Imaginemos que en algún baúl de
recuerdos, de esos que todos tenemos en casa, encontramos las fotos de nuestros
abuelos; ahora imaginemos que ellos se ocuparon de escribir unas memorias para
sus nietos y que él fue gobernador de Kiev y ministro de educación del último
gabinete del Zar Nicolás II, y ella una princesa que nació en una casa legada a
la familia por Catalina la Grande a fines del siglo XVII. Si eres un buen
escritor, historiador y filósofo como Michael Ignatieff, y decides hacer un
libro con ese material, el resultado no puede ser más que una historia
fascinante. ¿Su título? El álbum ruso.
Una saga familiar entre la revolución, la guerra civil y el exilio.
Reconocido este mismo año en
España con el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, Ignatieff, canadiense
nacido en 1947 y discípulo de Isaiah Berlin, lleva casi cincuenta años de labor
académica entre las universidades más prestigiosas del mundo. Además, participó
activamente en la política local como líder del Partido Liberal en una
experiencia personal que bien supo narrar en otro libro magnífico: Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política.
Esta segunda edición de El álbum ruso, treinta siete años
después de la primera, tiene el valor adicional de permitirnos una lectura en
perspectiva tal como el autor expone en el nuevo prefacio. Es que, claro está, uno
de los ejes de la historia es una Ucrania que, al momento de la primera edición,
todavía era parte de la URSS; una Ucrania con identidad propia y que, al mismo
tiempo, tiene una historia común con
Rusia, lo que hace todavía más dramático asimilar el enfrentamiento actual.
Justamente es en Ucrania donde
los abuelos de Ignatieff tuvieron una finca desde 1860 hasta la revolución de
1917 y donde se encuentran enterrados los bisabuelos de él, más precisamente, en
una pequeña iglesia ortodoxa rusa perteneciente a un pueblo llamado
Krupoderyntsi, el cual se encuentra a unas tres horas al suroeste de Kiev.
La historia de los Ignatieff con
el zarismo venía de larga data. De hecho, con 19 años, el abuelo Paul había
ingresado en la guardia imperial como lo había hecho su padre, su abuelo y su
bisabuelo.
Precisamente su padre, Nicholas
Ignatieff, bisabuelo de Michael, fue el diplomático ruso que en 1878 participó
de las reuniones que concluyeron en el tratado que puso fin a la guerra entre
rusos y turcos, y jugó un rol clave en la creación de Bulgaria. Además, en
1860, fue el responsable de la negociación del tratado limítrofe de Amur-Ussuri
en el que se definió la frontera entre Rusia y China en la región del Pacífico
tal cual la conocemos hasta hoy. A propósito, el viejo Nicholas solía contar, a
manera de anécdota, que recorrió en seis semanas la distancia entre Pekín y San
Petersburgo para comunicarle la noticia al Zar. Sin embargo, en el trayecto fue
sorprendido por una tormenta de nieve en la llanura siberiana a la cual
sobrevivió pidiéndole a los jinetes cosacos que formaran un círculo con sus
caballos para así poder calentarse con el aliento de los mismos.
Con esa historia a cuestas, la
revolución bolchevique suponía los peores augurios.
“[Mis abuelos] nacieron en una
época en la que su pasado era su futuro. Era una vida predeterminada, no un
tejido cuya trama pudieran hilar ellos mismos. Crecieron en una época regida
por un protocolo de decoro familiar. Sus vidas acabarían en un exilio amorfo,
un tiempo sin futuro y un pasado suspendido fuera de todo alcance”.
Con todo, ese exilio amorfo fue
mejor que la muerte segura a la cual Paul pudo eludir gracias a la buena imagen
que había dejado en la población sus gestos alejados de toda pertenencia
aristocrática. En un periplo que supuso un escape de película a través del Mar
Negro y estadías provisorias en varias ciudades, finalmente Paul y Natasha,
junto a sus hijos pequeños, recalan en Canadá donde tienen la posibilidad de construir
una nueva vida.
Allí, los cuatro hijos formarán
familias por fuera de la comunidad rusa, en una decisión que muestra también
hasta qué punto el exilio generó una fractura con ese pasado. De hecho, George,
el padre de Michael, que al escapar con la familia de Rusia en 1919 contaba
apenas seis abriles, no frecuentaba los círculos de exiliados ni hablaba ruso
en la casa.
El vínculo entre Michael y George
permite a su vez introducirnos en otro aspecto central del libro que va más
allá de la historia en sí. Me refiero a las reflexiones que el autor realiza
sobre la memoria y la identidad.
Porque el lugar común, lo que uno
espera de un libro que intenta reconstruir una historia familiar, es una
reivindicación de los orígenes, la revalorización de las raíces. Y, sin embargo,
el enfoque es mucho más complejo.
“Yo tenía un pasado de
aventureros zaristas, supervivientes de revoluciones y exiliados heroicos.
Pero, cuanto más grande era mi necesidad de echar mano de ese pasado, más
fuerte se hacía la necesidad de renegar de él, de labrarme mi propio camino”.
Aparecen entonces los dos
aspectos: por un lado, la conciencia de que la identidad personal depende de la
continuidad que nos brinda la memoria y está atravesada por la historia
familiar como un pasado ineludible; sin embargo, por otro lado, esa identidad
es también fruto de decisiones libres que nos separan de esa historia. Esa
ambigüedad, ese cerrar un capítulo de la historia familiar para, a su vez,
independizarse de él y asumir su influencia relativa, atraviesa todo el libro y
explica la tensión que tenemos con las fotografías familiares.
Es que éstas son los únicos
objetos que, según Ignatieff, realizan la función religiosa de conectar a los
vivos con los muertos: a través de ellas nos damos cuenta que compartimos
rasgos, estilos, formas, gestos con nuestros antepasados, lo cual nos ubica en
un tiempo y en un espacio. La fotografía nos advierte que la identidad personal
es una creación que no se hace desde la nada sino sobre la base de una
materialidad donde juega lo genético, lo histórico y lo social.
“Esta es la razón por la cual las
viejas fotografías quedan confinadas en una vieja caja de zapatos en el último
cajón de la cómoda. Las necesitamos, pero no queremos oír sus
reivindicaciones”.
Este punto es por demás
interesante porque la fotografía, según Ignatieff, “documentan las heridas” y por
ello lastiman ese proceso trabajoso de la memoria por olvidar las cicatrices
del pasado. Así, las fotografías son clave para saber quiénes somos y, al mismo
tiempo, desafiando el olvido, irrumpen incomodando eso que somos. Esa es la
tensión constante que Ignatieff expresa haciendo un recorrido por una historia
de Rusia y de Ucrania que le es constitutiva pero, a la vez, completamente ajena,
como él mismo reconoce: “Soy un canadiense tan típico de su tiempo y de su
lugar de nacimiento, que me siento fraudulento en mi intento de asimilar la
evanescente experiencia de otra generación”.
El libro comienza con un
proverbio ruso que sirve como epígrafe y reza: “Si vives en el pasado perderás
un ojo. Si ignoras el pasado perderás los dos”. Abriéndole los ojos a ese
pasado y rindiéndole un homenaje a esos abuelos remotos, Ignatieff nos enseña
que conocer de dónde venimos es esencial para saber quiénes somos. Pero no para
romantizarlo, sino para ubicarlo y enfocar la mirada en un futuro donde,
sabiendo lo que somos, podamos elegir lo que queremos ser.
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