El género musical surcoreano
conocido como “K-pop” posee un éxito que claramente ha trascendido las
fronteras del país asiático y se ha transformado en un instrumento de
transmisión de su cultura. Sin embargo, desde hace algunos años viene siendo
noticia por la enorme cantidad de artistas jóvenes que deciden quitarse la vida
en lo que pareciera ser el pico de sus carreras.
El último caso fue el de Moonbin
pero a este se pueden sumar los de Lee Seo Hyun, Ahn So Jin, Goo Hara y Sulli,
ejemplos en los que se ha confirmado el suicidio como consecuencia de profundas
depresiones. Asimismo, llama la atención otra importante cantidad de casos
donde los artistas de este género musical han muerto en situaciones confusas, accidentes
de tránsito y hasta estampidas humanas.
En todos los ejemplos opera el
lado B del dinero, la fama, los amantes y los millones de seguidores. Me
refiero, claro está, a las presiones insoportables de la industria del
entretenimiento surcoreano lo cual implica contratos leoninos, entrenamientos
extenuantes, giras interminables y una constante exposición en redes sociales.
Si bien insólitamente algunos
medios de comunicación hablan de una suerte de “maldición”, lo cierto es que
las razones expuestas parecen suficientes como para dar cuenta del fenómeno, al
menos en parte. Ahora bien, la pregunta sería: ¿es justo restringir el análisis
al mundo del K-pop coreano o es que, más allá de las particularidades, estamos
frente a un escenario que, en mayor o medida, se replica en buena parte del
mundo y va mucho más allá de famosos e influencers?
Para avanzar en una respuesta a
este interrogante, tomemos el libro La
transformación de la mente moderna, donde el psicólogo social Jonathan Haidt
y el abogado Greg Lukianoff, ofrecen datos e hipótesis para comprender, entre
otras cosas, el aumento exponencial de los suicidios y las autolesiones en
adolescentes estadounidenses.
Según su punto de vista, entre
2007 y 2012 la vida social de los adolescentes en Estados Unidos cambió
radicalmente. No se trató solo de que los padres cedieran y dieran vía libre al
uso del celular por parte de sus hijos; la clave estuvo más bien en una innovación
técnica: la aparición a nivel masivo de los smartphones
y las app que les permitieron a los
adolescentes acceder a redes sociales de manera constante. Y como todos
sabemos, un acceso 24 X 7 es también una exposición 24 X 7.
Para los autores, hay una clara
relación de causalidad entre el uso de estos dispositivos con acceso libre a
redes sociales y los cuadros de ansiedad y depresión en adolescentes que,
eventualmente, pueden derivar en intentos de suicidio. De hecho, allí se ofrecen
los resultados de investigaciones que dan cuenta del aumento drástico de estos
padecimientos al tiempo que se fortalece el paradigma de “jóvenes sensibles”
excesivamente protegidos e infantilizados siempre dispuestos a ofenderse.
Mientras la palabra de moda es
“inclusión”, Haidt y Lukianoff también recogen estudios realizados entre los
años 2010 y 2015 donde el porcentaje de adolescentes que dijeron sentirse
excluidos subió del 21 al 27%, en el caso de los varones, y del 27 al 40% en el
caso de las mujeres. La diferencia entre mujeres y varones en este punto
obedecería a que ellas usan más redes sociales, pero, sobre todo, a que la
irrupción de la cultura “selfie” y la
posibilidad de retocar las fotos mediante “filtros” ha disparado los ya de por
sí exigentes cánones de belleza a los que estaban expuestas.
De hecho, ya en el año 2017
podíamos encontrar el particular fenómeno del auge de cirugías estéticas entre
mujeres adolescentes con la intención de parecerse a la imagen que los filtros
ofrecían de ellas: sin arrugas, con ojos más grandes, labios voluminosos y
narices pequeñas. Parecernos a lo que los filtros han hecho de nosotros. Esa es
la cuestión.
