Estados Unidos,
elecciones presidenciales 2012. La campaña que redundaría en la reelección de
Obama trae una novedad revolucionaria: ingenieros de Google, Twitter, Facebook
y otras empresas de Silicon Valley trabajarían durante meses hasta 14 horas por
día para alcanzar un hito en lo que a comunicación política refiere,
probablemente, el sueño húmedo de cualquier dictadorzuelo bananero: conocer los
nombres de cada uno de los 69.456.897 de estadounidenses que habían votado por
el candidato demócrata en la elección anterior. No se trataba, claro está, de
violar las normas del cuarto oscuro sino de usar una tecnología con una
capacidad predictiva tal que la certeza sería total y permitiría dirigir
específicamente un determinado contenido propagandístico para contener a los
propios y seducir a los ajenos. Esa segmentación de la que hoy tanto se habla,
demostraba su potencialidad. Por cierto, claro está, Obama no era un hombre de
derecha.
Este dato, por
todos conocido, le sirve a Giuliano Da Empoli en su último libro, La hora de los depredadores, para
exponer la hipocresía de los demócratas que no solo nunca le pusieron límites a
las grandes tecnológicas, sino que fueron los primeros que se sirvieron de
ellas. Y todos sabemos: cuando lo hacía Obama era maravillarse con la
posibilidad que la tecnología brindaba para llegar al ciudadano e interpretarlo
mejor; cuando lo hace la derecha, es para manipular.
Varios años después, en
Argentina, el progresismo está descubriendo el problema de las redes sociales a
partir de un documental de Ofelia Fernández replicado por todos los medios y
los usuarios progresistas como una revelación a pesar de basarse punto por
punto en el libro La Generación ansiosa
de Jonathan Haidt, un psicólogo estadounidense que no es derecha pero que lleva
años criticando ferozmente las políticas woke a partir de las cuales tanto la
propia Ofelia Fernández, como quienes se cuelgan de ella, tomaron notoriedad
pública.
El progresismo tiene una tara
ideológica que no tiene la derecha: no puede afirmar que el pueblo se equivoca
porque eso lo ubicaría en un lugar incómodo de superioridad moral que el
progresismo ostenta y defiende, pero con culpa y en secreto, casi como
susurrándolo. La derecha, en cambio puede decirlo sin empacho. Es más brutal,
si bien a veces puede matizar con un “lo hacen engañados” o “por clientelismo”.
Ahora bien, si para el
progresismo, el pueblo nunca se equivoca, quedan dos opciones: hacer
autocrítica y reconocer que el pueblo elige a la derecha porque hoy interpreta
mejor los intereses de las mayorías, incluyendo los de los trabajadores; o afirmar
que el pueblo fue manipulado. Así, el progresismo siempre estaría en la correcto
y el pueblo no se equivocaría, pero, a diferencia de los líderes progresistas,
podría ser engañado por gente mala que odia. Y ya está. Asunto cerrado.
15 años atrás el eje estaba
puesto en los medios tradicionales que reproducían el sentido común neoliberal.
En aquel momento las redes sociales eran el espacio de la micromilitancia y de
dar la batalla contra el poder real y los fierros. La situación cambió y con la
hegemonía progresista en el discurso, las redes se transformaron en el espacio
de la reacción de la derecha, en algunos casos incluso contra las grandes
tecnológicas que, salvo en el caso de Musk, hasta el último triunfo de Trump,
eran los cancerberos del wokismo y la corrección política fomentando censuras e
impulsando escraches como parte de su negocio.
Y lo que parecía una reacción
extemporánea y marginal, de repente tuvo resultados concretos: el primer
triunfo de Trump, el Brexit… allí se instaló definitivamente el nuevo sentido
común progre: las redes están fomentando el odio, la polarización y las teorías
conspirativas a favor de la derecha; los candidatos impresentables ganaban por
la posverdad y las campañas en Whatsapp y Tiktok. Tenemos ansiedad y no sabemos
si es por el cambio climático o porque siempre está a punto de venir el fascismo.
Tratamos de explicar, siempre explicar, y si es posible, en difícil. El
progresismo comenzaba su etapa de contentarse con perder elecciones, pero ser
el ganador moral.
Sin embargo, claro, ahora tenemos
un problema extra: los triunfos de la derecha solían basarse en los apoyos de
las clases altas y las clases medias asustadas, en su mayoría adultos y adultos
mayores. Se sostenía empíricamente esto de “jóvenes de izquierda” que con los
años se van haciendo conservadores. Y de repente, la novedad: por primera vez
en varias décadas, los jóvenes son más conservadores que sus padres. El 68 de
Mayo (o El Mayo del 68 inverso): asistimos a una revolución generacional donde
los conservadores vuelven a ser los padres pero, esta vez, los padres son
conservadores de izquierda.
