lunes, 23 de diciembre de 2013

Limitando el presente extendido (publicada el 17/12/13 en Diario Registrado)

En mi último libro, El Adversario, me referí a lo que denomino “presente extendido”. Se trata de la nueva temporalidad en la que los medios nos sitúan. Porque la noticia urgente, deshistorizada y descontextualizada, borra todo vínculo con el pasado. Todo es aquí y ahora nuevo. Asimismo, tampoco hay futuro porque éste no es otra cosa que la vicisitud próxima a venir, inminente y cercana. El presente extendido se mueve, entonces, entre lo que acaba de pasar y será reemplazado rápidamente y lo que está por venir de inmediato que tampoco perdurará en este frenesí de la noticia urgente. Ninguna otra cosa importa más que lo que está sucediendo y eso que sucede tiene un carácter totalizante y asfixiante. Puede ser el calor, un saqueo o un asesinato. Lo que sea ocupará todo el espectro y todo el espectro es lo que aparentemente es digno de atención. Este presente extendido no sólo se apoya en la repetición incesante del mismo hecho y en la ideología que supone la deshistorización antes marcada sino en algunas estrategias técnicas. Una de ellas, muy frecuente, es el “hace instantes”. Me refiero, claro está, a esa indicación que suele aparecer al costadito de la pantalla y es el artilugio perfecto para la extensión del presente pues se muestran imágenes del pasado para en cada presentación volverlas al presente. Lo que muestran no está pasando pero está tan cerquita que, aparentemente, es como si estuviese pasando. Pero hay en ello una estafa al televidente similar a aquella que se realiza cuando se utiliza una foto de lo sucedido en un lugar y en un determinado momento para graficar lo que sucede en otro lugar y en otro momento (de hecho, hace pocos días circuló por internet el modo en que la misma foto de un colchón robado había servido para graficar los saqueos en 4 provincias distintas). En este sentido, en los últimos días, el AFSCA lanzó una directiva que obliga a los medios a indicar día, hora y lugar de las imágenes y distinguir si se trata de una transmisión en vivo o material grabado. Parece una cuestión menor pero, de no poner este tipo de límites, en algunos años pasaremos de exigir el total cumplimiento de la ley de medios a implorar encarecidamente por, al menos, la devolución del tiempo y el espacio.              


sábado, 21 de diciembre de 2013

Enmarcados (publicado el 19/12/13 en Veintitrés)

