domingo, 24 de mayo de 2020

¿La cuarentena más larga del mundo? (editorial del 23/5/20 en No estoy solo)

En los últimos días, distintos medios han planteado, como una forma de crítica al gobierno nacional, que la cuarentena en Argentina va camino a transformarse en la más larga del mundo. Naturalmente ninguno de los que lo afirma se ha puesto a comparar qué tipo de confinamiento existe aquí y en otras partes del planeta pero como título logra ser impactante más allá de que, con un poquito de maldad, alguien podría advertir que no hay cuarentenas más largas que otras porque todas duran, por definición, cuarenta días. 
Lo cierto es que al momento de escribir estas líneas, el gobierno estaría pronto a anunciar una extensión del confinamiento hasta el 7 de junio y, según los trascendidos, al menos en el AMBA, la extensión podría llegar a ser incluso más rigurosa ante el evidente aumento de los casos.
Llegados a este punto existe una verdadera encrucijada para el gobierno porque aun si liberase al resto del país, la caja de resonancia mediática está en AMBA y, además, pequeño detalle, el movimiento de la economía depende, en un porcentaje muy alto, de lo que suceda en Ciudad de Buenos Aires y Provincia. Si fue difícil ingresar en el confinamiento, está siendo más difícil salir de él.  
En líneas generales, los conflictos que se dan en Argentina y en el resto del mundo tienen que ver con la tensión entre libertad y seguridad o, para plantearlo en otros términos, la tensión entre un enfoque paternalista del Estado y una mirada más liberal que hace énfasis en la responsabilidad individual de los ciudadanos.
En la práctica, en el gobierno argentino, ha prevalecido una lógica paternalista y, en todo caso, una vez establecido un marco de restricciones generales, comenzó, de a poco, a liberar medidas que dependen de la responsabilidad individual. Porque, en los hechos, sin responsabilidad individual no hay medida tomada por el gobierno que pueda ser efectiva. Es decir, si liberamos para hacer una salida recreativa con chicos y la gente se va a comer asado con amigos sin el distanciamiento social u organiza un torneo de fútbol barrial, no habrá manera de contener el virus.
De hecho, nadie del gobierno lo puede decir pero en la medida en que fueron pasando los días, evidentemente la policía fue haciendo la vista gorda ante eventuales violaciones a la restricción. Está muy bien que así sea: las medidas buscan disuadir a un número razonable de personas. Habrá un porcentaje que no acatará nunca y no hay recursos materiales ni humanos en el Estado como para controlar eso. Para decirlo con un ejemplo, recuerdo la pregunta de un periodista al presidente: “¿la salida recreativa de una hora se puede dividir en dos salidas de media hora? ¿Y quién va a controlar eso?”. Cómo el presidente y quienes lo rodeaban no respondieron con vehemencia ante semejante pregunta es digno de admiración pero la respuesta debió ser: “Claro que nadie puede controlar eso. ¿Vos querés que ponga un policía con cronómetro que siga a cada chico? ¿Querés que haga eso en los denominados “barrios populares” también? Y si lo hago, ¿vas a aplaudir la medida o vas a decir que nos hemos transformado en un estado policial que persigue a los chicos?
Volviendo a lo conceptual, esta tensión entre libertad y seguridad, en este caso, asociada ya no al enemigo invisible del terrorismo, como sucede en Europa y Estados Unidos, o a “la inseguridad”, como sucede en Latinoamérica, sino a “la salud”, no se puede definir en términos absolutos y varía según el grado de terror que padezca la sociedad: a mayor conmoción social, mayor posibilidad de aumento del control en nombre de la seguridad y mayor predisposición de los ciudadanos a ceder espacios de libertad. Porque si no existiera “la inseguridad”, ¿hubiéramos aceptado la imposición de cámaras en las calles? ¿Si no existiera el miedo al coronavirus, avalaríamos sin más que nos midan la temperatura o bajarnos una app con geolocalización para que sepan dónde estamos y con quién?  
Pongo casos concretos porque, justamente, los dilemas se plantean en casos concretos. Es que es muy fácil predicar a favor de la libertad desde los libros y la comodidad de mi casa pero teniendo responsabilidad de gobierno y recursos limitados yo tengo que actuar. Entonces, ¿qué hago? ¿Libero todo y permito que el fin de semana largo la gente se vaya a la playa? ¿O cierro todo hasta que se vaya el virus y me expongo a que el confinamiento se rompa de facto? Evidentemente, la solución no puede ser extender el confinamiento indefinidamente del mismo modo que a nadie se le ocurriría prohibir el sexo para controlar el VIH ni el uso de automóviles para evitar las 7000 muertes anuales que Argentina tiene por accidentes de tránsito.
