jueves, 19 de mayo de 2011

El Imperio y el fin de las fronteras (publicado el 19/5/11 en Veintitrés)

Los sucesos de la intervención de la ONU en Libia, el pedido de enjuiciamiento a Khadafi realizado por la fiscalía de La Corte Penal de La Haya, y el presunto asesinato de Bin Laden perpetrado por un grupo comando estadounidense en territorio pakistaní, son sólo pequeñas muestras de la morfología que comienza a adquirir el orden mundial, con prisa y sin pausa, desde la caída del bloque soviético.

Como todos sabemos, la implosión del sistema económico y político que era uno de los cuernos del dilema de la guerra fría, generó apresuradamente, diagnósticos que, llevados más por el deseo que por las evidencias, se apresuraron a indicar que la historia había terminado y que la humanidad asistiría a un proceso de profundización de valores propios del occidente liberal y capitalista. Tal diagnóstico se apoyaba en una lógica algo elemental pero tampoco descabellada: si en casi la mitad del siglo se observó el enfrentamiento de dos polos, dos bloques antagónicos, la desaparición de uno de ellos redundaría en el impulso totalizante del sobreviviente. En esta línea podría afirmarse que el correlato de este razonamiento ha sido aquel complejo proceso denominado globalización cuyas aristas parecen inabarcables. Con todo, cabe indicar que como fenómeno económico, la globalización supone la eliminación de las trabas aduaneras y la posibilidad de desarrollos de empresas transnacionales que, idealmente, competirían en igualdad de condiciones en un gran mercado mundial armonizado por una enorme y ubicua mano invisible capaz de meterse en los bolsillos de los que menos tienen en el preciso instante en que éstos aplauden por sentirse beneficiarios de las posibilidades que le brinda la libertad de elegir la mercancía importada presuntamente deseada.

En el plano político y jurídico la lógica es similar: se trata de eliminar las fronteras yendo más allá de los Estados nacionales para crear bloques regionales regidos por instituciones supranacionales. Los ejemplos más claros en ese sentido son, por un lado, la Unión Europea, más allá de que la crisis humanitaria del norte de África convierta la problemática migratoria en una especie de pelota de fuego que nadie quiere aceptar y que hace las veces de tea incandescente utilizada por los gobiernos europeos para echar luz sobre la responsabilidad siempre ajena; y, por otro lado, el poder efectivo, aunque bastante discrecional y demasiado ciego frente a las actuaciones de las grandes potencias, de La Corte Penal Internacional de La Haya entendida como una instancia jurídica que está por encima de las leyes internas de cada uno de los Estados.

Si a esto le sumamos las transformaciones culturales que especialmente vienen de la mano del avance comunicacional que significó Internet, parecemos estar asistiendo a un mundo que a paso vertiginoso se va homogeneizando. Ahora bien, la eliminación de las diferencias económicas, políticas, jurídicas y culturales son recibidas de diversas maneras por los sujetos que habitamos el mundo en este cambiante siglo XXI. Una visión optimista puede entender que estas transformaciones se dirigen hacia un avance moral de la humanidad que implicaría que todos los hombres del mundo sin importar nacionalidad, clase social, religión, etnia, género ni objeto de deseo, sean entendidos como ciudadanos del mundo con un conjunto básico de derechos comunes en tanto miembros de la especie humana.

Sin embargo, también parece haber buenas razones para encender la luz de alarma y erigir cierta cautela pues no resulta menor observar el modo en que la lógica de los valores presuntamente compartidos por toda la humanidad muchas veces es utilizada como forma de imposición hacia pueblos con cosmovisiones diferentes.

Entre los pensadores y las teorías que rechazan el universalismo globalizador y lo acusan de etnocéntrico, parece necesario mencionar a dos autores cuya lectura resulta imprescindible a la luz de los hechos, independientemente de si se está del todo de acuerdo con ellos.

Se trata de Michael Hardt y Antonio Negri y su ya célebre libro Imperio, publicado en el año 2000. Herederos del punto de vista marxista, los autores sostienen que asistimos a una era que no es la del viejo imperialismo sino la del Imperio. La clave está en que el imperialismo, tal como lo hemos sufrido, fue una suerte de extensión de la lógica de los Estados nacionales principalmente europeos. En América Latina conocemos bien el asunto: las potencias ampliaban sus fronteras ocupando y parcelando territorios y los conflictos se resolvían a través de la guerra, ya sea de las colonias por su liberación, ya sea entre las propias potencias por nuevas formas de dominación.

¿Se sigue de esto que ya no hay potencias ni formas de dominación ni imposiciones? Obviamente que no. Simplemente se trata de las nuevas formas que va adquiriendo el poder. En este sentido, lo que distingue al imperio del imperialismo, es que el primero es, justamente, el sucedáneo de la decadencia de los Estados nacionales. En este sentido, la paulatina desaparición de las potencias estatales, motor del antiguo imperialismo, no deviene en fin de la dominación sino en una nueva forma de soberanía y de orden político que se caracteriza por ser totalizador y abarcar el planeta entero. La nueva lógica del imperio, así, se apoya ya no en la guerra entre potencias sino en un orden jurídico mundial globalizado a través de instituciones supranacionales con vía libre para actuar, rebosantes de legalidad, en cualquier parte del mundo. Sin dudas, este punto de vista que los autores desarrollaban en el año 2000 adquirió ribetes dramáticos después de la caída de las Torres Gemelas y frente al nuevo e inasible enemigo: el terrorismo.

Como se indicaba aquí mismo semanas atrás, la idea de guerra contra el terrorismo es una muestra más de que el enemigo ya no viene con formato “Estado nacional” sino que es ubicuo y se lo puede encontrar en todas partes. Es un enemigo que nos genera inseguridad aún en nuestro propio barrio y que implica que el Estado no ahorre medidas de control aún cuando éstas pongan en entredicho nuestras libertades civiles. Esto es lo que lleva a Hardt y Negri a afirmar que la dominación del Imperio va mucho más allá de un territorio pues no tiene fronteras. Es una dominación que toca nuestra propia subjetividad, un control que se ejerce sobre la naturaleza humana a través de tecnologías y genocidios que muestran que el Imperio es ante todo un biopoder.

Este imperio que no tiene fronteras ni límites tampoco tiene un centro. En esta línea, se equivocan aquellos que sostienen que Estados Unidos es el único actor de esta gran puesta en escena. Justamente, lo característico de esta nueva era es que las acciones de control no son ejercidas en nombre de una potencia sino en nombre de un sistema jurídico que se presenta como representante de la humanidad toda. Es una ley que dice no tener nombre propio y que, en ese sentido, parece ser la versión laicizada del mensaje de la inescrutable prepotencia divina.

Tal prepotencia adquiere la forma del consenso y paradójicamente dice realizarse en pos de una paz duradera ajena a la inestabilidad y a la posibilidad latente de guerra que existía en aquel orden mundial dominado por la violencia propia de la relación entre Estados nacionales. Sin embargo, resulta evidente que este orden imperial no ha podido probar ser más pacífico ni benévolo lo cual, claro está, no debe hacernos olvidar lo injusto que resultaría que, en pos de criticar su accionar y su forma de legitimarse, desconozcamos los avances que los derechos humanos y la democracia han producido en el mundo.

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