Algunas semanas atrás desde esta misma columna les hablaba de un elefante argentino. Para los que no lo recuerdan, me refería más específicamente a un libro de un cognitivista estadounidense y asesor del partido demócrata llamado George Lakoff que en 2004 publicó un libro llamado No pienses en un elefante. En ese libro, Lakoff sostiene, entre otras cosas, que la ciudadanía no decide su voto por razones económicas sino por valores morales. Tal hipótesis es la que permite comprender que sectores bajos y medios puedan, eventualmente, apoyar a aquellos candidatos cuyos intereses son representativos de las clases más acomodadas. Pero quiero ahora retomar otro aspecto del libro, que derriba uno de los grandes mitos existentes en política y en comunicación. Me refiero a aquel presupuesto del siglo de la ilustración que afirma que, como la gente es racional, alcanza con mostrarle los hechos para que cambie su parecer y llegue a la verdad. Dicho de otra manera, los hechos acabarían imponiéndose a los prejuicios y a la ideología previa. Desde este punto de vista, un antikirchnerista rabioso debería reconocer los logros del gobierno y un kirchnerista ferviente aceptar que puede que algunas de las cosas que dice Clarín no sean viles operaciones de prensa y mentiras. Sin embargo, Lakoff opina lo contrario y para apoyar su hipótesis “antiilustrada” se basa en estudios de la neurociencia. En sus propias palabras: “La gente piensa mediante marcos. (…) La verdad, para ser aceptada, tiene que encajar en los marcos de la gente. Si los hechos no encajan en un determinado marco, el marco se mantiene y los hechos rebotan. (…) Los hechos se nos pueden mostrar, pero, para que nosotros podamos darles sentido, tienen que encajar con lo que ya está en la sinapsis del cerebro. De lo contrario, los hechos entran y salen inmediatamente”.
Para comprender este párrafo cabe hacer algunas aclaraciones terminológicas. Para Lakoff, basado, insisto, en estudios neurocientíficos, nuestro pensamiento está estructurado a partir de conceptos que se han ido forjando con el tiempo y que se encuentran “incrustados” (SIC) en el cerebro. Esto quiere decir que no se los puede remover con simpleza ante uno o dos hechos que vayan contra ellos.
Para ilustrar esto se puede tomar cómo influyó en el plano de la creencia el hecho de que en octubre de 2004 la administración Bush admitiera que no existía prueba alguna de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. Una encuesta realizada seis meses antes arrojaba que un 51% de los estadounidenses creía que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva. Sin embargo, casi 2 años después, el número de estadounidenses que seguía creyendo lo mismo prácticamente no se había modificado y llegaba al 50%. De nada había servido que la propia administración republicana hubiera reconocido el error: los marcos de buena parte de la ciudadanía estadounidense no permitieron que los hechos afectaran su cosmovisión.
En el ámbito vernáculo ejemplos sobran pero cabe mencionar la contraposición entre la mirada estigmatizante que se tiene sobre los jóvenes en relación con el delito y los datos concretos. En este sentido, el último estudio de la Corte Suprema sobre homicidios dolosos en Capital Federal y Buenos Aires arrojó que sólo el 1% de los delitos fue cometido por menores de edad. Esto no ha variado sustancialmente pues el mismo estudio, en 2010, arrojaba que de 168 homicidios sólo 2 habían sido cometidos por menores de 16 años. A su vez, en ese mismo año, el índice de homicidios dolosos alcanzaba el 5,81 por 1000 contra el 8,5 por 1000 de la segura y emblemática ciudad de Nueva York.  De 2010 a la fecha las cosas no han empeorado pues en CABA, en 2012, el índice estuvo en el 5,46 por 1000. Pero estos datos duros no modifican la opinión de los creen que la Argentina se ha convertido en México y responden a estos datos fríos (con los que se deben constituir políticas públicas), con la incontestable imagen del horror de una víctima que pide justicia.
 El ejemplo que utiliza Lakoff para que se comprenda su idea de marco es la expresión de “alivio fiscal” utilizada por Bush para justificar una baja en los impuestos de los más ricos. En palabras del científico cognitivista: “Pensemos en el enmarcado de “alivio”. Para que se produzca un alivio, ha tenido que haberle ocurrido a alguien antes algo adverso, un tipo de desgracia, y ha tenido que haber también alguien capaz de aliviar esa desgracia, y que por tanto viene a ser un héroe. Pero si hay gentes que intentan parar al héroe, esas gentes se convierten en villanos (…). Cuando a la palabra “fiscal” se le añade “alivio”, el resultado es una metáfora: los impuestos son una desgracia; la persona que los suprime es un héroe, y quienquiera que intente frenarlo es un mal tipo. Esto es un marco”. Volviendo a nuestras latitudes e independientemente de la posición que cada uno tenga al respecto, sucede algo parecido con la idea de “cepo” al dólar. Pues recuérdese que el cepo ha sido un instrumento de tortura. Un cepo inmoviliza, esclaviza, castiga y, por lo tanto, no es adecuado para este mundo contemporáneo en que no hay esclavitud y los castigos son de cualquier índole pero nunca físicos. También supone que la condición natural del dólar es “la libertad”. En ese sentido, ¿quién puede estar de acuerdo en que se le ponga cepo a algo? Esto significa que una vez instalada, la idea de “cepo al dólar” activa un marco mental que se defenderá activamente de cualquier intento de explicación o de hecho que pudiera justificar la decisión gubernamental de ponerle límite a la compra de dólares.              
Estos últimos dos ejemplos sirven para comprender el funcionamiento de los marcos y para advertir que hay que prestar atención al rol que cumple el lenguaje y la decisiva acción del nombrar. Según Lakoff, el gran error de los demócratas es que han dejado que los republicanos nombren y con ello constituyan realidad, pues cualquier discusión que se intente librar en los términos del adversario está perdida de antemano. Pero bastante antes que éste, ya Platón se preguntaba quién ponía los nombres y en ese diálogo, llamado Crátilo, nunca queda del todo claro si los que vinculan los nombres con las cosas son semidioses individuales o la propia comunidad como un todo en algún momento mítico y originario. Lo que pasaba por alto Platón es que la decisión del nombrar, esto es, insisto, el de vincular una cosa con un signo, es siempre una decisión arbitraria, forzada y violenta porque no existe el signo perfecto para un hecho concreto. Todo nombrar es un recorte atravesado por la misma actividad del nombrar y apoyado en una cosmovisión previa, esto que Lakoff traduce en términos de “marcos” y “conceptos” y que otros, como el epistemólogo Thomas Kuhn, llamarían “paradigma”.
Para finalizar, Lakoff afirma que “el ala derecha ha utilizado mucho tiempo la estrategia de repetir continuamente frases que evocan sus marcos y que definen las cuestiones importantes a su manera. Tal repetición consigue que su lenguaje parezca normal, que el lenguaje cotidiano y sus marcos parezcan normales, modos cotidianos de pensar acerca de las cuestiones importantes. (…) Los periodistas tienen la obligación de no aceptar esta situación y de no utilizar sin más aquellos marcos del ala derecha que han llegado a parecer naturales. Y los periodistas tienen la obligación especial de estudiar el enmarcado y de aprender a ver a través de marcos motivados políticamente”.  A este tipo de pedidos tan razonables, los marcos instituidos de la prensa en Argentina lo llaman despectivamente “hacer periodismo militante”.

