miércoles, 4 de diciembre de 2019

De minotauros, ofendidos y nuevas lenguas (publicado el 28/11/19 en www.disidentia.com)


Probablemente influenciados por aquellos pensadores románticos que aparecieron como respuesta a las abstracciones de la ilustración, no es casualidad que en tiempos donde todo parece pasar por la cuestión de la identidad, la problemática del lenguaje y del uso de la lengua se encuentre en el centro de los debates públicos. Asimismo, si bien demandaría muchísimas aclaraciones, referencias y matices, se ha instalado que el lenguaje determina el modo en que percibimos la realidad y que el carácter performativo del lenguaje crea realidad, en un sentido fuerte, esto es, literal, de lo cual algunos deducen que la realidad toda no sería otra cosa que lenguaje y que, por lo tanto, si modificásemos el lenguaje, cambiaríamos la realidad. 
La discusión teórica es interesantísima y excede el espacio y el interés de esta nota pero quería retomar una obra del escritor argentino Julio Cortázar para graficar mi punto de vista al respecto. Se trata de una obra muy poco conocida, publicada en 1949, denominada: Los reyes. Allí Cortázar retoma un mito griego clásico y le da una interpretación muy particular. En una entrevista que diera a la televisión española lo explica así:
“En cuanto a Los Reyes, ése es un caso muy extraño (…) La idea del libro me nació en un autobús (…) ahí me surgió el mito de Teseo y del minotauro pero sucede que yo lo vi al revés. (…) Existe la versión oficial del mito: Teseo es el héroe que entra en el laberinto guiado por el hilo de Ariadna para poder volver a salir… y busca a ese monstruo espantoso, que es el minotauro, que devora a jóvenes rehenes… y entonces lo mata y sale como el gran héroe (…)
Yo vi eso totalmente al revés. Yo vi en el minotauro al poeta, al hombre libre, al hombre diferente, y que por lo tanto es el hombre al que la sociedad, el sistema, encierra inmediatamente: a veces lo meten en clínicas psiquiátricas, a veces lo meten en laberintos (…)
Entonces Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden. Él entra allí para hacerle el juego a Minos, el rey. Es un poco el gánster del rey que va a matar al poeta. Y efectivamente, en ese poema, cuando tú conoces el secreto del minotauro, es que el minotauro no se ha comido a nadie. El minotauro es un ser inocente que vive con sus rehenes y que juega y danza y ellos son felices (…). Llega este joven Teseo que tiene los procedimientos de un perfecto fascista y lo mata. (…) Esa inversión del tema causó cierto escándalo en los medios académicos (…) pero a mí me divirtió escribirlo”.
Esta inversión del mito, tal como lo llama el propio Cortázar, me hizo pensar en el modo en que muchas veces cómo, aquello que presuntamente nos viene a liberar, puede ser, en cambio, aquello que viene a instaurar un viejo orden o, en todo caso, un nuevo orden que contenga menos libertad que el anterior. En otras palabras, cuando probablemente con buenas intenciones el hecho de que alguien se sienta ofendido acabó justificando una limitación en los modos de expresarnos, la única puerta que se nos estaba abriendo no era  la de una sociedad más igualitaria sino la de un laberinto sin salida: el laberinto del qué tenemos que decir, del qué palabras podemos utilizar. Curiosamente, cuando en muchísimos países se han despenalizado los delitos de calumnias e injurias para proteger, especialmente a los periodistas, de una herramienta que muchas veces se utilizaba veladamente para amedrentar las voces críticas al poder, buscan imponernos una serie de eufemismos, en muchos casos, enormemente hipócritas, ante la posibilidad de que alguien pudiera ofenderse. Que alguien se sienta ofendido alcanza porque cualquier cosa que huela a objetividad o a parámetro universal determinado por las leyes de un Estado es denunciado, paradójicamente, como pura arbitrariedad.
La presión hacia el hablar presuntamente correcto es tal que lo único que se va a generar es un hiato entre los discursos públicos y los discursos privados. O quizás debamos buscar lenguajes ocultos, códigos o jergas que solo puedan ser comprendidos por unos pocos y sean inaccesibles a las policías del buen hablar. Quizás debamos recurrir a algunos de esos juegos del lenguaje que se encuentran en el poema “Jabberwocky” de Lewis Carroll, construido con palabras sin sentido, o en el libro Enlamasmédula del poeta argentino Oliverio Girondo. Por su parte, Cortázar lo ensayó en el famoso capítulo 68 de su libro Rayuela. Allí se reproduce un texto erótico formulado en un lenguaje que solo los dos amantes pueden reconocer. No interesa allí el significado de las palabras (que en su mayoría no lo tiene). Lo que importa es que el significado, en algún sentido, surge del ritmo, de la cadencia, la sonoridad y la modulación, y que por ser un código inaccesible para un tercero escaparía a los límites neovictorianos:
“Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias”. 
Terminemos aquí antes que el Teseo fascista interprete de modo sesgado este maravilloso fragmento erótico y abracémonos al minotauro cortazariano que experimenta y de esa manera se parece bastante a ese hombre libre que debe crear un nuevo decir similar al que tendremos que crear nosotros si queremos evitar una censura que ya no viene desde los cuarteles sino con los manuales ilustrados y culpógenos de la corrección política.  

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