En mi último
libro, El Adversario, me referí a lo
que denomino “presente extendido”. Se trata de la nueva temporalidad en la que
los medios nos sitúan. Porque la noticia urgente, deshistorizada y descontextualizada,
borra todo vínculo con el pasado. Todo es aquí y ahora nuevo. Asimismo, tampoco
hay futuro porque éste no es otra cosa que la vicisitud próxima a venir,
inminente y cercana. El presente extendido se mueve, entonces, entre lo que
acaba de pasar y será reemplazado rápidamente y lo que está por venir de
inmediato que tampoco perdurará en este frenesí de la noticia urgente. Ninguna
otra cosa importa más que lo que está sucediendo y eso que sucede tiene un
carácter totalizante y asfixiante. Puede ser el calor, un saqueo o un
asesinato. Lo que sea ocupará todo el espectro y todo el espectro es lo que
aparentemente es digno de atención. Este presente extendido no sólo se apoya en
la repetición incesante del mismo hecho y en la ideología que supone la deshistorización
antes marcada sino en algunas estrategias técnicas. Una de ellas, muy
frecuente, es el “hace instantes”. Me refiero, claro está, a esa indicación que
suele aparecer al costadito de la pantalla y es el artilugio perfecto para la
extensión del presente pues se muestran imágenes del pasado para en cada
presentación volverlas al presente. Lo que muestran no está pasando pero está
tan cerquita que, aparentemente, es como si estuviese pasando. Pero hay en ello
una estafa al televidente similar a aquella que se realiza cuando se utiliza
una foto de lo sucedido en un lugar y en un determinado momento para graficar
lo que sucede en otro lugar y en otro momento (de hecho, hace pocos días
circuló por internet el modo en que la misma foto de un colchón robado había
servido para graficar los saqueos en 4 provincias distintas). En este sentido,
en los últimos días, el AFSCA lanzó una directiva que obliga a los medios a
indicar día, hora y lugar de las imágenes y distinguir si se trata de una
transmisión en vivo o material grabado. Parece una cuestión menor pero, de no
poner este tipo de límites, en algunos años pasaremos de exigir el total cumplimiento
de la ley de medios a implorar encarecidamente por, al menos, la devolución del
tiempo y el espacio.
lunes, 23 de diciembre de 2013
sábado, 21 de diciembre de 2013
Enmarcados (publicado el 19/12/13 en Veintitrés)
Algunas
semanas atrás desde esta misma columna les hablaba de un elefante argentino.
Para los que no lo recuerdan, me refería más específicamente a un libro de un
cognitivista estadounidense y asesor del partido demócrata llamado George
Lakoff que en 2004 publicó un libro llamado No
pienses en un elefante. En ese libro, Lakoff sostiene, entre otras cosas,
que la ciudadanía no decide su voto por razones económicas sino por valores
morales. Tal hipótesis es la que permite comprender que sectores bajos y medios
puedan, eventualmente, apoyar a aquellos candidatos cuyos intereses son
representativos de las clases más acomodadas. Pero quiero ahora retomar otro
aspecto del libro, que derriba uno de los grandes mitos existentes en política
y en comunicación. Me refiero a aquel presupuesto del siglo de la ilustración
que afirma que, como la gente es racional, alcanza con mostrarle los hechos
para que cambie su parecer y llegue a la verdad. Dicho de otra manera, los
hechos acabarían imponiéndose a los prejuicios y a la ideología previa. Desde
este punto de vista, un antikirchnerista rabioso debería reconocer los logros
del gobierno y un kirchnerista ferviente aceptar que puede que algunas de las
cosas que dice Clarín no sean viles operaciones de prensa y mentiras. Sin
embargo, Lakoff opina lo contrario y para apoyar su hipótesis “antiilustrada”
se basa en estudios de la neurociencia. En sus propias palabras: “La gente
piensa mediante marcos. (…) La verdad, para ser aceptada, tiene que encajar en
los marcos de la gente. Si los hechos no encajan en un determinado marco, el
marco se mantiene y los hechos rebotan. (…) Los hechos se nos pueden mostrar,
pero, para que nosotros podamos darles sentido, tienen que encajar con lo que
ya está en la sinapsis del cerebro. De lo contrario, los hechos entran y salen
inmediatamente”.
