viernes, 29 de marzo de 2013

678, Verbitsky y las verdades relativas (publicado el 29/3/13 en Diario Registrado)


Días atrás, junto a mis compañeros de 678, tuvimos un debate que generó muchas repercusiones. Aclarar, complementar y reforzar algunas de las ideas que vertí será el motivo de estas líneas y espero poder cumplir tales objetivos mientras reconstruyo los diferentes puntos de vista que allí se esgrimieron.
En principio, cabe aclarar, el disparador de la discusión fue un informe en el que se mostraba la desmentida de Horacio Verbitsky a una acusación que Jorge Lanata había lanzado contra su persona algunos días antes. La razón por la que tal acusación reapareció en este momento, sería miope negarlo, se da en el contexto en el que la figura del periodista insignia de Página 12 ha estado en el centro de la escena por la investigación realizada en torno a la relación entre el ahora papa, Jorge Bergoglio, y la dictadura militar argentina.
Es en este marco que me pareció interesante dirigir la mirada hacia el interior de este inmenso movimiento que acompaña, desde diferentes perspectivas, el modelo nacional y popular, para señalar que independientemente de la acusación puntual de Lanata a Verbitsky, lo ocurrido en torno al caso Bergoglio, podía funcionar como una lección por la cual aprendamos que sostener la imposibilidad de una mirada neutral y objetiva del periodismo nos incluye a nosotros mismos y, por supuesto, también a aquellos periodistas con los cuales nos unen afinidades ideológicas. Mi comentario fue interpretado de diversos modos lo cual generó malos entendidos pero también contra-argumentos más que atendibles. Respecto de los primeros, integrantes del panel, razonablemente, señalaron que comparar a Verbitsky con Lanata era un despropósito, lo cual es, sin duda, cierto, pero mi intervención no apuntaba a realizar ninguna comparación entre ellos. Como bien se dijo, (y más allá de que ambos periodistas trabajaron juntos varios años tanto en gráfica como en televisión), las trayectorias de uno y otro, y los compromisos de cada uno con diversas causas, hacen que desde el punto de vista de mis compañeros y mío, estas dos figuran no se puedan comparar. ¿Cómo comparar a uno de los mejores periodistas de la Argentina con aquel que ha dejado hace rato la noble tarea de informar para transformarse en una marca propia síntoma de una sociedad del espectáculo en la que su labor es horadar a un gobierno democrático con las armas que sea y con el fin de servir en bandeja el poder a sus patrones, esto es, a los grupos concentrados de poder? Sin embargo, desde mi punto de vista, esta clarísima distinción amparada en trayectorias y en la calidad de las investigaciones que ambos exhiben no debe llevarnos a cometer las dos falacias más comunes: la falacia de autoridad y la falacia ad hominem. Si cometemos la primera acabaremos diciendo que, dado que Verbitsky es una autoridad en el periodismo y ha demostrado largamente su idoneidad, no se puede equivocar. Si cometemos la segunda diremos que, dado que Lanata viene acumulando una vergonzante lista de operaciones y mentiras, todo lo que él haga o diga son mentiras o desestabilizaciones. Esto lo digo, y lo repito por si hace falta reforzarlo, independientemente del caso concreto que había mostrado el informe en el que uno acusaba al otro. Debemos apartarnos de ese asunto pues la crítica esgrimida aquí es una crítica general, no vinculada con nombres propios. Toda crítica seria es general, es decir, vale para todos los casos, y aquellas con mayor fuerza explicativa son las que se producen desde un determinado nivel de abstracción pues, como mostraba Platón, y luego repite Borges en su “Funes, el memorioso”, “pensar es olvidar las diferencias”, pasar por encima de los detalles, abstraernos de los hechos concretos para tomar distancia, poder tener una mirada global de las cosas y reconocer las verdaderas causas de las mismas.
Volviendo al comentario de las falacias, seguramente, en nuestra vida cotidiana, naturalmente, le damos crédito a aquel que generalmente acierta frente a aquel que no lo hace o miente a menudo pero eso no debe hacernos olvidar que nuestra conducta se basa en un cálculo de probabilidades que no garantiza nunca un resultado enteramente fiable. Pues, repito, quien siempre dijo la verdad puede mentir y viceversa. No hay nada que pueda asegurarnos lo que vaya a ocurrir mañana, ni siquiera sabemos a ciencia cierta si mañana saldrá el sol como siempre. Confiamos en que así sea pero puede que no.
