martes, 3 de diciembre de 2024

Lo nuevo de Guy Standing: menos tiempo es menos democracia (publicado el 2.12.24 en www.theobjective.com)

 

Resulta paradójico, pero es probable que la experiencia global del confinamiento, más que una reflexión acerca del espacio y el encierro, haya sido la principal causa de una importante cantidad de publicaciones acerca del tiempo. No es para menos, pues, en ese encierro, lo que verdaderamente se nos hizo carne a todos, para bien o para mal, es cuán subjetiva es la relación que establecemos con el reloj y, sobre todo, el modo en que el trabajo nos organiza la vida.

Si a esta experiencia disruptiva la combinamos con este mal de época que es la sensación, más o menos objetiva, de que el día no nos alcanza para hacer todo lo que tenemos que hacer, La política del tiempo, la última publicación del economista británico Guy Standing, viene a ofrecernos algunas respuestas y a realizar un aporte original, al menos en lo que refiere al diagnóstico.  

Para Standing, las mayorías han perdido el control del tiempo de modo que una política verdaderamente emancipadora debe enfocarse allí si es que pretende una transformación profunda y duradera.

Para ello, el autor recurre a dos distinciones griegas que serán clave. La primera es la diferenciación entre el trabajo para un otro (lo laboral) y el trabajo independiente, y la segunda será la distinción entre el ocio y el recreo.    

“La ciudadanía de la antigua Grecia dividía el uso del tiempo en cinco tipos de actividad: la laboral (labour, en inglés), la del trabajo en un sentido más general o independiente (work, en inglés), la del ocio, la del juego y la de la ergía (o contemplación). Los ciudadanos consideraban inapropiada para ellos –por inferior a su condición- la primera de todas: de las labores que servían para asegurar la subsistencia ya se encargaban los banausoi (los trabajadores manuales y los artesanos) los metecos (los extranjeros residentes) y los esclavos”.

Los ciudadanos atenienses, entonces, no laboreaban. Sin embargo, sí trabajaban, concepto que incluía actividades en el hogar, la ayuda a parientes y amigos y, sobre todo, la participación en los asuntos públicos. En un aspecto muy interesante para los debates actuales, para un ciudadano griego, las tareas de cuidado en el hogar eran trabajo, como también lo era estudiar, recibir una formación militar, ser jurado, participar en rituales religiosos públicos o asistir a actividades vinculadas a la poesía, el teatro o la música.

Esto que al mundo contemporáneo le suena tan extraño, se comprende a partir de la segunda distinción antes mencionada. Es que para nosotros, en la actualidad, el ocio es sinónimo de entretenimiento, incluso de consumo. Pero este no era el caso para los griegos porque el ocio era visto como skholé, un término que incluye la idea de educación y de participación en la cosa pública. Naturalmente, los griegos tenían sus tiempos de recreo, pero, estrictamente hablando, el ocio poseía un rol formativo tal como lo tenían, por ejemplo, las grandes tragedias, cuya principal función no era la de entretener sino la de educar en valores. El ideal del buen ciudadano, entonces, no era laborar, en el sentido de dar su tiempo a otro, sino trabajar y volcar su tiempo a los asuntos de la polis.

En este punto, claro está, el lector se preguntará qué ha ocurrido para que nos hayamos alejado tanto de los griegos. La respuesta está en un largo proceso de fetichización del trabajo entendido como labour, esto es, trabajar y vender nuestro tiempo a otro. Aquí la mirada de Standing es revolucionaria y acusa tanto a la derecha como a la izquierda de haber sucumbido a la idea del pleno empleo, el derecho al trabajo (labour) o la actividad laboral como organizadora de la vida. Fue la ética protestante con su idea de la dignidad divina de la actividad laboral en el marco de la transformación del tiempo que propuso la sociedad industrial del siglo XIX la que aceleró las cosas y la que explica este “secuestro” de nuestro tiempo en la era posindustrial orientada a los servicios; y fue también el espíritu fordista el que paulatinamente instaló que el tiempo de ocio debía ser un espacio de recreo y consumo antes que una actividad de vinculación con la comunidad y de formación como ciudadano.        

La consecuencia de esta transformación está a la vista en la calidad de nuestras democracias:

“Si interpretamos el ocio como una actividad de recreo, entretenimiento y consumo privados, no solo lo despojamos de su lugar subversivo, solidario y público en el reparto de nuestro tiempo, sino que también estamos bendiciendo que el ocio entendido como skholé quede marginado hasta tal punto que la política pueda convertirse en una forma voluntaria y superficial de consumo en sí misma”.

Ahora bien, donde el texto deviene más sinuoso e idealista, en el peor sentido del término, es en el último capítulo, allí donde Standing pretende ofrecer propuestas concretas.

Según el autor, para recuperar el tiempo de asalariados, proletarios y de lo que él llama, el precariado, aquel sector caracterizado por una vida de incertidumbres no solo en materia laboral, la solución no es ofrecerles trabajo o reducir las horas de los que ya poseen. Más bien hay que redistribuir la renta y para ello hay que focalizarse en los rendimientos de la propiedad y de determinados activos.

Así, la distribución del capital rentístico debería dar lugar a un tema que Standing viene desarrollando desde hace tiempo y que es la idea de una Renta Básica Universal que otorgue al menos un mínimo de subsistencia que garantice a cada ciudadano evitar una vida de incertidumbre. Otra propuesta es acabar con lo que él considera es una oligarquía de acreedores que no solo condicionan la vida de los individuos sino de los propios Estados. En esta línea, la creación de un fondo procomunal creado a partir de nuevos y altos impuestos al capital rentístico y al extractivista que se beneficia de la explotación de los recursos naturales que pertenecen al conjunto de la población podría, según Standing, no solo contribuir a mejorar el ingreso de la Renta Básica sino promover un crecimiento ecológicamente sostenible.

Asimismo, haciendo una pirueta teórica para no ser acusado de decrecentista, propone dejar a un lado el PIB como criterio para evaluar el crecimiento de un país y reemplazarlo por un valor asignado al tiempo. Así, podríamos decir que un país “crece” pero corriéndonos de ese crecimiento que, para Standing, no es ecosostenible y deteriora la discusión pública:

“Lo que sí pueden hacer los Estados es recalibrar lo que se entiende por crecimiento. (…) Por ejemplo, si se atribuye un valor económico a los cuidados, un aumento de estos implica un incremento del crecimiento. Si se atribuye un valor económico a la participación en la educación, un aumento del tiempo dedicado a esta incrementaría el crecimiento”.

El impuesto a los pasajeros frecuentes, siguiendo la línea de perseguir las huellas de carbono individuales, el llamado a consumir solo materiales reciclables y una reivindicación del movimiento que llama a vivir más lento, sumado a la recuperación de los huertos familiares y la gestión colaborativa como formas de autosustento, son otras de las propuestas de Standing, en este caso, menos originales y con cierto hedor a propuestas realizadas desde el primer mundo para solucionar problemas del primer mundo.

En síntesis, Standing hace un llamado a robustecer una democracia deliberativa reivindicando valores y virtudes clásicas de la tradición republicana denunciando la forma en que los nuevos modos de producción capitalista afectaron el control del tiempo y, con ello, la calidad de la discusión democrática. Si bien es verdad que al momento de las propuestas el libro parece entrar en un terreno más cenagoso, la capacidad analítica de Standing al momento de desbrozar el desarrollo de los conceptos, bien merece una oportunidad.            

 

 

No hay comentarios: