sábado, 22 de noviembre de 2025

No es (solo) la tecnología. Es (también) el progresismo (22.11.25)

 

Estados Unidos, elecciones presidenciales 2012. La campaña que redundaría en la reelección de Obama trae una novedad revolucionaria: ingenieros de Google, Twitter, Facebook y otras empresas de Silicon Valley trabajarían durante meses hasta 14 horas por día para alcanzar un hito en lo que a comunicación política refiere, probablemente, el sueño húmedo de cualquier dictadorzuelo bananero: conocer los nombres de cada uno de los 69.456.897 de estadounidenses que habían votado por el candidato demócrata en la elección anterior. No se trataba, claro está, de violar las normas del cuarto oscuro sino de usar una tecnología con una capacidad predictiva tal que la certeza sería total y permitiría dirigir específicamente un determinado contenido propagandístico para contener a los propios y seducir a los ajenos. Esa segmentación de la que hoy tanto se habla, demostraba su potencialidad. Por cierto, claro está, Obama no era un hombre de derecha.

Este dato, por todos conocido, le sirve a Giuliano Da Empoli en su último libro, La hora de los depredadores, para exponer la hipocresía de los demócratas que no solo nunca le pusieron límites a las grandes tecnológicas, sino que fueron los primeros que se sirvieron de ellas. Y todos sabemos: cuando lo hacía Obama era maravillarse con la posibilidad que la tecnología brindaba para llegar al ciudadano e interpretarlo mejor; cuando lo hace la derecha, es para manipular.  

Varios años después, en Argentina, el progresismo está descubriendo el problema de las redes sociales a partir de un documental de Ofelia Fernández replicado por todos los medios y los usuarios progresistas como una revelación a pesar de basarse punto por punto en el libro La Generación ansiosa de Jonathan Haidt, un psicólogo estadounidense que no es derecha pero que lleva años criticando ferozmente las políticas woke a partir de las cuales tanto la propia Ofelia Fernández, como quienes se cuelgan de ella, tomaron notoriedad pública. 

El progresismo tiene una tara ideológica que no tiene la derecha: no puede afirmar que el pueblo se equivoca porque eso lo ubicaría en un lugar incómodo de superioridad moral que el progresismo ostenta y defiende, pero con culpa y en secreto, casi como susurrándolo. La derecha, en cambio puede decirlo sin empacho. Es más brutal, si bien a veces puede matizar con un “lo hacen engañados” o “por clientelismo”.

Ahora bien, si para el progresismo, el pueblo nunca se equivoca, quedan dos opciones: hacer autocrítica y reconocer que el pueblo elige a la derecha porque hoy interpreta mejor los intereses de las mayorías, incluyendo los de los trabajadores; o afirmar que el pueblo fue manipulado. Así, el progresismo siempre estaría en la correcto y el pueblo no se equivocaría, pero, a diferencia de los líderes progresistas, podría ser engañado por gente mala que odia. Y ya está. Asunto cerrado. 

15 años atrás el eje estaba puesto en los medios tradicionales que reproducían el sentido común neoliberal. En aquel momento las redes sociales eran el espacio de la micromilitancia y de dar la batalla contra el poder real y los fierros. La situación cambió y con la hegemonía progresista en el discurso, las redes se transformaron en el espacio de la reacción de la derecha, en algunos casos incluso contra las grandes tecnológicas que, salvo en el caso de Musk, hasta el último triunfo de Trump, eran los cancerberos del wokismo y la corrección política fomentando censuras e impulsando escraches como parte de su negocio.

Y lo que parecía una reacción extemporánea y marginal, de repente tuvo resultados concretos: el primer triunfo de Trump, el Brexit… allí se instaló definitivamente el nuevo sentido común progre: las redes están fomentando el odio, la polarización y las teorías conspirativas a favor de la derecha; los candidatos impresentables ganaban por la posverdad y las campañas en Whatsapp y Tiktok. Tenemos ansiedad y no sabemos si es por el cambio climático o porque siempre está a punto de venir el fascismo. Tratamos de explicar, siempre explicar, y si es posible, en difícil. El progresismo comenzaba su etapa de contentarse con perder elecciones, pero ser el ganador moral.

Sin embargo, claro, ahora tenemos un problema extra: los triunfos de la derecha solían basarse en los apoyos de las clases altas y las clases medias asustadas, en su mayoría adultos y adultos mayores. Se sostenía empíricamente esto de “jóvenes de izquierda” que con los años se van haciendo conservadores. Y de repente, la novedad: por primera vez en varias décadas, los jóvenes son más conservadores que sus padres. El 68 de Mayo (o El Mayo del 68 inverso): asistimos a una revolución generacional donde los conservadores vuelven a ser los padres pero, esta vez, los padres son conservadores de izquierda.

En Argentina, el peronismo les permitió votar a los jóvenes de 16 suponiendo que ese sector de la población nunca sería de derecha y les salió el tiro por la culata. Mencionemos además la creación de una enorme fractura social entre varones y mujeres que solucionó menos problemas de los que generó para, a la cuestión generacional, agregarle la variante Género como predictor del voto (más progre entre las mujeres, más conservador entre los varones).