      

            

viernes, 13 de diciembre de 2013

¿Neoperiodistas? (publicado el 12/12/13 en Veintitrés)

El discurso que Reynaldo Sietecase brindó en la entrega de los premios TATO generó una polémica sobre el rol del periodismo, una temática, por cierto, bastante trillada. Para quien no lo haya escuchado, Sietecase criticó muy fuertemente, aunque sin mencionarlo, a Jorge Lanata, señalando que los periodistas que denuncian “la grieta” buscan ensancharla cada vez más y que una cosa es ser un periodista crítico y otra muy distinta transformarse en el principal gestor de las operaciones de prensa que impulsa el multimedio que te contrata. Sin embargo, en la misma alocución se refirió, una vez más, sin nombrarlo, a 678, programa de claro sesgo oficialista al que acusó de defender lo indefendible y hacer periodismo militante. Algunos días más tarde en una charla en radio Vórterix, Sietecase pareció extender la crítica a “otros medios afines al gobierno” que “por defender una idea militante” a “rajatabla” acaban justificando acciones del gobierno que no tienen posibilidad de justificación. En este punto, la crítica se expande y alcanzaría, lo digo en potencial porque Sietecase no lo menciona, a medios privados que frecuentemente son acusados de “paraoficiales”. Entre estos medios no sólo estaría la Revista 23, sino también medios en los que trabaja el propio Sietecase como la revista Newsweek (de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel, los mismos dueños de la revista que usted está leyendo en este momento) y la Radio Vórterix (que es propiedad del mismo Garfunkel aunque en sociedad con Mario Pergolini).
Para Sietecase, que tiene la envidiable virtud de no justificar lo injustificable pese a trabajar en medios que la oposición llama “paraoficiales”, es momento de refundar o, en todo caso, volver a hacer periodismo alejados de los extremos. Pareciera que eso podría suturar la grieta y tal propuesta es la que me interesa discutir justamente porque creo que hay buena fe en este periodista rosarino que, tras muchos años de trabajar junto a Lanata en Día D o en el diario Crítica, ha hecho un camino propio y una trayectoria meritoria. 
El primer interrogante que se plantea es cuál sería la diferencia entre esta propuesta de neoperiodismo y la siempre tan mentada bandera del periodismo tradicional: la “independencia”, entendida como una síntesis de los valores de la neutralidad y la objetividad, todos ellos, aparentemente, inherentes a la profesión de periodista.  
Es difícil responder. Pareciera que el punto estaría en que los que siempre se dijeron independientes han demostrado no serlo de lo cual se seguiría la necesidad de reemplazarlos para “refundar” el periodismo. Sin embargo, si bien resulta evidente la falta de credibilidad que existe en medios y periodistas consagrados, no se trata de afirmar que los que se dicen independientes ya no lo son. Porque no fue sólo eso lo que se logró en los últimos años. Se logró mostrar, sobre todo y de cara a la opinión pública, que es la independencia en sí misma, y no como atributo de algunos periodistas, la que resulta imposible de alcanzar.   
¿Pero acaso criticar algunas cosas del gobierno y valorar positivamente otras no son la mayor demostración de independencia? No necesariamente. Suponer eso implica confundir independencia (o neutralidad y objetividad) con un promedio entre lo bueno y lo malo que cada gobierno ostentaría. De este modo, el neoperiodismo, más que independiente, sería “promediero”, algo que, justamente, puede llevar a forzar las cosas (no sea que la audiencia interprete que el neoperiodista está “más de un lado que del otro”). Por eso el neoperiodista se encuentra en la obligación de tener que señalar que hay cosas buenas y malas en iguales dosis. Para ello, tiene que quedar bien en claro que hay dos extremos opuestos y que él, obviamente, no está en ninguno de ellos o, lo que es más preocupante aún, que ninguno de ellos califica como “periodismo”.  
