domingo, 14 de diciembre de 2025

Rebord, Rosemblat y Dante Presidente (editorial del 13.12.25 en No estoy solo)

 

En los últimos días, impulsado desde algunos sectores del sindicalismo y la política, comenzó a circular la posibilidad de que el pastor evangélico Dante Gebel sea candidato a presidente en 2027. Consultado por Mario Pergolini, el propio implicado no descartó esa posibilidad de modo que cabría prestarle alguna atención puesto que posee seguidores, eventuales importantes aportantes económicos y un discurso pretendidamente ecuménico alrededor de la espiritualidad, tal como mandan los tiempos. A propósito, dado que la imaginación no abunda, tampoco debiera extrañar que se tratara de algún sueño trasnochado a partir de que el evento que el pastor vino a presentar se llama PresiDante, haciendo un juego de palabras con su nombre, y que allí se lo puede ver con la banda presidencial. En todo caso, el tiempo dirá.

Hace algún tiempo circuló, y gracias a alguna información de fuente confiable podría confirmarlo, que el peronismo de la ciudad, de la mano de Juan Manuel Olmos, está detrás de una suerte de “proyecto streamer”, una renovación de candidaturas que pueda romper el techo al que parece condenado el peronismo citadino, y que podría recurrir a figuras como Tomás Rebord y Pedro Rosemblat. Este último ya había pretendido un salto a la política y el primero, presumo, pareciera estar allí resolviendo un dilema interno entre una vida como artista y un salto a la política. Ambos son jóvenes, muy exitosos en sus respectivos proyectos y han hecho mucho más por instalar discusiones autocríticas al interior del peronismo/progresismo que la dirigencia política que ahora pretende sumarlos a sus filas.

Comparar a Gebel con Rebord y Rosemblat es injusto para los tres, pero los menciono aquí porque pareciera que desde diferentes espectros ideológicos se renueva esta tentación muy poco novedosa de apelar a figurar extrapartidarias, “famosos”, como solución a la crisis de representatividad. Y sobre este punto vale una aclaración: Rebord y Rosemblat tienen formación política por encima de la media. Sin embargo, no se está pensando en ellos por esa razón, sino por su éxito en redes y su visibilidad. No es culpa de ellos, pero la razón por la que se los elige es por méritos que no tienen que ver estrictamente con su eventual proyecto o mirada acerca de la política. La demostración es que son ellos, pero podría ser cualquiera: veamos si no el caso de Lali Espósito a quien nos quieren vender como la nueva Evita por haber hecho una canción con un estribillo pegadizo y un mensaje velado contra el presidente. La vara está baja.

Pero más allá de ello, a continuación, quisiera proponerles reflexiones personales acerca de este fenómeno y si en ellas les suena algo del filósofo Byung Chul-Han, sea acompañando su perspectiva, sea criticándola, están bien orientados.

En primer lugar, digamos que, si es cierto que el neoliberalismo convierte al sujeto en un emprendedor, un “creador de sí mismo”, esto es, alguien que está encargado de gestionar su propia imagen y su rendimiento, es natural que esto produzca nuevos tipos de actores políticos. En otras palabras, el político deja de ser un representante de una parte para devenir un autogestor, ni siquiera de su rol en el debate público, sino simplemente de su presencia mediática. Este político performático está más preocupado por el recorte viral de sus alocuciones que por otra cosa, es Julia Strada pidiéndole a su fotógrafo oficial que le saque la foto con cara de valiente señalando con el dedo a un policía.

Ahora bien, si el político devino un producto, el votante se transforma en un consumidor con derechitos económicos de consumidor y no con derechos de ciudadano. Se transforma así en un usuario de la política como quien consume un servicio, o sea como quien puede entrar y salir, suscribirse y darse de baja.