Una opción podría ser haber hecho un parate allí y pensar: ¿no estaremos haciendo algo mal, nosotros, los progres? No. Preferible hablar de la reacción masculinista de los incels; de los nenes de mamá sostenidos por sus padres; de pendejos que no entienden nada y son individualistas y solucionistas tecnológicos con solidaridad peneana a diferencia de las mujeres que están politizadas y son sororas para construir el bien común. El voto de las mujeres por el progresismo sería un voto racional pero el voto de los varones por la derecha sería una reacción de odio. Y lo cierto es que es racional que las mujeres voten progresismo, al fin de cuentas, están votando por sus intereses, ya que el progresismo ha hecho de la mujer y las identidades sexuales (salvo la heterosexual), una bandera; como también sería racional que los varones voten a la derecha si entienden que sus problemáticas no son abordadas, a saber, altísimas tasas de suicidios, falta de trabajo, brecha en la edad de jubilación, deserción escolar, menos egresados en las universidades y presión patriarcal del todavía no extinto “macho proveedor” en un contexto donde ya es casi imposible sostener a toda una familia, a lo cual se le agrega la novedad de un clima social en el que el varón aparece como un victimario esencial que no merece ni la presunción de inocencia. Detrás de esa “reacción masculinista” seguramente se esconderán machistas, misóginos, homofóbicos y mucha lacra de ese tenor, pero también gente razonable que puede plantear dudas o debates y que automáticamente acaba siendo desacreditada por su condición de varón gracias a este doble movimiento contradictorio en el que las mujeres son empoderadas y víctimas a la vez. Se empoderan porque el discurso de la igualdad y de la mujer moderna así lo requiere, pero se victimizan para no poder ser cuestionadas y para poder posicionarse en el lugar del acreedor eterno para el cual ningún derecho alcanza. El discurso de la igualdad para ciertos sectores es como el horizonte: siempre se aleja un poco más y su efectividad está en la instalación de su imposible cumplimiento.

Pero en vez de tratar de entender el fenómeno se lo desacredita: el otro nunca puede tener buenas razones. Así que vayamos un poquito atrás en el tiempo y echémosle la culpa al año 2010 y sus alrededores, esto es, el momento en el que aparecieron los móviles con cámara frontal para selfis y los botones de Me Gusta y Compartir. Y ya está de nuevo. Estamos ansiosos porque el capitalismo es malo y porque nos manipula la dopamina. Y como todos sabemos, la biología es de derecha.

A propósito del wokismo, dice Da Empoli quien, por cierto, está muy lejos de ser un hombre de derecha: “Para compensar su falta de valentía frente a los retos decisivos, los abogados [refiriéndose a los miembros del partido demócrata] se lanzaron de inmediato a una batalla por los derechos cada vez más dura que los ha llevado a adoptar posiciones mucho más radicales que la mayoría de sus propios electores”. Lo dice para luego agregar que el wokismo ha sido el combustible ideal para alimentar la máquina del caos del populismo de derecha cuyo único real enemigo sería la moderación y no la radicalización con eje en minorías que se plantea por izquierda.

¿Debemos inferir de esto la salida fácil de cargar sobre el progresismo toda la responsabilidad por el regreso de la derecha? No, o en todo caso, si la respuesta es afirmativa debería incluir el fracaso económico del progresismo. Dicho en otras palabras, si los gobiernos progresistas hubieran gobernado mejor y hubieran creado mayor bienestar para las mayorías, probablemente buena parte de lo aquí expuesto hubiera quedado en un segundo plano, al menos para algún sector del electorado. Pero la combinación de fracaso económico y una nueva casta de burócratas dispuestos a una ingeniería social sin precedentes abrió el camino al ascenso de líderes e idearios que, efectivamente, encontraron en las condiciones objetivas del avance tecnológico, canales adecuados para su prédica y su reacción.

 

No toques mi efectivo: Álvarez Agis fuera de la época (editorial del 15.11.25 en No estoy solo)

 

En una de sus obras más recordadas, el filósofo reaccionario Joseph De Maistre, ferviente opositor a la Revolución Francesa, establece un diálogo donde uno de los personajes le dice a la condesa: “Durante mucho tiempo no hemos entendido nada de la revolución de la que somos testigos; hemos creído que es un mero acontecimiento. Estábamos en un error: es una época”.

La diferencia entre acontecimiento y época en este contexto es la diferencia entre lo que puede ser un evento relevante, pero, al fin de cuentas, pasajero, y un hecho que marca un punto cero e inaugura una nueva realidad con la capacidad para extenderse en el tiempo y determinar el futuro.

Recordaba ese diálogo a propósito de uno de los debates de la semana. Me refiero, en particular, a la propuesta de Emmanuel Álvarez Agis, el exviceministro de Economía de Cristina Kirchner y Axel Kicillof que ha devenido, en la actualidad, un consultor con cierta influencia y presencia mediática.

