Vivimos en
una época en la que las imágenes han sustituido a las palabras y en la que todo
aquello que tenga imagen será noticia (y si no tiene imagen tendrá que tener un
título que nos permita liberar la imaginación, como “La madre de todas las
bombas”). Muchísimos intelectuales han hecho sus elaboraciones sobre las
particularidades de esta era pero preferiría basarme en un artista no del todo
conocido por el gran público. Me refiero a Harun Farocki, fallecido en julio de
2014.
Tomé contacto con la obra de este cineasta,
nacido en la antigua Checoslovaquia en 1944, a partir de una muestra de
video-instalaciones expuesta en Fundación proa,
en febrero de 2013. Desde aquel momento, cada vez que aparece la problemática
de las imágenes su nombre resulta ineludible para mí, máxime en una época en la
que asistimos a una proliferación indiscriminada de fotografías y videos
vinculados a distintos conflictos como los de Venezuela y Gaza, los naufragios
en las costas europeas y el uso de armas químicas en Siria.
Y como probablemente sucederá con aquellos
episodios en los que intervengan intereses occidentales, el intento por incidir
en la opinión pública estará atravesado no sólo por los medios tradicionales
sino, cada vez más, por el mundo de las redes sociales, mundo que pocas veces
plantea agendas alternativas pero que, sin dudas, se maneja por carriles y
lógicas diferentes.
En aquella exposición existían varias obras
vinculadas a la temática que aquí interesa desarrollar. Por un lado, estaba Ojo/Máquina,
video instalación en la que en un video de quince minutos y a pantalla partida,
el artista muestra imágenes de misiles teledirigidos que son utilizadas por las
fábricas de armas como estrategia de marketing;
también se encontraba Juegos Serios III:
Inmersión, referido a un tipo de terapia basada en animaciones y realidad
virtual dirigida a soldados con trastorno de estrés postraumático tras la
invasión estadounidense a Irak. Estos videos marcaban una cierta obsesión de
Farocki por la temática, algo que ya había comenzado a desarrollar en El fuego inextinguible, de
1969, una cinta con una extensión de apenas veintiún minutos que denuncia,
tanto la relación existente entre el gobierno estadounidense y la industria química
para la producción de napalm, como el modo en que la lógica de la producción
del armamento hace que todos aquellos que colaboran con su elaboración
(científicos, técnicos, operarios) mantengan, con el producto, una relación de
ajenidad que los separa de cualquier tipo de interrogación moral acerca de su
quehacer. Por último, Farocki también se había interesado por el vínculo entre
los medios de comunicación, las imágenes y los regímenes totalitarios. De aquí
que en 1992 realizara Videogramas de una revolución, un video que
recopila registros audiovisuales en el marco del derrocamiento de Ceaucescu en
Rumania. Allí, Farocki realiza un contrapunto, o un complemento, según cómo se
interprete, entre los videos oficiales de un discurso del dictador vitoreado en
la plaza mientras se escuchan disparos y el griterío de una multitud sin que la
cámara se ocupe de mostrar los disturbios, y las imágenes amateurs de
ciudadanos rumanos que grababan el modo en que ellos vivían la revolución a
través del noticiero mientras los rebeldes ocupaban la televisión pública.
Farocki fue un realizador que nos
advirtió que las imágenes no necesariamente son un canal de transmisión de
verdad. En esa línea, bien podría caminar junto a Jean Baudrillard, quien en su
célebre La guerra del golfo no ha tenido
lugar, reflejaba el modo en que, en las guerras actuales (en especial,
aquellas en las que interviene en forma directa Estados Unidos), no aparecen
imágenes de muertos, ni sangre, ni territorios devastados. Todo lo que sabemos
de las guerras de fines del siglo xx
y principios del siglo xxi nos es
relatado desde la mirada parcial del cronista de la agencia internacional que
nos deja ver allá a lo lejos unas lucecitas que van y vienen y que podrían ser
bombas o fuegos artificiales. Los muertos “no están”, “no se ven”. Son sólo un
ejercicio de contaduría en medio de un espectáculo.