En Argentina, el peronismo les
permitió votar a los jóvenes de 16 suponiendo que ese sector de la población
nunca sería de derecha y les salió el tiro por la culata. Mencionemos además la
creación de una enorme fractura social entre varones y mujeres que solucionó
menos problemas de los que generó para, a la cuestión generacional, agregarle
la variante Género como predictor del voto (más progre entre las mujeres, más
conservador entre los varones).
Una opción podría ser haber hecho
un parate allí y pensar: ¿no estaremos haciendo algo mal, nosotros, los
progres? No. Preferible hablar de la reacción masculinista de los incels; de
los nenes de mamá sostenidos por sus padres; de pendejos que no entienden nada
y son individualistas y solucionistas tecnológicos con solidaridad peneana a
diferencia de las mujeres que están politizadas y son sororas para construir el
bien común. El voto de las mujeres por el progresismo sería un voto racional
pero el voto de los varones por la derecha sería una reacción de odio. Y lo
cierto es que es racional que las mujeres voten progresismo, al fin de cuentas,
están votando por sus intereses, ya que el progresismo ha hecho de la mujer y
las identidades sexuales (salvo la heterosexual), una bandera; como también
sería racional que los varones voten a la derecha si entienden que sus
problemáticas no son abordadas, a saber, altísimas tasas de suicidios, falta de
trabajo, brecha en la edad de jubilación, deserción escolar, menos egresados en
las universidades y presión patriarcal del todavía no extinto “macho proveedor”
en un contexto donde ya es casi imposible sostener a toda una familia, a lo
cual se le agrega la novedad de un clima social en el que el varón aparece como
un victimario esencial que no merece ni la presunción de inocencia. Detrás de
esa “reacción masculinista” seguramente se esconderán machistas, misóginos,
homofóbicos y mucha lacra de ese tenor, pero también gente razonable que puede
plantear dudas o debates y que automáticamente acaba siendo desacreditada por
su condición de varón gracias a este doble movimiento contradictorio en el que
las mujeres son empoderadas y víctimas a la vez. Se empoderan porque el
discurso de la igualdad y de la mujer moderna así lo requiere, pero se
victimizan para no poder ser cuestionadas y para poder posicionarse en el lugar
del acreedor eterno para el cual ningún derecho alcanza. El discurso de la igualdad
para ciertos sectores es como el horizonte: siempre se aleja un poco más y su
efectividad está en la instalación de su imposible cumplimiento.
Pero en vez de tratar de entender
el fenómeno se lo desacredita: el otro nunca puede tener buenas razones. Así
que vayamos un poquito atrás en el tiempo y echémosle la culpa al año 2010 y
sus alrededores, esto es, el momento en el que aparecieron los móviles con
cámara frontal para selfis y los botones de Me Gusta y Compartir. Y ya está de
nuevo. Estamos ansiosos porque el capitalismo es malo y porque nos manipula la
dopamina. Y como todos sabemos, la biología es de derecha.
A propósito del
wokismo, dice Da Empoli quien, por cierto, está muy lejos de ser un hombre de
derecha: “Para compensar su falta de valentía frente a los retos decisivos, los
abogados [refiriéndose a los miembros del partido demócrata] se lanzaron de
inmediato a una batalla por los derechos cada vez más dura que los ha llevado a
adoptar posiciones mucho más radicales que la mayoría de sus propios electores”.
Lo dice para luego agregar que el wokismo ha sido el combustible ideal para
alimentar la máquina del caos del populismo de derecha cuyo único real enemigo
sería la moderación y no la radicalización con eje en minorías que se plantea
por izquierda.
¿Debemos inferir
de esto la salida fácil de cargar sobre el progresismo toda la responsabilidad
por el regreso de la derecha? No, o en todo caso, si la respuesta es afirmativa
debería incluir el fracaso económico del progresismo. Dicho en otras palabras,
si los gobiernos progresistas hubieran gobernado mejor y hubieran creado mayor
bienestar para las mayorías, probablemente buena parte de lo aquí expuesto
hubiera quedado en un segundo plano, al menos para algún sector del electorado.
Pero la combinación de fracaso económico y una nueva casta de burócratas
dispuestos a una ingeniería social sin precedentes abrió el camino al ascenso
de líderes e idearios que, efectivamente, encontraron en las condiciones
objetivas del avance tecnológico, canales adecuados para su prédica y su
reacción.
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