El neoperiodismo es ejercido mayoritariamente por periodistas progresistas que alguna vez formaron parte (y forman parte todavía en algunos casos) de medios con línea editorial cercana al oficialismo pero han visto que la disputa cultural que ha librado el kirchnerismo viene a tocar su puerta también. Así es que mucho periodista progresista, en su mayoría generación sub 50, en un principio simpatizó con el énfasis con que el kirchnerismo denunciaba al periodismo tradicional creyendo que esto permitiría que los popes le dejaran lugar a la nueva camada. Pero se equivocaron porque la crítica al periodismo no se circunscribe a una generación ni a nombres específicos: refiere a una forma de entender la comunicación y el vínculo entre sociedad civil y representantes. Porque lo que se busca generar es una relación directa entre representante y representado, sin intermediarios ni presuntos traductores. No se trata, claro, de eliminar las distintas instancias socialmente representativas que existen en una comunidad. Se trata de señalar que ninguna es inmaculada;  que “la muerte de Dios” significó la muerte también de los grandes fundamentos y de las verdades últimas; que no hay perspectiva privilegiada ni asepsia; que la divinidad no habla por boca de nadie.   
Y cuando se hace referencia al periodismo militante nadie alude a un periodismo hecho con pecheras partidarias que distorsiona la realidad en función de sus propios intereses de facción. ¿Quién podría defender eso? ¿Quién podría llamar periodismo a esa actividad? Y, por sobre todo, ¿desde cuándo ser militante es ser idiota? Para que quede claro, entonces: cuando se habla de periodismo militante, o por lo menos lo que yo entiendo por tal, se habla de un inevitable perspectivismo, de la asunción de que cualquier acercamiento a los hechos se hace desde un determinado lugar y una determinada mirada. Desde este punto de vista, todos somos militantes. Asimismo, el periodista militante puede ser crítico y debe serlo como cualquier militante y como cualquier ser humano. Serlo significa intentar ser lo más objetivo posible reconociendo que la objetividad en sí es inalcanzable y no necesariamente un “promedio”. Porque la objetividad y la capacidad crítica pueden arrojar que la lista de lo que nos gusta y no nos gusta de un gobierno esté desnivelada. Dicho de otro modo, es porque tenemos capacidad crítica que podremos afirmar que, quizás, ser objetivos supone reconocer que hay un partido o un gobierno que ha hecho las cosas mejor que otro. Si este es el caso ¿debo forzar una crítica negativa porque soy periodista? ¿Acaso afirmar que un gobierno me gusta más que otro me lleva necesariamente a justificar lo injustificable?  
Por todo lo dicho es que no acuerdo con que haya que refundar el periodismo y me preocupa esta apuesta por lo que, a falta de un término más adecuado, llamé “neoperiodismo”, mirada que, como se habrán percatado, trasciende a la figura de Sietecase. No estoy de acuerdo porque hacerlo sería volver a darle legitimidad y capacidad performativa a una palabra corporativa autonomizada de la sociedad civil. Sería promover el regreso de una casta que costó mucho desnudar. Entiéndase bien. Esto no es ni contra Sietecase (de los mejores periodistas que hay en plaza) ni contra la mayoría de los periodistas que creen poder estar “en el medio” desde la buena fe. Es contra una institución social que, desde su surgimiento allá por el siglo XVIII, se autoproclamó portavoz de las necesidades de la sociedad y árbitro moral de la política. En la Argentina se ha puesto en tela de juicio ese lugar del periodismo y eso ha descolocado a los periodistas de distintas ideologías, incluso a muchos que se sienten afines al gobierno pero no quieren perder la legitimidad y la investidura de su condición de mediadores y de palabra autorizada. Por ello: no refundemos el periodismo. Refundemos el atreverse a pensar por uno mismo asumiendo el carácter relativo de toda mirada y exijámosles a quienes nos representan en las instituciones del Estado del modo más eficaz: participando nosotros mismos.                 



