Un
desconocido toca insistentemente la puerta. Finalmente el protagonista decide
abrir y allí se encuentra con un hombre joven que lleva un libro en un maletín.
Sin ninguna aclaración, el desconocido indica lo siguiente:
“-Este libro (…) contiene una
historia imaginaria que he creado, inventado, redactado y copiado. No he
escrito más que esto en toda mi vida y me atrevo a creer que no le desagradará.
Hasta ahora no le conocía más que su nombradía y sólo hace unos pocos días una
mujer que lo ama me dijo que es usted uno de los pocos hombres que no se aterra
de sí mismo y el único que ha tenido el valor de aconsejar la muerte a muchos
de sus semejantes. A causa de esto he pensado leerle mi historia, que narra la
vida de un hombre fantástico al que le ocurren las más singulares e insólitas
aventuras. Cuando usted la haya escuchado me dirá qué debo hacer. Si mi
historia le agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no
le gusta me mataré dentro de veinticuatro horas. Dígame si acepta estas
condiciones y comenzaré”.
Este es el inicio de un cuento
del escritor italiano Giovanni Papini publicado en 1906 cuyo título es “Una
historia completamente absurda”. Si se me permite contar el final, les puedo
adelantar que efectivamente el contenido del libro no fue del agrado de nuestro
protagonista y conocer las razones de esa inconformidad nos permitirá
reflexionar sobre algunas características de la actualidad.
Es que aun cuando cien años
después esto resulte sorprendente, el protagonista se incomodó con el contenido
del libro por la sencilla razón de que éste narraba puntillosamente cada hecho
de su vida, desde el más importante hasta el más trivial. Todo. Absolutamente
todo. Desde su nacimiento hasta el preciso momento en que el visitante lo
narraba. ¿Qué haríamos si nos encontrásemos en una situación así? Lo
sorprendente es que la respuesta podría variar un siglo después.
El punto es que, como les
indicaba más arriba, el protagonista se sirve del acuerdo que le habían
propuesto para evitar que ese libro, que no era otra cosa que la historia de su
vida, se publique. Sin embargo, bien entrado ya el siglo XXI, no serían pocos
los que interpretarían como una bendición poder dar a conocer al público cada
uno de los detalles de sus vidas. De hecho, ni siquiera hace falta recurrir a
la literatura fantástica para conseguirlo; con solo echar mano a la tecnología
alcanza.
Sin ir más lejos, un fenómeno
que lleva ya al menos una década, es el de los self-trackers, lo que podría traducirse como “autorastreadores”.
Cantidad de pasos, horas y calidad del sueño, frecuencia cardíaca, ciclo
menstrual, calorías consumidas, tiempo transcurrido en redes sociales, vasos de
agua, horas de ejercicio, glucemia, frecuencia sexual, geolocalización, etc.,
son solo algunos de los datos que los self-trackers
obtienen de sí mismos y que se encuentran impulsados por el paradigma de la
vida saludable. Con todo, cabe aclarar que, si de paradigmas hablamos, habría
que retrotraerse bastante más atrás para entender este fenómeno como parte de
esta tendencia hacia la cuantificación del yo cuyo origen data de, al menos, el
siglo XIX. Sin embargo, claro, el gran salto que adelanta el proceso es el
avance tecnológico: con dispositivos cada vez más pequeños que pueden adosarse
a los cuerpos y sistemas con una casi infinita capacidad de almacenamiento de
datos, era solo cuestión de tiempo observar la aceleración del proceso. Máxime
si a esto le sumamos el hecho de que la principal mercancía a intercambiar hoy
son los datos mientras toda nuestra atención se posa en cómo somos vistos por
los demás en nuestras redes sociales. Si no hay nada inteligente para decir que
al menos haya imágenes y datos irrelevantes.
Llegados a este punto es
necesario recalcar que esta obsesión por los datos propios y el control suele,
en general, venir acompañada de la necesidad de hacerlo público. Se trata
entonces de un autocontrol pero que está sobre todo dirigido a los demás. Este
fenómeno, que causaría la envidia del más sofisticado y autoritario aparato de
vigilancia estatal, sobre todo porque en este caso es voluntario, tiene varias
consecuencias. Entre ellas, la proliferación de la sospecha: si todos
mostramos, el que no muestra esconde algo. ¿Acaso estás consumiendo demasiado
azúcar? ¿Tienes amantes? ¿Te escondes de tu pareja? ¿Y cuál ha sido tu aporte
del día de hoy a la lucha contra el cambio climático?
