Resulta paradójico, pero es
probable que la experiencia global del confinamiento, más que una reflexión
acerca del espacio y el encierro, haya sido la principal causa de una
importante cantidad de publicaciones acerca del tiempo. No es para menos, pues,
en ese encierro, lo que verdaderamente se nos hizo carne a todos, para bien o
para mal, es cuán subjetiva es la relación que establecemos con el reloj y,
sobre todo, el modo en que el trabajo nos organiza la vida.
Si a esta experiencia disruptiva
la combinamos con este mal de época que es la sensación, más o menos objetiva,
de que el día no nos alcanza para hacer todo lo que tenemos que hacer, La política del tiempo, la última
publicación del economista británico Guy Standing, viene a ofrecernos algunas
respuestas y a realizar un aporte original, al menos en lo que refiere al
diagnóstico.
Para Standing, las mayorías han
perdido el control del tiempo de modo que una política verdaderamente
emancipadora debe enfocarse allí si es que pretende una transformación profunda
y duradera.
Para ello, el autor recurre a dos
distinciones griegas que serán clave. La primera es la diferenciación entre el
trabajo para un otro (lo laboral) y el trabajo independiente, y la segunda será
la distinción entre el ocio y el recreo.
“La ciudadanía de la antigua
Grecia dividía el uso del tiempo en cinco tipos de actividad: la laboral (labour, en inglés), la del trabajo en un
sentido más general o independiente (work,
en inglés), la del ocio, la del juego y la de la ergía (o contemplación). Los ciudadanos consideraban inapropiada
para ellos –por inferior a su condición- la primera de todas: de las labores
que servían para asegurar la subsistencia ya se encargaban los banausoi (los trabajadores manuales y
los artesanos) los metecos (los extranjeros residentes) y los esclavos”.
Los ciudadanos atenienses,
entonces, no laboreaban. Sin embargo,
sí trabajaban, concepto que incluía
actividades en el hogar, la ayuda a parientes y amigos y, sobre todo, la
participación en los asuntos públicos. En un aspecto muy interesante para los
debates actuales, para un ciudadano griego, las tareas de cuidado en el hogar
eran trabajo, como también lo era estudiar, recibir una formación militar, ser
jurado, participar en rituales religiosos públicos o asistir a actividades
vinculadas a la poesía, el teatro o la música.
Esto que al mundo contemporáneo
le suena tan extraño, se comprende a partir de la segunda distinción antes
mencionada. Es que para nosotros, en la actualidad, el ocio es sinónimo de
entretenimiento, incluso de consumo. Pero este no era el caso para los griegos
porque el ocio era visto como skholé,
un término que incluye la idea de educación y de participación en la cosa
pública. Naturalmente, los griegos tenían sus tiempos de recreo, pero,
estrictamente hablando, el ocio poseía un rol formativo tal como lo tenían, por
ejemplo, las grandes tragedias, cuya principal función no era la de entretener
sino la de educar en valores. El ideal del buen ciudadano, entonces, no era laborar, en el sentido de dar su tiempo
a otro, sino trabajar y volcar su
tiempo a los asuntos de la polis.
En este punto, claro está, el
lector se preguntará qué ha ocurrido para que nos hayamos alejado tanto de los
griegos. La respuesta está en un largo proceso de fetichización del trabajo
entendido como labour, esto es, trabajar
y vender nuestro tiempo a otro. Aquí la mirada de Standing es revolucionaria y
acusa tanto a la derecha como a la izquierda de haber sucumbido a la idea del
pleno empleo, el derecho al trabajo (labour)
o la actividad laboral como organizadora de la vida. Fue la ética protestante
con su idea de la dignidad divina de la actividad laboral en el marco de la
transformación del tiempo que propuso la sociedad industrial del siglo XIX la
que aceleró las cosas y la que explica este “secuestro” de nuestro tiempo en la
era posindustrial orientada a los servicios; y fue también el espíritu fordista
el que paulatinamente instaló que el tiempo de ocio debía ser un espacio de
recreo y consumo antes que una actividad de vinculación con la comunidad y de
formación como ciudadano.
La consecuencia de esta
transformación está a la vista en la calidad de nuestras democracias:
“Si interpretamos el ocio como
una actividad de recreo, entretenimiento y consumo privados, no solo lo
despojamos de su lugar subversivo, solidario y público en el reparto de nuestro
tiempo, sino que también estamos bendiciendo que el ocio entendido como skholé quede marginado hasta tal punto
que la política pueda convertirse en una forma voluntaria y superficial de
consumo en sí misma”.
Ahora bien, donde el texto
deviene más sinuoso e idealista, en el peor sentido del término, es en el
último capítulo, allí donde Standing pretende ofrecer propuestas concretas.
Según el autor, para recuperar el
tiempo de asalariados, proletarios y de lo que él llama, el precariado, aquel sector caracterizado
por una vida de incertidumbres no solo en materia laboral, la solución no es
ofrecerles trabajo o reducir las horas de los que ya poseen. Más bien hay que
redistribuir la renta y para ello hay que focalizarse en los rendimientos de la
propiedad y de determinados activos.
Así, la distribución del capital
rentístico debería dar lugar a un tema que Standing viene desarrollando desde
hace tiempo y que es la idea de una Renta Básica Universal que otorgue al menos
un mínimo de subsistencia que garantice a cada ciudadano evitar una vida de
incertidumbre. Otra propuesta es acabar con lo que él considera es una
oligarquía de acreedores que no solo condicionan la vida de los individuos sino
de los propios Estados. En esta línea, la creación de un fondo procomunal
creado a partir de nuevos y altos impuestos al capital rentístico y al
extractivista que se beneficia de la explotación de los recursos naturales que
pertenecen al conjunto de la población podría, según Standing, no solo
contribuir a mejorar el ingreso de la Renta Básica sino promover un crecimiento
ecológicamente sostenible.
Asimismo, haciendo una pirueta
teórica para no ser acusado de decrecentista, propone dejar a un lado el PIB
como criterio para evaluar el crecimiento de un país y reemplazarlo por un
valor asignado al tiempo. Así, podríamos decir que un país “crece” pero
corriéndonos de ese crecimiento que, para Standing, no es ecosostenible y
deteriora la discusión pública:
“Lo que sí pueden hacer los
Estados es recalibrar lo que se entiende por crecimiento. (…) Por ejemplo, si
se atribuye un valor económico a los cuidados, un aumento de estos implica un
incremento del crecimiento. Si se atribuye un valor económico a la
participación en la educación, un aumento del tiempo dedicado a esta
incrementaría el crecimiento”.
El impuesto a los pasajeros
frecuentes, siguiendo la línea de perseguir las huellas de carbono
individuales, el llamado a consumir solo materiales reciclables y una reivindicación
del movimiento que llama a vivir más lento, sumado a la recuperación de los
huertos familiares y la gestión colaborativa como formas de autosustento, son
otras de las propuestas de Standing, en este caso, menos originales y con
cierto hedor a propuestas realizadas desde el primer mundo para solucionar problemas
del primer mundo.
En síntesis, Standing hace un
llamado a robustecer una democracia deliberativa reivindicando valores y
virtudes clásicas de la tradición republicana denunciando la forma en que los
nuevos modos de producción capitalista afectaron el control del tiempo y, con
ello, la calidad de la discusión democrática. Si bien es verdad que al momento
de las propuestas el libro parece entrar en un terreno más cenagoso, la
capacidad analítica de Standing al momento de desbrozar el desarrollo de los
conceptos, bien merece una oportunidad.
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