jueves, 12 de diciembre de 2013

Del nombrar y otros saqueos (publicado el 11/12/13 en Diario Registrado)

Una vez que asumimos que la realidad es constituida a través del lenguaje, entendemos que la tarea del nombrar es central pues el qué y el cómo se nombra genera las anteojeras desde las cuales la ciudadanía se vincula con su entorno y con el mundo. De este modo, ser capaz de instalar un nombre implica la imposición de la cosmovisión que ese nombre trae consigo. En las sociedades actuales, la tarea del nombrar está atravesada por, justamente, los medios, y lo que ha sucedido en la última semana no ha sido la excepción. Específicamente, los diarios Clarín y La Nación, pero también muchos otros periodistas y políticos, llaman “conflicto social” a los hechos que se vienen desencadenando desde el autoacuartelamiento de la policía en Córdoba. ¿Pero cómo se puede llamar conflicto social a una extorsión perpetrada por algunos grupos de diversas policías provinciales que actúan en connivencia con bandas narcos y delincuentes saqueadores? La idea, claramente, es instalar una analogía con 1989 y 2001 ¿Pero alguien en su sano juicio puede comparar esta situación con lo ocurrido en aquellos años en que hordas hambrientas, desocupadas y desclasadas decidían salir a vaciar supermercados? Como si esto fuera poco hay comunicadores que, incluso, se atreven a comparar la cantidad de muertos ocurrida el 19 y el 20 de diciembre de 2001 con la lamentable cifra creciente que viene rodeando a los hechos ocurridos en los últimos días. ¿Pero se puede comparar la decisión política de reprimir a los manifestantes que adoptó el gobierno de De la Rúa con, por ejemplo, un muerto por electrocución cuando intentaba ingresar a saquear un comercio? No hay muertos con más valor que otro. Lo que sí es distinto es la responsabilidad del Estado y del poder político. ¿Si un comerciante particular mata a un saqueador en el contexto de una zona liberada por la policía estamos ante una situación análoga a un Estado que da la orden de matar como sucedió en 2001?

