Apenas algunos días atrás, en el
marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se dio a conocer un nuevo
informe de la ONG Oxfam Intermón acerca de la desigualdad en el mundo. Que el
1% más rico del planeta posee más riqueza que el 95% de la población mundial o
que, a pesar de poseer el 79% de los habitantes de la Tierra, los países del
Sur global solo cuentan con el 31% de la riqueza mundial, fueron algunos de los
números que se expusieron. ¿Cuál fue la conclusión que se extrajo de aquí? Existe
una suerte de nueva oligarquía global de ultrarricos y megaempresas que pone en
jaque los esfuerzos globales en torno al cambio climático y a la mejora de la
calidad de vida de las grandes mayorías.
Más allá de titulares, metodologías
y modos en que se presentan los números al gran público, en los últimos años
nos hemos acostumbrado a este tipo de informes y estudios, los cuales no eran
abundantes algunas décadas atrás.
El porqué de este giro es uno de
los ejes de Miradas sobre la desigualdad,
del execonomista del Banco mundial y referente de la materia, Branko Milanovic,
un libro en el que se sigue la evolución de las ideas sobre la desigualdad
económica de los últimos dos siglos. Haciendo un fino equilibrio entre la
divulgación y la precisión académica, Milanovic se posa en seis economistas, en
particular, en aquellos pasajes de sus obras en los que se habla exclusivamente
de la distribución de la renta y la desigualdad de ingresos. En ese cruce, por
ejemplo, encuentra que Quesnay, Smith, Ricardo y Marx, consideran que la
desigualdad es esencialmente un fenómeno de clase; que para Pareto la división
clave es entre élite y resto de la población, y que, para Kuznets, la
desigualdad se debe a las diferencias de ingresos entre las zonas rurales y las
urbanas.
Se trata, entonces, de una
verdadera historia del pensamiento económico en torno a la distribución de la
renta que no pretende trazar una teleología ni una evolución, sino echar luz a
una problemática que, por distintas razones, resultó bastante marginal hasta
iniciado el nuevo siglo.
En este sentido, ¿por qué, por
ejemplo, prácticamente no hubo estudios sobre desigualdad entre 1945 y 1990 ni
en el mundo capitalista ni en los países socialistas?
Empezando por estos últimos, más
allá de que el secretismo y el control hacían casi imposible contar con datos
que pudieran dar cuenta de las condiciones de distribución de la renta entre la
población, lo cierto es que había un presupuesto ideológico más potente: si la
desigualdad está asociada a la existencia de clases sociales y vivimos en
países donde, eso se decía, al menos, las clases sociales han sido abolidas, estudiar
la desigualdad sería, entonces, estudiar una problemática abstracta.
La situación no era muy distinta
en Occidente, aunque, claro está, por otras razones. Más allá de que Milanovic
señala el hecho no menor de la proliferación de fundaciones liberales y anarco
capitalistas dispuestas a solventar determinado tipo de investigaciones en
detrimento de otras, lo cierto es que, una vez más, el paradigma vigente,
especialmente en Estados Unidos, lo explica todo. Efectivamente, el “sueño
americano” es, también, en un sentido, una sociedad sin clases o con clases que
no son determinantes porque, se supone, existe una movilidad social asociada al
mérito. Los dos modelos, entonces, entendían que la desigualdad era un problema
en extinción y competían, desde paradigmas opuestos, para demostrar cuál era el
más igualitario y el menos clasista.
¿Podría decirse, entonces, que,
efectivamente, desde el fin de la segunda guerra mundial hasta la caída del
Muro, el problema de la desigualdad era un asunto, llamemos, “menor”? Sí y no.