En una charla extendida de la que solo circularon unos 30 segundos, Álvarez Agis, que es muy bueno comunicando y muy hábil para generar títulos e interacciones, aparece con una propuesta polémica: cobrar un impuesto de 10% al efectivo. La controversia no tardó en viralizarse e hizo que intervenga el propio presidente acusándolo de chorro además de toda la lista de periodistas siempre a medio camino entre la venalidad y las dificultades de lectocomprensión.

El propio implicado tuvo que salir a explicar más allá de que en la entrevista original estaba claro lo que pretendía: cobrar un impuesto para desincentivar la informalidad y así equiparar la recaudación mientras en paralelo se reducían los impuestos (el impuesto “al cheque”, por ejemplo) que incentivan la informalidad. Repetimos: no se trataba de una suba de impuestos con la pretensión de recaudar más en lo inmediato, sino de que el Estado inicie un círculo virtuoso disminuyendo los dramáticos niveles de informalidad recaudando lo mismo o, en todo caso, recaudando más a largo plazo pero solo como consecuencia de una mayor cantidad de gente incluida en el sistema.

El objetivo de estas líneas no es defender a Álvarez Agis si bien lo que plantea tendría sensatez incluso para los ortodoxos, más allá de que podrá discutirse la medida o los modos en que se plantean los inventivos y los desincentivos. Lo que me interesa es entender el rechazo que produjo el comentario más allá de aquellos que lo han recortado con mala fe. Adelantando parte de las conclusiones, es la época lo que estaría jugando un rol principal.

¿Y cuál es el eje de la época? Sin dudas, especialmente después de la pandemia, una libertad entendida como ausencia de restricción cuyo principal enemigo es el Estado, el cual es capaz de aparecer en la forma del gobierno que no me deja salir de casa, o en la forma de Agencia de recaudación: el Estado/gobierno interponiéndose en la libre circulación, sea de mi cuerpo, sea de mi dinero.

Incluso si escarbamos bien, la dinámica y la controversia alrededor del uso de la IA también va en esa línea. Al fin de cuentas, los dueños de las tecnológicas pretenden un avance sin límites aun cuando ellos mismos reconocen los niveles de automatización de los algoritmos y la incertidumbre respecto a las consecuencias, ya no a largo plazo, sino inmediatas. Frente a ello, al menos desde Europa y organismos supranacionales, ha habido intentos de poner algún límite, en primer lugar, implorando un avance más lento con el insólito acuerdo de parar 6 meses los desarrollos; y luego o, en paralelo, hallando algún tipo de sistema de regulaciones. Más allá de que cualquier intento en este sentido esté condenado al fracaso por la propia naturaleza de esa tecnología, el argumento para oponerse es el mismo: la libertad entendida como ausencia de impedimento, que nada se nos interponga en el camino.

Ahora bien, se dirá que esta forma de entender la libertad y esta agenda es propia de la derecha. Puede ser cierto. Sin embargo, una época, aun cuando tenga su hegemonía, trasciende un espectro ideológico. Observemos, si no, la agenda progresista o de izquierda alrededor de la identidad de género: la idea de que mi identidad está determinada por mi autopercepción de un género que es una construcción cultural, es una forma de posicionar la libertad, en este caso, contra el impedimento del Estado y sus expertos que evaluaban quiénes éramos por los datos de la biología. Para el progresismo, el cuerpo es un impedimento para la libertad, algo que también podría inferirse del slogan “mi cuerpo, mi decisión” por el cual yo podría actuar sobre él, en este punto, por ejemplo, para interrumpir un embarazo. Antes que alguien salte a la yugular, cabría aclarar que de lo dicho no necesariamente se sigue una crítica. Se trata solamente de la pretensión de una descripción y si la descripción es correcta, nadie debiera ofenderse. Por cierto, esta agenda estaba presente bastante tiempo antes de la pandemia.

Volviendo al caso que nos convoca, no tiene sentido evaluar racionalmente la propuesta de Álvarez Agis. Aun cuando pueda ser sensata y aun cuando eventualmente pudiera ser el puntapié para una dinámica virtuosa, no hay aclaración que pueda hacerse: está condenada al fracaso en esta época. La razón es que el efectivo, el dinero “crocante”, es una evasión pero que se la justifica frente a quien hoy aparece como el enemigo: el Estado. En otras palabras, para una mayoría de personas, esa recaudación no es vista como la condición de posibilidad de mejoras de infraestructura, salud, educación o redistribución de la riqueza. Así funcionaría si esa mayoría se sintiera consustanciada con la comunidad y con el Estado. Pero no es el caso y si bien todavía queda bastante del Estado de Bienestar en pie, el ciudadano común lo percibe como un derecho adquirido para, en cambio, posarse en la otra pata de aquello que sucede con los impuestos: corrupción, prebendas, empleo público ineficiente, clientelismo, políticas públicas enfocadas en minorías, etc.