Para finalizar, debe quedar claro que afirmar que esto no puede ser llamado “conflicto social” no significa omitir que en el país siga habiendo pobreza y desigualdad más allá de los enormes avances en la reducción de ambas. Mientras éstas existan siempre habrá un conflicto social latente pero lo sucedido en estos últimos días es otra cosa. Estemos bien atentos, entonces, a cómo nombramos pues puede que desde hace mucho tiempo lo que nos estén saqueando, sin que nos demos cuenta, sea, ni más ni menos, el lenguaje.         

domingo, 8 de diciembre de 2013

Un elefante argentino (publicada el 5/12/13 en Veintitrés)

Creo que estamos cerca de descubrir el primer elefante argentino. Pero no festejen señores zoólogos: les voy a hablar de política, de un libro y de las posibilidades de comparar la sociedad estadounidense con la nuestra.
Déjenme presentarles la pregunta inicial: ¿por qué sectores medios y bajos que se benefician directa o indirectamente con subsidios de espíritu redistributivo son los primeros en criticarlos? La pregunta es central porque explicaría, en parte, por qué una parte importante de esos sectores le ha dado la espalda al oficialismo en las últimas elecciones trasladando el voto a candidatos que consideran que los planes sociales son injustos y son sinónimo de vagancia y corrupción.
Un intento de respuesta a este interrogante puede esbozarse a partir de la mirada de un lingüista cognitivista estadounidense llamado George Lakoff quien, en 2004, publicó un libro que compilaba diversas conferencias con un título sugestivo: No pienses en un elefante. El elefante es el símbolo del partido republicano y Lakoff, un demócrata confeso, afirmaba que toda batalla discursiva está perdida de antemano si se adopta la terminología y las categorías del adversario. Así, “no pensar en un elefante” significa que los demócratas deben pensar con categorías y palabras propias si es que desean obtener buenos resultados en las elecciones y resultar vencedores en los principales debates públicos.
De las tantas cosas interesantes del libro quiero destacar su intención de barrer con ese prejuicio en el que una y otra vez caemos los analistas cada vez que gana un oficialismo que no nos gusta. Me refiero, claro está, al famoso “la gente vota con el bolsillo”. En otras palabras, muchas veces suponemos que la única razón que tiene un votante para depositar su voto en una urna es el autointerés económico. Sin embargo, la hipótesis de Lakoff es que a la hora de decidir por un candidato u otro, las razones morales son las que priman, aun por sobre la mirada sobre el terrorismo, la guerra, la economía, la salud y la educación.
Lakoff llega a tal afirmación tras estudiar el comportamiento electoral de la sociedad estadounidense y lo hace en su intento de asesorar al partido demócrata. De hecho, su libro es presentado como un pequeño programa de consejos que les permita a los demócratas ganar elecciones.
Ahora bien, Lakoff cree que esos valores morales decisivos al momento de votar pueden sintetizarse en el ideal familiar que cada uno tiene. Más específicamente, él considera que la diferencia entre demócratas y republicanos tiene como principal cimiento la mirada acerca de cómo se constituye una familia. De hecho, la visión acerca de la familia funciona como una suerte de sinécdoque que pretende ser representativa del ideal de nación estadounidense.           
        Según Lakoff, la visión familiar de los republicanos puede denominarse “de padre estricto” mientras a la de los demócratas la llama “de padres protectores”.
La moral familiar del padre estricto supone que el mundo es un lugar peligroso y que existe el bien y el mal absolutos. Además, afirma que los niños nacen malos, esto es, quieren hacer lo que les place en lugar de hacer el bien. Asimismo, esta perspectiva se sostiene en la idea de que el mundo no es sólo un lugar peligroso sino competitivo en el que habrá ganadores y perdedores y en el que, por lo tanto, hay que prepararse para ello. Esta suerte de darwinismo social mezclado con sesgos religiosos implica, además, una justificación del castigo físico a los niños. En otras palabras, la única manera de no desviarse hacia el mal es tener un padre estricto que castigue los malos comportamientos. La violencia física “endereza” al niño y le fomenta una autodisciplina, un autocontrol de sus “malos instintos” y le permite ingresar en un ámbito público competitivo regulado por las leyes del mercado. En palabras de Lakoff, la moral del padre estricto supone que “si las personas son disciplinadas y persiguen su propio interés en un país de oportunidades como América, prosperarán y serán autosuficientes. Así, el modelo del padre estricto asocia moralidad con prosperidad. La misma disciplina que se necesita para ser moral es la que permite prosperar. El engarce entre ambas es la búsqueda del propio interés”.