Asimismo, elegir entre los famosos de este tiempo, le permite a la política entrar en la disputa por el recurso más escaso del capitalismo hoy: la atención. Y hace bien, por cierto, porque vaciada de sentido, de valores, de proyecto y de comunidad, lo único que le queda es salir a disputar como un producto más en el mercado. De aquí que no sea casual lo bien que les va a los outsider, con Milei a la cabeza, puesto que la propuesta más delirante suele ser la más efectiva si de atraer la atención se trata. De hecho, no me van a decir que entre un discurso de Taiana y un recital de Milei ustedes van a elegir lo primero.

En este punto, la vieja política suele hacer una extrapolación bastante lineal y burda que muchos influencers creen o eligen creer: muchos likes son muchos votos, muchos seguidores son base electoral y la cantidad de visualizaciones y repeticiones son capital político. Este último, entonces, no tiene que ver ya con valores sino con la posibilidad de tener un mensaje o una imagen viralizable. Si es viral, es bueno.

El nuevo político influencer no es guiado por el pueblo sino por el algoritmo o, lo que es peor, cree que el algoritmo es el que está representando al pueblo. Queda atrapado en un narcisismo algorítmico que no representa intereses partidarios sino los deseos y aspiraciones individuales de unos votantes que son seguidores, en su mayoría pasivos, como quien sigue a su ídolo en la música o en el fútbol como figura inalcanzable. No se trata de crear comunidad sino idolatría. Es el Pitu Salvatierra jurando por Futurock, es decir, por la empresa para la que trabaja; es Mayra Mendoza tatuándose a Néstor y a la tobillera. Dicen que es político pero es solo personal.

Y sobre todo: no hay tiempo. Las unidades básicas ya no forman cuadros, de modo que hay que echar mano a los emprendedores de su propia imagen que, devenidos candidatos, ya están construidos como producto, listos para ser consumidos por derecha, por izquierda o por centro.

Asimismo, los famosos de hoy cumplen con el ideal de autenticidad tan requerido en la actualidad, el principal insumo de la antipolítica, porque la política es asociada a la opacidad, lo turbio, la hipocresía; al fin de cuentas, “la rosca” representa lo que se hace por detrás en un tiempo de tiranía de la transparencia, de obligación de mostrarlo todo, y con “todo” no me refiero solamente a las cuentas públicas sino a lo que concierne a nuestra identidad y nuestra vida privada. Podría decirse, incluso, que el influencer (o la mayoría de ellos) no tiene otro valor que la autenticidad y es lo único que se le exige, por más que en su cuenta muestre una riqueza que no tiene y sus autos de lujo sean alquilados, que venda canjes berretas o se saque fotos con filtros contra las arrugas, la papada y la cintura de lavarropa. En todo caso, aun cuando sea artificial y/o pelotudo/a lo que importa es que sea auténticamente artificial y/o pelotudo/a. Eso es lo que genera identificación y esa conexión es central en política.  

El famoso genera además dos sentimientos contrapuestos, pero que coexisten con efectividad similar: por un lado, su positividad pre o pospolítica lo lleva a sobrevolar los conflictos, estar por encima de ellos, y con ello fantasear con ser el candidato de todos, capaz de unir. El caso de Gebel es claro en ese sentido: el pastor evangelista que no es de izquierda ni de derecha y es capaz de juntar a todas las partes en esa fantasía del pueblo unido en pos de vaya a saber qué cosa.  

Pero, por otra parte, es cierto que, en los últimos años, el famoso, aun cuando no intervenga en política, genera una división: todos tienen sus likes pero también sus haters. En este sentido, reproduce lo que parece haberse instalado en todo el mundo: polarización y sobre todo una polarización constante sobre toda temática. Todo es opinable, sobre todo hay que opinar y el debate público se transformó en un debate del minuto a minuto como un muro de Facebook o un chat de Youtube donde se reparten likes y odios por doquier.

Sin embargo, a no confundirse: la negatividad de los odios es funcional a la necesidad de circulación y viralización de la que hablábamos antes: lo que importa es que atraiga la atención y lo que genera odio atrae mucho más que el amor.

En todo caso, uno de los problemas que se plantea es lo que sucede cuando el influencer pasa a ocupar un cargo de responsabilidad, y aquí, obviamente, eximo a los tres mencionados pues ninguno de ellos ha dado el salto formal todavía.

