La
primera rata muerta no hacía imaginar lo que le depararía a la ciudad. Pero en doce
días la cantidad de ratas muertas había alcanzado las ocho mil y llegó el turno
del primer humano contagiado. Los síntomas eran claros: alta temperatura,
ganglios inflamados, miembros hinchados, manchas en el cuerpo y un dolor
interno espantoso.
Pocos
se animaban a decirlo pero había llegado la peste y como no podía ser de otra
manera, quien cuenta la historia con presunta objetividad es un médico, el
Doctor Rieux. Las muertes se sucedieron y con ello toda la organización social
en nombre de la profilaxis: cuarentenas, aislamientos y ensayos. La
administración declara el “Estado de Peste” y se cierra la ciudad.
Esta
es la descripción del inicio de la trama de La
peste, de Albert Camus, un texto publicado en 1947 y en el que está claro
que el autor utiliza la peste como metáfora. ¿De qué? Es difícil pensar en otra
cosa que no sea la ocupación nazi en el contexto de la segunda guerra mundial,
a tal punto que hacia el final del libro, cuando la peste cesa, Camus indica
que para los que habían quedado encerrados en la ciudad, “la verdadera patria
se encontraba más allá de los muros (…) Todos los hombres habían terminado por
adoptar el traje de papel que desde hacía mucho tiempo representaban: el papel
de emigrantes, cuya cara primero y ahora sus ropas hablaban de ausencia y de la
patria lejana. A partir del momento en que la peste había cerrado las puertas
de la ciudad, no habían vivido más que en la separación, habían sido amputados
de ese calor humano que hacía olvidarlo todo”.
Ahora
bien, sin que haya ocupación extranjera, esta sensación de ajenidad, de
separación de lo que es propio, de extrañamiento, es algo que sentimos muy a menudo
cuando vemos la TV, leemos un diario, salimos a la calle o conocemos el
resultado de las elecciones y nos damos cuenta que la mayoría votó al candidato
que aborrecemos.
Es
que la metáfora sirve para pensar aspectos de nuestra sociedad actual y sobre todo
comportamientos humanos, demasiado humanos, frente a la adversidad.
De
hecho, en La peste tenemos a aquellos
que se la pasan elucubrando cuándo termina el desastre y a aquellos que tienen
remordimiento por no poder recordar los gestos de la amante que ha quedado más
allá de los muros de la ciudad; tenemos también a los que intentan escapar de
la ciudad por desesperación y exponiendo al resto del mundo a la propagación de
la peste, y a los funcionarios burócratas que siguen actuando como tal porque,
si fuese de otro modo, no serían burócratas. A su vez, naturalmente, en el
contexto de la peste, la policía se endurece y reprime a los que intentan
escapar y todos se transforman en sospechosos. Es que el “Estado de Peste” se
parece demasiado al “Estado de sitio”.
Pero
había más: en las paradas de los servicios públicos la gente se daba la espalda
para no contagiarse y el periódico más vendido fue el denominado Correo de la epidemia. Es de suponer,
por cierto, que se vendía más por morbosidad que por la necesidad de estar al
tanto de lo que era evidente.
Además,
la superstición había reemplazado a la religión, la vida se desorganizó,
aumentaron los precios y crecieron los desocupados. Esto hizo que se trabajara
de cualquier cosa aun cuando esto conllevara peligro de muerte y que Camus, a
través del Doctor Rieux dijera que “la miseria era más fuerte que el miedo”. Y
sin embargo, la ciudadanía asistía a espectáculos, los cafés permanecían
abiertos. Esa es quizás, la parte más dura de la novela, esto es, el reconocimiento
de que las condiciones sociales pueden empeorar drásticamente y sin embargo
todo puede seguir siendo igual ya que
finalmente nos vamos a acomodar a las peores condiciones.
Es
que la peste no tenía que ver con situaciones arrebatadoras y disruptivas sino
con una administración prudente e impecable. La burocracia funcionaba
plenamente en medio de la peste. “Banalidad del mal”, le llamó alguien y Camus
lo refuerza cuando afirma que “La peste no es una repentina hoguera sino un
ininterrumpido pisoteo” y que “se había sacrificado todo a la eficacia”.
Por
último, Camus indica que la peste suprimió los valores y que “sin memoria y sin
esperanza, [los habitantes de Orán] vivían instalados en el presente. A decir
verdad, todo se volvía presente. La peste había quitado a todos la posibilidad
de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para
nosotros no había ya más que instantes”.
Les
comenté al principio que La peste era
una gran metáfora de la ocupación nazi y ahora no logro darme cuenta si Camus
hacía una descripción de la época o estaba anticipándose a muchísimos aspectos
que en pleno siglo XXI se han naturalizado. Sin equiparar una situación con la
otra, claro está, no resulta descabellado preguntarse desde cuándo el mundo presuntamente
libre comenzó a parecerse tanto a un mundo asediado por la peste.
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