Para
comprender este párrafo cabe hacer algunas aclaraciones terminológicas. Para
Lakoff, basado, insisto, en estudios neurocientíficos, nuestro pensamiento está
estructurado a partir de conceptos que se han ido forjando con el tiempo y que
se encuentran “incrustados” (SIC) en el cerebro. Esto quiere decir que no se
los puede remover con simpleza ante uno o dos hechos que vayan contra ellos.
Para ilustrar
esto se puede tomar cómo influyó en el plano de la creencia el hecho de que en
octubre de 2004 la administración Bush admitiera que no existía prueba alguna
de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Una encuesta realizada
seis meses antes arrojaba que un 51% de los estadounidenses creía que Saddam
Hussein tenía armas de destrucción masiva. Sin embargo, casi 2 años después, el
número de estadounidenses que seguía creyendo lo mismo prácticamente no se
había modificado y llegaba al 50%. De nada había servido que la propia
administración republicana hubiera reconocido el error: los marcos de buena
parte de la ciudadanía estadounidense no permitieron que los hechos afectaran
su cosmovisión.
En el ámbito
vernáculo ejemplos sobran pero cabe mencionar la contraposición entre la mirada
estigmatizante que se tiene sobre los jóvenes en relación con el delito y los
datos concretos. En este sentido, el último estudio de la Corte Suprema sobre homicidios
dolosos en Capital Federal y Buenos Aires arrojó que sólo el 1% de los delitos
fue cometido por menores de edad. Esto no ha variado sustancialmente pues el
mismo estudio, en 2010, arrojaba que de 168 homicidios sólo 2 habían sido
cometidos por menores de 16 años. A su vez, en ese mismo año, el índice de
homicidios dolosos alcanzaba el 5,81 por 1000 contra el 8,5 por 1000 de la
segura y emblemática ciudad de Nueva York.
De 2010 a la fecha las cosas no han empeorado pues en CABA, en 2012, el
índice estuvo en el 5,46 por 1000. Pero estos datos duros no modifican la
opinión de los creen que la Argentina se ha convertido en México y responden a
estos datos fríos (con los que se deben constituir políticas públicas), con la
incontestable imagen del horror de una víctima que pide justicia.
El ejemplo que utiliza Lakoff para que se
comprenda su idea de marco es la expresión de “alivio fiscal” utilizada por
Bush para justificar una baja en los impuestos de los más ricos. En palabras
del científico cognitivista: “Pensemos en el enmarcado de “alivio”. Para que se
produzca un alivio, ha tenido que haberle ocurrido a alguien antes algo
adverso, un tipo de desgracia, y ha tenido que haber también alguien capaz de
aliviar esa desgracia, y que por tanto viene a ser un héroe. Pero si hay gentes
que intentan parar al héroe, esas gentes se convierten en villanos (…). Cuando
a la palabra “fiscal” se le añade “alivio”, el resultado es una metáfora: los
impuestos son una desgracia; la persona que los suprime es un héroe, y
quienquiera que intente frenarlo es un mal tipo. Esto es un marco”. Volviendo a
nuestras latitudes e independientemente de la posición que cada uno tenga al
respecto, sucede algo parecido con la idea de “cepo” al dólar. Pues recuérdese
que el cepo ha sido un instrumento de tortura. Un cepo inmoviliza, esclaviza,
castiga y, por lo tanto, no es adecuado para este mundo contemporáneo en que no
hay esclavitud y los castigos son de cualquier índole pero nunca físicos. También
supone que la condición natural del dólar es “la libertad”. En ese sentido,
¿quién puede estar de acuerdo en que se le ponga cepo a algo? Esto significa
que una vez instalada, la idea de “cepo al dólar” activa un marco mental que se
defenderá activamente de cualquier intento de explicación o de hecho que
pudiera justificar la decisión gubernamental de ponerle límite a la compra de
dólares.