Incluso podría decirse que el efectivo, todavía más que todo el discurso protolibertario detrás de las criptomonedas, deviene el último reducto de una vida “por fuera del sistema”, justamente, porque a diferencia de las cripto que circulan en la completa virtualidad, posee una materialidad que viene a encarnar la utopía nostálgica del individuo libre para el cual, ya no solo la bancarización sino la utilización de un celular, es una forma de atadura. El sucedáneo de esto en las nuevas generaciones, que no conocen un billete de papel, son las billeteras virtuales impulsadas por su carácter de nativos digitales y la sobreprotección de sus padres que controlan el gasto de sus hijos a través de esos instrumentos y, a su vez, se garantizan de que “no les falte nada”. Ese es “su efectivo” y su moneda de libertad.

Las épocas cambian. Lo que parece imposible hoy puede ser hegemómico mañana. Preguntemos, si no, al propio Milei, un economista sin trayectoria académica con ideas radicales, marginales y pasadas de moda que, de repente, instala realidad y se posa en el centro de la agenda. Pero hay que saber diferenciar un acontecimiento de una época. En política, saber interpretar el momento justo, lo es todo. No hay idea, por más racional y sensata que sea, que pueda salir airosa si va en contra de la época y esta es una época donde nada puede ir en contra de lo que hoy se entiende por libertad.

 

Mamdani: la nueva esperanza blanca del progresismo (publicado el 12.11.25 en www.disidentia.com)

Socialista, joven, musulmán, nacido en Uganda de padres indios, y propalestina. Las credenciales de Zohran Mamdani no parecían las más adecuadas para ganar la alcaldía de New York apenas un puñado de años atrás. Sin embargo, evidentemente, algunas cosas han cambiado.

Con todo, esto hay que decirlo, Mamdani no es precisamente alguien que haya llegado a Estados Unidos como refugiado y su apariencia física tampoco se asemeja a la de los que suelen llegar en esa condición. De hecho, Mamdani llegó junto a su familia a New York con 7 años, estudió en el Bronx High School of Science y luego se licenció en Estudios Africanos donde cofundó la sección universitaria de Estudiantes por la Justicia en Palestina; además, su madre es una famosa directora de cine graduada en Harvard, al igual que su padre, quien además es profesor en la Universidad de Columbia, y, su mujer, es una joven artista siria. Digamos que no parecen provenir del subsuelo sublevado, lo cual no es una crítica sino solo una descripción que quizás pueda ayudarnos a comprender mejor las razones de su triunfo.

Mamdani alcanzó el 50% de los votos, venciendo por unos 9 puntos a Andrew Cuomo, también demócrata, que, tras perder la interna decidió ir por afuera, como independiente. Cuomo había tenido que renunciar como Gobernador de New York en 2021 tras haber sido objeto de acusaciones de acoso, lo cual permite inferir que Mamdani tenía enfrente un candidato que cargaba sobre sus espaldas el desgaste de las acusaciones y de la gestión.

El flamante alcalde, triunfó en 4 de los 5 distritos, lo cual incluye el Bronx pero también Manhattan, distrito de los ricos si los hay, y su campaña, con la polarización alrededor de su figura, movilizó a casi el doble de los neoyorkinos si lo comparamos con la elección ocurrida cuatro años atrás.

Según una encuesta de AtlasIntel publicada por El País, https://elpais.com/internacional/2025-11-05/quien-ha-votado-a-mamdani-las-elecciones-de-nueva-york-en-seis-graficos.html , lo que para algunos podría ser una paradoja y, para otros, la demostración de un particular giro ideológico de los empresarios hacia perspectivas de izquierda, Mamdani tuvo el apoyo del 44% entre los sectores más pobres y el 48% entre los más ricos, el sector que, discursivamente al menos, fue el objeto de los ataques de Mamdani. ¿Una demostración de que no solo los pobres pueden votar a sus verdugos? ¿Acaso la prueba de que Mamdani no es el verdugo de los ricos a pesar de que se presente como socialista? ¿Quizás la ratificación de que la ideología puede más? No lo sabemos.

Ahora bien, cuando se desmenuzan todavía más los números aparecen otros datos interesantes: por ejemplo, Mamdani solo obtuvo el 60% de los votos de quienes eligieron a Kamala Harris en la última elección presidencial dado que un 36% se inclinó por Cuomo. Es evidente que hay allí una expresión de la interna demócrata entre el ala de izquierda y la perspectiva más centrista.

En cuanto a la distribución racial, no hubo sorpresas: Mamdani triunfó entre los asiáticos (con 59% de apoyo), los negros (48%) y los hispanos (45%), pero perdió entre los blancos, donde alcanzó apenas el 37%.

Sin embargo, donde sí apareció una curiosidad es que con Mamdani se da un fenómeno que creíamos propio de los candidatos de derecha: el 62% de los jóvenes de hasta 30 años se inclinó a votarlo frente al 29% de los mayores de 65; y el 51% de los varones lo apoyó frente al 37% de las mujeres. Habrá que indagar las razones de esta tendencia que, insistimos, va a contramano de lo que sucede en buena parte del mundo pero que, en todo caso, podría darle una esperanza a los demócratas: se puede ser varón joven y ser progresista. 