 De esto se sigue una mirada acerca de la vinculación entre el individuo y el Estado porque el padre estricto actúa hasta la llegada a la adultez del niño. Si llegado ese momento el niño no ha alcanzado la disciplina que la competitividad del mundo necesita quedará “a la buena de Dios”, que en Estados Unidos, y si se es pobre, se parece bastante a la policía y a las leyes penales. Este punto es interesante porque el Estado no viene a cubrir la moral del padre estricto que no logró ser aprendida durante la etapa del desarrollo. Más bien todo lo contrario: de la moral del padre estricto se deriva la prescindencia del Estado. Ya no hay más papá. Si no aprendiste todo lo que te enseñé aun a fuerza de castigos físicos, lo siento. El Estado no es papá. Bienvenido al mundo.
 ¿Se imagina usted cuál es la mirada que esta moral republicana tiene acerca de los planes sociales? Los planes sociales son inmorales porque premiarían a los que han fracasado y los que han fracasado lo han hecho porque no han logrado alcanzar la autodisciplina que les imponía la moral del padre estricto. Subir impuestos a los ricos para ayudar a los pobres, sería, desde este punto de vista, entonces, injusto e inmoral. A su vez, de la moral del padre estricto se deriva la negativa a la despenalización de aborto (porque quita el castigo a la “falta de disciplina y a la irresponsabilidad de la embarazada”) y una política exterior unilateralista e intervencionista que conocemos bien. 
Frente a la moral del padre estricto, la visión demócrata, la de los padres protectores, supone que los chicos nacen buenos y que el padre no es el jefe de familia sino que tanto la madre como el padre son responsables de proteger a los hijos. Asimismo, esta idea de protección se traslada al Estado y, aun en la adultez, la visión demócrata supone que es una obligación estatal proteger al medio ambiente, a los trabajadores y al ciudadano en general en temas de salud, vivienda, etc. Asimismo, a diferencia de la moral del padre estricto, se supone que la competitividad está viciada desde el comienzo por un modelo que no da las mismas oportunidades a todos. De aquí que el Estado tenga que ser activo para que todos puedan comenzar la carrera desde el mismo lugar y proteja, a través de planes sociales, a los que corren con desventaja. Esta mirada se traduce a todos los órdenes y, por supuesto, aboga por la despenalización del aborto y por una política internacional distinta a la que impone el Pentágono tanto a las administraciones republicanas como demócratas.     
Como reflexión final, la sociedad estadounidense no es la sociedad argentina y los enormes presupuestos de psicología cognitiva que incluye Lakoff y que aquí no fueron desarrollados, merecen una discusión aparte. Sin embargo, esta mirada puede dar lugar a algunos disparadores interesantes con consecuencias políticas diversas no sólo en las estrategias de campañas sino en el diseño de políticas públicas. ¿Será que una parte importante de los sectores postergados en la Argentina, aquellos que se benefician con ingentes sumas de subsidios y planes, sostienen una moral de padre estricto y creen que en el fondo es injusto e inmoral que el Estado los ayude? De ser así, ¿a través de qué mecanismos discursivos esos sectores acabaron naturalizando una mirada que, trasladada al Estado, acaba perpetuando la iniquidad? ¿Se puede hacer frente a esta perspectiva hegemónica? ¿Acaso no es esa la verdadera batalla cultural? Responder este tipo de preguntas parece central pues, de no poder hacerlo, cualquier intento de transformación social profundo chocará con un elefante argentino suelto que, con un poquito de estímulo, será capaz de destruirlo todo.