viernes, 14 de octubre de 2011

¿Más reelección es menos democracia? (publicado el 13/10/11 en Veintitrés)

Cuando la ex política y actual mujer del espectáculo Elisa Carrió, lanzó su última denuncia en torno a un supuesto pacto entre Binner y CFK para reformar la Constitución, se generaron, por fin y después de muchos amagues, las condiciones para instalar el tema en la agenda previa a las elecciones. Más allá de que parece bastante claro que se trata de una operación para fomentar el miedo de esa parte de la clase media consensual y moderada en un contexto en el que el 70% de los votos irían para opciones de centro izquierda, cabe dedicar unas líneas a algunas consideraciones teóricas y prácticas en torno a esta cuestión.

En el plano estrictamente coyuntural, la plataforma de Binner expresa con claridad su intención de abandonar el sistema presidencialista en pos de un modelo parlamentario siguiendo la línea europea y dejando de lado la tradición estadounidense cuyas bases se encuentran en El Federalista de Madison, Jay y Hamilton. A su vez, en esta misma línea, el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni hace ya mucho tiempo que también aboga por una reforma y según los azuzadores de fantasmas, este proyecto habría sido acercado al oficialismo.

En este contexto, aclaremos una obviedad: dada la mala prensa de la que goza la noción de reelección indefinida, ningún proyecto que la postule podrá pasar satisfactoriamente el tribunal de la opinión pública. En este contexto, lo que la oposición rabiosa afirma es que la pretensión reeleccionista vendría en formato de sistema parlamentarista. En otras palabras, como usted sabe, en este modelo, se votan parlamentarios y son éstos los que designan a la persona que estará al frente de la República. Así podría darse el caso de que se mantuviese constante durante 20 o 30 años una misma mayoría que designara por ese período a la misma persona lo cual generaría una continuidad que expresaría una “reelección de hecho”.

Ahora bien, más allá de las bondades y los problemas del sistema parlamentarista, algo de lo que ya hemos hablado desde estas mismas páginas algún tiempo atrás, le pido que hagamos el profundo esfuerzo de quitar los nombres propios y pensar en términos abstractos la cuestión de la reelección. Dicho de otro modo, no importa si pensamos que la continuidad en el poder, bajo el sistema que fuese, puede dar lugar a décadas de un Berlusconi, un Menem, una Cristina o una Merkel. Más bien, de lo que se trata es de pensar por qué existen normas jurídicas que ponen límites a la decisión de los pueblos. Expresado de modo visceral y visto desde la perpsectiva del caso argentino, ¿por qué consideramos que la decisión del pueblo es soberana salvo cuando quiere votar tres veces seguida al mismo gobernante? Si el pueblo considera que hay un buen gobernante y quiere que se quede en el poder 40 años ¿por qué habría que impedirlo?

A estas preguntas se les puede dar una infinidad de respuestas pero en términos más generales, creo que el tema merece encararse desde los aspectos constitutivos de las formas de las repúblicas occidentales desde sus orígenes hasta hoy. En este sentido, en un libro muy interesante de Roberto Gargarella, llamado La justicia frente al gobierno. Sobre el carácter contramayoritario del poder judicial, publicado en el año 1996, el autor se pregunta ¿por qué el poder judicial es capaz de anular una ley votada por la mayoría de los representantes del pueblo? Si prestamos atención a la pregunta lo que está expresando es cuál es la razón por la que un grupo de hombres y mujeres llamados jueces, cuyas designaciones no están determinadas por el voto popular, son capaces de poner límite a las decisiones de la ciudadanía. ¿Quiénes son estos señores encargados de decidir cuáles leyes se corresponden con el espíritu de la constitución? Y en todo caso, ¿por qué las constituciones son sagradas? ¿Acaso no son un conjunto de normas creadas por hombres de carne y hueso en un contexto histórico particular? ¿O es que son mandamientos que bajan del cielo como obsequio de un Dios tan trinitario como los poderes de la República?

Para Gargarella, al momento de analizar esta tensión entre los legisladores, entendidos como los representantes del pueblo, y los jueces, entendidos como aquellos que deben velar por los principios constitucionales, se pueden hallar dos tradiciones: una conservadora y otra que él denomina populista. La primera es heredera de la línea de los Padres Fundadores que sentaron las bases de la República estadounidense. Se trata de una concepción profundamente elitista que establece el control de constitucionalidad de los jueces como el modo de resguardar las instituciones de la inherente incapacidad de las masas. Desde este punto de vista, el sistema ideado por una aristocracia bien pensante es el correcto pero el riesgo de que la turba democrática lo degenere eligiendo representantes bárbaros, hace necesario la creación de un poder, el judicial, capaz de poner límites a las decisiones movidas por el afecto, la demagogia y el clientelismo.