Otra consecuencia es un
corrimiento lento pero efectivo de los límites entre lo que es un derecho y lo
que es un servicio. Algunos hablan de la ryanairización
de la vida social pero es algo más profundo todavía. Por ryanairización entendemos la cada vez más delirante segmentación de
costos a los cuales nos enfrentamos en nuestra vida diaria, modelo que parece
extrapolado de las empresas de aviación low
cost. En algo que se puede ver en el contexto pospandemia con mayor profundidad,
el costo inicial de un pasaje en Ryanair o cualquier otra empresa low cost, suele ser irrisorio al
principio pero solo podrá sostenerse ese precio si se viaja sin maleta, desnudo
y colgado del ala. En cualquier otro caso usted deberá pagar cargos extras sorprendentemente
altos. Algunos años atrás, cuando se acuñó el término, el escándalo surgió
porque la empresa pretendió que se pague un cargo extra por ir al baño. Aunque
finalmente esto no prosperó y los usuarios unidos logramos sostener nuestro
derecho a orinar libremente, es real que, incluso en sociedades donde existe un
Estado de Bienestar más o menos en pie, cualquier plan de vida que suponga algo
más que una miserable existencia biológica (aunque a veces ni eso porque la
atención de la salud pública cada vez es más paupérrima), supone un costo
extra.
Pero les decía que era algo más que ryanairización de la vida y el ejemplo
más claro se puede observar con el surgimiento de algunas de las aplicaciones
favoritas de los self-trackers.
Gracias a ellas podemos tener los datos más precisos acerca de nuestro cuerpo
sin tener que pagar ni un solo centavo. En todo caso, solo estamos entregando
nuestros datos gratuitamente para que la compañía saque su provecho comercial
vendiéndolos a terceros o utilizándolos para redireccionar publicidad. Sin
embargo, la voracidad es tal que algunas de estas aplicaciones ofrecen esta
información a cambio de que la misma se publique automáticamente. Para los self-trackers deseosos de mostrarle al
mundo sus rutinas saludables puede resultar hasta deseable pero aquellos pocos
que consideran que no es una buena idea que el mundo entero sepa cuántos vasos
de agua he tomado hoy o dónde me encuentro en este momento haciendo ejercicios,
deberán pagar para que esa información no circule. Efectivamente, se da por sentado que lo natural es estar
expuesto de modo que tener privacidad es un servicio que tiene un costo mensual.
Ya no se trata de un derecho sino de un servicio que una compañía me brinda.
Esto significa que ya no tengo que cuidarme de un Estado que eventualmente me
espíe. Ahora la relación es con una compañía privada a la que le brindé
voluntariamente mis datos. Si tengo el dinero, puedo acceder al servicio de mi
privacidad. Si no lo tengo, mis datos personales serán públicos.
En la misma línea, es de esperar que cada vez
tengan más presencia aquellas empresas encargadas de mejorar la reputación de
los usuarios. Esto que pudiera parecer de interés para un grupo pequeño de
personalidades famosas o políticos, se está transformando en una necesidad para
una gran mayoría especialmente si tomamos en cuenta que ya hay generaciones
enteras que desde su temprana adolescencia llevan volcando a las redes todo
tipo de mensajes que pueden ser usados en su contra diez o quince años después;
y si prestamos atención al modo en que empresas e instituciones deciden sus
nuevas contrataciones a través de una búsqueda básica en redes sociales.
Quienes posean el dinero podrán gozar de la reputación necesaria gracias al
trabajo de empresas encargadas de borrar o esconder de los buscadores los
mensajes o acciones inconvenientes; al resto solo le queda la condena virtual
que deviene real, en algunos casos, por un mensaje escrito a los trece años de
edad en una red social que ya no existe.
El cuento de Papini reflejaba la atemorizante
posibilidad de que alguien pudiera saber todo de nosotros. En la actualidad, el
narcisismo de la sociedad y el vivir una vida hacia los otros ha hecho que esa
posibilidad deje de ser literatura fantástica para transformarse en una
necesidad. Cuando todos buscan ser vistos y llamar la atención, la privacidad y
la reputación tienen un costo y devienen un privilegio para unos pocos.
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