Es que no se puede gobernar bajo la lógica de los likes y la dopamina como lo hacen muchos de nuestros actuales dirigentes que testean sus iniciativas en Twitter y estudian guiones para que el asesor pagado con nuestros impuestos haga el recorte viral de 30 segundos. Asimismo, y esto se vio claramente en la insólita discusión acerca de si la cuenta de Twitter le pertenece al Javier Milei ciudadano o al Javier Milei presidente, la confusión entre lo público y lo privado está a la orden del día. No hay mediación, no hay investidura, no hay institucionalidad: todo está afuera e igualado en la horizontalidad de la red.

Para finalizar, digamos que, si la política del futuro va a ser la política que reproduzca la lógica de los influencers y el único “valor” será cuán conocido es el sujeto en cuestión, no debería llamar la atención que la política se reduzca a la autenticidad del yo que gobierna por sobre cualquier proyecto político. En Milei esto es claro: el gobierno de Milei es Milei; el mileismo es Milei. Allí no hay proyecto, en todo caso una misión personal en clave de delirio místico que empieza y termina en Milei. Y no debería sorprendernos porque no es el único: simplemente sobresale porque es el que llegó.

Visible, autoconstituido, performático, expuesto, auténtico preocupado por la atención antes que por la deliberación. El candidato influencer, aun cuando pueda tener buenas intenciones y una sólida formación, queda preso de una lógica que lo excede y que indefectiblemente lo aleja de cualquier proyecto colectivo.

Caos y poder sin límite: la época de los depredadores (publicado el 1.12.25 en www.theobjective.com)

 

 

El mundo de los burócratas y el sistema de reglas surgido después de la Segunda Guerra Mundial, cede frente a la nueva camada de políticos que incentivan el caos desde el poder y a los Señores de la Tecnología que entienden los límites como una ofensa. He aquí el diagnóstico de La hora de los depredadores, el nuevo libro del sociólogo y ensayista ítalo-suizo, Giuliano da Empoli, publicado por Seix Barral tras el éxito de El mago del Kremlin y Los ingenieros del caos.

La referencia a sus libros anteriores tiene sentido porque este nuevo texto parece tomar algo de ambos: por un lado, se construye a partir de las anécdotas surgidas de su actividad como asesor político, aquellas que le permitieron dar verosimilitud a la ficción del hombre de confianza de Putin en El Mago del Kremlin; por otro lado, hay una clara continuidad con las elaboraciones de Los ingenieros del caos más allá de que, en este caso, el punto de partida no es el Movimiento 5 Estrellas italiano sino la irrupción de los dueños de las grandes compañías tecnológicas y su relación con lo que el autor llama “los políticos borgianos” del momento, esto es, los herederos del César Borgia que tanta enseñanzas le legara a Maquiavelo.

Para comprender el nuevo escenario, Da Empoli utiliza una particular comparación: la relación entre las élites que actualmente están siendo cuestionadas, aquellas del “Consenso de Davos”, y los Señores de la Tecnología, los Zuckerberg, los Musk, los Altman, los Bezos, etc., es la misma que se dio entre Moctezuma II y Hernán Cortes.

En aquel momento, el emperador azteca dudaba entre masacrar a los visitantes o tratarlos como dioses y eligió la peor salida posible: no hacer nada. Y esto último es lo que estaría haciendo el poder político actual frente a la prepotencia desregulatoria de los dueños de la IA y del futuro de la humanidad. La novedad, en todo caso, sería que, con el nuevo triunfo de Trump, los Señores de la Tecnología se han dado cuenta que ya no necesitan de esa vieja élite que, sea a través de la ONU, sea en Bruselas, sea en la Casa Blanca cuando gobiernan los demócratas, oscila entre implorarle a la IA que vaya más despacio o pergeñar nuevas regulaciones que, por definición, nacen obsoletas.

¿Qué necesitan, entonces, los dueños de los algoritmos? De los “borgianos”, los depredadores de la política que vienen a reemplazar a aquella élite.