Por su parte, la tradición populista, más cercana a la revolución francesa, afirma que la validez constitucional depende de la decisión de la mayoría del pueblo y no del control de la casta de jueces. De la exposición de ambas tradiciones se puede colegir que la primera es proclive a poner límites a las reelecciones y la segunda no. La visión conservadora lo fundamenta con el argumento, no descabellado por cierto, de que la democracia es, sobre todo, alternancia y que hay que poner límites jurídicos a la continuidad porque quien está frente al gobierno goza del beneficio del uso del aparato estatal lo cual lo pone en clara ventaja respecto de las fuerzas opositoras. La visión populista, también tiene un muy buen argumento que, en este caso, parece incluso bastante más simple, a saber: la verdadera democracia es aquella en la que el pueblo es soberano. Vox populi vox dei.

Si bien está claro que no resulta fácil, para los conservadores, justificar por qué el pueblo no está preparado para tomar algunas decisiones, para los populistas tampoco resulta fácil justificar que cualquier decisión, por provenir del pueblo, debe aceptarse pues también así se han legitimado persecuciones injustas hacia minorías y flagrantes violaciones a los derechos humanos.

Ahora bien, expuesto el marco teórico bien cabe ahora repensar el lugar de los actores principales de la política argentina de cara a lo que vendrá.

En primer lugar, resulta llamativo que el oposicionismo recalcitrante que en el 2009 quiso instalar que el único poder del Estado con legitimidad era el poder legislativo, se oponga a una reforma constitucional a favor de un sistema parlamentarista que ayudaría a acabar con ese verticalismo presidencialista al que tanto repugnan.

En segundo lugar, en situación bastante similar se encuentra Binner. En este sentido cabe preguntarle al que será el jefe de la segunda fuerza, más allá de que ésta se encuentre a 40 puntos de la primera, cómo es posible que su plataforma abogue por un sistema parlamentarista y sin embargo declare que su frente nunca apoyará una reforma que favorezca al gobierno. En este punto se le podría indicar a Binner que la institucionalidad debería prescindir de nombres propios y de contextos, ¿o acaso es que el sistema parlamentarista es bueno sólo cuando hay una presidenta fuerte?

Por último, como alguna vez lo indicase en el contexto de aquel exabrupto de Diana Conti en torno a una “Cristina eterna”, tal posibilidad, más que indicar una fortaleza, supondría una debilidad que iría en contra de la idea de defensa de un modelo. En este sentido seguramente la propia presidenta sabe que las bases de una transformación cultural política, económica y social, no pueden depender de una sola persona. Será responsabilidad, entonces de quienes consideramos que hay cosas que se están haciendo bien, generar las condiciones para que esas cosas se sostengan independientemente de quien sea el referente. Evidentemente las condiciones actuales hacen que solamente ella sea la garante de continuidad pero esto debería cambiar, por el bien del modelo, en algún momento, aun cuando se considere que difícilmente pueda surgir alguien de la probada idoneidad de la presidenta. En este punto, los límites a la reelección son, en sentido estricto, antidemocráticos por ponerle coto a la voluntad popular. Sin embargo la fuerza de un proceso transformador y movilizador como el que se está llevando adelante en los últimos ocho años debe tener la capacidad de sobreponerse a ese límite no a través de una constitucional y legítima reforma, sino a partir de la formación de hombres y mujeres capaces de llevar adelante la profundización de los principales lineamientos de políticas que, guste o no, han cambiado el rostro de la Argentina.

3 comentarios:

Adán De Ucea Queralt dijo...

Dante, si sirve para agregar algo terrenal a tu nota:
1) Y vos, ¿qué pensas acerca de las reelecciones indefinidas?: http://bit.ly/pSEj9t
2) Y, ¿por qué no recordar?:
¿Contigate o Perfilgate?: this is the question: http://bit.ly/pXVUNx

Saludos.

Fernando Danza dijo...

Si bien lo expresa de alguna manera en el texto, creo que no hay que dejar de tener en cuenta nunca aquellos consejos que fueron dados por liberales críticos como J.S. Mill o A. de Tocqueville. Los daños que puede generar la opresión de una mayoría y la concentración de poder pueden ser matizados, entre otras cosas, por las transiciones en el gobierno. Entiendo que el FpV represente a una mayoría, y usted defenderá la decisión de la mayoría como lo más parecido a una decisión democrática... pero si hay sectores más pequeños que no se ven representados, en algún momento deben ser tenidos en cuenta.
Entiendo que de la concentración de poder pueden resultar cosas positivas. A mi, sinceramente, la concentración de poder en una fuerza llega mucho tiempo llega a asustarme un poco, y me parece tan terrible como la concentración de poder en los medios de comunicación.
Usted saldrá con argumentos democráticos, me dirá que al gobierno lo elige una mayoría. Yo no dejo de sentirme engañado cuando se habla de que la concentración de poder en los medios es una de las peores cosas que nos sucede, pero se dice algo completamente distinto sobre la concentración de poder político.
Saludos y muy buena nota.

profemarcos dijo...

La reforma del sistema presidencialista al parlamentarista la planteó el radicalismo cuando Raúl Alfonsín todavía soñaba con que el gobernaba en Argentina y quería continuar más allá de su mandato... La idea de ese momento era un presidente abocado a las relaciones internacionales (Dante Caputo) y un primer ministro que ejercería la administración del país (el papá del pelotudo actual)