miércoles, 5 de diciembre de 2018

Democracias idiotas (publicado el 28/11/18 en www.disidentia.com)


Casi al estilo de esos programas televisivos de preguntas y respuestas, algunos días atrás, alguien me proponía un juego: ¿a que no adivinas quién pronunció este fragmento? Y el fragmento en cuestión era el siguiente: “Un ciudadano (…) no abandona los asuntos públicos para ocuparse solo de su casa, y hasta aquellos de entre nosotros que tienen grandes negocios están también al corriente de las cosas de gobierno. Miramos al que rehúye el ocuparse de la política, no como una persona indiferente, sino como un ciudadano peligroso […]. Es opinión nuestra que el peligro no está en la discusión, sino en la ignorancia; porque nosotros tenemos como facultad especial la de pensar antes de obrar”.


Reconozco que al mirar ese tipo de programas y jugar desde casa, nunca me destaqué. Si a esto le sumo una mala memoria para las frases, el juego estaba casi perdido pero la suerte y algo de deducción estaban de mi lado. Respecto de esta última, estaba claro que solo en la antigüedad podría considerarse peligroso a alguien que fuera indiferente a la política. A esa mínima orientación le siguió un vago recuerdo de haber utilizado ese fragmento en un libro y efectivamente era así. Se trata de un pasaje adjudicado a Pericles en algún momento de su gobierno de Atenas y veinticinco siglos después nos resulta sorprendente porque, para un antiguo, apartarse de la cosa pública implicaba renunciar a formar parte del derecho a tomar las decisiones como miembro de la comunidad.
Pero si bien naturalmente, en Atenas, la mayoría buscaba ser reconocido como ciudadano, también es verdad que existían hombres que preferían ocuparse enteramente de sus asuntos privados. A ellos se los definía con un término preciso bien conocido por nosotros. Eran “idiotas”. Sí, el prefijo “idio” que compone muchísimas de las palabras que utilizamos y designa a “lo propio”, permite comprender que el idiota en Atenas era aquel que estaba metido en sus propios asuntos. Con el correr de los siglos, el sentido peyorativo del término se sostuvo pero su significando se fue modificando y hoy lo concebimos como sinónimo de alguien con poca inteligencia. De aquí que en pleno siglo XXI difícilmente llamemos “idiota” a quien anda en sus propios asuntos o se desliga de lo público. Más bien, todo lo contrario: es tonto el que se ocupa de lo público y astuto y exitoso (a veces) el que solo se ocupa de sí mismo.
Pero a este fenómeno que es el corolario de varios siglos de florecimiento de concepciones individualistas que en casos extremos tienen aversión a todo aquello vinculado al Estado, debemos agregarle una novedad que no ha irrumpido de repente pero se viene repitiendo con más asiduidad en los últimos años. Me refiero al hecho de que además de haber dejado de considerar un peligro a aquel que se desliga de lo público, hoy no solo lo celebramos sino que consideramos que ese individuo es la persona indicada para la administración de lo público. Basándose en toda una serie de premisas y analogías falsas, como aquella que afirma que un empresario exitoso tendrá éxito administrando un país, buena parte de las sociedades del mundo, por distintas razones, están eligiendo “idiotas” en el sentido clásico del término, para que administren lo que es de todos. A este fenómeno lo he bautizado “democracias idiotas” y, por supuesto, no tiene que ver con que la ciudadanía se haya vuelto imbécil de repente. Con todo, no deja de sorprender cómo grandes mayorías consideran que los mejores administradores de lo común pueden ser hombres y mujeres que muchas veces abiertamente expresan un desprecio por aquello que es común y que hacen campaña prometiendo la reducción a su mínima expresión de lo que es de todos.   
Lo cierto es que los que votan idiotas celebran cuando el idiota rebaja impuestos pero luego se molestan cuando el Estado, al que consideran, por definición, corrupto, no les da la cobertura que dicen merecer. Así, el ciudadano que vota idiotas exige que el Estado no se entrometa pero también quiere educación y atención médica públicas de calidad, no ver pobres en las esquinas, cobijar extranjeros, pasear seguro por el barrio y jubilarse pronto con una asignación que le permita vivir de turista sus últimos años. Y el gobernante idiota, por su parte, cuando nota que gobernar un país no es gobernar una casa ni una empresa, no revisa su modelo sino que, como suele pasar, se molesta con el país, con sus ciudadanos y, sobre todo, con la realidad. Se puede apreciar, entonces, que resultan bastante conflictivas las democracias idiotas, más por idiotas que por democráticas.
Con todo, quiero hacer un último señalamiento a modo de resumen y como corolario. Y no se trata de un mero juego de palabras. Es que si se observa bien, en la antigüedad, como indicaba Pericles, la indiferencia del idiota era peligrosa y naturalmente ninguna mayoría lo elegiría para administrar la cosa pública. En la actualidad, en cambio, la situación es inversa y se dan dos fenómenos que unidos son peligrosos: por un lado, las grandes mayorías eligen idiotas para que los gobiernen y, por otro lado, a esos idiotas lo público ya no les resulta indiferente.