sábado, 14 de septiembre de 2024

Jubilados en un teatro llamado Argentina (editorial de No estoy solo del 14.9.24)

 

Por momentos, la política argentina se repite como si fuera parte de una única trama que cada, determinada cantidad de años, regresa. Es un eterno retorno que, por supuesto, y como diría Nietzsche, nunca es exactamente igual. Pero es como si se hubieran repartido una serie de roles que los actores deben representar.

 

El mejor ejemplo es el que se da en torno a los jubilados. Porque los últimos gobiernos los perjudicaron en términos de poder adquisitivo. Eso es un dato. Algunos más, otros menos; con discursos distintos, más o menos amables, con paliativos o sin ellos, pero al finalizar el camino, los jubilados ganaban menos en términos reales. Pero eso no es lo curioso: lo curioso es que las mismas fuerzas que estando en el gobierno los perjudicaron, cuando son oposición impulsan proyectos para favorecerlos y acusan al gobierno de turno de, como mínimo, insensibilidad.

 

Durante el gobierno de Macri, por ejemplo, al cambiarse la fórmula de movilidad, los jubilados perdieron, en promedio, un 20% del poder adquisitivo. Una parte de ello podría haberse recuperado con el gobierno que lo sucedió, porque el índice estaba atado a la inflación pasada, pero la administración de Alberto Fernández suspendió la ley y trató de paliar “la diferencia” con bonos discrecionales. La consecuencia de ello fue que, se calcula, a diciembre de 2023, los jubilados de la mínima, incluyendo los bonos, perdieron un 2% respecto a diciembre de 2019; en cuanto a los que cobraban más de la mínima y, por lo tanto, no fueron beneficiados con los bonos, la pérdida fue de entre 25% y 35%.

Durante la administración de Milei, el perjuicio es claro porque si bien la actualización se encuentra ahora atada a la inflación, no se ha podido recuperar completamente aquel salto producido a principios de año cuando el índice llegó a 25% mensual. A su vez, con el bono para los haberes mínimos congelado en 70000 pesos, y una inflación amesetada en 4%, los jubilados de la mínima se siguen perjudicando.

 

Mientras tanto, podemos discutir la hojarasca de la semana: diputados radicales que no se rompen pero se doblan tanto que son capaces de arrastrase por el piso por una promesa, un cargo o una foto; operaciones de prensa impulsadas por la policía y vehiculizadas por periodistas militantes, con respaldo público de la ministro de seguridad, para culpar a manifestantes de tirar gas en la cara de una nena de 10 años; los ataques de La Cámpora contra Kicillof, esta vez, con epicentro en Avellaneda, demostrando que el kirchnerismo está deviniendo una fuerza, ni siquiera conurbanesca, sino municipal, que dice llevar como estandarte la bandera de una jefa cuyo mensaje parece no ser recepcionado por las propias bases.

 

El mejor ejemplo en ese sentido, es la carta publicada por CFK algunos días atrás donde hace una crítica a la ineficiencia del Estado; a los sindicatos que no entienden que deben aggiornarse a las nuevas condiciones laborales, y al consignismo de la desigualdad social y el eje en “el gatillo fácil” como única respuesta ante la emergencia de la inseguridad.

 

Pero la expresidente también criticó la falta de decisión para recuperar el superávit fiscal, como así también el hecho de que el latiguillo zonzo de “donde hay una necesidad hay un derecho” no tome en cuenta que detrás del derecho también hay una responsabilidad, y que las necesidades son objetivas y no caprichos subjetivos de modas y noches afiebradas.

 

Por último, CFK mencionó el modo en que la falta de políticas universales favorecieron los clientelismos que beneficiaron más a los administradores de la pobreza que a quienes verdaderamente necesitaban la ayuda.

 

Más tarde podremos discutir la responsabilidad de CFK en esta “torcedura” del peronismo y el modo en que resulta redundante su posicionamiento por fuera de los acontecimientos como si su rol en los últimos años hubiera sido el de una espectadora privilegiada. Pero me interesaba mencionar sus críticas para comparar los discursos de sus seguidores con esta carta. Si lo hubiera dicho cualquier otra persona, hubiera sido tildada de derecha. Es un fenómeno extraño: Cristina conduce a un espacio en el que los conducidos no la escuchan.

 

Pero quisiera que volvamos a la cuestión de los jubilados y dejemos atrás estos asuntos menores que funcionaron como la polémica de los últimos días. Porque el eterno retorno de la política argentina donde los roles están distribuidos y simplemente son ocupados alternativamente por distintos actores según les corresponda ser oficialismo u oposición, me recordó ese relato breve de Ítalo Calvino, perteneciente al libro Las ciudades invisibles. Allí el autor construye un relato ficticio de viajes en el que el protagonista es Marco Polo visitando distintas ciudades de fantasía. Una de ellas se llama Melania y se la describe así:                 

 

“En Melania, cada vez que uno entra en la plaza, se encuentra en mitad de un diálogo: el soldado fanfarrón y el parásito al salir por una puerta se encuentran con el joven pródigo y la meretriz; o bien el padre avaro desde el umbral dirige las últimas recomendaciones a la hija enamorada y es interrumpido por el criado tonto que va a llevar un billete a la celestina. Uno vuelve a Melania años después y encuentra el mismo diálogo que continúa; entretanto han muerto el parásito, la celestina, el padre avaro; pero el soldado fanfarrón, la hija enamorada, el enano tonto han ocupado sus puestos, sustituidos a su vez por el hipócrita, la confidente, el astrólogo.

La población de Melania se renueva: los interlocutores mueren uno por uno y entretanto nacen los que se ubicarán a su vez en el diálogo, éste en un papel, aquél en el otro. Cuando alguien cambia de papel o abandona la plaza para siempre o entra por primera vez, se producen cambios en cadena, hasta que todos los papeles se distribuyen de nuevo”.

 

Es probable que, en pocos años, referentes del libertarismo promuevan desde el Congreso o en el debate público una reforma para favorecer a los jubilados. Dirán que es necesario ayudarlos por razones morales y que eso no implica devenir un degenerado fiscal. Quienes están en el gobierno, a su vez, volverán a cambiar la fórmula, referirán a la responsabilidad fiscal, mencionarán la herencia recibida y, por último, dirán que es necesario hablar con la verdad aunque duela.

 

Esto sucederá una y otra vez con distintos actores de distintos signos políticos que alternarán papeles de una trama que será siempre la misma. Como si Argentina fuera un gran teatro y nosotros los espectadores. Como si Argentina fuera Melania. 

 

lunes, 9 de septiembre de 2024

¡Reconquista tu tiempo!: Árboles que hablan y rocas que viven (publicado el 4.9.24 en www.theobjective.com)

 

Reflexiones acerca del modo en que la pandemia ha repercutido en nuestras vidas ha habido de las más dispares. Los más aventurados auguraban un punto de inflexión en la historia de la humanidad y los más escépticos indicaron que, tras la zozobra inicial, las cosas volverían a un cauce relativamente normal, para bien o para mal.

Con todo, y más allá de estas diferencias, en lo que todos parecieron acordar es en que aquel episodio alteró nuestra relación con el tiempo. Efectivamente, especialmente en los inicios cuando prácticamente todo el mundo adoptó una estrategia de confinamiento estricto, la ruptura de la rutina transformó el modo en que trascurrimos los días en relación con la familia, el trabajo y el tiempo libre. 

Es en ese marco que se comprende mejor el nuevo libro de Jenny Odell, Saving Time, cuya traducción, ¡Reconquista tu tiempo!, puede hacernos creer que estamos frente una de las tantas opciones de autoayuda. Pero no es el caso. Se trata más bien de un manifiesto radical que es, a su vez, una suerte de secuela de ese manual para “resistirse a la economía de la atención” que fue su exitoso libro anterior, How to Do Nothing (Cómo no hacer nada).

En su nuevo libro, Odell se propone reflexionar sobre las raíces sociales y materiales que sustentan la idea de que el tiempo es dinero. Y sí, señor lector, tal como usted ya se ha percatado, se trata de aquello que un tal Karl Marx había advertido hace ya un tiempo.   

A propósito, la propuesta de Odell, tal como ella mismo lo reconoce, es la de un giro copernicano en nuestra forma de vida. De aquí que no se sume a las modas decrecentistas ni a los movimientos “slow” que llaman a detener la espiral de consumo pues, para ella, se trata de simples placebos, anestesias que brinda el sistema capitalista para que no vayamos contra él.

Así, abrazando sin matiz alguno toda la liturgia woke, Odell afirma cosas tales como:

“Lo que dio origen a nuestro actual sistema para medir y marcar el tiempo (…) fueron el colonialismo y la actividad comercial europeos (…) los orígenes del reloj, el calendario y la hoja de cálculo son inseparables de la historia del extractivismo tanto de los recursos de la tierra como del tiempo de trabajo de las personas. En otras palabras, quien hoy siente la dificultad de reconciliar la presión del tiempo y la ansiedad climática está lidiando, en realidad, con las consecuencias situadas en los dos extremos de una cosmovisión muy específica que ha producido nuestra forma de medir el tiempo de trabajo como la devastación ecológica en pro del beneficio económico”.

Por si esto fuera poco, y para comprar el paquete completo, alrededor de esta manera de entender el tiempo, propia del Occidente capitalista, estaría la explicación que da cuenta del modo en que operan las jerarquías en torno al género, la raza, la capacidad y la clase social. Algo así como una “brecha temporal” por el que todo aquel que no sea hombre, blanco y heterosexual, padecería el tiempo de una manera desaventajada. De hecho, entre el insólito sinfín de citas y referencias desjerarquizadas que tiene el libro (en la edición para e-book, el 30% del libro son citas y bibliografía, a las que habría que sumar una o dos más en cada una de las páginas del texto), recoge afirmaciones de activistas capaces de decir, “Las dueñas del tiempo son las personas blancas”.

Donde el libro amaga con ofrecer algún elemento conceptual novedoso es en el capítulo 3, cuando se refiere al ocio. Allí, más allá de que autores como Byung-Chul Han ya se habían referido a esto con anterioridad, da en el punto cuando refiere al modo en que hoy el ocio es pensado siempre en relación al trabajo: se descansa para volver descansado al trabajo. Así, el ocio sería solo un tiempo de “no-trabajo” pero sin ningún tipo de diferencia cualitativa y, a su vez, se ofrecería en sí mismo como otro objeto de consumo. Pensemos, si no, en los influencers vendiéndonos su “ocio” con toda esa palabrería de esta nueva “economía de la experiencia” en la que el capitalismo nos dice que ahora la tendencia es consumir momentos antes que objetos perdurables.

En todo caso, el problema de Odell, algo bastante común, por cierto, es esa especie de obligación que creen tener los autores/activistas de ofrecer soluciones cuando con un buen diagnóstico ya hubiera sido suficiente. Y allí, a pesar de que pretende ofrecer herramientas conceptuales de precisión, abraza definiciones como las que siguen:

“Si la definición de ocio tuviera alguna utilidad, a mí me parece que tendría que ser esta: una interrupción, una aprehensión, un atisbo tanto de la verdad como de algo completamente distinto de todo lo que vemos normalmente. Este ocio es algo ajeno no solo al mundo del trabajo, sino también a nuestro mundo habitual, cotidiano”.

Aun para quienes acostumbramos tener lecturas con contenido abstracto, un pasaje como el señalado resulta espeluznante.

Algo similar sucede cuando siguiendo a un libro de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, la autora suscribe a la idea de que “el ocio (…) se asemeja más a un estado mental o una postura emocional; un estado que solo puede alcanzarse –como ocurre con quedarse dormido- dejándose ir. Conlleva una mezcla de asombro y gratitud, ‘algo de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter secreto del mundo’”. Poético, pero conceptualmente inasible.

Lo cierto es que, para Odell, esta nueva concepción del ocio alteraría la idea del tiempo como elemento cuantificable y ofrecería semillas de revolución en un mundo “saturado por el patriarcado, el capitalismo y los colonialismos viejos y nuevos”.

La solución para Odell es, entonces, comprender que hay otras formas de medir y conectarse con el tiempo. De aquí que dedique los últimos capítulos a desarrollar distintos ejemplos de lo que ella llama “cronodiversidad” desde la perspectiva de pueblos indígenas de distintas partes del mundo. El argumento podría sintetizarse así: si el capitalismo extractivista de Occidente, que se manifiesta en su forma de entender el tiempo, es el causante del cambio climático, entonces la concepción del tiempo de las comunidades no occidentales que viven en supuesta armonía con la naturaleza, podría ofrecer una salida.  

En esta línea, la autora se hace eco de debates online en los que se dice que no hay claridad entre qué es estar vivo o estar muerto y cita a un tal George Tinker que afirma que es arrogancia del capital globalizado estar seguro de que las rocas no tienen conciencia, ejemplo que le permite a Odell hablar de árboles que acuerdan entre sí porque tienen unidad de propósito y concluir que “es difícil mantener las rocas la margen de lo que (hoy) normalmente consideramos vivo”. Contrariamente a lo que considera la autora, desde aquí, humildemente, consideramos que no es tan difícil. De hecho, es bastante fácil.

En síntesis, Odell acierta en posarse en una temática tan interesante como es la del tiempo, especialmente a partir del gran cambio que significó el modo en que nos conectamos con él desde la pandemia. Asimismo, se sirve de diagnósticos certeros, aunque harto conocidos en el mundo académico, que advierten el modo en que la temporalidad es hija de condiciones materiales e históricas. Sin embargo, al momento de ofrecer una presunta solución, repite los mantras de la religión woke trazando una serie de linealidades y causalidades difíciles de sostener, a lo que suma una particular combinación entre marxismo radical y romantización indigenista que ofrece menos sorpresa que perplejidad.  

domingo, 8 de septiembre de 2024

No twittearás (editorial del 7.9.24 en No estoy solo)

 

Mark Zuckerberg admite que el gobierno de Biden presionó reiteradas veces a su empresa, META, para que retirara contenido sobre la COVID-19 y una nota de New York Post acerca del comprometedor contenido de la computadora portátil del hijo del presidente estadounidense; Pavel Durov, el magnate dueño de Telegram, es arrestado en Francia acusado de no aplicar criterios de moderación y control del contenido que se vierte en la plataforma; un juez brasileño ordena la suspensión inmediata de la red social X (Twitter) acusando a la empresa de Elon Musk de no designar un representante que enfrente, eventualmente, las responsabilidades legales de oponerse a bloquear cuentas que habrían difundido mensajes de odio y noticias falsas. No twittearás, parece ser el nuevo mandamiento progre.

Lo más curioso es que todo eso pasó en las últimas dos semanas en una espiral que ubica a las redes sociales en el centro del debate público y donde se solapan varias discusiones. Por lo pronto, la más general y que lleva ya varios años, refiere a la responsabilidad de las plataformas por el contenido vertido allí. Dicho más simple: ¿tiene, por ejemplo, Facebook (META), la misma responsabilidad por el posteo de sus usuarios que la que tendría el director de Clarín por las notas publicadas en su diario? La respuesta intuitiva sería que no, pero desde hace mucho tiempo sabemos que las plataformas tampoco son meros canales neutrales de información, a punto tal que todas cuentan con criterios de regulación y edición.

Sin embargo, como suele ocurrir, los conflictos se dan en las zonas grises. Dicho de otra manera, todos vamos a acordar que las plataformas deberían tener criterios rigurosos para impedir el fomento de información asociada a, supongamos, pornografía infantil, trata de personas, etc. De hecho, la policía francesa adjudicó la detención de Durov a una investigación por la cual se acusa a Telegram de no haber hecho lo suficiente para bloquear e impedir la circulación de información asociada a este tipo de delitos.

Sin embargo, claro está, hay otros casos donde la intromisión de los gobiernos parece tener motivaciones políticas y se posa sobre noticias u opiniones que, en todo caso, son controvertidas y hasta equivocadas, pero de ninguna manera censurables. Hablando de las últimas declaraciones de Zuckerberg, estar en contra del confinamiento al que los gobiernos sometieron a los ciudadanos, no es una fake news ni fomenta el odio. Quizás sea un error y, en lo personal, creo que los que encontraban oscuras conspiraciones detrás de ello, estaban equivocados. Sin embargo, también creo que estaban en lo cierto quienes observaron que muchos gobiernos se aprovecharon del hecho objetivo de la pandemia, sea para aplicar sistemas de vigilancia, sea simplemente, porque el encierro les significaba rédito político frente a una sociedad asustada.

Asimismo, por ejemplo, ¿decir que hay solo dos sexos es lenguaje de odio? ¿Por qué? Quizás esa afirmación sea falsa, quizás ofenda a determinados usuarios, quizás haya más sexos, quizás deberíamos hablar de géneros, quizás la biología no cumpla ningún rol en la determinación de la identidad de las personas, pero ¿afirmarlo implica odiar a alguien o a un grupo de personas?   

En la misma línea, hay información que pertenece, sin dudas, a la categoría de noticia falsa, al menos así lo entendemos los que consideramos que hay una realidad externa y que los enunciados deben confrontarse con ésta. Pero hay situaciones más problemáticas donde, en todo caso, nuevamente, puede haber sesgo, intencionalidad, intereses o hasta una retórica particular con el fin de persuadir… pero llamar a eso estrictamente “fake news” es complejo. Si volvemos al caso de la pandemia, es falso que la vacuna mate y ha sido vergonzosa la cantidad de información que han hecho circular los denominados “antivacunas”, entre ellas, la inolvidable teoría conspirativa de la introducción de un microchip subcutáneo para controlarnos. Sin embargo, no es falso que, en algunos casos muy puntuales, la vacuna tuvo efectos secundarios que, eventualmente, pudieron ocasionar la muerte de quienes fueron inoculados. Lo aceptaron las propias compañías farmacéuticas. No es una fake news. Es de mucha mala fe hacer foco solo en esos casos; es de mala fe también englobar a todas las vacunas allí; es de una profunda irresponsabilidad no cesar en propagar esa información sin tomar en cuenta la abrumadora evidencia de que, en la mayoría de los casos, la vacuna funcionó bien. Pero hablar de una noticia falsa que habría que censurar es problemático.     

Es que esta dificultad objetiva es permeable a las intencionalidades políticas en un contexto muy particular en el que, más allá de ser siempre un terreno en disputa, las redes parecen ser el canal donde las expresiones de derecha tienen un espacio, especialmente si lo comparamos con el modo en que estos puntos de vista han sido relegados a un segundo plano por la hegemonía cultural progresista de los canales institucionales y los medios tradicionales. Porque, digámoslo, el conflicto en Brasil con X, que ha llevado a la demencial idea de quitarle la posibilidad a millones de brasileños de expresarse a través de un canal masivo, es un conflicto ideológico que se explica por la prédica libertaria de Elon Musk. Pero, sobre todo, expone la vehemencia y la tozudez con que las miradas progresistas intentan dar cuenta del fenómeno del auge de las derechas en el mundo. Por ello no hay que sorprenderse que la problemática del odio y las noticias falsas aparezcan cada vez que el progresismo pierde o está cerca de perder una elección.

Es que, herederos de las “vanguardias iluminadas” y, por tanto, con un doble discurso respecto a su presunta extracción popular, el progresismo no puede concebir que haya razones para votar alternativas a sus propuestas. Trump, el Brexit, Bolsonaro, Milei y cualquier buena elección de la ultraderecha en el mundo se explicaría así por la manipulación de una masa ignorante guiada por la pantalla del Smartphone, esa que ocupa ahora el lugar que antes ocupaba la TV para “dominar a las masas”. Así, la noticia falsa y el odio siempre son ajenos, siempre son la razón que explica el voto del que no me vota a mí. No llegar a las mismas conclusiones que yo solo puede ser producto del engaño al que son sometidas personalidades débiles, fácilmente manipulables por el odio y la mentira. Nosotros estamos en la Verdad. Si perdemos no es por estar equivocados. La autocrítica llega como mucho a un “no hemos comunicado bien”, como si el problema fuera de forma y no de contenido.  

Para concluir, entonces, digamos que “lenguaje de odio” y “fake news”, las dos grandes estrellas de las cuales se sirven gobiernos, instituciones y algunas plataformas para legitimar intentos de regulación, resultan claros solo en los casos extremos, pero acaban siendo categorías demasiado laxas, abiertas a la discrecionalidad del editor de turno, sea la propia plataforma, sean los gobiernos.

Por ello, es necesario decir que las plataformas son, en buena medida, responsables de parte del nivel de toxicidad que invade el debate público en tanto promotores conscientes, y con intereses económicos detrás, de la polarización. De modo que inocentes no son y algo hay que hacer.

Pero la alternativa a la desregulación total, no puede ser nunca, bajo ningún concepto, una regulación sesgada.