Si nos posamos en la situación
detrás del telón de acero, Milanovic reconoce que la abolición de la propiedad
privada es un aspecto que ayuda a disminuir la desigualdad. Sin embargo, como
ya sabemos, las economías planificadas no dejaron de ser sociedades jerárquicas
en las que los ingresos aumentaban cuanto más se ascendía en el partido y en el
Estado. Nada mejor que repasar Animal
Farm, de George Orwell, con su fábula acerca de los cerditos, para
comprender de qué estamos hablando.
Con todo, no dejan de ser
interesantes los pasajes que Milanovic dedica a distinguir las distintas formas
que adoptó el paradigma socialista. Allí se puede mencionar a la
socialdemocracia que, al fin de cuentas, aceptó la propiedad privada y al
capitalismo; al modelo soviético donde había colectivización, centralización y
planificación, pero también incentivos a los trabajadores en función del tipo
de producción; y, por último, al marxismo maoísta que, por un lado, mantuvo las
clases sociales, (obreros, campesinos, pequeños propietarios y “capitalistas
patrióticos”), pero igualaba los salarios bajo el supuesto de que el trabajo
debe hacerse por altruismo o deber patriótico. El caso chino, al menos el de la
época de la “Revolución Cultural”, ofrece, entonces, para Milanovic, “una
insólita combinación de extremismo igualitario y preservación formal de la
sociedad de clases”.
En cuanto a Occidente, no hizo
falta la caída de ningún muro para que la problemática de la desigualdad quedase
expuesta. Bastó con la gran crisis de 2008.
En otras palabras, desde el fin
de la guerra hasta mediados de los 60, Occidente era una fiesta: crecimiento a
tasas insólitas; Estado de Bienestar; aumento de movilidad social y reducción
drástica de la desigualdad medida desde distintas perspectivas. Sin embargo, en
las décadas posteriores comenzaba a configurarse un proceso de concentración
del capital inédito en la historia. Si este fenómeno recién hizo eclosión en
2008 fue porque previamente se sostuvo gracias a la gran burbuja de
endeudamiento para clases medias y bajas. Pero, claro está, cuando llegó el
crack, se descompuso la matrix y el prisionero salió de la caverna: la creación
de riqueza del capitalismo se había repartido de manera inequitativa o, al
menos, se había concentrado en pocas manos. ¿Cómo no van a surgir, en este
contexto, una impresionante cantidad de estudios sobre desigualdad?
Este elemento es clave porque,
aunque resulte obvio, Milanovic hace varias veces hincapié en el carácter
histórico de este tipo de estudios y, lo más interesante, en el modo en que
aquello que consideramos “justa distribución” varía no solo con los autores
sino con las épocas. En este sentido, el autor advierte cómo, a diferencia de
los economistas mencionados, quienes no tomaron en cuenta o lo hicieron de
manera marginal, ahora no hay estudio que se permita dejar afuera las variables
de género y raza al momento del análisis.
Milanovic concluye el libro con
una mirada optimista respecto al futuro inmediato en lo que respecta a los
estudios sobre desigualdad, ya que se cuenta con distintas teorías y, sobre
todo, con una enorme cantidad de material empírico para contrastarlas. Además,
menciona que gracias a la influencia de autores heterodoxos o neomarxistas como
los de la teoría de la dependencia, hoy se puede y se debería trabajar sobre
tres niveles de análisis: el de la desigualdad entre los países, la desigualdad
al interior de los mismos y la desigualdad global entre los ciudadanos del
mundo.
Se podrá acordar o no con esta
perspectiva, pero el libro hace un aporte para un debate que es central en
nuestras sociedades. Al fin de cuentas, dejando de lado fantasías trasnochadas
de igualitarismos extremos, buena parte de las discusiones actuales entre
derechas e izquierdas giran en torno a los criterios para determinar qué tipo
de desigualdad es aceptable desde lo moral, lo político, lo económico o lo
social. Entender que esa es una discusión que es posible dar y que esos
criterios, al fin de cuentas, son históricos y, por lo tanto, pueden cambiar,
no es un aporte que se pueda pasar por alto sin más.
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