No es fácil explicar esto aunque podría adelantarse, como hipótesis, que Mamdani utilizó la misma estrategia que han usado muchos de los espacios de derecha, una suerte de discurso antiélites en general, y contra las élites del propio partido demócrata, necesitado de una renovación generacional y de ideas.

A propósito, recuerdo una nota publicada en el New York Times, https://www.nytimes.com/2025/07/06/opinion/zohran-mamdani-democrats-israel.html por Peter Beinart en la semana posterior al triunfo de Mamdani en la interna demócrata, donde el autor indicaba que una de las claves del éxito de Mamdani había estado en explotar la disputa entre las bases y las élites del partido alrededor del tema Gaza.

Mamdani nunca escondió su posición propalestina, ni siquiera ante las continuas acusaciones de Cuomo y no hay razones para dudar de las convicciones del triunfador, pero lo cierto es que, según los datos de la encuesta de Gallup, en 2013, el apoyo de los demócratas a Israel por sobre Palestina obtenía una diferencia de 36 puntos mientras que en la actualidad ese número se ha revertido dramáticamente: 38 puntos a favor de los palestinos. Este cambio fue incluso más profundo entre los mayores de 50 que entre los jóvenes y la consecuencia es que, hoy en día, solo un 33% de los demócratas apoya a Israel en su conflicto con los palestinos.

No sabemos si esto marcará una tendencia al interior del partido, pero Mamdani parece haber sintonizado que la cerrazón del partido demócrata alrededor del discurso identitario de las minorías no alcanza, de modo que buena parte de sus propuestas, apuntan a una agenda económica y concreta: congelamiento del precio de los alquileres, construcción de viviendas, transportes más rápidos y gratuitos, supermercados populares con comida a bajo costo, aumento del salario mínimo…

¿Podría existir un Mamdani sin Trump? Es un contrafáctico pero una interpretación posible es que, al menos en el país del norte, una salida posible sería oponerle a la radicalidad de Trump una opción igualmente radical. Lo opuesto, así, no sería la moderación sino una versión que lleve el péndulo al otro extremo.

En el progresismo de todo el mundo, hay una euforia desproporcionada por una elección en un distrito muy importante pero que es holgadamente demócrata. Pensemos, si no, que solo el 19% de los neoyorkinos se autopercibe republicano y que, en las últimas elecciones presidenciales, Harris obtuvo allí el 68% de los votos. Lejos estaríamos, entonces, de una elección que pudiera funcionar como termómetro de una incipiente nueva tendencia.

Sin embargo, en todo caso, sí podría ser el puntapié inicial de espacios progresistas que, al menos desde lo discursivo, intentan disputarle a la derecha la representación de los trabajadores a través de propuestas concretas y radicales, además de hacerlo desde posturas populistas antiélites. Si no supiéramos cómo Estados Unidos influye y exporta a Occidente no solo sus reglas sino también sus tendencias sociales y políticas, esta elección sería un evento menor. El futuro dirá, entonces, si no ha sido más que eso o se trata del comienzo del reconfiguramiento ideológico y de la reconversión del progresismo en una versión más amplia y radical que marcará el debate público y la orientación del mundo occidental en los próximos lustros.  

 


lunes, 10 de noviembre de 2025

Un nuevo humanismo contra la cultura de la muerte (publicado en www.theobjective.com el 9.11.25)

 

¿Es posible una nueva civilización que recupere el espíritu humanista en este tiempo de fascismos, exhibicionismos y adoración hacia el dios dinero? Esta es la pregunta central que atraviesa el nuevo libro de Rob Riemen, La palabra que vence a la muerte. Cuentos de verdadera grandeza, editado por Taurus.

Fundador y presidente del Nexus Institute, este ensayista nacido en Países Bajos, con formación en Teología y Filosofía, retoma a través de cuatro historias el tópico que impulsó la creación de su instituto y buena parte de sus libros: el humanismo.

La primera es, nada y nada menos, que la historia de los últimos días de Thomas Mann, entre el amor de su esposa y las convicciones que supo forjar especialmente a partir de La montaña mágica; la segunda entrecruza los caminos del pedagogo Janusz Korczak, Antoine de Saint-Exupéry y Robert Oppenheimer, tres personas que, como indica el título del libro y por diferentes razones, supieron pronunciar la palabra que vence a la muerte; la tercera, por su parte, reflexiona sobre el arte de leer a partir de la anécdota del nacionalista chino que leía un libro mientras daba sus últimos pasos hacia la guillotina y, la cuarta, refiere a la importancia de la educación en las artes a partir de la utopía que nos propone George Orwell.

