sábado, 13 de septiembre de 2014

La persona, el humano y la cerda (publicado el 11/9/14 en Veintitrés)

¿Hay humanos que no sean personas? ¿Y personas que no sean humanos? Entiendo que estas dos preguntas puedan generar algo de perplejidad pero aunque le resulte curioso, el debate lleva ya demasiados siglos y se reactualiza según las circunstancias históricas. Sin ir más lejos, el último domingo, el diario La Nación, informaba que la justicia argentina estudia requerimientos para considerar a los chimpancés personas “no humanas”. Más específicamente, se presentaron pedidos de hábeas corpus en los tribunales de Santiago del Estero, Entre Ríos, Córdoba y Río Negro, para que liberen a unos chimpancés que se encuentran en cautiverio en distintos zoológicos del país. Los argumentos son variados y complejos, y, a su vez, pedidos similares se han hecho en distintas partes del mundo. Pero, en general, claro está, en ningún caso se supone que los chimpancés sean humanos sino que en tanto seres con autoconciencia, capaces de comunicarse y sentir, de razonar y hasta de construir herramientas, deben ser titulares de derechos. Esto nos traslada a las preguntas iniciales porque si aceptásemos que estas condiciones son suficientes para ser sujeto de derecho, dejaríamos abierta la posibilidad de que existan personas no humanas. ¿Cómo es esto? No se asuste. Ni estoy realizando un tratado discriminatorio hacia determinados grupos sociales ni estoy anunciando la llegada de una especie extraterrestre que, camuflada, convive con nosotros. Tampoco se trata de una estrategia electoral que intente evitar que voten los gorilas pero que habilite a los caniches peronistas a emitir su sufragio. Nada de eso. Se trata simplemente de mostrar que “persona” no es sinónimo de “ser humano”. Pues “persona” es una categoría jurídica equivalente a “titular de derechos” y el hecho de que en sociedades como las nuestras consideremos que todo ser humano tiene los mismos derechos, ha hecho que confundamos los términos. Para comprender mejor esto, remontemos un poco la historia para recordar que en los tiempos donde la esclavitud estaba legitimada jurídica y socialmente, existían seres humanos que no eran personas, es decir, individuos que no tenían derechos y que eran tratados como simples “cosas” al igual que un animal.
La separación entre lo humano y la persona puede explicarse a través de la etimología pues si bien no hay un completo acuerdo respecto del origen de la palabra, se dice que el derecho romano adoptó la noción de “persona” por analogía a la máscara utilizada por los actores griegos para amplificar su voz. Si “persona” viene de “máscara” entramos en un terreno complejo pero queda claro que una máscara es algo que se puede tener o no, y que sería posible “ponerle” la máscara a seres vivos que no pertenezcan al género humano como así también quitársela a hombres y mujeres de nuestra misma especie. La titularidad de derechos como máscara, entonces, fue el modo en que los sistemas jurídicos pudieron discriminar entre vivientes humanos con y sin derechos. Pero en los últimos siglos se asiste a una paulatina universalización de la máscara como modo de igualación de todos los seres humanos. Así, los humanos somos, naturalmente, todos distintos pero para el derecho somos todos iguales en tanto tenemos la misma máscara. Que quede, entonces, bien claro: del mismo modo que la máscara del actor griego dejaba mostraba que el que estaba en el escenario representaba un personaje, los sistemas jurídicos actuales acuden a la ficción de la persona para poder garantizar un conjunto básico de derechos a todos los humanos por igual.   
De hecho, si buscáramos un hilo conductor para poder contar la historia de disputas de los últimos siglos en Occidente, un camino posible sería el de las luchas de individuos y grupos sociales por ser considerados iguales y dejar de ser vistos como cosas. Porque los esclavos eran considerados  cosas y no personas. No tenían máscara. Eran mero cuerpo viviente y salvaje, insisto, como son vistos incluso hoy en día los animales; algo similar sucedía con los indígenas y en no pocos lugares del mundo las mujeres o bien son consideradas cosas o bien no gozan de la misma porción de derechos de la que gozan los varones.
Con todo, la relación con las no personas siempre fue ambigua pues si nos posamos en la figura del esclavo, en tanto siervo que tenía dueño era considerado una cosa pero, a su vez, podría llegar a recibir una pena si cometía un homicidio de lo cual se sigue que para ser una cosa se le adjudicaba bastante responsabilidad. En este punto, aunque resulte insólito, en el libro de Eugenio Zaffaroni, citado en esta misma columna hace algunas semanas, titulado La pachamama y el humano, el actual Juez de la Corte Suprema menciona casos en los que esta misma tensión se planteaba en torno a animales que, por ejemplo, agredían a un ser humano. ¿Qué hacer con ellos? Si fuesen meras cosas no tendrían responsabilidad alguna por sus actos. Sin embargo, en palabras de Zaffaroni: “En la Edad Media y hasta el Renacimiento –es decir, entre los siglos XIII y XVII- fueron frecuentes los juicios a animales, especialmente a cerdos que habían matado o comido a niños, lo que unos justificaban pretendiendo que los animales –por lo menos los superiores- tenían un poco de alma y otros negándolo, pero insistiendo en ellos en razón de la necesidad de castigo ejemplar. Sea como fuere se ejecutaron animales y hasta se sometió a tortura y se obtuvo la confesión de una cerda”.
Si a usted no le interesara la problemática del derechos de los animales, note, igualmente, que la discusión es mucho más general y puede llegar a incluir temas demasiado sensibles para los humanos pues el criterio para definir qué es una persona es determinante para una legislación sobre, por ejemplo, despenalización del aborto. En este sentido, nadie discute cuándo comienza la vida: lo que se discute es cuándo se comienza a ser persona y ahí, una vez más, se muestra que la mera vida no implica necesariamente derechos o que, en todo caso, ese es un debate abierto.  
Volviendo a la cuestión de los derechos de los animales, no se puede dejar de soslayo que hay muchísimas preguntas que quedan abiertas. ¿Pues serían sujetos de derecho solo los animales superiores? ¿Qué pasaría con el resto? Si extendiésemos la titularidad de derecho a todo lo viviente qué pasaría, por ejemplo, con las bacterias o, para no ir tan lejos, ¿qué hacemos con los mosquitos y las cucarachas?
Asimismo, como algunos autores se plantean, si el requisito para que una vida humana o no humana posea derechos es la autoconciencia o la posibilidad de crear herramientas ¿qué sucedería con los embriones, los fetos e incluso los recién nacidos humanos? ¿y con los humanos que tienen muerte cerebral? ¿Dejarían de ser titulares de derecho?  
Le dejo estas preguntas abiertas para discutir en familia mientras mira a su perro, a su gato y toma un antibiótico. Yo, mientras tanto, prometo encontrarle, para la próxima semana, la versión taquigráfica de la confesión de la cerda. 

        

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