Ahora bien, si este punto de vista general que propongo, y que me parece el adecuado, se considera insatisfactorio en tanto demasiado abstracto, lo más concreto que tenemos a mano es lo que, considero, ha sido el error de Verbitsky respecto al ya mencionado supuesto vínculo entre Bergoglio y la dictadura. Yo no soy un periodista de investigación pero, por la información pública a la que he podido acceder, el trabajo de Verbitsky no aporta pruebas concluyentes de la complicidad de Bergoglio y parece empeñada en adjudicarle un rol que, en función de testimonios igualmente creíbles, en verdad, resulta, por lo menos, mucho más sinuoso y complejo. En este sentido, corre por mi cuenta, claro, creo que Verbitsky se equivocó al menos en la forma concluyente en la que presentó la investigación. ¿Esto significa que sus investigaciones sobre el vergonzoso y cómplice comportamiento de, al menos, la cúpula eclesiástica argentina con la dictadura no valen nada? Por supuesto que no pero, insisto, parece que en este caso se equivocó (y si no se equivocó en este hecho puntual bien se puede equivocar mañana). Puede pasar, nos pasa a todos y a mí me pasa muchas más veces de las que le pasa a Verbitsky.
Para finalizar, algunos comentarios complementarios que se siguen del núcleo de este debate y que refieren al programa 678 del cual formo parte. Creo que uno de los valores centrales, diría yo, identitario del programa, es no haber salido a dar una batalla comunicacional en términos de verdades absolutas. En otras palabras, 678, diría yo, casi siempre, no intenta decir que la verdad está de su lado y que del otro lado está toda la mentira. No hace eso. Hace algo un poco más complejo pues defiende una verdad relativa, la propia. Lo hace aclarando siempre desde dónde habla. Síntoma de esto es que buena parte de sus informes simplemente exigen a los medios hegemónicos que expliciten los intereses que defienden. No dice que esos intereses sean “falsos” o “subjetivos” mientras los intereses del programa son “verdaderos” y “objetivos”. Dice “nuestros intereses son estos, es hora de que ustedes muestren los suyos y no los oculten detrás de una presunta aséptica independencia”. Así, lo que 678 hace es poner en tela de juicio la posibilidad misma de objetividad y no acusar a unos de la falta de la misma mientras la toma para sí en un gesto prometeico. Si hiciese eso mantendría la misma estructura que dice criticar, esto es, aquella que afirma que la objetividad es posible pero existen puntos de vista interesados que la distorsionan. ¿Que esto lleva a una suerte de relativismo en el que todo vale? Sí y no. Sí, si entendemos que la única manera de salir del relativismo es postulando la existencia de un tribunal trascendente o un conjunto de hechos sacros que se encuentran allí dados y no son pasibles de ser interpretados. Y no si entendemos que, al momento de elegir, para decirlo simplificadamente, entre un relato y otro, no resulta indiferente que una de las partes exponga con claridad el lugar desde el que habla. Porque no olvidemos, esa obsesiva y repetitiva aclaración por la cual 678 se afirma como “mierda oficialista”, es el plus de legitimidad que tiene su relato frente al resto de los relatos. Por último, ahora sí, que 678, un programa sobre medios que hace política, intente dar un debate en términos de verdad y falsedad sería un error pues tales categorías pueden servir en el campo de determinadas disciplinas pero no en el de la política. Porque en la política no hay proyectos verdaderos o falsos: hay propuestas persuasivas. Lo decía Protágoras allá por el siglo de Pericles y lo decía, mucho más cerca, el General Perón afirmando “gobernar es persuadir”. Hace falta persuadir porque no hay una verdad. Si la hubiese, con ella alcanzaría. Pero hay verdades relativas, como dijera Néstor Kirchner, en un discurso muy recordado. “Nosotros defendemos nuestras verdades relativas”, indicó. Ahora bien, ¿qué implica esto? Implica asumir que todos defendemos un conjunto de intereses, que hablamos desde determinado lugar, y que desde ese lugar podemos equivocarnos como así también sesgar nuestras opiniones y acciones.
La apuesta por la idea de una verdad relativa es, entonces, desde mi punto de vista, el pilar del triunfo cultural del kirchnerismo y uno de los rasgos profundamente democráticos que lo distinguen del presunto setentismo violento con el que generalmente se lo busca equiparar. Asimismo es un elemento distintivo de esta disrupción televisiva llamada 678. Defender tales conquistas fue, sin duda, la única intención de mi intervención. Ojalá estas líneas hayan podido aportar algo más a una discusión que, como se ve, trasciende largamente las figuras incomparables de dos periodistas.               
       

domingo, 24 de marzo de 2013

Una aclaración

Estimados lectores de mi blog: los diarios INFOBAE y PERFIL, como así también algunas de sus repetidoras on line, por ignorancia o simplemente por malignidad, me adjudican un comentario extemporáneo ante la muerte de la periodista Susana Viau. Lo hacen a partir de Miguel Bonasso quien me atribuye el comentario antes de dirigirme una serie de agravios. Más allá de que no tengo el alcance de tales publicaciones para desmentir aquello de lo que se me acusa, utilizo éste, mi espacio, para aclarar lo ocurrido. Lo hago por respeto a las personas cercanas a la periodista y porque si bien PERFIL, advertido de su error, ya ha quitado de su nota el espacio que dedicaba a reproducir mi presunta bajeza, no ha sucedido lo mismo con INFOBAE y el resto de los espacios que lo han hecho circular.
Hoy, domingo 24/3, cuando me dispuse a leer los diarios, noté que no estaba la columna habitual, ferozmente crítica del gobierno, de Susana Viau en Clarín. Desconociendo las razones de la ausencia (en ningún momento, claro está, podría habérseme ocurrido que transitaba por sus últimas horas de vida), a través de mi twitter afirmé irónicamente "un domingo sin Susana Viau, no es un domingo". Tal comentario obedecía, claro está, a que estamos acostumbrados a las notas en las que la periodista ataca visceralmente todo aquello que huela a kirchnerismo. Mi mensaje fue realizado a las 13:04, como se puede confirmar entrando al TL de mi twitter @palmadante. (De hecho no he borrado el mensaje para que cualquiera pueda corroborar la fecha y el horario). Lamentablemente, varias horas después, se conoce la noticia de que, en horas de la tarde, la periodista había fallecido. Tal noticia fue informada en los distintos portales de noticias desde aproximadamente las 21hs, es decir 8 horas después de mi mensaje. Si bien esta diferencia horaria demuestra que mi comentario no hacía referencia a la muerte de la periodista, insisto, sea por ignorancia o por mala fe, se ha hecho trascender que mi comentario se hizo una vez conocida la noticia, lo cual sin duda, significaría una bajeza de mi parte y una ofensa para la familia y sus seres queridos. No conocí personalmente a Susana Viau y si bien me encuentro en las antípodas de su pensamiento, no me alegra su muerte ni la de nadie. Ojalá, en el futuro, quienes tengas diferencias políticas conmigo, intenten argumentar y no utilizar estas acusaciones calumniosas que, de haber sido reales, hablarían muy mal de mi calidad de persona. Dante        

viernes, 22 de marzo de 2013

Papapolítica (publicado el 21/3/13 en Veintitrés)


Y una vez Zaratustra  hizo una señal a sus discípulos y les dijo estas palabras: “ahí hay sacerdotes: y aunque son mis enemigos, ¡pasad a su lado en silencio y con la espada dormida!” F. Nietzsche, Así habló Zaratustra