Ya desde la introducción, Riemen deja bien en claro un posicionamiento sin espacio para ambigüedades y afirma que estas cuatro historias son susurradas por Clío, la Musa de la Historia, aquella que le viene a contar que la verdadera grandeza no es la de los nuevos líderes mesiánicos ni la de los banqueros ni los Ceos de las grandes tecnológicas, sino la de resistir la cultura de la muerte y adorar al Hombre en lugar de venerar el poder, las máquinas y la tecnología. Frente a esta cultura que todo lo corrompe y lo destruye, Riemen afirma que solo el lenguaje, el amor y el arte serán capaces de impedir que gobierne Ares, el dios de la guerra. 

En el caso de la historia de Mann, Reimen hace énfasis en la transformación que atravesó al autor de La montaña mágica desde su temprano abrazo a ese romanticismo alemán en el que la metafísica, el arte, la religión y la muerte confluían al son de las óperas de Wagner, hasta la pregunta con la que culmina su gran obra, publicada seis años después del fin de la Primera guerra: ¿de esta fiesta mundial de la muerte surgirá el amor? Los acontecimientos posteriores lo negarían, pero en la dedicatoria al ejemplar del libro que le acerca su médico personal un día antes de morir, Mann seguía sosteniendo que era el amor la palabra que vencería a la muerte. 

El segundo ensayo lo protagoniza Janusz Korczak, el pedagogo y pediatra que el 6 de agosto de 1942, a pesar de haber tenido la posibilidad de escapar, permaneció en el orfanato junto a los casi 200 niños judíos que ese día serían llevados en tren hasta Treblinka para ser asesinados. El amor tuvo allí la forma de la bandera del trébol de cuatro hojas y la estrella de David que los chicos portaban ese día y que para Korczak representaba la bandera de la esperanza; la misma que se dibuja en los rostros de cada uno de los niños que leyeron El Principito, libro que Saint-Exupéry publicara 15 días antes de decidir ir a pelear a favor de los aliados para finalmente fallecer el 31 de julio de 1944 cuando el avión que pilotaba fuera derribado. En ese mismo ensayo, queda todavía lugar para la declaración de principios de Reimen a propósito del caso Oppenheimer: el hombre es libre y si bien es capaz de construir el arma letal para la humanidad, tiene su bandera de la esperanza en el humanismo europeo y su amor por el alma humana.

El tercer ensayo lo protagoniza Hugo von Hofmannsthal, quien oye la historia de un incidente ocurrido en 1900, en China, durante la rebelión del movimiento nacionalista contra las potencias occidentales. Un alemán observa una larga cola de chinos que iban a la guillotina y uno de ellos está leyendo un libro. El alemán le pregunta cómo puede estar leyendo justo ahora, y el chino le dice “Sé que cada renglón leído es un enriquecimiento”. Este ejemplo le permite a Reimen resaltar la importancia de la lectura, práctica que las nuevas tecnologías y la cultura del desprecio hacia el conocimiento estarían echando a perder, para luego agregar, en otro tópico clásico del romanticismo, que solo el poeta a través de la palabra es capaz de alcanzar una verdad vedada a la lógica y la razón.

La última historia la protagoniza Orwell y su 1984 como ejemplo de la distopía que se concreta eliminando el valor de la privacidad al tiempo que es apropiada por la industria del entretenimiento y por el paradigma de la hiperseguridad con cámaras de vigilancia y control por doquier. Esto le da pie a su vez a amonestar a una sociedad que, según él, utiliza diferentes eufemismos para no hablar del regreso real del fascismo en el marco de un capitalismo salvaje y un orden neoliberal que ataca los valores espirituales.

La palabra que vence a la muerte es un libro bello con historias que conmueven y con un mensaje al que resulta imposible oponerse. Con todo, no se puede obviar que es un libro que lleva al paroxismo ciertas miradas binarias y maniqueas presentes por lo menos desde el siglo XVIII: el corazón frente a la razón; el Hombre frente a la máquina; la poesía frente a la lógica; el libro y la educación frente a la barbarie, y todos los lugares comunes de una divisoria que opera en Occidente desde la querella entre la Ilustración y el Romanticismo. Sumemos a esto una lectura simplificada de la actualidad política que ubica cualquier tipo de liderazgo o forma de gobierno alternativa a la de las repúblicas liberales democráticas europeas como parte del eje del mal mesiánico fascista, y el combo es completo.

De aquí que, si se busca un enfoque original donde sobresalgan complejidades y matices, no estamos frente al libro adecuado. Con todo, se puede resaltar el intento de refundar una civilización humanista que reivindique los valores occidentales contra la gran tendencia relativista, oikofóbica y culposa que se ha impuesto en el viejo mundo. En este sentido, hay aquí un texto que deja espacio a cierto optimismo al cual abrazarse y ello, en estos tiempos, no es poco.