“‘A los hombres hay que mimarlos o aplastarlos: se vengarán de las injurias ligeras; pero no podrán hacerlo cuando estas sean muy grandes; de lo que se colige que, cuando se trata de ofender a un hombre hay que hacerlo de tal manera que no se pueda temer su venganza’ (…) Maquiavelo hará de César Borgia el modelo para su príncipe; no el soberano ideal, sino la bestia de poder real, mitad zorro, mitad león, que sabe utilizar la astucia para adular a los hombres y la fuerza para someterlos”.

Trump, Milei, Bukele, el príncipe saudí serían así ejemplos de políticos borgianos, los cuales, no casualmente, gobiernan otorgándoles grandes beneficios a los Señores de la Tecnología.

A pesar de sus diferencias ideológicas, lo que tienen en común los borgianos es algo que está presente en Maquiavelo: la importancia de la acción. Pero no se trata de cualquier acción. La clave está en que se trate de una acción temeraria, aquella capaz de sorprender a propios y extraños. Es que actuar por necesidad es cosa de tecnócratas; el poder, en cambio, es exactamente lo contrario: es actuar cuando no es necesario hacerlo.

Esto nos lleva a la cuestión del caos y a un cambio que ha sido abrupto: si hace 10 años provenía de grupos marginales y rebeldes, hoy el caos es la marca de los más fuertes. Podría decirse, entonces, que antes se utilizaba como herramienta para desestabilizar al poder, mientras que, ahora, se utiliza desde el poder para desestabilizar al sistema.

En este punto, Da Empoli entiende que, lógicamente, los apuntados sean “los abogados”, los representantes del sistema de reglas, de pensar la democracia como un conjunto de procedimientos formales, esto es, todo aquello que los líderes populistas pretenden derribar. No es casual que el gran partido de los abogados sea el partido demócrata estadounidense y no se trata de una metáfora: Tim Walz, el compañero de lista de Kamala Harris, fue el primero en no haber estudiado Derecho entre los candidatos demócratas desde 1980. Pasaron 20 candidatos y 10 elecciones durante 40 años: todos eran abogados.

A propósito del partido demócrata, Da Empoli ilustra el fenómeno de la reacción trumpista a partir de una anécdota muy particular ocurrida en la Fundación Obama en Chicago, de la cual él fue testigo directo, en el año 2017. Mientras esperaban el menú confeccionado por chefs especializados en comida ecológica, Da Empoli compartió la mesa con “líderes del futuro” y una “facilitadora de conversación” para que la gente hable entre sí. En el caso de su mesa, la facilitadora se presentó inmediatamente como una mujer transgénero mestiza adoptada. La situación no mejoró cuando al otro día la agenda ofrecía una meditación opcional a las 7 AM, una entrevista con el príncipe Harry sobre la juventud como vector de la transformación social, un diálogo entre Michelle Obama y una poetisa de moda a propósito de sus fuentes de inspiración y un concierto de un rapero rebautizado como Community Event. Da Empoli concluye de ese episodio que cualquier ciudadano de a pie que hubiera participado del mismo hubiera salido de allí siendo un ferviente trumpista.

En este sentido, el autor considera que el wokismo ha hecho una gran contribución para el actual estado de cosas pues, “para compensar su falta de valentía frente a los retos decisivos, los abogados se lanzaron de inmediato a una batalla por los derechos cada vez más dura que los ha llevado a adoptar posiciones mucho más radicales que la mayoría de sus propios electores”. Esta radicalidad fue combustible para la radicalidad opuesta.

Para finalizar, y conectando de nuevo con Maquiavelo, una interesante analogía se da entre la acción temeraria propia de los borgianos, aquella que impulsa el caos, y la herramienta estrella de los Señores de la Tecnología, la IA, que Da Empoli llama “Inteligencia autoritaria”.

Según el autor, lo propio de la IA es también la ausencia de límite, el derribar toda regla, la reacción intempestiva e impredecible. De hecho, ni siquiera los propios ingenieros saben cómo se comportará la IA con el fin de alcanzar sus objetivos. En este sentido, es una tecnología borgiana hecha a medida de los nuevos liderazgos.

