jueves, 31 de octubre de 2024

Identidad y memoria, el viaje al pasado de Michael Ignatieff (publicado el 26.10.24 en The Objective)

 

Imaginemos que en algún baúl de recuerdos, de esos que todos tenemos en casa, encontramos las fotos de nuestros abuelos; ahora imaginemos que ellos se ocuparon de escribir unas memorias para sus nietos y que él fue gobernador de Kiev y ministro de educación del último gabinete del Zar Nicolás II, y ella una princesa que nació en una casa legada a la familia por Catalina la Grande a fines del siglo XVII. Si eres un buen escritor, historiador y filósofo como Michael Ignatieff, y decides hacer un libro con ese material, el resultado no puede ser más que una historia fascinante. ¿Su título? El álbum ruso. Una saga familiar entre la revolución, la guerra civil y el exilio.

Reconocido este mismo año en España con el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, Ignatieff, canadiense nacido en 1947 y discípulo de Isaiah Berlin, lleva casi cincuenta años de labor académica entre las universidades más prestigiosas del mundo. Además, participó activamente en la política local como líder del Partido Liberal en una experiencia personal que bien supo narrar en otro libro magnífico: Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política.

Esta segunda edición de El álbum ruso, treinta siete años después de la primera, tiene el valor adicional de permitirnos una lectura en perspectiva tal como el autor expone en el nuevo prefacio. Es que, claro está, uno de los ejes de la historia es una Ucrania que, al momento de la primera edición, todavía era parte de la URSS; una Ucrania con identidad propia y que, al mismo tiempo, tiene una  historia común con Rusia, lo que hace todavía más dramático asimilar el enfrentamiento actual.

Justamente es en Ucrania donde los abuelos de Ignatieff tuvieron una finca desde 1860 hasta la revolución de 1917 y donde se encuentran enterrados los bisabuelos de él, más precisamente, en una pequeña iglesia ortodoxa rusa perteneciente a un pueblo llamado Krupoderyntsi, el cual se encuentra a unas tres horas al suroeste de Kiev.

La historia de los Ignatieff con el zarismo venía de larga data. De hecho, con 19 años, el abuelo Paul había ingresado en la guardia imperial como lo había hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo.

Precisamente su padre, Nicholas Ignatieff, bisabuelo de Michael, fue el diplomático ruso que en 1878 participó de las reuniones que concluyeron en el tratado que puso fin a la guerra entre rusos y turcos, y jugó un rol clave en la creación de Bulgaria. Además, en 1860, fue el responsable de la negociación del tratado limítrofe de Amur-Ussuri en el que se definió la frontera entre Rusia y China en la región del Pacífico tal cual la conocemos hasta hoy. A propósito, el viejo Nicholas solía contar, a manera de anécdota, que recorrió en seis semanas la distancia entre Pekín y San Petersburgo para comunicarle la noticia al Zar. Sin embargo, en el trayecto fue sorprendido por una tormenta de nieve en la llanura siberiana a la cual sobrevivió pidiéndole a los jinetes cosacos que formaran un círculo con sus caballos para así poder calentarse con el aliento de los mismos.   

Con esa historia a cuestas, la revolución bolchevique suponía los peores augurios.   

“[Mis abuelos] nacieron en una época en la que su pasado era su futuro. Era una vida predeterminada, no un tejido cuya trama pudieran hilar ellos mismos. Crecieron en una época regida por un protocolo de decoro familiar. Sus vidas acabarían en un exilio amorfo, un tiempo sin futuro y un pasado suspendido fuera de todo alcance”.

Con todo, ese exilio amorfo fue mejor que la muerte segura a la cual Paul pudo eludir gracias a la buena imagen que había dejado en la población sus gestos alejados de toda pertenencia aristocrática. En un periplo que supuso un escape de película a través del Mar Negro y estadías provisorias en varias ciudades, finalmente Paul y Natasha, junto a sus hijos pequeños, recalan en Canadá donde tienen la posibilidad de construir una nueva vida.

Allí, los cuatro hijos formarán familias por fuera de la comunidad rusa, en una decisión que muestra también hasta qué punto el exilio generó una fractura con ese pasado. De hecho, George, el padre de Michael, que al escapar con la familia de Rusia en 1919 contaba apenas seis abriles, no frecuentaba los círculos de exiliados ni hablaba ruso en la casa.  

El vínculo entre Michael y George permite a su vez introducirnos en otro aspecto central del libro que va más allá de la historia en sí. Me refiero a las reflexiones que el autor realiza sobre la memoria y la identidad.

Porque el lugar común, lo que uno espera de un libro que intenta reconstruir una historia familiar, es una reivindicación de los orígenes, la revalorización de las raíces. Y, sin embargo, el enfoque es mucho más complejo.

“Yo tenía un pasado de aventureros zaristas, supervivientes de revoluciones y exiliados heroicos. Pero, cuanto más grande era mi necesidad de echar mano de ese pasado, más fuerte se hacía la necesidad de renegar de él, de labrarme mi propio camino”.

Aparecen entonces los dos aspectos: por un lado, la conciencia de que la identidad personal depende de la continuidad que nos brinda la memoria y está atravesada por la historia familiar como un pasado ineludible; sin embargo, por otro lado, esa identidad es también fruto de decisiones libres que nos separan de esa historia. Esa ambigüedad, ese cerrar un capítulo de la historia familiar para, a su vez, independizarse de él y asumir su influencia relativa, atraviesa todo el libro y explica la tensión que tenemos con las fotografías familiares.

Es que éstas son los únicos objetos que, según Ignatieff, realizan la función religiosa de conectar a los vivos con los muertos: a través de ellas nos damos cuenta que compartimos rasgos, estilos, formas, gestos con nuestros antepasados, lo cual nos ubica en un tiempo y en un espacio. La fotografía nos advierte que la identidad personal es una creación que no se hace desde la nada sino sobre la base de una materialidad donde juega lo genético, lo histórico y lo social.   

“Esta es la razón por la cual las viejas fotografías quedan confinadas en una vieja caja de zapatos en el último cajón de la cómoda. Las necesitamos, pero no queremos oír sus reivindicaciones”.

Este punto es por demás interesante porque la fotografía, según Ignatieff, “documentan las heridas” y por ello lastiman ese proceso trabajoso de la memoria por olvidar las cicatrices del pasado. Así, las fotografías son clave para saber quiénes somos y, al mismo tiempo, desafiando el olvido, irrumpen incomodando eso que somos. Esa es la tensión constante que Ignatieff expresa haciendo un recorrido por una historia de Rusia y de Ucrania que le es constitutiva pero, a la vez, completamente ajena, como él mismo reconoce: “Soy un canadiense tan típico de su tiempo y de su lugar de nacimiento, que me siento fraudulento en mi intento de asimilar la evanescente experiencia de otra generación”.

El libro comienza con un proverbio ruso que sirve como epígrafe y reza: “Si vives en el pasado perderás un ojo. Si ignoras el pasado perderás los dos”. Abriéndole los ojos a ese pasado y rindiéndole un homenaje a esos abuelos remotos, Ignatieff nos enseña que conocer de dónde venimos es esencial para saber quiénes somos. Pero no para romantizarlo, sino para ubicarlo y enfocar la mirada en un futuro donde, sabiendo lo que somos, podamos elegir lo que queremos ser.    

 

 

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