El hecho político de la designación de Jorge Bergoglio como papa ha tenido, naturalmente, consecuencias en una semana que bien podría bautizarse como la de la papapolítica. Si bien será difícil, en medio del terremoto de fichas y cartas que trastornaron el paño, me propongo en estas líneas brindar mi punto de vista y desbrozar el camino para comprender si la entronización del argentino puede ser capaz de modificar los planes, las agendas y los equilibrios de fuerza.
Lo primero que habría que atender son las reacciones inmediatas entre los diferentes actores de la política. Desde el oficialismo, rápida de reflejos, CFK saludó inmediatamente al ahora rebautizado Francisco, a través de una carta y algunas referencias en actos, todas protocolarmente correctas pero ninguna derrochando alegría, por cierto. Sin embargo otros referentes del oficialismo sí se manifestaron con beneplácito y de repente transformaron al que hasta hace una semana era visto como un operador de la oposición, en un “papa peronista” (SIC). Efectivamente, quizás estimulados por su fe y por la conmoción de la designación, muchos reconocidos hombres del oficialismo desfilaron por radios y canales de televisión buscando vasos comunicantes entre la doctrina social de la Iglesia, clave identitaria del peronismo, y este jesuita conservador en lo moral pero más proclive a la causa de los pobres que otras líneas más duras de la jerarquía eclesiástica como la encabezada por Aguer. Esto hizo que quizás, como nunca, se viera el choque al interior del kirchnerismo entre un ala progresista de tradición laica y de izquierda (seisieteochista, cartaabiertista y paginadocesista), y el ala del peronismo más tradicional, con sesgo populista y cristiano. No habrá rupturas ni mucho menos pero seguramente hubo cosquilleos y un inmenso esfuerzo de tolerancia entre ambas partes para no sacar a relucir diferencias atávicas.
Pero la semana papapolítica tuvo un papel destacado de la oposición. En esta línea, algunas fuentes presentes en el Congreso comentaban que la designación llegó justo en medio de una sesión, lo cual no impidió, claro, que una gran mayoría del arco anti-kirchnerista se abrazara con alegría y sollozando. Algo similar ocurrió en la redacción de La Nación, como lo retrata uno de sus editores, Carlos Reymundo Roberts, en una nota que si no se viera de dónde viene, nadie dudaría en juzgarla de sarcástica. A esto le podemos sumar esas descripciones típicamente mediáticas en las que los buenos son muy buenos y los malos son muy malos. En este sentido, no alcanzaba con afirmar algún mérito de Bergoglio sino que había que decir que se levantaba a las 6 AM para comprar el diario, que viajaba en colectivo, que había tenido una novia a los 12 años pero que nunca la había tocado, y que era prácticamente un “papa villero” (SIC).   
Las razones por las cuales la oposición festejaba eran múltiples y entre los elementos que conforman el combo se encuentra una fuerte convicción religiosa en algunos casos, vínculos de amistad con el ex arzobispo de Buenos Aires, y esperanza de que la relación ríspida con los Kirchner, haga que Bergoglio se transforme en la figura aglutinadora del disperso atomismo antikirchnerista.   
Asimismo, es fácilmente predecible lo que viene: se intentará confrontar la palabra de Bergoglio con la de CFK, en una suerte de disputa entre soberanos con una pequeña diferencia: dirán que a Francisco lo legitima Dios y a la presidenta sólo un 54% de una población cooptada a través del clientelismo político. Asimismo, los católicos opositores encontrarán más cerca que nunca el cumplimiento de aquella fantasía que tanto alteraba al padre de la tolerancia, John Locke: la idea de que los católicos obedecen a un soberano transnacional con una legitimidad especial. En otras palabras, Locke consideraba que no había que ser tolerantes con los católicos porque ellos no eran tolerantes y porque obedecían a un soberano que decía estar por encima del gobierno civil de cada uno de los Estados: el papa. Así, si los opositores vernáculos ya antes llamaban a desobedecer las leyes dejando de pagar, por ejemplo, los impuestos, no será difícil imaginar que sus futuras justificaciones tendrán como eje que el único deber de obediencia es para con el enviado de Dios en la Tierra.
 ¿Qué pasará finalmente? ¿Llegará la hora del papa peronista que se pone al frente de los movimientos de masa latinoamericanos y le muestra al mundo su pasión por los desposeídos? ¿O llegará entonces el ángel opositor, dialoguista y misericordioso que debe rebautizarse Juan Pablo III para, en analogía con su predecesor, venir a acabar con los procesos populistas que se afianzan en la región? Una última opción, sería, claro, que los problemas económicos del Vaticano y los casos vergonzosamente encubiertos por la Iglesia que incluyen a miles y miles de chicos abusados, lo mantenga alejado de la política de “el fin del mundo”, pero esto último parece difícil.  
 Sea lo que sea, y seguramente tanto usted como yo tenemos una opinión al respecto, lo que queda es preguntarse qué hacer. Y con esto no me refiero al análisis político, cultural y sociológico que nos invita a reconocer que, nos guste o no, hay un fortísimo componente de fe en las enormes masas que acompañan a los gobiernos de centro izquierda de la región. Pues sucede en Brasil, en Ecuador y en Venezuela tal como se observa en cualquier análisis de los discursos que antes pronunciaba Chávez y ahora enarbola Maduro. Y sucedía bastante menos en Argentina aunque es de esperar que esta designación genere una “primavera” de fe católica que haga retroceder aquellos proyectos que iban en línea de garantizar derechos en detrimento de los principios predicados desde la Iglesia (de hecho, aislar los procesos populares latinoamericanos del efecto aglutinador de la fe, equivaldría a pasar por encima de una variable importante pero eso merece ser asunto de reflexiones más extensas). La pregunta, más bien estaba referida a qué debería hacer la oposición y el oficialismo según la opinión humilde y seguramente equivocada de este escriba. En cuanto a los primeros, les queda, más que nunca, prender un cirio y esperar que dios, si es que existe, o el papa, que seguro que existe, pueda transformarse en un símbolo de unidad frente al oficialismo; una unidad que se presente como desideologizada y que se realice en torno a significantes vacíos como una suerte de gran bolsa que permita que ingresen todos debajo de términos como austeridad, justicia, decencia, igualdad, libertad, etc. En cuanto al oficialismo, no parece una buena estrategia salir a confrontar con el ahora inmaculado Francisco (conocido también como el ex maculado Jorge Bergoglio). En todo caso será parte del juego político negociar con él, por cierto, un muy hábil político, su compromiso en favor del país en lo que concierne a causas sensibles como la del conflicto con los fondos buitre o la soberanía de Malvinas. Finalmente de eso se trata la política también: de transformar las condiciones favorables en muy favorables y las desfavorables en peligros neutralizados.