No casualmente, el libro termina narrando el caso de una pequeña ciudad residencial francesa la cual, de repente, empieza a ser invadida por autos que se desvían de la autopista gracias a una aplicación que les indica que, por allí, el trayecto será más rápido. Ni incluir semáforos ni llamar a Google ni entrevistarse por fin con los representantes de la compañía que no tenía empleados en el país permitió un regreso a la normalidad de los vecinos; ningún humano pudo modificar la prepotencia del algoritmo.

¿Queda lugar para el optimismo frente a este panorama? Pareciera que no. De hecho, hacia el final, Da Empoli recuerda el ejemplo de Las Veladas, uno de los libros del filósofo reaccionario Joseph De Maistre, quien, a propósito de la revolución francesa, establece un diálogo en el que se le dice a la condesa: “Durante mucho tiempo no hemos entendido nada de la revolución de la que somos testigos; hemos creído que es un mero acontecimiento. Estábamos en un error: es una época”.

¿Hacia un peronismo populista y antiwoke? (editorial del 6.12.25 en No estoy solo)

 

“Se terminó lo woke. Es el turno de la rabia”, era el título de la nota que algunos días atrás publicara James Carville en The New York Times y que se viralizara casi de inmediato gracias a la controversia generada en el espacio progresista. https://www.nytimes.com/2025/11/24/opinion/democrats-platform-economic-rage.html

Carville es un octogenario asesor del partido demócrata estadounidense que alcanzó notoriedad tras ser el estratega que llevó al triunfo de Clinton en el 92, proceso que tan bien ha sido retratado en el documental The War Room.

No es la primera vez, por cierto, que Carville ataca al wokismo. Recuerdo, por ejemplo, una conversación que éste tuviera con Bari Weiss en The Free Press, a fines de 2023, https://www.thefp.com/p/james-carville-says-wokeness-is-over-209 cuando ya se empezaban a discutir los pro y los contra de una eventual nueva postulación de Biden.

En aquel reportaje, Carville afirmaba que “lo woke” se había “acabado”, lo cual era una sentencia que, en realidad, escondía una prescripción: lo woke no se había acabado, pero debía acabarse si es que los demócratas querían ganar la elección.

Allí Weiss le pregunta cómo fue que el partido demócrata pasó de ser el partido de la gente común y la clase trabajadora para transformarse en el espacio de los votantes educados, de élite y algo mayores. Carville reconoce el fenómeno y acepta que han perdido predicamento en el “interior”, en particular entre los votantes blancos, no solo por abandonar la agenda de los trabajadores sino por el desprecio expuesto hacia ellos, desprecio expresado desde un pedestal de presunta superioridad moral. Aun así, Carville reniega y se pregunta por qué el partido republicano no paga el precio de tener un 65% de terraplanistas en su partido mientras que el partido demócrata sí paga el precio por las posiciones de los liberales progresistas que apenas alcanzan un 10% dentro del espacio. Frente a ello, Weiss responde que quizás se deba a que ese 10% controla las editoriales, las producciones de Hollywood, las empresas mediáticas y todas las instituciones creadoras de sentido en Estados Unidos. Es decir, son pocos, pero claramente hegemónicos.

En este intercambio, Carville insiste en que el wokismo se había acabado y que estaba reducido a Fundaciones o a algunos radicales ruidosos, pero no mucho más, agregando que la gente ya había dado vuelta la página a todo ese palabrerío victimizante de apropiación cultural, quitarle fondos a la policía, reafirmar identidades como si de una competencia se tratara, etc.

En todo caso, aun si no se tratara de una prescripción y efectivamente estuviéramos frente a una retirada, al menos si lo comparamos con el momento de auge, lo cierto es que Trump y la derecha en distintas partes del mundo se sirvió del wokismo, o de lo que queda de él, para azuzar su batalla cultural. Era demasiado tentador y un blanco fácil, por cierto.

