Allá por 1990, cuando los debates online recién comenzaban,
un abogado estadounidense llamado Mike Godwin, notó un fenómeno que se repetía
constantemente y lo enunció en forma de una ley que acabaría llevando su
nombre. ¿De qué se trata esta ley? En la formulación más simple indica que “a
medida que una discusión online se alarga, la probabilidad de que aparezca una
comparación con Hitler o se mencione a los nazis tiende a uno”. Pero lo que a
Godwin le interesó es que la referencia a Hitler o a los nazis, esto es, a
aquello que nadie podría defender o matizar, acaba cancelando toda discusión. Porque
decir que la opinión de X es nazi o que una acción de Macri o CFK es genocida,
lejos de invitar a la reflexión, pone un punto final al intercambio de
argumentos.
Lo curioso es que en la Argentina, no solo en el ámbito de
las discusiones entre foristas en redes sociales, sino entre el panelismo que
inunda horas y horas de pantalla de TV, se recurre a una ley primo hermana de
la de Godwin. En este caso, la ley cumple el objetivo de cancelación del debate
pero a diferencia de la primera viene en forma de pregunta y cualquier
respuesta que se le dé a la misma conlleva cargarse una enorme cantidad de
sentencias, falacias y prejuicios. La pregunta no incluye nazis pero refiere a
los años más oscuros de la Argentina y se formula así: ¿Macri es la dictadura?
¿Por qué esta pregunta cancela el debate? En términos
generales porque, en Argentina, “la dictadura” cumple la misma función que “los
nazis” o “Hitler”, es decir, cualquier cosa que acabe emparentada con la
dictadura resulta, por buenas razones, indefendible; y, en términos más
específicos, porque emparentar este gobierno con la dictadura hace que uno
acabe ubicado en una suerte de fundamentalismo que no solo no entiende las
particularidades del gobierno de Macri sino que, parecería, tampoco entiende
qué fue la dictadura. Sin embargo, -he aquí la trampa bastante sutil-, si la
respuesta a la pregunta es negativa, esto es, si se considera que Macri no es
la dictadura, por razones insondables, de repente, se nos obliga a aceptar que
en la Argentina del año 2017, el Estado de Derecho es pleno y la democracia
goza de un vigor envidiable.
En mi caso particular, varias veces he indicado que Macri no
es la dictadura pero eso no me compromete con el diagnóstico opuesto, esto es, con
la afirmación de que en el actual gobierno las instituciones republicanas
funcionan con el equilibrio adecuado, que las fuerzas de seguridad se
encuentran profundamente comprometidas con las políticas de Derechos Humanos y
que el poder judicial está actuando con imparcialidad cuando se trata de casos
con relevancia política.
Y en el caso de los medios de comunicación sucede algo
similar pues cuando alguien señala afectaciones a la libertad de expresión
surge la pregunta cancelatoria: ¿Vos creés que Macri persigue las voces
disidentes como hacía la dictadura? Y no, no lo creo, pero sí creo que la
oligopolización de la comunicación se está profundizando tras la modificación
de la ley de medios y que existe una decisión política de acallar cualquier voz
que ose desafiar a los poderes fácticos. ¿Acaso ha habido aprietes, amenazas o
atentados contra periodistas opositores? No más que en otros gobiernos
seguramente, pero lo distintivo de esta etapa de la democracia es que es
posible acallar voces con el ahogo financiero y el acuerdo con empresas
ofreciendo espacios en determinados medios a cambio de no anunciar en otros.
Esto es lo que explica que programas o medios con línea no oficialista con alta
audiencia carezcan del apoyo de las grandes empresas lo que, sumado al recorte
arbitrario de la pauta oficial, condena al fracaso cualquier intento de crear
un medio vigoroso capaz de disputar agenda. Así, a los otrora periodistas
oficialistas les ha tronado el escarmiento y ya no tienen lugar en los medios
lo cual funciona como un acto de disciplinamiento para cualquiera que intente
transitar ese sendero de aquí en más. Pero los periodistas que durante el
kirchnerismo eran opositores y realizaban sus performances de víctimas
afirmando que sus canales “podían desaparecer”, nunca desaparecieron y la pauta
oficial que cobraban hoy se transformó en millonaria. Es más, algunos de ellos se
han transformado directamente en empleados de los medios estatales aunque, por
suerte, nadie los somete a la indigna pregunta acerca de cuál es su sueldo,
pregunta que, claro está, conllevaba la sospecha de que lo que se decía se sostenía
por estar “comprado”. Porque periodistas que coincidieran con un gobierno había
durante el kirchnerismo y los hay durante el macrismo. La diferencia es que se
instaló que todo periodista que coincidiera con el kirchnerismo lo hacía por
razones militantes mientras que todo el que coincide con el actual gobierno lo
hace por razones independientes. Se da así una particular curiosidad: los
periodistas oficialistas de hoy piensan lo mismo que el gobierno pero lo logran
de manera independiente, es decir, son facciosos a través de la neutralidad, la
objetividad y la imparcialidad.
Hacer esta crítica no supone avalar la política
comunicacional del kirchnerismo ni al “periodismo militante” si es que alguien
puede definir qué se entiende por tal. De hecho, he llamado la atención en
reiteradas ocasiones acerca del error comunicacional del kirchnerismo que, tras
salir de la administración, pasó a buscar “su propio Lanata” y considera que se
puede esmerilar al actual gobierno gracias al denuncismo indignado con que la
corporación periodística atacó y ataca a todo lo que rodee el espacio liderado
por CFK. Pero el actual gobierno, que no es la dictadura, claro está, avanza
con torpeza y a veces con vehemencia, sobre sectores que alzan una voz
disidente y allí la frontera entre corporación periodística y gobierno se
difumina y se hace borrosa, lo cual es verdaderamente preocupante porque la
corporación periodística ya está cerrando su grieta. ¿Cómo? Creando un exterior
constitutivo, esto es, dejando afuera de la corporación a aquellos que la
propia corporación identifica como “militantes” o “no periodistas” y por tal se
entiende todo aquel que ose criticar al periodismo mainstream. En algún sentido, lo que sucede es que el periodismo
tiene su propia ley de Godwin, la cual no hace referencia a los nazis sino a
“678”. Así, han logrado que emparentar a un periodista con “678” suponga una
descalificación tal como la que opera cuando en las discusiones online alguien
hace referencia a los nazis. Esa descalificación incluso va más allá del ámbito
de los medios y se extiende a cualquier otra persona a la cual se desee
descalificar (basta recordar, en este aspecto, el debate presidencial de 2015
en el que el candidato Macri interpelara al candidato Scioli espetándole
haberse convertido en un panelista de 678).
Para concluir, entonces, la grieta en la corporación
periodística se va cerrando. Primero se cerró en los medios del Estado gracias
a la acción del gobierno y ahora se va a cerrar acallando a los disidentes que
subsistían en empresas privadas. En este caso, la acción del gobierno es
central pero tampoco nos olvidemos de la complicidad de las empresas
periodísticas, aun de las que parecen tener una línea editorial crítica.
En cuanto a la grieta política, también se va cerrando y, en
ese sentido, el gobierno intenta cumplir su promesa. Lo que todavía no se sabe
es si la grieta la va a cerrar consensuando en el marco del diálogo democrático
o la va a cerrar silenciando al adversario político.