Estos últimos
dos ejemplos sirven para comprender el funcionamiento de los marcos y para
advertir que hay que prestar atención al rol que cumple el lenguaje y la
decisiva acción del nombrar. Según Lakoff, el gran error de los demócratas es
que han dejado que los republicanos nombren y con ello constituyan realidad,
pues cualquier discusión que se intente librar en los términos del adversario
está perdida de antemano. Pero bastante antes que éste, ya Platón se preguntaba
quién ponía los nombres y en ese diálogo, llamado Crátilo, nunca queda del todo claro si los que vinculan los nombres
con las cosas son semidioses individuales o la propia comunidad como un todo en
algún momento mítico y originario. Lo que pasaba por alto Platón es que la decisión
del nombrar, esto es, insisto, el de vincular una cosa con un signo, es siempre
una decisión arbitraria, forzada y violenta porque no existe el signo perfecto
para un hecho concreto. Todo nombrar es un recorte atravesado por la misma actividad
del nombrar y apoyado en una cosmovisión previa, esto que Lakoff traduce en
términos de “marcos” y “conceptos” y que otros, como el epistemólogo Thomas
Kuhn, llamarían “paradigma”.
Para
finalizar, Lakoff afirma que “el ala derecha ha utilizado mucho tiempo la
estrategia de repetir continuamente frases que evocan sus marcos y que definen
las cuestiones importantes a su manera. Tal repetición consigue que su lenguaje
parezca normal, que el lenguaje cotidiano y sus marcos parezcan normales, modos
cotidianos de pensar acerca de las cuestiones importantes. (…) Los periodistas
tienen la obligación de no aceptar esta situación y de no utilizar sin más
aquellos marcos del ala derecha que han llegado a parecer naturales. Y los
periodistas tienen la obligación especial de estudiar el enmarcado y de
aprender a ver a través de marcos motivados políticamente”. A este tipo de pedidos tan razonables, los
marcos instituidos de la prensa en Argentina lo llaman despectivamente “hacer
periodismo militante”.
viernes, 13 de diciembre de 2013
¿Neoperiodistas? (publicado el 12/12/13 en Veintitrés)
El discurso
que Reynaldo Sietecase brindó en la entrega de los premios TATO generó una
polémica sobre el rol del periodismo, una temática, por cierto, bastante
trillada. Para quien no lo haya escuchado, Sietecase criticó muy fuertemente,
aunque sin mencionarlo, a Jorge Lanata, señalando que los periodistas que
denuncian “la grieta” buscan ensancharla cada vez más y que una cosa es ser un
periodista crítico y otra muy distinta transformarse en el principal gestor de
las operaciones de prensa que impulsa el multimedio que te contrata. Sin
embargo, en la misma alocución se refirió, una vez más, sin nombrarlo, a 678,
programa de claro sesgo oficialista al que acusó de defender lo indefendible y
hacer periodismo militante. Algunos días más tarde en una charla en radio
Vórterix, Sietecase pareció extender la crítica a “otros medios afines al
gobierno” que “por defender una idea militante” a “rajatabla” acaban
justificando acciones del gobierno que no tienen posibilidad de justificación.
En este punto, la crítica se expande y alcanzaría, lo digo en potencial porque
Sietecase no lo menciona, a medios privados que frecuentemente son acusados de
“paraoficiales”. Entre estos medios no sólo estaría la Revista 23, sino también
medios en los que trabaja el propio Sietecase como la revista Newsweek (de Sergio Szpolski y Matías
Garfunkel, los mismos dueños de la revista que usted está leyendo en este
momento) y la Radio Vórterix (que es propiedad del mismo Garfunkel aunque en
sociedad con Mario Pergolini).
Para Sietecase, que tiene la
envidiable virtud de no justificar lo injustificable pese a trabajar en medios
que la oposición llama “paraoficiales”, es momento de refundar o, en todo caso,
volver a hacer periodismo alejados de los extremos. Pareciera que eso podría
suturar la grieta y tal propuesta es la que me interesa discutir justamente
porque creo que hay buena fe en este periodista rosarino que, tras muchos años
de trabajar junto a Lanata en Día D o
en el diario Crítica, ha hecho un camino
propio y una trayectoria meritoria.