Así es que dos años después de aquella conversación, Carville vuelve a la carga decretando la nueva muerte del muerto, pero agregando ahora una ruta de acción novedosa: los demócratas debían adoptar una suerte de discurso populista económico. Basta de moderación, posibilismo y sistema de reglas. Juguemos con las armas que al enemigo tan buen resultado le han dado.

Para Carville, los últimos resultados en las elecciones locales en Estados Unidos, con Mamdani a la cabeza, muestran que Trump no ha podido mejorar la situación económica de la mayoría de estadounidenses y que eso siempre se transforma en ira contra el partido de gobierno. Y allí patea el tablero: dice que, a sus 81 años, a pesar de ser reconocido como alguien centrista, considera que hoy el partido demócrata debe promover la plataforma económica más populista desde la Gran Depresión. Es hora de pasar a la acción de manera agresiva y sin complejos, afirma; insuflar la furia, especialmente de esos sectores rurales que los demócratas han perdido. Y allí recoge una encuesta por la cual el 70% de los estadounidenses considera que el partido demócrata estaría desfasado respecto a sus propios votantes por el hecho de haber abrazado una agenda social identitaria antes que económica.

Carville, además, indica que el partido demócrata ya no puede ser el partido con un tufo a absolutismo moral y que debe avanzar con medidas simples y efectistas: subir el salario mínimo a 20 dólares la hora, matrícula universitaria pública gratuita, expandir los subsidios para disminuir los costes de los servicios y convertir el cuidado infantil universal en un bien público.

La razón por la que traigo a colación este análisis de Carville es porque parece estar describiendo el mismo proceso por el que aquí atravesó y atraviesa el peronismo/campo popular/progresismo.

En otras palabras, aun a riesgo de repetición, pues es una pregunta que regresa una y otra vez, el estrepitoso fracaso del posibilismo albertista trabado desde adentro por el internismo del oficialismo opositor kirchnerista, hace que las preguntas de Carville tengan sentido también en Argentina. ¿Y si en vez de acusar de fascistas a todo el que no repite el canon biempensante, el espacio opositor, eventualmente con una figura outsider, una némesis de Milei, avanzara con una agenda económica que patee el tablero? Ni siquiera estamos diciendo que sea lo mejor para la Argentina. De hecho, Carville no dice que sea lo mejor para Estados Unidos, pero quizás sea lo mejor como estrategia para ganar una elección.

Aclarando que no se trata de una propuesta de este escriba, a quien le preocupa ganar elecciones pero, sobre todo, cómo gobernar bien, esta salida populista y radical en lo económico sería una consecuencia lógica de un tiempo en que lo que garpa es el ataque a la burocracia y al statu quo, a lo cual hay que agregarle particularidades locales: en los últimos 10 años, el kirchnerismo, en la medida en que se radicalizaba ideológicamente, paradójicamente, (o no tanto), debía recurrir a figuras cada vez más moderadas, incluso a figuras antikirchneristas que protagonizaron y protagonizarían hechos bochornosos contra el kirchnerismo: Scioli, Alberto y Massa. Y no le fue para nada bien con esa estrategia.

Y mientras los progres hacen las políticas públicas e interpretan que “lo personal es político” significa que el Estado arregle con dinero los problemas personales de los progres, de lo que se trata es de romper las reglas y denunciar que eso es el sistema. Porque hay que repetirlo una vez más: hoy, al sistema, lo componen quienes dicen estar contra él.

Para finalizar, entonces, digamos que, dado que el progresismo que hegemoniza el espacio popular y al movimiento anteriormente conocido como peronismo, reacciona como un eco a las modas de las universidades americanas y a la estudiantina podemita, hoy experta en tabernas y cargos en Europa, no debería extrañar que, de repente, se acuerden que un peronismo que no le mejora económicamente la vida a las mayorías está condenado a ser el ganador moral que pierde todas las elecciones.

Con dirigentes locales desnortados, quizás, paradójicamente, la solución provenga de ese norte que impuso el wokismo y que, ahora, ante su fracaso, decreta, prescribe, (o necesita), acabar con él.

