jueves, 8 de agosto de 2024

Mármoles del Partenón: la otra tragedia griega (publicado el 31.7.24 en www.theobjective.com)

 

Se suele repetir en tono de broma que, para conocer el Partenón, antes que ir a Atenas es conveniente ir al Museo Británico de Londres. Y algo de razón hay si tomamos en cuenta que allí se encuentran, entre otros tantos objetos, quince metopas, diecisiete estatuas procedentes de los frontones, y setenta y cinco de los ciento sesenta metros que medía el friso del Partenón en su totalidad. Parece demasiado. Y lo es.

Este hecho no resulta risueño para las autoridades griegas que llevan casi dos siglos reclamando la devolución de los mármoles y recibiendo evasivas de parte de las autoridades inglesas hasta el día de hoy, y fue lo que impulsó a la italiana, Andrea Marcolongo, licenciada en Letras Clásicas, a escribir su nuevo libro: Desplazar la luna. Mi noche en el Museo de la Acrópolis. Evidentemente, a los ingleses se les reclaman todavía muchas cosas además de Gibraltar y Las Malvinas.  

El título del libro tiene que ver con la curiosa experiencia utilizada como disparador: tras una inagotable insistencia, Marcolongo logró el permiso del Museo de la Acrópolis para pasar una noche de luna menguante allí, completamente sola, rodeada de los objetos y, sobre todo, de las ausencias que decoran este museo inaugurado en 2009 para demostrar que Atenas contaba con un edificio adecuado para exhibir semejantes tesoros.   

Llevó una cama de camping, un saco de dormir, una linterna y una edición de la biografía de lord Elgin, el protagonista principal de toda esta historia, el “saqueador”, cuyo verdadero nombre era Thomas Bruce, undécimo conde de Kincardineshire, nombrado en noviembre de 1798 embajador extraordinario y ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica ante la Sublime Puerta de Selim III, sultán de Turquía; “Elgin”, a secas, para los amigos; “Eggy” para su mujer, aquella que lo abandonaría cuando la maldición de los mármoles ya estuviera desatada.  

“Llevaos todo lo que podáis. No perdáis la menor ocasión de saquear en Atenas y sus alrededores todo lo que pueda ser saqueado. No perdonéis a nadie, ni vivo ni muerto”, decía en una carta desde Constantinopla, el gran rival de lord Elgin, el conde Choiseul-Gouffier (embajador de Francia en el imperio otomano entre 1784 y 1792) a su asistente Fauvel, representando el mismo espíritu que embargaría a nuestro protagonista en esta disputa imperial entre Francia e Inglaterra. Pero sería demasiado tarde: lord Elgin le había ganado de mano y se había llevado lo más importante. Aquella anticipación es la que explica que el Louvre solo posea una metopa y una parte menor del friso del Partenón.

A propósito, el destino de los mármoles estuvo determinado por el retiro de los franceses de Egipto, algo enormemente celebrado por las autoridades del imperio otomano, el mismo que ocupaba Grecia en aquella época.      

De hecho, como señal de agradecimiento, a solo tres semanas del retiro de las tropas de Napoleón, la corte del Sultán le otorga a lord Elgin el permiso, jamás otorgado hasta ese momento, de poder acceder hasta lo más alto de la Acrópolis.

El pedido original tenía que ver con una pretensión artística: lord Elgin consideraba que sería provechoso para Inglaterra adoptar el modelo del arte griego y, para ello, había llevado en su delegación a artistas y arqueólogos como había hecho Napoleón en Egipto. En principio, entonces, la idea no era llevarse nada. Solo un poquito de “batalla cultural” y quizás algo de esnobismo estético.

Pero el escenario era propicio no solo por la euforia de los turcos sino porque las autoridades del imperio no les asignaban mayor valor a esos monumentos. Pues, tal como recuerda Marcolongo, el Erecteón se había transformado en un polvorín, el templo de Hefesto era una iglesia, la Torre de los Vientos había pasado a ser el cuartel general de los derviches y, el Partenón, una mezquita con cañones para atemorizar enemigos.

