Prácticamente toda discusión
pública en la actualidad se expresa en términos de víctimas y victimarios. Las
mujeres dicen ser víctimas de los varones, los negros de los blancos, los
homosexuales de los heterosexuales, los nativos de los conquistadores, los
discapacitados de los no-discapacitados, los inmigrantes de… La lista podría
continuar. Sin duda que hay hechos y razones para justificar esta perspectiva.
El mundo ha sido y es una fábrica de víctimas y en muchos casos esa condición
se vincula a la pertenencia a determinados colectivos pero pareciera que desde
hace ya unas décadas vivimos en el marco de una “cultura del victimismo”. Hay
varios autores de distintas tradiciones que vienen advirtiendo esto
especialmente en la medida en que las reivindicaciones de las izquierdas a lo
largo del mundo han adoptado las agendas identitarias en detrimento de las
disputas de clase pero hoy quisiera detenerme en un libro publicado en el año
2014. Su nombre es Crítica de la víctima
y su autor es el italiano Daniele Giglioli.
El título no debe entenderse
como un juicio de valor contra las víctimas reales sino como un intento por
reconocer cuáles son las características de esta cultura del victimismo y
establecer una delimitación entre las víctimas reales e imaginarias.
El primer párrafo del libro es
bastante elocuente y deja una enorme cantidad de elementos para discutir:
“La víctima es el héroe de
nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta
reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de
autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá
de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de
algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se
articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y
deseo de ser. No somos lo que hacemos sino lo que hemos padecido”.
¿Qué quiere significar
Giglioli con esta idea de que ser víctima confiere una identidad? Se trata de
un signo de los tiempos y de otra de las características que muestra la
transformación de las izquierdas después de la caída del muro: es que la
clásica pregunta por el “qué hacer”, una pregunta cuya respuesta siempre tenía
que ver con una acción transformadora del mundo, hoy ha sido reemplazada por el
“qué soy”. El “qué hacer” nos lleva hacia afuera y hacia la acción; el “qué soy”
nos lleva a la introspección y a indagar en el terreno de las propiedades
atribuibles al sujeto, a algo ya dado. Del “qué hacer” puede venir una
revolución; del “qué soy” pueden derivar muchas cosas pero también un manual de
autoayuda.
En este sentido no es casual
lo que muchos señalan en relación al regreso de la perimida idea de “delitos de
autor”, esto es, delitos donde no se juzga la acción en sí sino las
características de quien la realiza. Para los nazis, ser judío era un “delito anterior”
a cualquier acción que un judío pudiera realizar. Y hoy volvemos a ser testigos
de situaciones en las que antes que evaluar qué delito se cometió nos
preguntamos qué es quien lo cometió y qué es quien lo padeció. ¿Es un varón o
una mujer? ¿Un negro o un blanco? ¿Un hetero o un gay? ¿Un indígena o un
descendiente de conquistadores? El qué hizo queda en un segundo plano.
De esto se sigue un elemento
central que todavía no hemos mencionado: la cultura del victimismo supone que
la condición de ser víctima o victimario no es circunstancial sino esencial. No
se es víctima o victimario por algo que se haya padecido o se haya realizado
sino que, a priori, en función de a qué identidad se pertenezca, se forma parte
del bando de las víctimas o de los victimarios. Si usted ha nacido en una
familia de buen pasar, es un varón blanco, heterosexual y occidental cumple con
todas las condiciones para ser un victimario esencial. Sus privilegios pueden
incluso determinarse a priori y este es un punto a tener en cuenta porque, como
indica el propio Giglioli, dado que el concepto de “culpa” se ha secularizado
para devenir “deuda”, el castigo que debe recibir el privilegiado/victimario
esencial es una deuda eterna. Juega aquí también esta particular concepción por
la cual la condición de víctima y victimario se transmite de generación en
generación a tal punto que hoy alguien puede sentirse víctima de lo que padeció
un ancestro de su comunidad 600 años atrás. Estos reclamos buscan, claro está,
efectivizarse jurídicamente o en políticas públicas pero la idea de la
existencia de victimarios esenciales con deudas, por definición, inextinguibles,
permite comprender por qué muchas de las disputas de la actualidad se dan más
en internet que en la justicia. Lo que sucede es que la justicia puede
demostrar que una denuncia es falsa o aun cuando demostrara que la denuncia en
cuestión es verdadera, impondría una pena proporcional al delito. Esto
demostraría que todo individuo agresor no es un victimario esencial sino un
victimario circunstancial que debe cumplir una pena que, aun cuando fuera extensa,
tiene un límite en el tiempo. En cambio, cuando las acusaciones, denuncias,
etc. se dan en redes sociales o se replican en portales, el señalado pierde su
presunción de inocencia y automáticamente se le impone de hecho una pena que no
tiene proporción. Es una pena eterna porque quedará en el mundo virtual por
siempre como merece quien es considerado un victimario esencial. Si su ser es
el de un victimario esencial, usted tiene una deuda impagable y le corresponde
una pena eterna. Por eso hoy en muchos casos la lucha se da menos en sede
judicial que en la edición de wikipedia.
Volviendo al primer párrafo
citado de Giglioli y en conexión con lo que estamos desarrollando, aparece la
cuestión de cómo juega la problemática de la verdad en esta cultura del
victimismo. El italiano entiende que cuando alguien adquiere el status de
víctima queda inmune a toda crítica. Efectivamente, siempre ha sido así.
