jueves, 26 de abril de 2012

Una visita a la Constitución peronista (publicado el 26/4/12 en Veintitrés)


El domingo pasado, el diario Página 12 publicó una nota de José Pablo Feinmann titulada “Soberanía y poder” en la que el escritor vincula la expropiación de YPF con algunos de los principios centrales de la Constitución “peronista” de 1949, cuyo referente central fue el constitucionalista Arturo Sampay.
Como usted recordará, el primer gobierno de Perón consideraba que el nuevo tiempo histórico debía plasmarse en una Constitución que casi 100 años después reemplazase a la ideada por Alberdi. Las razones podían, incluso, leerse a partir de las propias impresiones del autor de Las Bases para quien la Constitución de 1853 debía ser provisoria y circunscripta a las condiciones particulares de nuestro territorio. Los principios liberales con la protección irrestricta de la propiedad privada, el libre mercado y un conjunto de leyes tendientes a promover enormes ventajas para aquellos extranjeros que “debían” rellenar “el desierto argentino”, son, sin dudas, los elementos salientes de la propuesta alberdiana, que se conjugaban, además, con el principio republicano del establecimiento de un límite a la reelección inmediata. Fueron justamente estos principios los que el peronismo se propuso modificar.
Así, Perón convoca a Arturo Sampay, académico de la tradición conocida como  “constitucionalismo social”, quien no sólo ideó el texto de la reforma sino que fue uno de los convencionales. Como suele ocurrir en estos casos, el proceso de llamado a la convención constituyente y la discusión al interior de su seno estuvo atravesado por escándalos y acusaciones, entre ellos, el abandono del bloque radical que, denunciando la nulidad de la convocatoria, asistió sólo al primer día de sesiones. Finalmente, la reforma fue sancionada y permaneció en vigor hasta 1957, año en que la “revolución libertadora” que derrocó el gobierno constitucional de Perón, determinó que debía derogarse para regresar al texto fundacional de 1853.
En cuanto a la formación de Sampay se trata de un reconocido cristiano tomista que desde sus primeras publicaciones trazaba una línea de continuidad entre el racionalismo moderno, el iluminismo, el individualismo burgués y el liberalismo, todos elementos presentes en la Constitución de los Estados Unidos (la referencia obligada del pensamiento de Alberdi). Es justamente esta línea de pensamiento la que Sampay se propone criticar en lo que podría verse como la reedición de un debate de historia de las ideas que comenzó ya desde el hecho fundacional de nuestro país. Me refiero a aquel que discurría acerca de los verdaderos fundamentos que dieron lugar a la revolución de mayo y que enfrentaba a los que indicaban que se trató de la consecuencia natural de las ideas iluministas que se habían manifestado en las revoluciones de 1776 y 1789, con aquellos que reivindicaban a pensadores jesuitas como Francisco Suárez arraigados en una tradición cristiana más popular mezclada con elementos de la Contrarreforma. Según Jorge Dotti, en el pensamiento de Sampay “el iusnaturalismo clásico resulta complementado por un democratismo popular legitimador de todos los cambios constitucionales que el mismo pueblo juzgue necesarios, y que deben ser evaluados según los principios universales y eternos del cristianismo”. Por otra parte, José Ricardo Pierpauli y Juan Fernando Segovia debatieron en sendos papers si, tras ese origen tomista, Sampay se habría inclinado hacia el marxismo o hacia algún tipo de socialismo. Asimismo, la formación de Sampay puede explicar el episodio al que el propio Feinmann hace referencia y que fue recordado hace algunos meses por la presidenta. Me refiero, a la ausencia del derecho a huelga en la Constitución del 49. Para el autor de El flaco, Sampay deseaba incluir tal derecho pero por orden de Perón lo omitió. Como tal situación no me consta prefiero tomar en cuenta la forma en que Sampay justificó tal controvertida decisión, pues consideraba, como buen iusnaturalista, que ese derecho es anterior y superior al derecho positivo. Pero no todo el justicialismo acompañó esta idea pues, de hecho, la discusión se realizó incluso “puertas adentro”, tal como intenta reflejarlo el profundamente crítico del peronismo, Jorge Reinaldo Vanossi, quien retoma las palabras del senador nacional y constituyente justicialista Pablo Ramella. Éste consideraba que había que “positivizar” el derecho a huelga, a lo que Sampay respondió “la huelga es un derecho natural del hombre en el campo del trabajo, como lo es el de la resistencia a la opresión en el campo político, pero si bien existe un derecho natural de huelga no puede haber un derecho positivo de huelga, porque (…) es evidente que la huelga implica un rompimiento con el orden jurídico establecido, que, como tal, tiene la pretensión de ser un orden justo, y no olvidemos que la exclusión del recurso a la fuerza es el fin de toda organización social. El derecho absoluto de huelga, por tanto, no puede ser consagrado en una Constitución”.