 

sábado, 1 de noviembre de 2025

De Twitter a San José. De San José a Twitter (editorial del 1.11.25 en No estoy solo)

 

Comencemos con 3 fotos: una diputada opositora posa con remera argentina al momento de emitir el voto y lleva a su fotógrafo pensando en sus redes sociales. A nadie le importa más que a ella, pero pertenece a la generación de políticos performáticos, esa palabra tan de moda que nadie sabe bien qué significa pero que hay que usar para sonar cool; un candidato opositor acaba de perder en su distrito por más de 20 puntos pero en Twitter nos ofrece su imagen compartiendo el balcón de San José 1111 con CFK. Además de performáticos, la nueva dirigencia es fan de sus conductores. A propósito, la tercera imagen: la expresidente sale al balcón a bailar cuando el resultado ya marcaba una tendencia irreversible y una paliza llevada adelante por un gobierno que hace seis meses está envuelto en un escándalo tras otro. Si no leyéramos a Mayra Mendoza decir que “Cristina tenía razón, no importa cuando leas esto”, uno estaría tentado a pensar que ese gesto no solo es un error, sino la señal de alguien que hace tiempo está más enfocado en retener fragmentos de poder que en construir mayorías.

El albertismo sin Alberto habla de todo menos de lo ocurrido entre 2019 y 2023. El espacio que hace del proyecto colectivo una bandera nos dice que la culpa la tuvo ese señor innombrable que nadie sabe cómo llegó ahí ni cómo gobernó con los ministerios y todas las líneas repletas de la gente que hoy hace albertismo sin Alberto. Disputan con Bregman haciendo del país una inmensa asamblea universitaria en vez de buscar los votos del ausentismo, el gran protagonista de la jornada electoral. Y lo peor: han creado una militancia a imagen y semejanza que cada vez se avergüenza más de ellos y, claro está, acaba votando a Bregman para eludir toda responsabilidad de mayoría. Al fin de cuentas, si de tener razón y de ser minoría intensa se trata, nada mejor que la izquierda.

Entonces llaman a un frente antifascista y hablan difícil porque no buscan gobernar sino escribir un paper sobre las nuevas derechas y las catástrofes siempre por venir. La oposición de hoy en día no quiere gobernar porque tiene culpa. En eso se parecen a Alberto, el innombrable… desprecian el poder, les quema. Prefieren ser víctimas, recibir un subsidio o un contrato y señalar con el dedo al malo que hace. En frente tuvieron un candidato que no hubiera podido ganar nunca en ninguna circunstancia… y les vuelve a ganar… porque del otro lado llevamos más de una larga década de errores y porque está muy fresco el último desastre. A los genios de la estrategia electoral los pasa por encima la experimentada estratega Karina Milei y nos dicen que el problema fue el desdoblamiento con el argumento de que anticipar las elecciones locales “despertó” al antiperonismo. O lo que es peor, el argumento gorila del progresismo: la culpa es de los intendentes, retomando la ya mítica figura de Barones capaces de manipular a las masas a través del clientelismo más vil. Nadie puede explicar cómo puede perder y perder elecciones el peronismo si esa dinámica de los intendentes estuviera tan aceitada pero igual el cliché se repite. Les mostrás los números, les decís que entre septiembre y octubre el peronismo de la Provincia perdió solo 300.000 votos y que al menos la mitad de ellos podría explicarse por el hecho de que en las nacionales no votan los extranjeros… pero no… hay que decir que la culpa es de los intendentes cuando son las autoridades nacionales del partido las que deberían explicar cómo se perdió en dos tercios del país, en algunos casos, frente a candidatos que no los conocía ni la madre ni el propio Milei. Entre 2015 y 2023 el peronismo perdió la misma cantidad de elecciones presidenciales que había perdido en 70 años. Ya sabemos que CFK siempre tiene razón, así que habrá que buscar en otro lado: ¿será la culpa de Magnetto? ¿Será Trump? ¿Será la nueva pedagogía de la crueldad? ¿Será la posverdad y la “nenecha”? ¿Será que la gente es mala y no merece?

Como hemos dicho varias veces aquí, traigan ideas que votos sobran. Incluso visto fríamente, un 40% en elecciones intermedias en la provincia de Buenos Aires es un resultado aceptable, y si se perdió fue porque se compitió contra una coalición que nucleó a toda la derecha. Naturalmente, la sensación de derrota se da por la expectativa generada a partir de los resultados de septiembre, pero 40% en Buenos Aires a dos años del gobierno de Alberto Fernández, no es para despreciar.

En todo caso, victorioso o perdidoso, el problema de Kicillof y de cualquier otro que pretenda disputar el liderazgo y devenir un candidato autónomo de las directivas de San José, será ofrecer algo diferente. Eso no implica defeccionar o resignar principios para adecuarse a los valores de la época, pero sí plantear qué se va a hacer en 2027 a diferencia de lo que se hizo en 2019 y, por lo menos, entre 2011 y 2015. ¿Volver a la “década ganada”? El país del 2003 no existe más. El del 2015 tampoco. Eso no significa que esas experiencias no puedan enseñarnos cosas, pero hoy es otro país aun cuando hay muchos estudios que muestran que a diferencia del voto a Milei en 2023, su base electoral 2025 se parece demasiado a la del PRO, dominada en especial por clases altas y medias. El gran problema es que esas clases bajas que siempre votaron peronismo hasta 2023, hoy no votan a Milei pero tampoco votan al peronismo. A duras penas si votan.