Incluso está extendida la idea de que “a una víctima se le perdona todo” y no
hay discusión racional posible allí. Esto se ve muy claro cuando un funcionario
lleva a la televisión datos de que bajó la delincuencia pero enfrente le ponen
al familiar de una persona, que acaba de ser asesinada, llorando y pidiendo
soluciones a lo que lamentablemente no tiene solución. Aquí se muestra que,
aunque a todas luces se trata de una falacia, la condición de víctima acaba
estableciendo una especie de relación directa con la verdad. Y esto resulta
bastante paradójico para tiempos posmodernos donde nos dicen que todo es
relativo, que toda mirada es una perspectiva, que los grandes relatos han
caído, etc. En realidad, la estructura de los grandes relatos, de la verdad con
mayúscula, de Dios, etc. no ha sido reemplazada y eso no es ni bueno ni malo en
sí mismo. Necesitamos creer en algo aun en los tiempos donde decimos no creer
en nada. Y en aquello en lo que creemos es en la víctima real o en cualquiera
que asuma públicamente su condición de víctima. Giglioli lo dice así: “Si el
criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo,
quien está con la víctima no se equivoca nunca”.
Esto también explica esta
suerte de abrazo colectivo inmediato que recibe quien es, o dice ser, víctima.
Por supuesto que no niego la enorme solidaridad humana pero no perdamos de
vista que apoyando a quien aparece como víctima muchos buscan, más bien, tener garantía
de verdad, tener garantía de estar en el lugar correcto en un mundo donde todo
es líquido. No lo hacen por ayudar al que padece. Lo hacen por ellos mismos,
más por debilidad que por empatía. Así dicen cosas como “ante la duda estoy con
la víctima” o “hay que acompañar a la víctima hasta que se expida la justicia”.
Claro que es la justicia la que finalmente determina quién es la víctima y
quizás quien decía ser víctima es el victimario. Pero eso es un detalle cuando
el yo necesita aferrarse a alguna certeza. Aun cuando la víctima no sea tal, lo
que importa es que, si aparece como tal, se garantiza inmunidad y relación
directa con la verdad. No sólo para ella sino también para todos los que la
apoyen. En ese sentido, la víctima es un Dios de los tiempos seculares.
Y como cuando hablamos de
“verdad” hablamos también de “poder” quisiera culminar con un breve desarrollo
a partir de esta frase de Giglioli: “La víctima es irresponsable, no responde
de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de
poder”.
Efectivamente, la cultura
del victimismo está erigiendo una nueva forma de poder irresistible, un poder
total que anula todo debate porque habla desde una verdad presuntamente
inapelable. Este nuevo poder es tan arrasador que hasta los propios poderosos
adoptan el lenguaje de la víctima para poder legitimarse. En un nuevo síntoma
de este giro de la tradición cínica que, como diría el filósofo alemán, Peter
Sloterdijk, ya no se ejerce contra sino desde el poder, hoy podemos escuchar a
millonarios europeos decir que son víctimas de los inmigrantes africanos; o a
individuos que pertenecen a algunas de las minorías antes mencionadas
presentarse como víctimas de un sistema que los ha ubicado en la elite mundial
económica, social, cultural, artística y políticamente hablando.
Esto muestra que,
paradójicamente, la retórica del victimismo no está empoderando a las
verdaderas víctimas sino generando una competencia en la cual las viejas elites
se acomodan y absorben a las figuras emergentes con discurso rebelde en la
medida en que entienden que esas reivindicaciones no ponen en tela de juicio
sus privilegios de clase. A propósito de
los liderazgos y los referentes, el propio Giglioli recuerda que, cuando Freud
hablaba de la psicología de las masas, resaltaba que lo que atraía de los
grandes líderes era su potencia; hoy en día se da exactamente al revés: se
celebra la impotencia, el padecimiento. No liderará quien haya realizado una
acción encomiable sino quien haya padecido una acción aberrante.
De aquí que el italiano se
anime a afirmar que nunca hemos vivido tiempos tan contrarrevolucionarios. Es
que la idea de revolución estuvo asociada siempre a valores modernos como el
sujeto activo, la responsabilidad, la potencia, mientras que la posmodernidad
viene a realzar sus opuestos: identidad anclada en el padecimiento propio o
ancestral, pasividad e impotencia, ausencia de responsabilidad, etc. Si la
modernidad, de la mano del prusiano Immanuel Kant, era una apuesta por
abandonar la minoría de edad, la posmodernidad parece una era en la que
volvemos a pedir tutelaje y donde se nos pretende anclar en la cárcel de una
identidad fija predeterminada por un padecimiento como si lo que somos y
nuestro destino estuviera marcado para siempre.
Un clima de época en el que
el “qué hacer” es reemplazado por el “qué soy”, con un mundo que se divide
entre víctimas y victimarios esenciales y una verdad irresistible accesible
sólo a los que han padecido una injusticia, avanza a pasos acelerados. El
cambio cultural se percibe y comienza a tener incidencia directa en diseños
institucionales y en políticas estatales. Se auguran tiempos conflictivos pero
sobre todo tiempos paradójicos en los que el triunfo de la cultura victimista
podrá ser una buena noticia para algunos pero nunca lo será para la inmensa
mayoría de las verdaderas víctimas.
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