Dejando de lado esta, como mínimo, controvertida justificación y volviendo al disparador de estas líneas, como indicaba Feinmann, los elementos centrales que marcaban el núcleo de la Constitución del 49 no estaban en la posibilidad de la reelección indefinida, si no en un manojo de artículos. Feinmann menciona el 38 y el 40 pero yo sumaría también el 37 y el 39.
 El 37 es el correspondiente a la institucionalización de los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura. En cuanto al 38, es el artículo que inaugura el capítulo IV de la propuesta y que es el que más escozor causaba en la tradición liberal. Su título “La función social de la propiedad, el capital y la actividad económica” ya anticipaba que la propiedad privada perdería su carácter santificado.  Más específicamente, este artículo afirma “La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines del bien común. Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo (…) y procurar a cada labriego (…) la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva.  La expropiación por causa de utilidad pública o interés general debe ser calificada por ley y previamente indemnizada”.
En esta misma línea, marcando la superioridad del bien común por sobre el interés privado, el artículo 39 reza: “El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social.  Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino”.
Por último, y algo por lo que hoy cualquiera podría ser acusado de chavista, confiscacionista, kicillofista o marxista judío montonero imberbe, un extenso artículo 40 que merece citarse entero, indica “La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social.  El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución.  Salvo la importación y exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios. Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedad imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias. Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación.  Los que se hallaran en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine. El precio por la expropiación de empresas concesionarios de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable que serán considerados también como reintegración del capital invertido” (las itálicas son mías).
En síntesis, la Constitución del 49, una especie de hecho maldito que se ha intentado invisibilizar a pesar de haber regido durante 8 años en el país, puede ser la base para encarar problemáticas que, como se ve, no son nuevas. Retomar algunos de sus principios, discutir otros y revisitar críticamente varios de los aspectos controvertidos que a la luz de lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XX en nuestro país, no deben ser pasados por alto, puede ser un buen ejercicio capaz de brindar herramientas para enfrentar los debates que se dan en la actualidad.   

2 comentarios:

Rafa dijo...

Dante: excelente tu columna. Te dejo un aporte muy humilde inspirado por la misma nota de Feinmann.
http://el-lobo-estepario.blogspot.com.ar/2012/04/desagravio.html

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Dante, me pareció un gran acierto argumental y teórico que hayas focalizado en la interacción entre teoría de la justicia y Constitución. El enfoque es de lo más apropiado porque todo proyecto constitucional es la síntesis de una teoría de la justicia.
A veces se pone el acento únicamente en la organización del poder o en los derechos y se pasa por alto que la Constitución debe ser leída como un proyecto político orgánico en donde la teoría de la justicia resulta la variable esencial para abordarla.
Muy interesante y ojalá puedas escribir algún texto de mayor aliento y otra profundidad teórica sobre el tema.
Por último, haber rescatado a Sampay también es un acierto muy lindo.
Un saludo!
Martin