viernes, 14 de enero de 2011

El cuarto oscuro como confesionario (publicado originalmente el 13/1/11 en Veintitrés)

Seguramente una de las variables de los analistas políticos desde aquí hasta las elecciones será poder mensurar en qué medida los discursos de centroderecha que circunvalan la idea de “orden” podrán encauzarse detrás de un candidato con posibilidades serias de disputarle la presidencia al oficialismo. Tales análisis, asimismo, debieran ser centrales para todos los actores políticos aún para el Gobierno, pues es de prever que a las necesidades concretas y reales de la gente se le sumen operaciones buscando que la opinión pública haga carne intereses que sólo en parte son propios. En este sentido, si bien resulta claro que las retóricas del orden serán bien recibidas por las reservas reaccionarias de nuestro país que en la medida en que avanzan hacia el extremismo se desnudan cada vez más minoritarias, no debe dejarse de soslayo que su persistencia va dejando una bruma cultural lenta pero penetrante que atraviesa las capas medias y la sociedad toda. En esta línea, cualquier manual básico de antropología y comportamiento humano sabe que el miedo, fuente instintiva e irracional, hace que el Hombre sacrifique buena parte de sus libertades con el fin de hallarse seguro. Testigos de estos recortes de la libertad han sido los estadounidenses que tras la caída de las Torres Gemelas, apoyaron una ley tan antiterrorista como anticonstitucional que resultaba violatoria de los derechos y las libertades individuales de todos los ciudadanos. Los salieris vernáculos, al menos discursivamente, también tienen pergaminos en este sentido, y entre ellos es de destacar la inolvidable propuesta del Rabino Bergman de reemplazar en nuestro himno la palabra “libertad” por “seguridad”.
La tensión entre la libertad y la seguridad quizás sea tan vieja como la filosofía aunque para ser estricto, la tensión, si es que la hay, se daría entre libertad y Ley. En esta línea, aunque suene paradójico, se puede afirmar que para ser libre tiene que haber límites. Para algunos, esta afirmación no es más que un oxímoron por el cual deberíamos decir que hay que dejar de ser libres para poder ejercer la libertad. Pero para no ser injustos podemos decir que en un estado de naturaleza sin Ley donde cada uno hace lo que quiere, la libertad es sólo aparente pues estamos en una situación de guerra latente con riesgo continuo sobre nuestra vida y nuestra propiedad.
Pero volvamos a esa pátina cultural del orden y el control que lentamente se va sedimentando en las últimas décadas y que se puede ver en algunos usos y costumbres recientes pero naturalizadas. Por tomar un caso, el celular ha significado para muchos, aun para los que nos resistíamos, una herramienta fenomenal para comunicarnos desde cualquier lugar. Sin embargo, también ha sido la principal arma de control, por ejemplo de los padres sobre sus hijos, además de ser uno de los grandes motivos de hurto a los adolescentes. La ecuación favorece a todos: el joven se siente libre para mandar mensajes de textos estúpidos y los padres se sientes tranquilos por creer que controlan a la nena. Todo estalla cuando este pequeño aparatito es también el medio a través del cual la nena documenta sus primeras experiencias sexuales para luego compartirlas en el fabuloso mundo de un foro de onanistas cibernéticos.
En esta línea de las nuevas tecnologías y los fenómenos más o menos recientes, no por trillado se puede dejar pasar la posibilidad de hacer algunos comentarios sobre el programa Gran Hermano como emblema de este proceso de cambio de paradigma cultural y social donde se resignifican las ideas de libertad y de seguridad. No se trata de arremeter con la hoz y hacer blanco en los lugares comunes de afirmar que tanto este programa como el de Tinelli idiotizan a la gente. ¿O acaso es mejor un programa de política en que un señor que hace de periodista hace que le pregunta seriamente a otro señor que hace de político serio y que hace que le responde? Sinceramente, el lector y quien escribe, preferimos ver cuerpos sensuales.