Es más, durante el siglo XVIII comenzó un incipiente turismo cultural de europeos cultos que pagaban lo que fuera por llevarse algún objeto, a tal punto que las mismas autoridades otomanas, algunos aventureros y otros tantos ladronzuelos, solían romper los monumentos para luego vender los pedazos a manera de suvenires más o menos transportables. De aquí que, de vez en cuando, aparezca en algún museo con procedencia desconocida un pie de Atenea, un dedo de Zeus, la impronta de un centauro o la lascivia de un fauno. 

Legalmente hablando, y aunque resulte insólito esto sigue siendo un punto relevante en la discusión actual, lord Elgin logra un firmán, esto es, un documento oficial que le permite a sus enviados algo más que subir al Partenón para hacer modelos y dibujos. De hecho, una ambigüedad del texto es la que abre una interpretación por la cual se le estaría delegando además la posibilidad de llevarse todo lo que pudiese descubrir en futuras excavaciones como así también, y esto es lo más escandaloso, todo lo ya descubierto. A buen entendedor, era un documento que le daba vía libre para un verdadero saqueo.  

Las crónicas de la época son estremecedoras. Por ejemplo, quisieron desmantelar el Erecteón adornado por las cariátides para volver a montarlo en Londres, pero, como ningún barco aguantaba semejante peso, rompieron el templo y solo se llevaron a una de ellas. Esa dificultad logística aplicaba para buena parte de los mármoles extraídos de modo que los operarios de lord Elgin no tuvieron mejor idea que, en muchos casos, partir los bloques en varios pedazos.  

Sin embargo, todo esto tendría un costo personal altísimo para nuestro protagonista, no solo económico. De aquí que se pueda hablar de una “maldición de Atenea” o de “Minerva”, a decir de Lord Byron. Es que en 1803 y 1804, lord Elgin es arrestado dos veces en Francia, pierde un hijo y su mujer se va con un amante. En ese lapso, a su vez, llegan los mármoles a Londres en unos cincuenta cajones, pero como a nadie le interesan, son recogidos por su madre y arrumbados en un jardín cerca de Westminster durante tres años. En 1806, al regresar a Londres, lord Elgin no obtuvo reconocimiento alguno por su labor en Constantinopla y perdió su escaño en la Cámara de los Lores, aunque la posesión de los mármoles podía funcionar como consuelo. Sin embargo, su situación económica era delicada tras haber sostenido de su bolsillo a los artistas y operarios de su delegación y, como si esto fuera poco, se vio afectado por una extraña enfermedad que le desfiguró el rostro. Las diosas no existen, pero que las hay, las hay.  

A pesar de que finalmente consiguió alquilar una casa de unos doscientos metros cuadrados y que, después de varios meses, pudo desembalar los mármoles para convivir con ellos en completa soledad, la diosa debía jugar una última carta en la propia Inglaterra y a través del gran poeta inglés, el ya mencionado Lord Byron, quien, en La maldición de Minerva, aquel libro producto de su primer viaje a Atenas allá por 1811, afirmaría lo siguiente:

 

“Que sin una sola chispa de fuego inteligente, sean todos sus hijos [los de lord Elgin] tan ineptos como su progenitor (…) En cuanto a él [lord Elgin], que siga parloteando con sus artistas mercenarios y que los elogios de la locura compensen el aborrecimiento de la sabiduría. Que esos aduladores celebren largo tiempo el buen gusto de su amo, cuyo gusto más noble por naturaleza es…vender. Vender y hacer que el Estado (…) sea el receptor de su rapiña”.

Los textos de Byron circularon por toda Europa acabando con la mínima reputación que pretendía conservar “Eggy”.    

Para finalizar, ahogado por las deudas, se ve obligado a vender los mármoles al Estado británico no sin antes pasar por una comisión investigadora frente a la cual debió defenderse y explicar la forma en que adquirió los mismos. Si bien salió indemne del proceso y la comisión entendió que la adquisición había sido legal, el precio determinado fue de apenas 35.000 libras, un precio irrisorio que lord Elgin se vio obligado a aceptar. Luego, el Parlamento votó la transferencia de los mármoles al Estado y desde aquel momento se encuentran en el Museo Británico.

Lord Elgin acabo exiliado en Francia, solo y en la miseria total. Murió en 1841. Durante 30 años sus hijos se encargaron de las deudas que supusieron la obtención de los mármoles. Como diría la propia Marcolongo, toda una verdadera tragedia griega.

 

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