 

 

Los dueños del caos y el cinismo (publicado el 12.12.25 en www.disidentia.com)

 

En el ampliamente citado, Los ingenieros del caos, el sociólogo Giuliano Da Empoli, partía del ejemplo del Movimiento 5 Estrellas italiano para asegurar que estamos frente a una nueva generación de estrategas que, casi siempre en las sombras, utilizan las oportunidades que brinda la tecnología para impulsar propuestas populistas que trascienden la disputa entre derechas e izquierdas. Buscando eludir las mediaciones clásicas de las instituciones de los regímenes republicanos liberales, estos ingenieros utilizan la big data, la segmentación y los algoritmos para promover el caos y sacar rédito de la polarización y la ira popular contra las élites que sostienen un sistema donde las grandes mayorías se encuentran en un estado de insatisfacción permanente.

Más allá del caso italiano, cuya estrategia luego fue seguida al pie de la letra por los impulsores del Brexit, entre muchos otros, desde el punto de vista de Da Empoli estaríamos frente a líderes (con sus respectivos ingenieros detrás) que impulsan el desorden desde sus respectivas administraciones diferenciándose del uso del caos con fines revolucionarios que solía impulsarse de abajo hacia arriba.

Aunque esta diferencia es esencial debería agregarse que, sea desde abajo, sea desde arriba, quienes impulsan el caos dicen luchar contra el verdadero poder o contra el “sistema”. Efectivamente, cuando los líderes populistas de hoy, llámense Trump, Milei, Bukele, Orbán, etc.,  hablan de las élites, la casta, el Deep State, la Catedral, etc., refieren a un sistema que en todo caso está enquistado como maquinaria burocrática del Estado con casi plena autonomía independientemente de quien haya sido designado circunstancialmente para gobernar.

En su nuevo libro, La hora de los depredadores, Da Empoli da un paso más e incluye algo así como dos sectores que hoy confluyen contra las viejas élites del consenso de Davos: los líderes populistas que él llama “Borgianos” tomando como referencia al César Borgia que fue modelo de El Príncipe de Maquiavelo, y los Señores de la Tecnología, los Musk, Altman, Zuckerberg, Bezos, etc., aquellos que, tras el triunfo de Trump, han seguido a la veleta entendiendo que una nueva etapa se avecinaba.

Algo interesante del libro de Da Empoli es una comparación entre las características del político Borgiano y el gran caballito de batalla de los Señores de la Tecnología: la IA.

Si lo propio de esta nueva camada de políticos es la acción, pero no cualquier acción, sino la acción temeraria, aquella inesperada y “no necesaria” capaz de alterar o directamente eliminar las reglas del juego, con la Inteligencia Artificial asistimos a una tecnología que tampoco tolera límite y que resulta impredecible incluso para los propios ingenieros que diseñan los algoritmos.

Este giro de una característica propia de los de abajo utilizada por los de arriba, me recordó un libro publicado allá por el año 83 y que pertenece al filósofo Peter Sloterdijk. Me refiero a Crítica de la Razón Cínica.

Según el autor, el cinismo por el que, allá por el siglo IV AC, un Diógenes era capaz de rechazar convenciones sociales y todo bien material para incluso despreciar a Alejandro Magno pidiéndole que se corra porque le tapa al sol, pasó de ser una insolencia plebeya a una prepotencia señorial. En otras palabras: los cínicos de antes, los denominados “perros”, denunciaban con sus actitudes al statu quo decadente e hipócrita que dominaba la escena tras el siglo de oro ateniense. Pero, ¿quiénes son los cínicos de hoy? Los poderosos. ¿Cómo se expresa ello? De muchas maneras, pero basta con ver cómo la ironía dejó de ser un desafío al poder para ser el síntoma de la prepotencia de quien ya no le alcanza con tenerlo todo, sino que ha decidido mostrarlo y humillar al que nada tiene. El camino de esta transformación ya posee, según Sloterdijk, antecedentes en la Antigüedad (por ejemplo, en Luciano de Samosata) pero lo cierto es que desde la Modernidad hasta la actualidad notamos que una de las características de las sociedades en las que vivimos es estar atravesadas por el cinismo de los poderosos, aquellos que saben el lugar que ocupan, que reconocen para sí defender mentiras o acciones inmorales y, sin embargo, lo siguen haciendo con absoluto desparpajo. Dice Sloterdijk:

