En todo el mundo los analistas son
interpelados por la irrupción de outsiders
de la política por izquierda, por derecha, por arriba o por abajo. Las
tradiciones, las coyunturas y los imaginarios son distintos en cada país pero
en general se asiste a fenómenos que con mayor o menor éxito irrumpen con un
discurso antisistema. Es más, sin dar nombres propios, y aun con las
diferencias indicadas, estos fenómenos son tan comunes que ya no pueden ser
señalados como exabruptos o monstruosidades aun cuando a veces hagan todo lo
posible por serlo y parecerlo. Estará quien diga que son una creación del
propio sistema para autolegitimarse y cerrar filas frente a un “otro” pero esa
afirmación merecería un mayor desarrollo y unos cuantos asteriscos.
Que haya puntos en común entre
estos fenómenos outsiders de la
política no es casual además porque la aceleración que produjo la llegada
masiva de internet al proceso de globalización comenzado en los años 80, hace
que cada país replique, a su manera y a su velocidad, escenarios similares,
máxime cuando las imposiciones culturales ya no provienen de los imperios sino
de los gigantes de la tecnología cuya penetración, al menos en el mundo
occidental, es ubicua y capilar.
Todo esto se da, a su vez, en el
marco de una insatisfacción de las sociedades que ha devenido crónico y que se
observa con claridad en el plano económico y en el cultural. Respecto del
primero, ricos cada vez más ricos, pobres cada vez más pobres sostenidos con
ayuda estatal para asegurar la paz social, y una inmensa masa de clases medias
viviendo un acelerado proceso de precarización y desorganización de sus vidas;
respecto del orden cultural, un incesante y agobiante avance de la corrección
política para crear sociedades más superficiales y al mismo tiempo más
hipócritas y siempre a punto de explotar.
Este hastío y sensación de “todo
es lo mismo” y “todo se repite”, me remitió a un breve texto del escritor de
origen italiano Ítalo Calvino incluido en su libro Las ciudades invisibles.
Allí se habla de una ciudad
ficticia denominada Melania donde todo el tiempo se produce el mismo diálogo
entre una serie de interlocutores que cumplen un rol, como si se tratase del
texto de una obra de teatro:
“En Melania, cada vez que uno
entra en la plaza, se encuentra en mitad de un diálogo: el soldado fanfarrón y
el parásito al salir por una puerta se encuentran con el joven pródigo y la
meretriz; o bien el padre avaro desde el umbral dirige las últimas
recomendaciones a la hija enamorada y es interrumpido por el criado tonto que
va a llevar un billete a la celestina. Uno vuelve a Melania años después y
encuentra el mismo diálogo que continúa; entretanto han muerto el parásito, la
celestina, el padre avaro; pero el soldado fanfarrón, la hija enamorada, el
enano tonto han ocupado sus puestos, sustituidos a su vez por el hipócrita, la
confidente, el astrólogo”.
Aquí aparece una de las claves.
Los interlocutores mueren pero el papel se mantiene y simplemente se busca un
reemplazo para representar “la misma obra”. En la política tradicional y
sistémica parece ocurrir más o menos lo mismo. Incluso parece ocurrir algo
similar con los electorados: el referente en cuestión, el líder, puede
desaparecer pero el escenario político se reacomoda por derecha y por izquierda
hasta que un reemplazante ocupa ese rol, “primero como farsa, luego como
tragedia”.
Que de repente aparezcan figuras
como presuntamente novedosas u originales dentro de la política sistémica para
luego ser fagocitados por la misma se puede explicar, a su vez, por otra de las
características de las ciudades ficticias que expone el libro de Calvino, el
cual, si no hubiese sido publicado en 1967, diríamos que realiza una cruda e
irónica descripción de esta actualidad en la que se rinde pleitesía a cualquiera
cosa o idiota que se posicione del lado de “lo nuevo”. Se trata de la ciudad de
Leonia, una ciudad que ha llevado la obsolescencia y el vivir el aquí y el
ahora a su grado máximo:
“La ciudad de Leonia se rehace a
sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas
frescas, se lava con jabones recién salidos del envoltorio (…) escuchando las
últimas retahílas del último modelo de radio. En los umbrales, envuelto en
tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del
basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados, bombitas quemadas,
periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores,
enciclopedias, pianos, juegos de porcelana”.
Una ciudad que se renueva cada
día no solo es una montaña de desperdicios, para horror de los ambientalistas,
sino que es, al mismo tiempo, una máquina incesante de producción y consumo de
lo efímero. Allí el pasado es solo basura y los camiones recolectores de la
misma son vistos como “ángeles” que, cuando llevan adelante su tarea de
recolectar, son respetados en silencio como si se tratara de un rito. Calvino
agrega:
“Más que por las cosas que cada
día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas
que cada día se tiran (…) Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de
Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las nuevas cosas y diferentes, o
más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza”.
Solo bajo la idea de una historia
que recomienza cada día (o que intenta ser reescrita por un presente
caprichosamente cambiante), algún distraído puede pasar por alto que estamos
asistiendo a la misma puesta en escena con interlocutores que cambian pero que
están allí para desempeñar el mismo rol. Aun así, estas sociedades que no se
soportan a sí mismas tampoco toleran la misma puesta en escena a tal punto que
ya ni siquiera avalan que la solución esté en encontrar los mejores actores
para desempeñar el papel. Lo que se está poniendo en cuestión es la obra misma.
La gente está cansada de entrar a la plaza de Melania y estar siempre en medio
del mismo diálogo. Por eso es capaz de abrazarse a quien grita, al menos solo
para incordiar el desarrollo de la trama.
Entonces, ante una mayoría
desesperada por el hecho de que le asignen un rol en el diálogo, es natural que
gritar sea una respuesta justa. Aun así, puede que se esté pasando por alto otra
alternativa que va ganando adeptos. De hecho, intuyo que en donde hay que poner
atención, en medio de tanto diálogo y grito, es en aquellos que no desean
entrar a la plaza de Melania y deciden ver todo desde afuera mientras guardan
un piadoso y ensordecedor silencio.
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