En la disputa in crescendo que Milei tiene con los
medios de comunicación, desde hace algunas semanas, el presidente viene
difundiendo la idea de que no odiamos lo suficiente a los periodistas. Se trata
de una frase frecuentemente utilizada por los trumpistas, los cuales, cabe
aclararlo, tuvieron y tienen que lidiar contra una prensa que es mucho más
opositora que la prensa a la que enfrenta Milei.
La referencia a Trump, además,
viene al caso porque el encono contra el periodismo está presente en referentes
del populismo de derecha y las fuentes neorreaccionarias, desde Murray Rothbard,
pasando por Steve Bannon hasta Curtis Yarvin. Para decirlo en términos del
debate argentino: los periodistas serían parte de “la casta”, engranaje
esencial del poder real que impone condiciones al poder formal, el único
elegido por la vía democrática.
Con todo, para ser más precisos,
el presidente habla indistintamente de los periodistas en general y de los
“periodistas ensobrados”, lo cual comportaría una tensión ya que daría a
entender que el problema sería una parte del periodismo y no su totalidad. En
sus acciones, el presidente parece estar más cómodo con esta última idea pues
suele brindar entrevistas a un grupo selecto de periodistas los cuales, podemos
sospechar, son considerados “no ensobrados”, si bien son tan poquitos que,
evidentemente, parecen ser una excepción.
Asimismo, se da que los
periodistas presuntamente no ensobrados son los que coinciden ideológicamente
con el presidente, o los que, al menos, no lo incomodan con el sano ejercicio
de la repregunta, de lo cual se seguiría que el “ensobramiento” pareciera
funcionar como una categoría ideológica antes que moral: son ensobrados los que no piensan como yo. El
problema, claro está, es que, en el presidente, las diferencias ideológicas
muchas veces se confunden con diferencias morales.
Dicho esto, y a favor de Milei,
en todo caso, cabe mencionar que no hay aquí ninguna novedad: pensemos si no en
esta idea de “nadie es kirchnerista gratis”, algo que luego los kirchneristas
han utilizado contra los no kirchneristas, los cuales serían, o bien venales
individualistas o, en el mejor de los casos, idiotas manipulables.
Los republicanos, pero, sobre
todo, los periodistas, afirman que el ataque contra ellos es propio de los
populistas y con ello agrupan al mileísmo y al kirchnerismo en un mismo
paquete. No les falta razón en su caracterización del populismo, por cierto,
más allá de que en la indiferenciación y en la distinción maniquea, se manejan,
como siempre, de manera corporativa. Es que si contra Menem estábamos mejor y
contra Cristina estábamos incómodos porque nos corrían por izquierda, contra
Milei estamos mejor que nunca porque somos víctimas del más malo del mundo, el
incorrecto perfecto, el puteador y discriminador de las agendas minoritarias
que el buenismo debe defender.
Ahora bien, todos sabemos que el
análisis de los medios y del periodismo abandona los claustros universitarios y
se transforma en un tema de la agenda pública a partir del conflicto con las
patronales del campo, con 678 como símbolo y nave insignia. No es este el
espacio para discutir el programa, si bien cabe mencionar que los intentos de
reducir 678 a emblema de periodismo oficialista no buscan otra cosa que pasar
por alto lo que resultaba indigerible para el establishment periodístico. En
otras palabras, el diferencial de 678 no fue su evidente y nunca ocultado
“kirchnerismo” (al fin de cuentas, programas oficialistas habían existido mucho
antes y seguirán existiendo), sino el hecho de haber mostrado los hilos del
entramado de poder del cual forma parte el periodismo. A veces lo hizo mejor, a
veces peor, a veces con repeticiones excesivas, a veces con maniqueísmos, pero
no hubo otro dispositivo comunicacional que diera en el punto de flotación del
periodismo como lo hizo 678. Desde la existencia de ese programa nada volvió a
ser igual para los periodistas y la estigmatización consecuente sobre esa
experiencia televisiva, es proporcional al daño infligido. ¿Contra quién?
Contra una verdadera casta de presuntos intermediarios entre la realidad y la
audiencia que presumían de neutralidad y objetividad, sea por ingenuos, sea por
cínicos.
Pero incluso al interior de 678
el debate se mantuvo abierto. Para decirlo de manera esquemática, una mitad del
panel creía que el periodismo podía salvarse, que había una forma correcta de
hacer periodismo, (distinta a la de “la corpo”, claro), de lo cual se seguía
que los Verbitskys eran buenos y los Lanatas eran malos; la otra mitad del
panel, por su parte, iba por momentos algo más allá para poner en tela de
juicio el lugar del periodismo en general.