Ahora bien, al principio les
manifestaba que la irrupción de redes sociales aporta una lógica propia que
puede ser interpretada como una vía para vulnerar la censura que imponen los
involucrados en los conflictos, pero existe también “la otra cara” de esta
lógica y es sobre este punto que me interesaría reflexionar.
Recuerdo el conflicto en Venezuela a
principio de 2014, similar al que se vive hoy: protestas opositoras en las
calles de algunas ciudades importantes, enfrentamientos con partidarios
chavistas y denuncias de golpe de Estado. En ese contexto, en un artículo
llamado “Twitter y Venezuela, la orgía desinformativa” publicado en www.eldiario.es, el periodista español Pascual
Serrano se ocupó de denunciar el modo en que a través de las redes se
utilizaron fotos de maltratos, represión y asesinatos en Chile, Siria, Egipto y
Honduras, para sensibilizar a la opinión pública haciéndolas pasar por imágenes
del conflicto en Venezuela. Así, por ejemplo, la imagen de una estudiante
chilena llevada por carabineros en 2012 era presentada como el accionar
violento de la policía chavista; una decena de hombres masacrados en Siria recientemente
eran retratados como estudiantes muertos en Maracay; una foto con bebés en
cajas dentro de un hospital de Honduras fue compartida como imagen de un
hospital de Venezuela y, lo más increíble, la imagen de una película porno gay
en la que un muchacho realiza una felatio a un grupo de hombres vestidos de
policía, recorrió el mundo como “aquello que la policía venezolana le hace a
los estudiantes que protestan contra el régimen”.
En el caso del último conflicto en
Gaza, circularon decenas de imágenes a través de los canales alternativos a los
medios tradicionales. Por razones de espacio mencionaré las dos más
impactantes: el primer plano de un nene de unos cinco años, aparentemente
palestino, literalmente partido al medio por una bomba; y un video de lo que
sería, una vez más, aparentemente, un terrorista de Hamas, que celebra y
muestra a la cámara la cabeza de dos occidentales que acababa de decapitar; más
cerca en el tiempo, tuvimos la imagen de ese chico sirio ahogado en una playa
de Turquía y, en la actualidad, las imágenes de niños muertos, en brazos de sus
padres, por un ataque con armas químicas en Siria. Hecha esta descripción, creo
que poco interesa si estas imágenes son o no falsas. En todo caso, lo que
interesa es hacer énfasis en un fenómeno que parece contrariar lo mencionado en
un principio a partir de la mirada de Farocki y Baudrillard. Pues, en un
sentido, aquí no hay video-juego ni animación; tampoco hay ocultamiento de los
muertos y de la tragedia diaria que se vive en los conflictos. Más bien todo lo
contrario: la imagen más cruda circula libremente. La pregunta que cabe hacer
es si esta proliferación de imágenes ayuda a comprender mejor los conflictos, a
obtener elementos informativos que nos permitan a los ciudadanos tener fundamentos
para poder formar una opinión. Y creo que la respuesta debe ser negativa. Con
esto no estoy diciendo que esas imágenes no deban circular. Estoy diciendo que
esas imágenes no funcionan como insumos para reflexiones posteriores, sino todo
lo contrario: buscan un efecto inmediato que cancela cualquier tipo de
elaboración sensata. ¿Qué puedo pensar después de ver un cuerpo descuartizado
de un nene de cinco años o un energúmeno con dos cabezas humanas en la mano? Se
trata de una imagen que desinforma, que transita el sendero de la economía del
lenguaje; una imagen que busca que se suspenda toda palabra, que se reflexione
menos en un mundo que es demasiado complejo como para darnos el lujo de dejar
de hablar y de pensar; una imagen que nos permite distinguir rápidamente buenos
y malos en los ciento cuarenta caracteres (unas veinte palabras) que la red
social Twitter otorga; una imagen que nos convence de que ya lo hemos visto
todo (cuando todavía no hemos reflexionado nada).
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