Ahora bien, las marañas normativas o la continua actualización de las normas no ayudan a su cumplimiento aun cuando, con buen tino, nos explican que la situación es dinámica. No puede ser que yo pueda ir a comprar un churrasco todos los días, pero si quiero entrar a una juguetería o pasear a mi hijo me tenga que fijar el número de DNI y si es día impar y/o fin de semana. Entiendo que complicando tanto las cosas se busca disuadir pero cuando las normas resultan irracionales o de imposible cumplimiento hay un incentivo grande a pasarles por encima. Lo mismo podría decir de unas medidas que hasta este momento no han sido confirmadas pero que, según los rumores, supondrían la cancelación de la tarjeta SUBE para todo aquel que no sea trabajador esencial. Sin dudas debe haber buena voluntad en quien idea tales medidas pero está olvidando que quien hoy se sube a un colectivo en la provincia de Buenos Aires no lo hace para ir al shopping de Palermo a pasear sino que lo hace porque está desesperado, necesita laburar y no tiene auto propio. Además, dejar el poder de policía en el colectivero augura conflicto multiplicado exponencialmente. ¿Se imaginan cómo termina una situación en la que alguien necesitado de ir a laburar sube al colectivo, pone su tarjeta, el lector se la rechaza y el colectivero le dice “tenés que bajarte”? Sí, yo también me lo imagino. Lo mismo para otra medida que se impondría y que indica que habría que pedir turno a través de una app para poder viajar en tren. ¿La gente no tiene para morfar y vos me pedís un código QR para que me siente en un tren en el cual se suele viajar como el orto y al cual le debo sumar el miedo a enfermarme y morirme? Exímanme de comentario alguno, por favor. Insisto, al momento de escribir estas líneas, las medidas mencionadas no han sido confirmadas. Ojalá, entonces, se busquen alternativas y no se lleguen a implementar.
Más allá de esta crítica, quiero decir que también es atendible la posición de quienes tienen responsabilidad de gobierno, y en esto incluyo al gobierno nacional, a los gobernadores y a los intendentes de todos los colores políticos. Porque el confinamiento solo se puede extender con guita y guita no hay; y si los muertos suben el costo político lo pagarán ellos. O sea toda la ciudadanía los va a putear: si cierran porque cierran y si abren porque abren.
Entonces sobre este punto quiero centrarme en estas líneas finales porque más allá de este difícil equilibrio entre libertad y seguridad, o entre miradas paternalistas y miradas que depositan la confianza en la responsabilidad individual, está el hecho de que vivimos en sociedades fragmentadas y complejas donde lo único que hay en común es que todos creen tener algo de qué quejarse. Se quejan los de más de 70 años; los que viven solos y no pueden ver a la pareja; los que viven con mucha gente y ya no se soportan; los pobres que le reclaman todo al Estado como si los recursos fueran infinitos; la clase media que quiere pagar menos impuestos pero también quiere un Estado que la proteja; los ricos que se quejan de la emisión pero viven de los subsidios estatales; los que trabajan desde la casa; los que tienen que ir a trabajar; los que no trabajan; los padres separados; los que tienen hijos chicos; los que tienen hijos más grandes; los que tienen abuelos; los del rubro tal; los del otro rubro; el que vendía no sé qué; las profesiones liberales; los emprendedores de la cerveza artesanal; los periodistas que tienen sobrinos; los que sacaron crédito por el sistema UVA asumiendo el riesgo que no quisieron asumir otros, pero ahora quieren que les congelen las tasas; los inquilinos; los propietarios; los alumnos que creen que tener derecho a la educación es que les aprueben las materias y que les den el título; los docentes que dicen que trabajan mucho; los médicos porque son expuestos; los mismos médicos porque no reciben pacientes con otras patologías; las madres progres porque la salud psíquica de su “niñe” está en peligro si no va a la plaza a interactuar con “otredades”.
Todos reclaman con la misma vehemencia como si todo reclamo valiese lo mismo y como si todos los reclamos tuvieran que resolverse de manera urgente. “Mi” derechito, “mi” vidita es la que importa y el Estado tiene que responderme porque yo y mi sectorcito somos lo más importante.
A este clima de época, sumémosle, entonces, la tensión extra que supone una pandemia. No sé si tendremos la cuarentena más larga del mundo pero, evidentemente, no es un buen momento ni para gobernar ni para vivir en este maldito planeta tierra. 

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