos resume el sentido
del artículo: “La Argentina y Venezuela han estado viviendo prósperamente
durante años, gastando despreocupadamente las ganancias de un irrepetible boom de commodities (petróleo en Venezuela, soja en la Argentina). Ambos
han recurrido a intervenciones de los bancos centrales y a controles
administrativos para evitar que tasas cambiarias sobrevaluadas caigan y que la
inflación crezca. Ambos enfrentan ahora un castigo merecido”.
Expuesto esto
quiero detenerme en aquella referencia al final de una supuesta fiesta. No para
desmentirlo con un análisis económico sino para marcar ciertas paradojas y
algunas consecuentes perplejidades.
Porque los
referentes del pensamiento conservador siempre han intentado vincular las
políticas de fuerte regulación estatal, énfasis en el mercado interno e
inclusión social, con la idea de “fiesta”. Pero, claro está, no hacen
referencia a nada que sea digno de festejar. Más bien todo lo contrario: se
trata de asociar este tipo de políticas a “la otra cara” de una fiesta.
Listemos tales características
negativas. En primer lugar, una fiesta está asociada a los excesos, a la
exageración, a la pasión dionisíaca y a la irracionalidad. Esto hace que en
muchos casos las consecuencias se paguen al día siguiente con la famosa resaca
o teniéndose que arrepentir de algunas acciones que el milagro de la tecnología
permite capturar en forma de video para deleite de propios y extraños. A su
vez, en segundo lugar, la diferencia entre lo que sucede durante la fiesta y lo
que sucede al otro día muestra que el momento del festejo es una anomalía, un
hecho fuera de lo normal. Es más, podría decirse, que una fiesta es tal,
justamente, por su condición de excepcionalidad, lo cual permite que se aflojen
las inhibiciones cotidianas. Dicho en otras palabras: hay fiesta porque en la
mayoría de nuestros días vivimos en un estado de “no fiesta”. De esto se sigue
que la noción de fiesta está asociada a una dimensión temporal: la fiesta no
puede ser permanente, debe acotarse en el tiempo para constituirse como tal.
Tras este
breve comentario parece claro por qué ciertos sectores del establishment
recurren al latiguillo de la “fiesta” para referirse a las políticas de los
gobiernos que denominan “populistas”: de lo que se trata es de hacer ver a la
inclusión de una enorme cantidad de ciudadanos dentro de la cobertura de
derechos básicos y bienes materiales como un “momento” de despilfarro, de
exceso, que luego debe volver a un supuesto cauce de normalidad. Tal
normalidad, claro está, es la de las políticas de ajuste que profundizan la
desigualdad y se encuentran al servicio, no de una economía libre, sino de una
economía dirigida (por las grandes capitales). Desde esta perspectiva, la
inflación sería el síntoma del exceso (como lo es la resaca cuando se bebe
demasiado) y se pasa por alto la mención al modo en que la especulación de unos
pocos explica una buena parte de los aumentos en los precios.
Pero en la
introducción le adelantaba la mención de algunas perplejidades y con esto me
refería a la paradójica situación de un discurso que exige austeridad en el
gasto público al tiempo que incentiva los estímulos para un consumo
desenfrenado del ciudadano medio individual. En otras palabras, el clima
cultural del capitalismo del siglo XXI constituye tipologías de consumidores
cada vez más específicos pero con un patrón común: no parar de consumir. Se
trata de una cultura hedonista en la que se estimula un constante estado de
fiesta (de consumo) o, lo que es lo mismo, que en el día a día cotidiano el
consumo desenfrenado se transforme en una habitualidad y, sobre todo, en una
necesidad. El mensaje para el consumidor individual no es el de la austeridad.
Ni siquiera es el de gastar lo mismo que entra. Es el de seguir consumiendo aun
endeudándose. Claro que a los gobiernos también se los controla obligándolos a
endeudarse pero la contrapartida es que el prestamista impone las condiciones
de austeridad recortando los gastos supuestamente superfluos, esto es, aquellos
vinculados a lo social. Este mensaje no podría reproducirse en el plano
individual pues sería difícil encontrar una publicidad que cínicamente afirme
que para seguir consumiendo usted debe dejar de invertir en, por ejemplo, su
salud, su educación, su techo y su cultura. Pero hay mensajes que van en esa
línea con apenas una pizca más de sofisticación. Descifrar tales mensajes y sus
inoculadores no es tan fácil como pareciese. De aquí que hay que estar muy
atentos pues dicen por allí que el orden conservador que ha tenido gran éxito
económico, (incluso durante los 10 años de la “fiesta populista”), pero ha sido
incapaz de mantener ubicuamente su hegemonía ideológica, está ansioso de armar su
fiesta, esto es, una fiesta exclusiva a la que no estarán invitados ni usted,
ni yo ni la mayoría de los argentinos.
1 comentario:
Tu nota me parece muy esclarecedora, especialmente en lo referente al concepto de "fiesta", y al consumo "individualista".
Gracias
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