El primer interrogante que se
plantea es cuál sería la diferencia entre esta propuesta de neoperiodismo y la
siempre tan mentada bandera del periodismo tradicional: la “independencia”,
entendida como una síntesis de los valores de la neutralidad y la objetividad,
todos ellos, aparentemente, inherentes a la profesión de periodista.
Es difícil responder. Pareciera
que el punto estaría en que los que siempre se dijeron independientes han
demostrado no serlo de lo cual se seguiría la necesidad de reemplazarlos para
“refundar” el periodismo. Sin embargo, si bien resulta evidente la falta de
credibilidad que existe en medios y periodistas consagrados, no se trata de
afirmar que los que se dicen independientes ya no lo son. Porque no fue sólo eso
lo que se logró en los últimos años. Se logró mostrar, sobre todo y de cara a
la opinión pública, que es la independencia en sí misma, y no como atributo de
algunos periodistas, la que resulta imposible de alcanzar.
¿Pero acaso criticar algunas
cosas del gobierno y valorar positivamente otras no son la mayor demostración
de independencia? No necesariamente. Suponer eso implica confundir
independencia (o neutralidad y objetividad) con un promedio entre lo bueno y lo
malo que cada gobierno ostentaría. De este modo, el neoperiodismo, más que
independiente, sería “promediero”, algo que, justamente, puede llevar a forzar
las cosas (no sea que la audiencia interprete que el neoperiodista está “más de
un lado que del otro”). Por eso el neoperiodista se encuentra en la obligación
de tener que señalar que hay cosas buenas y malas en iguales dosis. Para ello,
tiene que quedar bien en claro que hay dos extremos opuestos y que él,
obviamente, no está en ninguno de ellos o, lo que es más preocupante aún, que
ninguno de ellos califica como “periodismo”.
El neoperiodismo es ejercido
mayoritariamente por periodistas progresistas que alguna vez formaron parte (y
forman parte todavía en algunos casos) de medios con línea editorial cercana al
oficialismo pero han visto que la disputa cultural que ha librado el
kirchnerismo viene a tocar su puerta también. Así es que mucho periodista
progresista, en su mayoría generación sub 50, en un principio simpatizó con el
énfasis con que el kirchnerismo denunciaba al periodismo tradicional creyendo
que esto permitiría que los popes le dejaran lugar a la nueva camada. Pero se
equivocaron porque la crítica al periodismo no se circunscribe a una generación
ni a nombres específicos: refiere a una forma de entender la comunicación y el
vínculo entre sociedad civil y representantes. Porque lo que se busca generar
es una relación directa entre representante y representado, sin intermediarios
ni presuntos traductores. No se trata, claro, de eliminar las distintas instancias
socialmente representativas que existen en una comunidad. Se trata de señalar
que ninguna es inmaculada; que “la
muerte de Dios” significó la muerte también de los grandes fundamentos y de las
verdades últimas; que no hay perspectiva privilegiada ni asepsia; que la
divinidad no habla por boca de nadie.
Y cuando se hace referencia al
periodismo militante nadie alude a un periodismo hecho con pecheras partidarias
que distorsiona la realidad en función de sus propios intereses de facción.
¿Quién podría defender eso? ¿Quién podría llamar periodismo a esa actividad? Y,
por sobre todo, ¿desde cuándo ser militante es ser idiota? Para que quede
claro, entonces: cuando se habla de periodismo militante, o por lo menos lo que
yo entiendo por tal, se habla de un inevitable perspectivismo, de la asunción
de que cualquier acercamiento a los hechos se hace desde un determinado lugar y
una determinada mirada. Desde este punto de vista, todos somos militantes.