A propósito, recordaba un cuento
de James Ballard que alguna vemos mencionamos en este espacio y que, a pesar de
ser publicado en 1977, posee gran actualidad, máxime si se lo lee tomando en
cuenta el escenario pospandémico.
El título es “La unidad de
cuidados intensivos”, y describe la situación de una familia tipo, marido,
mujer y dos hijos pequeños que viven en una sociedad donde no hay contactos
físicos y donde todo vínculo se realiza a través de pantallas. La pareja se
conoció a través de ellas; se casaron sin verse personalmente gracias a una
ceremonia virtual; tuvieron hijos por inseminación artificial porque el amor se
hacía a distancia, y criaron a sus hijos gracias los televisores y las cámaras
que los filmaban constantemente. Incluso el protagonista, en su carácter de
cirujano, trabajaba por medio de los televisores pues el avance de la tecnología
permitía operar sin entrar en contacto físico con el paciente.
En un pasaje significativo, el
cirujano recuerda: “De niño, me criaron en la guardería del hospital y, en
consecuencia, me protegieron de todos los peligros psicológicos de una vida
familiar con intimidad física (…). Pero lejos de estar aislado, estaba rodeado
de compañeros. En la televisión, yo nunca estaba solo”.
La cuestión de la protección
atraviesa todo el texto dado que la interacción física aparece como un peligro
y, como les decía, de tan actual, la idea genera escalofrío. Pero hay más: el
propio texto hace hincapié en el factor estético como uno de los detonantes de
la trama. Naturalmente Ballard no hablará de “filtros” como los de Instagram,
pero menciona que gracias al “maquillaje” que ofrecía la pantalla, todos los
seres humanos se veían de 22 años independientemente de la edad real que
tuvieran. Esto había propiciado que se hubieran desterrado “para siempre las
crueles divisiones cronológicas”.
Con esos elementos de fondo, la
trama avanza cuando el protagonista tiene la mala idea de romper la armonía de
una vida a través de pantallas, viola la ley y propicia un encuentro en
persona, primero con su esposa, y luego con sus hijos.
El resultado no puede ser peor:
en el encuentro con su esposa ni siquiera logran reconocerse en un principio
dada la diferencia entre el aspecto que ambos tenían frente a las cámaras y la
vida real; pero una vez conscientes de que estaban frente a frente, la
sensación fue de horror y ambos se dieron media vuelta y escaparon. Lo que
ocurrió en el segundo encuentro, esta vez con sus hijos, es el fin del cuento y
supone una escena de violencia inusitada en la que participan los miembros de
la familia agrediéndose físicamente todos contra todos. La interpretación
acerca de las razones por las que se da este desenlace permanecen abiertas,
pero es evidente que “el mundo ficcional” que ofrecen las pantallas no pudo
tolerar el dolor de enfrentarse a una realidad sin filtros ni burbujas de
protección.
De todo esto se sigue que, si
bien lo ocurrido en el mundo del K-pop coreano obedece a la coyuntura
particular de un tipo de cultura y el modo en que se desarrolla el negocio del
entretenimiento, las bases que sustentan este fenómeno del aumento exponencial
de depresión y ansiedad en adolescentes y jóvenes, está presente en todo
Occidente.
Son innumerables los elementos
que entran en juego al momento de exponerse en redes sociales y es natural que,
especialmente los jóvenes, tengan dificultades para enfrentar todo lo que allí
se produce. Sin embargo, y esto abarca no solo lo estético, puede que estemos
ya inmersos en la profecía ballardiana.
De aquí que esa distancia que se
da entre el mundo real y el mundo ideal de la protección, las burbujas y los
artificios, genere, en buena parte de una generación de cristal, negación,
fastidio y violencia. En algunos casos, esa violencia se puede dirigir hacia
afuera. En otros, esa violencia acaba direccionándose hacia nosotros
mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario