jueves, 15 de septiembre de 2011

"El mundo del 10-S" (publicado el 15/9/11 en Veintitrés)

Habiéndose cumplido ya 10 años del atentado que conmocionó al mundo y que marcó el comienzo de una nueva época, los balances se imponen. Sin embargo me gustaría comenzar por un sendero no del todo transitado que es el de la pregunta en torno a cuál era la situación política, cultural y económica del mundo, un día antes, el 10-S.

Para esto resulta interesante reposar en dos pensadores irritantes y muchas veces, aunque no siempre, justamente denostados. Hablamos de Francis Fukuyama y Samuel Huntington, íconos del pensamiento de derecha que, sin embargo, tenían visiones diametralmente opuestas del mundo que se vivía y del que se iba a vivir.

En el caso de Fukuyama, su archiconocido slogan de “El fin de la historia”, le ha valido una fortuna en venta de libros pero se ha transformado en la letra escarlata que deberá portar hasta el fin de sus días. Pocas veces un diagnóstico ha resultado más errado. Como ustedes saben, tal temeraria afirmación tenía que ver con el clima de euforia que se vivía después de la abrupta e inimaginable caída del Muro del Berlín. Hegelianamente hablando, el fin de la historia suponía que no iba a ver grandes conflictos que activaran la espiral de la dialéctica y que dieran lugar a nuevas formas institucionales. Caído el enemigo, lo único que restaba era asistir pasivamente al modo en que naturalmente el formato de repúblicas democráticas liberales occidentales, se esparcía por el mundo para garantizar las libertades individuales que permitirían a los ciudadanos desenvolverse con fluidez en un mercado planetario desregulado. Los conflictos serían menores, técnicos y triviales y, en todo caso, serían parte del reacomodamiento natural de un mundo que había vivido casi 50 años atravesado por dos cosmovisiones opuestas. Sin duda, la tesis de Fukuyama acompañaba el contexto del Consenso de Washington y la era neoliberal que todavía hoy, a lo largo del mundo, sigue mostrando sus coletazos más dramáticos. Asimismo, se trasluce en ella un fuerte sesgo universalista, esto es, la defensa de un conjunto de valores como ser la “democracia” o los “derechos humanos”, que son presentados como transversales a todas las comunidades y que para los críticos no son más que puntos de vista occidentales que esconden su sesgo detrás de la máscara de lo común a todo ser humano. Si bien en artículos posteriores a los atentados a las Torres gemelas, Fukuyama repudió la lógica de la administración Bush especialmente en su intervención en Irak, lo hizo criticando su unilateralismo, es decir, por haber atacado sin la anuencia de la ONU, y no por la pretensión de imposición de los valores occidentales.

Sin embargo, hacia 1993, esto es, apenas 4 años después del fin del comunismo y un año después de la publicación del libro de Fukuyama, Samuel Huntington, una de las plumas más controvertidas de la derecha estadounidense, publicaba un artículo que tiempo más tarde sería la base de un libro: El choque de civilizaciones.

Algún desprevenido puede pensar que las ideas de Huntington son claramente comprensibles después del atentado a Las Torres Gemelas, y puede que tenga razón. El punto es que este profesor de Historia estadounidense que ocupó lugares de peso en política exterior y seguridad en diferentes administraciones, fueron desarrolladas casi una década antes de que Bin Laden pasara de ser el héroe que había peleado contra la ocupación soviética, a ser la mismísima encarnación del mal con turbante.

El punto de vista de Huntington también es bastante conocido y plantea un escenario completamente distinto al de la euforia de Fukuyama. Se trata de un pensamiento que puede ubicarse dentro de la derecha política y nacionalista enmarcada en la tradición decadentista inaugurada por Oswald Spengler con su célebre La decadencia de Occidente de 1918; en la actualidad, tales puntos de vista no dudan en establecer diagnósticos de falta de valores, de retrocesos morales de la sociedad de la cual se sienten guardianes a la par que confunden decadentismo reaccionario con diagnóstico sesudo, casi siempre acompañado de una verba críptica y, por tanto, profundamente aristocrática. Lea los editoriales de alguno de los diarios argentinos del domingo y verá reproducirse como Bugs Bunnys, (o sapos “Pepe”), estos senderos harto transitados.

Volviendo a Huntington, curiosamente, él observa que el fin de la guerra fría no deriva en unipolaridad sino en multipolaridad. Así, el reordenamiento planetario generaría diferentes focos territoriales nucleados detrás de una variable que ya no es económica ni principalmente política, sino civilizatoria. Así, el mundo se dividiría en 7 u 8 civilizaciones donde es posible encontrar la occidental, la islámica, la latinoamericana y la sínica, entre otras.

La clasificación de Huntington es en buena parte arbitraria y muy poco sólida conceptualmente pero, con todo, lo que intenta marcar es que la lógica que dividirá al mundo tendrá que ver más con elementos religiosos y culturales, siendo estas variables las que marcarían los límites siempre difusos de esta extraña entidad llamada civilización.

Ahora bien, la elaboración de Huntington no se queda ahí y agrega hipótesis de conflictos para el futuro con un nivel de acierto al cual no estamos acostumbrados. En este sentido, ya en 1993 anticipó que a Occidente se le avecinaban choques con dos de las civilizaciones mencionadas: en lo cultural con los islámicos y en lo económico con los sínicos, más específicamente, con China.

Sin embargo, el pensamiento de Huntington parece estar más cerca del de un norteamericano medio asustado que el del ideólogo de un imperio en auge. En este sentido, basándose en que Occidente ya no posee la exclusividad ni de las economías pujantes ni del potencial bélico nuclear, y en que su tasa demográfica es negativa, Huntington propone un repliegue sobre sí, especialmente a partir de leyes de control de la inmigración “puertas adentro”. Esto es principalmente lo que aparece en un libro publicado en 2004 y cuyo título establece una pregunta que habla de una búsqueda que generalmente acaba justificando la estigmatización del otro: ¿Quiénes somos? Allí Huntington manifiesta el peligro de disolución cultural al que se ve sometido Estados Unidos por la cada vez más importante masa de latinos que quieren ser parte del sueño americano. Así, frente al peligro que se ciñe sobre la identidad norteamericana anglo-protestante, apegada al imperio de la ley y al trabajo duro, nada mejor que poner coto a las “hordas sudacas” que buscan llegar al territorio soñado.

Si se lo piensa desde una perspectiva globalizadora, esto es, tomando en cuenta la política exterior e interior, el punto es por demás interesante, porque esa forma de acción sobre la “inmigración descontrolada” “hacia adentro”, viene acompañada de un intervencionismo feroz “hacia afuera”.

Parecería así que Estados Unidos, Francia, Italia y Alemania no sólo persiguen fines económicos, (lo cual es una obviedad) sino que, más profundamente, parecen regir sus políticas utilizando la metáfora central que en el capitalismo marcó la divisoria entre centro y periferia. En otras palabras, mientras azuzan el fantasma de “el otro” e imponen leyes restrictivas a la inmigración, reciben ilegalmente esa “materia prima humana” necesaria como fuerza laboral precarizada, al tiempo que exportan los productos de la civilización, esto es, un supuesto valor agregado que a veces se paga demasiado caro y no es otra cosa que el valor de los principales fundamentos de la civilización occidental. Esta política exterior, interpretada como una cruzada civilizacional bajo la bandera de principios universales heredados del iluminismo del siglo XVIII, sería apoyada por Fukuyama aunque no por Huntington quien se opondría a los lineamientos que siguen llevando adelante los principales referentes políticos del mundo occidental.

Ahora bien, si los principales referentes del mundo eligen seguir el camino más proclive al intervencionismo de Fukuyama o el repliegue civilizacional de Huntington, es algo que veremos dentro de unos años. Por lo pronto, como diría Gilles Deleuze, “No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas.

jueves, 8 de septiembre de 2011

La seguridad en tiempos de la biopolítica (publicado el 8/9/11 en Veintitrés)

¿Qué tienen en común el atentado a las Torres Gemelas, el crimen de Candela Rodríguez y los análisis de próstata? La pregunta es audaz y la respuesta también pues lo que intentaré justificar es que estos tres aspectos pueden leerse a partir de la problemática de la seguridad en tiempos de biopolítica. Ahora bien, usted preguntará, por lo pronto, qué es esto de la biopolítica. Si bien podría pensarse que se trata de los análisis médicos que el doctor Nelson Castro realiza para explicar acciones políticas y titular libros, debe aclararse que se está frente a algo más complejo. Tal complejidad es la que arrojó como conclusión el primero Coloquio Latinoamericano de Biopolítica y Educación organizado por la Universidad Pedagógica de la Provincia de Buenos Aires la semana pasada y en el que participaron conferenciantes como el italiano Andrea Cavalletti, el inglés Nikolas Rose, el australiano Pat O´ Maley y el argentino Edgardo Castro, entre otros. Este último, por ejemplo, recordaba que si bien fue el politólogo sueco Rudolf Kjellén quien acuñara el término en 1916, fue recién a partir del uso que le dio Foucault allá por la segunda mitad de la década del 70, que la biopolítica comenzó a pensarse como una categoría capaz de dar cuenta del funcionamiento del poder en las sociedades modernas.

Como se puede inferir de su disección, la bio-política es una política vinculada a la vida pero se deben hacer varias aclaraciones al respecto. En este sentido hay un juego de palabras que Foucault utiliza que puede ser útil. Para el francés, a partir del siglo XVIII se viene profundizando un fenómeno que habla a las claras de un cambio de época. En otras palabras, hasta ese siglo el poder era pensado en una relación directa y vertical entre el soberano y el súbdito lo cual suponía que el primero podía sustraerle bienes, apoderarse de su cuerpo y hasta darle muerte al segundo. De este modo, el soberano hace morir o deja vivir y el poder se manifiesta a través de instituciones disciplinarias de encierro como las escuelas, las cárceles, los ejércitos y los hospitales, que actúan sobre los cuerpos individualmente; en la actualidad, estas condiciones se transforman y el poder ya no se ejerce de ese modo pues aparecen toda una serie de saberes vinculados a una categoría que hoy nos resulta familiar: la población. ¿Qué significa esto? Que el poder ya no tiene que ver con la capacidad que tiene un soberano para dar muerte sino que se ejerce a través del control sobre la vida de la comunidad toda, control que se lleva a cabo mediante dispositivos tomados de la medicina, la geografía, la criminología y la estadística, entre otras disciplinas. El individuo es pensado ahora como aquel capaz de producir riqueza, algo que es preciso fomentar pero también controlar. El poder ahora nos deja morir o nos hace vivir y a su vez nos muestra que diferentes aspectos de nuestra vida han dejado el ámbito de lo privado para pasar a ser asunto público.

El ejemplo más claro se ve con las medidas higienistas que se empezaron a dar en las primeras décadas del siglo XX y mostraban que el Estado debía velar por la salud de la población a través de diversos mecanismos como ser los exámenes prenupciales, los tratamientos para la longevidad y los controles de natalidad. Asimismo una derivación exacerbada de esta lógica estuvo presente en el proyecto eugenésico, (la búsqueda de un conocimiento y la aplicación de tecnologías y políticas que, a través de una selección artificial, permita el mejoramiento de la raza humana), cuya variante más atroz fue, sin dudas, la del nazismo.

Esta política sobre la vida, también aparece con la forma en que los Estados buscan regular la migración y controlar territorios a través de políticas demográficas. En este sentido, el mencionado Nikolas Rose, desarrolla el modo en que nuestra vida se va medicalizando con un espectro variado de mecanismos que van desde la utilización de aspirinas para evitar los ataques cardíacos, hasta el consumo de yogures con bacterias de nombres extraños que le garantizarían al chico “crecer fuerte”. A esto, claro está, debemos sumarle la manera en que la psiquiatría, a través de ansiolíticos y antidepresivos busca las alteraciones químicas que nos permitan soportar un ritmo de vida vertiginoso, las fantasías reduccionistas de la neurociencia que cree poder controlar el pensamiento a través de la acción sobre el cerebro, y el modo en que los estándares de la vida saludable son cada vez más exigentes obligando a los sujetos a entrar bajo control médico cada vez desde más jóvenes. Este es el caso del análisis de próstata que se mencionaba al principio y que Rose indica como el causante de cirugías y tratamientos innecesarios tal como mostró la escalofriante estadística de que la mayoría de los pacientes tratados tempranamente hubieran muerto antes de otras enfermedades.