Asimismo, el periodista militante puede ser crítico y debe serlo como cualquier
militante y como cualquier ser humano. Serlo significa intentar ser lo más
objetivo posible reconociendo que la objetividad en sí es inalcanzable y no
necesariamente un “promedio”. Porque la objetividad y la capacidad crítica
pueden arrojar que la lista de lo que nos gusta y no nos gusta de un gobierno
esté desnivelada. Dicho de otro modo, es porque tenemos capacidad crítica que
podremos afirmar que, quizás, ser objetivos supone reconocer que hay un partido
o un gobierno que ha hecho las cosas mejor que otro. Si este es el caso ¿debo
forzar una crítica negativa porque soy periodista? ¿Acaso afirmar que un
gobierno me gusta más que otro me lleva necesariamente a justificar lo
injustificable?
Por todo lo dicho es que no
acuerdo con que haya que refundar el periodismo y me preocupa esta apuesta por
lo que, a falta de un término más adecuado, llamé “neoperiodismo”, mirada que,
como se habrán percatado, trasciende a la figura de Sietecase. No estoy de
acuerdo porque hacerlo sería volver a darle legitimidad y capacidad
performativa a una palabra corporativa autonomizada de la sociedad civil. Sería
promover el regreso de una casta que costó mucho desnudar. Entiéndase bien.
Esto no es ni contra Sietecase (de los mejores periodistas que hay en plaza) ni
contra la mayoría de los periodistas que creen poder estar “en el medio” desde
la buena fe. Es contra una institución social que, desde su surgimiento allá
por el siglo XVIII, se autoproclamó portavoz de las necesidades de la sociedad
y árbitro moral de la política. En la Argentina se ha puesto en tela de juicio
ese lugar del periodismo y eso ha descolocado a los periodistas de distintas
ideologías, incluso a muchos que se sienten afines al gobierno pero no quieren
perder la legitimidad y la investidura de su condición de mediadores y de
palabra autorizada. Por ello: no refundemos el periodismo. Refundemos el
atreverse a pensar por uno mismo asumiendo el carácter relativo de toda mirada
y exijámosles a quienes nos representan en las instituciones del Estado del
modo más eficaz: participando nosotros mismos.
jueves, 12 de diciembre de 2013
Del nombrar y otros saqueos (publicado el 11/12/13 en Diario Registrado)
Una vez que asumimos que la
realidad es constituida a través del lenguaje, entendemos que la tarea del
nombrar es central pues el qué y el cómo se nombra genera las anteojeras desde
las cuales la ciudadanía se vincula con su entorno y con el mundo. De este
modo, ser capaz de instalar un nombre implica la imposición de la cosmovisión
que ese nombre trae consigo. En las sociedades actuales, la tarea del nombrar
está atravesada por, justamente, los medios, y lo que ha sucedido en la última
semana no ha sido la excepción. Específicamente, los diarios Clarín y La Nación, pero también muchos otros periodistas y políticos,
llaman “conflicto social” a los hechos que se vienen desencadenando desde el
autoacuartelamiento de la policía en Córdoba. ¿Pero cómo se puede llamar
conflicto social a una extorsión perpetrada por algunos grupos de diversas
policías provinciales que actúan en connivencia con bandas narcos y
delincuentes saqueadores? La idea, claramente, es instalar una analogía con
1989 y 2001 ¿Pero alguien en su sano juicio puede comparar esta situación con
lo ocurrido en aquellos años en que hordas hambrientas, desocupadas y
desclasadas decidían salir a vaciar supermercados? Como si esto fuera poco hay
comunicadores que, incluso, se atreven a comparar la cantidad de muertos
ocurrida el 19 y el 20 de diciembre de 2001 con la lamentable cifra creciente
que viene rodeando a los hechos ocurridos en los últimos días. ¿Pero se puede
comparar la decisión política de reprimir a los manifestantes que adoptó el
gobierno de De la Rúa con, por ejemplo, un muerto por electrocución cuando
intentaba ingresar a saquear un comercio? No hay muertos con más valor que
otro. Lo que sí es distinto es la responsabilidad del Estado y del poder
político. ¿Si un comerciante particular mata a un saqueador en el contexto de
una zona liberada por la policía estamos ante una situación análoga a un Estado
que da la orden de matar como sucedió en 2001?