A esto debemos agregar que,
lamentablemente, en el barullo de aquel debate y en el fragor de una disputa
pública diaria, acabó imponiéndose, probablemente, me atrevería a decir, a
costa de lo que pensaba todo, o casi todo, el panel, la idea de que el buen
periodismo era el periodismo militante. Por si esto no alcanzara, entre los
propios que no entendían y los ajenos que tergiversaban, por vivos o por tontos,
se instaló que el periodismo militante era aquel que militaba la causa
(correcta) y que, en tanto tal, frente a una realidad incómoda, debía
sacrificar la verdad en pos del beneficio de la facción. No es falso que buena
parte de la militancia lo pensara así, pero, hay que decirlo, como definición
de periodismo es una mierda. Recuerdo en aquel momento haberlo escrito: mostrar
que todo periodista habla desde un determinado lugar, con sus intereses, su
ideología, etc., no puede derivar en que el periodismo se reduzca a comunicar
la realidad que nos conviene. Es más, el hecho de que la neutralidad o la
objetividad sean, por definición, inalcanzables, tampoco implica que debamos
renunciar a ellas. Aun pidiendo disculpas por la segunda autorreferencia, sigo
creyendo que la mejor figura para describir la labor del periodista es la de
Sísifo, aquel condenado a llevar una piedra pesada hasta la cima de la montaña
sabiendo que antes de llegar siempre se le va a caer. Así, la condena es la
conciencia del esfuerzo inútil por alcanzar esa objetividad (la cima), pero no
debe suponer nunca una renuncia a intentar acercarse lo más posible a ella.
Sin embargo, les comentaba que
una mitad del panel hacía énfasis en el periodismo en general advirtiendo que
la división entre “buenos” y “malos” era, al menos, problemática. Allí aparecía
otra discusión más interesante y que apuntaba a otro de los estandartes del
periodismo: su rol como gendarmes y mediadores necesarios para la buena salud
de la república democrática.
Creo que en ese punto el debate
se hacía más profundo porque lo que se exponía es que había en el periodismo
una pretensión de representación que disputaba con la representación de la
política. El periodista, así, no solo representaría y contaría la realidad tal
cual es, siendo solo un médium neutral entre la verdad y la audiencia, sino que
también representaría lo que “la gente dice/piensa/necesita”. De hecho, es usual
escuchar periodistas afirmar “a nosotros nos eligen todos los días” para
distinguirse de los políticos que son elegidos cada dos o cuatro años. El punto
es que para poder sostener ese lugar privilegiado que ninguna otra profesión
ostenta, el periodista necesita instalar que no pertenece a una facción, que no
representa a una parte. Caso contrario, jugaría en el mismo barro de la
política. Eso es, entonces, lo que buena parte del periodismo, desde Página 12 hasta Clarín, no le perdonó a 678: la exposición de que ellos también
pertenecen a una parte y que, si representan algo, solo representan a esa, su facción.
A su vez, nótese que esta
perspectiva podría interpretarse a favor de los que ven en el mileísmo y en el
kirchnerismo dos formas de populismo, por derecha y por izquierda,
respectivamente. No están del todo errados si entendemos por populismo esta
idea de buscar una relación sin mediaciones entre el líder y el pueblo. Sin
embargo, desde un punto de vista, llamemos, “doctrinal”, el kirchnerismo tiene
una ventaja con el mileísmo en este punto, en el sentido de que la crítica al
periodismo como representante del pueblo viene acompañado de la revalorización
de la política como único espacio de representación popular a través de
elecciones que no serán diarias pero que son, o deberían ser, algo más
profundas y racionales que la decisión de hacer zapping. Que la mayoría de
nuestros políticos no estén a la altura y que su inoperancia explique la
llegada de Milei es otra cosa, pero lo cierto es que, en la política, cabe
decirlo, están representadas todas las partes, no solo las del gobierno de
turno.
Para Milei, en cambio, la
política es la casta, una categoría directamente moral ya y, en ese sentido, la
ausencia de toda mediación, sea la del periodismo, sea la de otras
instituciones o instancias, establecería una relación directa, ya no con toda
la diversidad de ideas y posicionamientos representados en la política, sino
con una sola postura. ¿Cuál? La del líder, claro, aquel que ha sido elegido, no
solo por el voto popular sino también, como si con esto no alcanzara, por las
infalibles fuerzas del cielo.
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