 

Son pocos los dirigentes que al menos plantean un programa, equivocado o no, de cara al futuro. Pero en todo caso, no se trata de los dirigentes con mayor proyección de voto. Kicillof hasta ahora propone kirchnerismo sin Cristina o, al menos, sin la lapicera de ella, como si el problema fuese nada más que la lapicera. Tiene razón Kicillof en salir a dar esa disputa, especialmente cuando los dueños de la lapicera ponen siempre a los mismos expertos en derrotas y malos gobiernos. Pero no es solo un problema de nombres. Y claro que los nombres juegan, pero lo esencial es la carencia de ideas. Que sea un lugar común no significa que sea menos cierto. Milei trajo nuevas ideas o, en todo caso, arropó las ideas que fracasaron largamente en la Argentina detrás de una nueva mascarada en un contexto muy particular y, a caballo del clivaje casta versus anticasta, corrió el eje de la discusión. No se trata de jubilar a nadie. De hecho, Milei no jubiló a nadie, sino que, más bien, acabó subiendo al tren de “las ideas de la libertad” a toda la casta fracasada de liberales, pseudorepublicanos y, sobre todo, antiperonistas. Pero algo hay que hacer si lo que se busca es salir de la indignación y el “comentarismo”. Si quieren indignarse y comentar, armen un programa de radio o televisión. Pero no hagan política.

Por cierto, ¿la oposición ofreció algo nuevo frente a Milei? No se trata de hacer autoayuda, pero una actitud meramente reactiva no es lo que estaría esperando la gente, al menos en este momento. Por ejemplo, ¿alguna alternativa para bajar la inflación a la que ofrece Milei? Porque es muy importante bajar la inflación y la dirigencia opositora actual pareciera no prestarle atención a ello como si la baja de la inflación fuera un tema “de derecha”, como “la seguridad”. Y más allá del antiperonismo, que hoy parece ser mucho más robusto y homogéneo que el peronismo, una parte del electorado votó la baja de la inflación, votó que no hay piquetes, votó que puede comprar dólares, votó que tiene ofertas para alquilar, votó que ante el problema de la inseguridad la respuesta no fue “la culpa es de la desigualdad” y votó, entre otras tantas cosas, advirtiendo que las políticas públicas en torno a la “igualdad” debían repensarse por las severas fracturas sociales que estaban generando. Que las recetas que utilizó Milei para dar cuenta de cada uno de estos puntos pueda ser criticada ampliamente por los “efectos secundarios” y los nuevos problemas que genera, no invalida que la gente valore esas soluciones. Y no está mal que lo haga porque es evidente que, por diversas razones, toda esta lista de puntos había generado un hartazgo en la sociedad.

Y la oposición no tiene aportes novedosos para encarar estos problemas. Más bien, en la lógica de “lo que importa es tener razón”, todo hecho es interpretado como un reforzamiento del paradigma. Nunca aparece una duda, una reflexión, un “quizás nos equivocamos”. Al contrario. O en todo caso, si se habla de error, se dice que el problema fue no haber ido a fondo. Así, la promesa de futuro no es otra que “vamos a volver para hacer lo mismo más profundo”. Lo distinto sería así lo mismo radicalizado.

Con todo, el plan de volver en 2027 por defecto no puede descartarse pues frente al peronismo no hay precisamente un gobierno que brille por su astucia. De hecho, el gobierno tendrá unos días de calma, pero sigue teniendo los mismos problemas que tenía el viernes anterior y ni siquiera el sostenimiento abierto de parte de los Estados Unidos garantiza la estabilidad por los próximos dos años puesto que todos ya sabemos cómo termina. Solo discutimos cuándo.

Y cuando eso suceda, si desde la oposición no aparece una alternativa, se verá que estamos chocando con la última instancia de la crisis de representación. Es que, desde nuestro punto de vista, Milei estaría más cerca de ser el último político más que el primer pospolítico. Y su eventual fracaso no redundará en el regreso del fracaso anterior. En este sentido, la respuesta a la antipolítica no será el retorno de la política sino la apoliticidad y con ello una crisis de legitimidad ya no de la clase política sino del sistema mismo, de la democracia.

En este sentido, si observamos la degradación de las instituciones, no será por el presunto fascismo de Milei sino por el fracaso sucesivo de diversos espacios y coaliciones desde hace más de 10 años. Entonces, la foto que no sale en las redes es la de millones de argentinos viviendo siempre un poco peor desde hace muchos años. Yo no soy de los que cree que el pueblo nunca se equivoca. Pero frente a la ineptitud, el narcisismo, la venalidad y la carencia de ideas de nuestros dirigentes, al momento de buscar responsabilidades, no habría que empezar por quienes cada dos años se toman el trabajo de, encima, ir a votarlos.