Para finalizar, debe quedar claro
que afirmar que esto no puede ser llamado “conflicto social” no significa
omitir que en el país siga habiendo pobreza y desigualdad más allá de los
enormes avances en la reducción de ambas. Mientras éstas existan siempre habrá
un conflicto social latente pero lo sucedido en estos últimos días es otra
cosa. Estemos bien atentos, entonces, a cómo nombramos pues puede que desde
hace mucho tiempo lo que nos estén saqueando, sin que nos demos cuenta, sea, ni
más ni menos, el lenguaje.
domingo, 8 de diciembre de 2013
Un elefante argentino (publicada el 5/12/13 en Veintitrés)
Creo que estamos
cerca de descubrir el primer elefante argentino. Pero no festejen señores
zoólogos: les voy a hablar de política, de un libro y de las posibilidades de
comparar la sociedad estadounidense con la nuestra.
Déjenme
presentarles la pregunta inicial: ¿por qué sectores medios y bajos que se
benefician directa o indirectamente con subsidios de espíritu redistributivo
son los primeros en criticarlos? La pregunta es central porque explicaría, en
parte, por qué una parte importante de esos sectores le ha dado la espalda al
oficialismo en las últimas elecciones trasladando el voto a candidatos que
consideran que los planes sociales son injustos y son sinónimo de vagancia y
corrupción.
Un intento de
respuesta a este interrogante puede esbozarse a partir de la mirada de un
lingüista cognitivista estadounidense llamado George Lakoff quien, en 2004,
publicó un libro que compilaba diversas conferencias con un título sugestivo: No pienses en un elefante. El elefante
es el símbolo del partido republicano y Lakoff, un demócrata confeso, afirmaba
que toda batalla discursiva está perdida de antemano si se adopta la
terminología y las categorías del adversario. Así, “no pensar en un elefante”
significa que los demócratas deben pensar con categorías y palabras propias si
es que desean obtener buenos resultados en las elecciones y resultar vencedores
en los principales debates públicos.
De las tantas
cosas interesantes del libro quiero destacar su intención de barrer con ese
prejuicio en el que una y otra vez caemos los analistas cada vez que gana un
oficialismo que no nos gusta. Me refiero, claro está, al famoso “la gente vota con
el bolsillo”. En otras palabras, muchas veces suponemos que la única razón que
tiene un votante para depositar su voto en una urna es el autointerés
económico. Sin embargo, la hipótesis de Lakoff es que a la hora de decidir por
un candidato u otro, las razones morales son las que priman, aun por sobre la
mirada sobre el terrorismo, la guerra, la economía, la salud y la educación.
Lakoff llega a
tal afirmación tras estudiar el comportamiento electoral de la sociedad
estadounidense y lo hace en su intento de asesorar al partido demócrata. De
hecho, su libro es presentado como un pequeño programa de consejos que les
permita a los demócratas ganar elecciones.
Ahora bien,
Lakoff cree que esos valores morales decisivos al momento de votar pueden
sintetizarse en el ideal familiar que cada uno tiene. Más específicamente, él
considera que la diferencia entre demócratas y republicanos tiene como
principal cimiento la mirada acerca de cómo se constituye una familia. De
hecho, la visión acerca de la familia funciona como una suerte de sinécdoque
que pretende ser representativa del ideal de nación estadounidense.
Según
Lakoff, la visión familiar de los republicanos puede denominarse “de padre
estricto” mientras a la de los demócratas la llama “de padres protectores”.
La moral
familiar del padre estricto supone que el mundo es un lugar peligroso y que
existe el bien y el mal absolutos. Además, afirma que los niños nacen malos,
esto es, quieren hacer lo que les place en lugar de hacer el bien. Asimismo,
esta perspectiva se sostiene en la idea de que el mundo no es sólo un lugar
peligroso sino competitivo en el que habrá ganadores y perdedores y en el que,
por lo tanto, hay que prepararse para ello. Esta suerte de darwinismo social
mezclado con sesgos religiosos implica, además, una justificación del castigo
físico a los niños. En otras palabras, la única manera de no desviarse hacia el
mal es tener un padre estricto que castigue los malos comportamientos. La
violencia física “endereza” al niño y le fomenta una autodisciplina, un
autocontrol de sus “malos instintos” y le permite ingresar en un ámbito público
competitivo regulado por las leyes del mercado. En palabras de Lakoff, la moral
del padre estricto supone que “si las personas son disciplinadas y persiguen su
propio interés en un país de oportunidades como América, prosperarán y serán
autosuficientes. Así, el modelo del padre estricto asocia moralidad con
prosperidad. La misma disciplina que se necesita para ser moral es la que
permite prosperar. El engarce entre ambas es la búsqueda del propio interés”.
