jueves, 31 de octubre de 2024

Branko Milanovic: la desigualdad a través de la historia (publicado el 11.10.24 en The Objective)

 

Apenas algunos días atrás, en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se dio a conocer un nuevo informe de la ONG Oxfam Intermón acerca de la desigualdad en el mundo. Que el 1% más rico del planeta posee más riqueza que el 95% de la población mundial o que, a pesar de poseer el 79% de los habitantes de la Tierra, los países del Sur global solo cuentan con el 31% de la riqueza mundial, fueron algunos de los números que se expusieron. ¿Cuál fue la conclusión que se extrajo de aquí? Existe una suerte de nueva oligarquía global de ultrarricos y megaempresas que pone en jaque los esfuerzos globales en torno al cambio climático y a la mejora de la calidad de vida de las grandes mayorías.

Más allá de titulares, metodologías y modos en que se presentan los números al gran público, en los últimos años nos hemos acostumbrado a este tipo de informes y estudios, los cuales no eran abundantes algunas décadas atrás.

El porqué de este giro es uno de los ejes de Miradas sobre la desigualdad, del execonomista del Banco mundial y referente de la materia, Branko Milanovic, un libro en el que se sigue la evolución de las ideas sobre la desigualdad económica de los últimos dos siglos. Haciendo un fino equilibrio entre la divulgación y la precisión académica, Milanovic se posa en seis economistas, en particular, en aquellos pasajes de sus obras en los que se habla exclusivamente de la distribución de la renta y la desigualdad de ingresos. En ese cruce, por ejemplo, encuentra que Quesnay, Smith, Ricardo y Marx, consideran que la desigualdad es esencialmente un fenómeno de clase; que para Pareto la división clave es entre élite y resto de la población, y que, para Kuznets, la desigualdad se debe a las diferencias de ingresos entre las zonas rurales y las urbanas.

Se trata, entonces, de una verdadera historia del pensamiento económico en torno a la distribución de la renta que no pretende trazar una teleología ni una evolución, sino echar luz a una problemática que, por distintas razones, resultó bastante marginal hasta iniciado el nuevo siglo.

En este sentido, ¿por qué, por ejemplo, prácticamente no hubo estudios sobre desigualdad entre 1945 y 1990 ni en el mundo capitalista ni en los países socialistas?  

Empezando por estos últimos, más allá de que el secretismo y el control hacían casi imposible contar con datos que pudieran dar cuenta de las condiciones de distribución de la renta entre la población, lo cierto es que había un presupuesto ideológico más potente: si la desigualdad está asociada a la existencia de clases sociales y vivimos en países donde, eso se decía, al menos, las clases sociales han sido abolidas, estudiar la desigualdad sería, entonces, estudiar una problemática abstracta.

La situación no era muy distinta en Occidente, aunque, claro está, por otras razones. Más allá de que Milanovic señala el hecho no menor de la proliferación de fundaciones liberales y anarco capitalistas dispuestas a solventar determinado tipo de investigaciones en detrimento de otras, lo cierto es que, una vez más, el paradigma vigente, especialmente en Estados Unidos, lo explica todo. Efectivamente, el “sueño americano” es, también, en un sentido, una sociedad sin clases o con clases que no son determinantes porque, se supone, existe una movilidad social asociada al mérito. Los dos modelos, entonces, entendían que la desigualdad era un problema en extinción y competían, desde paradigmas opuestos, para demostrar cuál era el más igualitario y el menos clasista. 

¿Podría decirse, entonces, que, efectivamente, desde el fin de la segunda guerra mundial hasta la caída del Muro, el problema de la desigualdad era un asunto, llamemos, “menor”? Sí y no.

Si nos posamos en la situación detrás del telón de acero, Milanovic reconoce que la abolición de la propiedad privada es un aspecto que ayuda a disminuir la desigualdad. Sin embargo, como ya sabemos, las economías planificadas no dejaron de ser sociedades jerárquicas en las que los ingresos aumentaban cuanto más se ascendía en el partido y en el Estado. Nada mejor que repasar Animal Farm, de George Orwell, con su fábula acerca de los cerditos, para comprender de qué estamos hablando.

Con todo, no dejan de ser interesantes los pasajes que Milanovic dedica a distinguir las distintas formas que adoptó el paradigma socialista. Allí se puede mencionar a la socialdemocracia que, al fin de cuentas, aceptó la propiedad privada y al capitalismo; al modelo soviético donde había colectivización, centralización y planificación, pero también incentivos a los trabajadores en función del tipo de producción; y, por último, al marxismo maoísta que, por un lado, mantuvo las clases sociales, (obreros, campesinos, pequeños propietarios y “capitalistas patrióticos”), pero igualaba los salarios bajo el supuesto de que el trabajo debe hacerse por altruismo o deber patriótico. El caso chino, al menos el de la época de la “Revolución Cultural”, ofrece, entonces, para Milanovic, “una insólita combinación de extremismo igualitario y preservación formal de la sociedad de clases”.

En cuanto a Occidente, no hizo falta la caída de ningún muro para que la problemática de la desigualdad quedase expuesta. Bastó con la gran crisis de 2008.

En otras palabras, desde el fin de la guerra hasta mediados de los 60, Occidente era una fiesta: crecimiento a tasas insólitas; Estado de Bienestar; aumento de movilidad social y reducción drástica de la desigualdad medida desde distintas perspectivas. Sin embargo, en las décadas posteriores comenzaba a configurarse un proceso de concentración del capital inédito en la historia. Si este fenómeno recién hizo eclosión en 2008 fue porque previamente se sostuvo gracias a la gran burbuja de endeudamiento para clases medias y bajas. Pero, claro está, cuando llegó el crack, se descompuso la matrix y el prisionero salió de la caverna: la creación de riqueza del capitalismo se había repartido de manera inequitativa o, al menos, se había concentrado en pocas manos. ¿Cómo no van a surgir, en este contexto, una impresionante cantidad de estudios sobre desigualdad?

Este elemento es clave porque, aunque resulte obvio, Milanovic hace varias veces hincapié en el carácter histórico de este tipo de estudios y, lo más interesante, en el modo en que aquello que consideramos “justa distribución” varía no solo con los autores sino con las épocas. En este sentido, el autor advierte cómo, a diferencia de los economistas mencionados, quienes no tomaron en cuenta o lo hicieron de manera marginal, ahora no hay estudio que se permita dejar afuera las variables de género y raza al momento del análisis.  

Milanovic concluye el libro con una mirada optimista respecto al futuro inmediato en lo que respecta a los estudios sobre desigualdad, ya que se cuenta con distintas teorías y, sobre todo, con una enorme cantidad de material empírico para contrastarlas. Además, menciona que gracias a la influencia de autores heterodoxos o neomarxistas como los de la teoría de la dependencia, hoy se puede y se debería trabajar sobre tres niveles de análisis: el de la desigualdad entre los países, la desigualdad al interior de los mismos y la desigualdad global entre los ciudadanos del mundo. 

Se podrá acordar o no con esta perspectiva, pero el libro hace un aporte para un debate que es central en nuestras sociedades. Al fin de cuentas, dejando de lado fantasías trasnochadas de igualitarismos extremos, buena parte de las discusiones actuales entre derechas e izquierdas giran en torno a los criterios para determinar qué tipo de desigualdad es aceptable desde lo moral, lo político, lo económico o lo social. Entender que esa es una discusión que es posible dar y que esos criterios, al fin de cuentas, son históricos y, por lo tanto, pueden cambiar, no es un aporte que se pueda pasar por alto sin más.  

 

 

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