Por otra parte, justo a poco de cumplirse 10 años del atentado a las Torres Gemelas, es posible recoger el modo en que Antonio Negri y Michael Hardt entienden que el imperio se caracteriza por ser una sociedad biopolítica. En otras palabras, la disolución de los Estados nacionales y la existencia de un nuevo poder imperial encarnado en instituciones supranacionales encargadas de velar por la seguridad del planeta y exportar valores occidentales, se complementa con una forma de control de los sujetos que atraviesa sin descanso todos los órdenes de la vida de las personas. Esta nueva forma de control ya no se ejerce en territorios precisos sino que se porta especialmente a partir de las diversas tecnologías que nos sujetan al tiempo que presentan el estar siempre conectados como la panacea de la libertad individual. Este foco permanente tiene como emblema los controles migratorios de los aeropuertos, algo que se ha exacerbado después del atentado llevado adelante por Al Qaeda. Como suele ocurrir, en nombre de la seguridad, las libertades individuales de la que tanto se jactan las democracias desarrolladas son, para decirlo de manera benevolente, puestas entre paréntesis. Asimismo, la construcción de este nuevo enemigo que ya no responde ni a un Estado ni a un territorio sino que puede ser cualquiera y estar en cualquier lado, es el que justifica este carácter de excepción que hace a todo ser humano, en principio, sospechoso, y que daría cuenta del modo en que los inmigrantes indeseados son despojados de sus derechos, esto es, quedan a la intemperie y son una pura vida biológica capaz de ser suprimida. Asimismo Hardt y Negri mencionan el modo en que los medios de comunicación en el marco de una sociedad del espectáculo, contribuyen a generar las condiciones culturales de la presunta necesidad de control sobre la vida. Y esto es, justamente, lo que se ha puesto de manifiesto con la forma en que los medios han tratado el crimen de Candela Rodríguez. En principio, la cobertura intentó hacer de la madre una “Blumberg morocha” que no pudiera ser acusada de pertenecer a la derecha oligárquica de la mano dura; pero tras el antecedente del marido preso y su militancia de puntera K, lo que sobrevino fue el estilete profundo en todos los órdenes de su vida y de la vida de la nena que pasó de ser “Candelita” a ser, según indica la “relevantísima” investigación del diario Perfil, la joven que no fue violada pero había perdido su virginidad con un joven de Villa Korea. Del “justicia, justicia” al “algo habrán hecho” en un lineal camino de sentido común reaccionario al cuadrado. En segundo lugar, la utilización de las cámaras, no sólo las enviadas por los canales de televisión, sino las cámaras de seguridad que permitieron captar en vivo el momento inolvidable en que la madre reconoce el cuerpo de una hija asesinada. Una vez más, la cámara que hace de ojo omnipresente con su repetición itinerante se acompaña de un relato que azuza lo peor de nuestros sentimientos quitándole el apellido a la víctima para de repente transformarla en una “hija de todos” y mintiendo respecto de golpes, cuellos rotos y violaciones que nunca fueron. Todo esto se complementa con una encuesta inmediata para que la gente indignada vocifere “pena de muerte”, esto es, la última instancia del control sobre la vida. Así en nombre de la seguridad de la población, permitimos exámenes médicos e historias clínicas cada vez más totalizantes, restringimos los derechos a ese grupo selecto de los que son parecidos a nosotros y, por temor a la pérdida de la propiedad privada, justificamos acciones que van en detrimento de la libertad individual. Toda esta inseguridad que nos produce el temor de no crecer sanos, de morir jóvenes, de que nos roben el celular y de que el inmigrante se haga vecino, son formas que pueden pensarse como modos de presunta prevención que no hacen más que esconder la aceptación de formas de control imperceptibles que cada vez parecen más naturalizadas.