De esto se sigue una mirada acerca de la vinculación
entre el individuo y el Estado porque el padre estricto actúa hasta la llegada
a la adultez del niño. Si llegado ese momento el niño no ha alcanzado la
disciplina que la competitividad del mundo necesita quedará “a la buena de
Dios”, que en Estados Unidos, y si se es pobre, se parece bastante a la policía
y a las leyes penales. Este punto es interesante porque el Estado no viene a
cubrir la moral del padre estricto que no logró ser aprendida durante la etapa
del desarrollo. Más bien todo lo contrario: de la moral del padre estricto se
deriva la prescindencia del Estado. Ya no hay más papá. Si no aprendiste todo
lo que te enseñé aun a fuerza de castigos físicos, lo siento. El Estado no es
papá. Bienvenido al mundo.
¿Se imagina usted cuál es la mirada que esta
moral republicana tiene acerca de los planes sociales? Los planes sociales son
inmorales porque premiarían a los que han fracasado y los que han fracasado lo
han hecho porque no han logrado alcanzar la autodisciplina que les imponía la
moral del padre estricto. Subir impuestos a los ricos para ayudar a los pobres,
sería, desde este punto de vista, entonces, injusto e inmoral. A su vez, de la
moral del padre estricto se deriva la negativa a la despenalización de aborto (porque
quita el castigo a la “falta de disciplina y a la irresponsabilidad de la
embarazada”) y una política exterior unilateralista e intervencionista que
conocemos bien.
Frente a la
moral del padre estricto, la visión demócrata, la de los padres protectores,
supone que los chicos nacen buenos y que el padre no es el jefe de familia sino
que tanto la madre como el padre son responsables de proteger a los hijos.
Asimismo, esta idea de protección se traslada al Estado y, aun en la adultez,
la visión demócrata supone que es una obligación estatal proteger al medio
ambiente, a los trabajadores y al ciudadano en general en temas de salud,
vivienda, etc. Asimismo, a diferencia de la moral del padre estricto, se supone
que la competitividad está viciada desde el comienzo por un modelo que no da
las mismas oportunidades a todos. De aquí que el Estado tenga que ser activo
para que todos puedan comenzar la carrera desde el mismo lugar y proteja, a
través de planes sociales, a los que corren con desventaja. Esta mirada se
traduce a todos los órdenes y, por supuesto, aboga por la despenalización del
aborto y por una política internacional distinta a la que impone el Pentágono
tanto a las administraciones republicanas como demócratas.
Como reflexión
final, la sociedad estadounidense no es la sociedad argentina y los enormes
presupuestos de psicología cognitiva que incluye Lakoff y que aquí no fueron
desarrollados, merecen una discusión aparte. Sin embargo, esta mirada puede dar
lugar a algunos disparadores interesantes con consecuencias políticas diversas
no sólo en las estrategias de campañas sino en el diseño de políticas públicas.
¿Será que una parte importante de los sectores postergados en la Argentina,
aquellos que se benefician con ingentes sumas de subsidios y planes, sostienen una
moral de padre estricto y creen que en el fondo es injusto e inmoral que el
Estado los ayude? De ser así, ¿a través de qué mecanismos discursivos esos
sectores acabaron naturalizando una mirada que, trasladada al Estado, acaba
perpetuando la iniquidad? ¿Se puede hacer frente a esta perspectiva hegemónica?
¿Acaso no es esa la verdadera batalla cultural? Responder este tipo de
preguntas parece central pues, de no poder hacerlo, cualquier intento de
transformación social profundo chocará con un elefante argentino suelto que,
con un poquito de estímulo, será capaz de destruirlo todo.
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