 

“El quinismo antiguo, el primario, el agresivo, fue una antítesis plebeya contra el idealismo. El cinismo moderno, por el contrario, es la antítesis contra el idealismo propio como ideología y como mascarada. El señor cínico alza ligeramente la máscara, sonríe a su débil contrincante y le oprime. C´est la vie. Nobleza obliga. Tiene que haber orden. […] El cinismo señorial es una insolencia que ha cambiado de lado. Ahí no es David quien provoca a Goliat, sino que los Goliats de todos los tiempos […] enseñan a los Davides, valientes pero sin perspectiva, dónde es arriba y dónde es abajo.”

 

Este cinismo de los poderosos seguramente incluiría a la nueva camada “borgiana” y a los Señores de la Tecnología pero también a esa casta burocrática contra la que ambos combaten hoy en día y que trasciende lo vinculado estrictamente al Estado para incluir allí también al establishment periodístico, las usinas de adoctrinamiento y linchamiento de las universidades, las grandes instituciones supranacionales y las ONG que están enojadas con Trump porque les cortó el kiosko de los millones y millones de dólares que servían para pagar sueldos pornográficos a parásitos de la corrección política que vendían antiimperialismo con dinero de la USAID estadounidense, es decir, de los impuestos de los trabajadores a los que esos discursos desprecian y señalan como victimarios de toda minoría que se precie de tal.

A propósito, aun cuando Trump nos pueda ofrecer casi diariamente alguna anécdota en ese sentido, la descripción de este cinismo de los poderosos cuadra perfectamente con buena parte de los líderes socialdemócratas de Estados Unidos, Europa y el mundo, y con todo un discurso progresista de izquierda que denuncia censura, sectarismo, ruptura de la división de poderes y fascismo sin poder mirarse al espejo o, quizás, justamente, mirándose y practicando cómo levantar el dedito acusador en un ejercicio de cinismo brutal.

Es más, a los libros de Da Empoli habría que agregarle algún capítulo sobre el modo en que también los espacios socialdemócratas y de izquierda (con o sin ingenieros detrás) impulsaron el caos sirviéndose de la misma polarización que denuncian, polarización que ayudaron a crear promoviendo fracturas sociales y los experimentos de ingeniería social más totalizantes. Esto incluyó la apuesta por dividir a las sociedades de todas las maneras posibles y superpuestas: varones/mujeres, blancos/no blancos, cis/trans, victimarios/víctimas, mayorías/minorías; la creación de una cultura y una neolengua cuyo rechazo supone la muerte civil, y todo un clima persecutorio liderado     por una generación de cristal, presunta vanguardia esclarecida poco tolerante a la frustración, acompañada por una claque que, por complicidad o pusilanimidad, hace silencio y, a duras penas, se toma su pequeña revanchita en el cuarto oscuro para al otro día ir al trabajo y decir “¡Qué barbaridad: ganó la derecha! ¿Quién los habrá votado?”

 

Para finalizar, la idea de un caos y un cinismo que hoy se impulsa desde arriba hacia abajo puede servir como disparador para reflexionar sobre las características de las nuevas formas de liderazgo y de comunicación. Pero reducirlo a particularidades de los líderes populistas de derecha es una mirada muy miope. Podría decirse incluso que esa reacción “por derecha” ha sido una reacción contra el cinismo de las clases dirigentes biempensantes, presuntamente respetuosas de las reglas, que ya habían fomentado el caos y habían puesto la sociedad patas para arriba pero no para hacer una revolución de la igualdad sino para un objetivo mucho más pequeñito: satisfacer sus intereses sectarios, sea señalando sus enemigos reales, sea creando nuevos enemigos ficticios.