Pero permítaseme recordar el origen cínico del título del programa de Televisión Gran Hermano porque puede ayudar a la comprensión de lo que se viene desarrollando en estas líneas. Todos hemos leído la novela de Orwell, 1984, o, algunos, en su defecto, han visto la película. Así recordarán que en esta novela escrita en el año 1948, el autor está pensando el futuro de un mundo que tras las guerras parecía condenado a estar atravesado por los totalitarismos de izquierda y de derecha. Orwell no tuvo mejor idea que ponerle un número al futuro, 1984, número que surge de invertir las últimas dos cifras del año en que lo escribió. Claro está que para nosotros, el año 1984 resulta casi prehistórico pero Orwell, como otras novelas que plantean distopías, avizora un mundo atravesado por el control de la gran burocracia estatal que a través de un sistema de cámaras da cuenta de todas nuestras acciones. No hay lugar para el disenso y ni siquiera para las relaciones personales. Cada uno debe cumplir la función en el sistema del que es simplemente un engranaje. El carácter opresivo se muestra además en la referencia al gran controlador, aquel que nunca era visto pero que siempre estaba mirando detrás de las cámaras: el Gran Hermano. Este hablaba pero no se lo veía. Era una suerte de mito pero representa aquello que Foucault en su célebre Vigilar y Castigar desarrolló como la sociedad panóptica, esto es, una sociedad que reproduce la estructura de la cárcel ideal pensada por Bentham cuya disposición hace que los prisioneros se encuentren aislados entre sí y que puedan ser vistos desde lo alto de una torre sin ellos poder ver a quien los vigila. La enseñanza del panóptico es que la vigilancia funciona aún cuando el vigilador no esté. Es decir, al no poder ver pero suponerse vigilado, el prisionero internaliza el control y lo reproduce de lo cual se sigue que todo el sistema podría funcionar perfectamente aun cuando el vigilador sea un maniquí.
El presente de Orwell era un presente deseoso de libertades. Paradójicamente, el nuestro es un presente atravesado por una retórica de la libertad que cada vez requiere más seguridad y orden. Una muestra de esto es que lo que en la novela de Orwell era una sociedad opresiva a la cual había que combatir, hoy se transforma en una meta. Se trata de elegir ser controlado, elegir ser visto. Sin duda que todo esto se complementa con una sociedad que fomenta los grandes egos, una espectacularización del yo y la insólita creencia de muchos jóvenes de que su vida es algo digno de ser mostrado. Se trata, claro, de un fenómeno de disolución y borramiento de las fronteras entre lo público y lo privado algo que no sólo afecta a los chicos de 15 años sino también a los adultos. De hecho sucede en redes sociales como Twitter donde aún no tomamos conciencia de que lo que decimos es público y mañana puede ser puesto en la primera plana de un diario. Pero todo esto será asunto de otro trabajo. Por ello centrémonos en la discusión original, aquella que se enmarcaba en la tensión entre libertad y seguridad.
Sin caer en los discursos pesimistas de esas derechas decadentistas que hablan de la pérdida de los valores y de la necesidad del respeto, es necesario detenerse en un fenómeno que no es privativo de la Argentina ni mucho menos pero que hay que pensar. De hecho, en este país hay al menos una interesante discusión acerca de qué significa estar seguros, algo que no sucede en las grandes capitales del planeta atravesadas por políticas xenófobas y expulsivas de todo lo que huela a otredad. Sin embargo, no puede dejarse de soslayo que muchos hombres y mujeres argentinos consideran que vivir atravesados por cámaras y transformarse en prótesis humanas de aparatos telefónicos es una de las formas deseables de la libertad.
Esto no atañe sólo a Doña Rosa que pide justicia y que se enoja con la presidenta hasta cuando hay un relámpago. Son, por sobre todo, decenas de miles de jóvenes que hacen colas para poder ser el conejillo de indias de un laboratorio en el que hay televidentes que les interesa ser testigos de una cámara que capte las 9 horas que duerme un infradotado cuyo máximo mérito puede ser cumplir con tres naturales erecciones nocturnas; decenas de miles que tienen voz, voto y una idea de lo que debe ser nuestro país. Pueden no gustarnos pero son un hecho y hay que escucharlos pues son ciudadanos que en octubre concurrirán a las elecciones y sin cámaras que los vigilen, reproducirán su síntoma cultural votando por el Gran Hermano y confundiendo el cuarto oscuro con el confesionario.

1 comentario:

Mónica Gioia dijo...

Todavía me acuerdo de la emoción que fué para mí hacer la cola en Ciudad Universitaria para anotarme en una carrera. Ahí quiero ver ahora a los jóvenes. "es posible ser libres...basta con dudar"