viernes, 15 de marzo de 2013

Pasión y política (publicado el 14/3/13 en Veintitrés)


Cuadras enteras llenas de hombres, mujeres y niños despidiendo entre griteríos y llantos desconsolados los restos de Chávez, no son otra cosa que la exteriorización de la irrupción de la dimensión afectiva de la política. Con esto no estoy diciendo que el líder bolivariano sea bueno o malo sino simplemente que el hecho político de la muerte del caudillo desnudó uno de los aspectos que suelen ser demonizados en los análisis de las coyunturas políticas y la construcción de identidades y referentes populares. Me refiero al carácter pasional, del orden de lo emocional, que se establece entre el pueblo (o buena parte de la ciudadanía) y esa singularidad física y mortal en cuyo nombre propio se encarna un movimiento político. Una vez más, y va la segunda aclaración, no se trata de realizar un panegírico de las pasiones ni ensalzar presuntas virtudes románticas de cualquier manifestación popular espontánea. Se trata nada más de advertir que no se puede dejar de soslayo este elemento. Y para desarrollar esta idea preguntemos en primer término: ¿por qué hay tanto recelo a la hora de introducir la variable pasional en el análisis político? La respuesta es compleja pero comienza, sin duda, en las críticas que la tradición socrático-platónica realizaba a la expansión democrática durante el gobierno de Pericles. La idea era que permitir que cada vez más varones se transformaran en ciudadanos con voz y voto abría la puerta a que se transformaran en legisladores de la ciudad aquellos cuya naturaleza les exigía estar ajenos a los asuntos públicos. Dicho de otro modo, la visión aristocrática que Sócrates y su discípulo promovían afirmaba que ciudadanos debían ser sólo aquellos capacitados, aquellas almas en las que prevalece el aspecto racional. Se trata, claro, de una característica de la que sólo gozan unos pocos elegidos. Bajo este presupuesto, la apertura propuesta por Pericles y encarnada en la figura de los sofistas, maestros en un arte de la persuasión accesible a cualquiera, era vista como un gesto demagógico hacia aquellos sectores postergados que, en tanto incapaces, eran fácilmente convencidos con argumentos que apuntaban al placer instantáneo antes que a un bien duradero. De aquí que los sofistas, esta suerte de sujetos pre-maquiavélicos, fueran criticados  pues, al momento de hacer de consejeros de los políticos, sugerían darle al pueblo lo que el pueblo quería aun cuando eso fuese nocivo en el largo plazo. Incluso, podría decirse más, esto viene de la mano de una suposición, que en algunos casos llega a la actualidad, y es aquella que afirma que el pueblo siempre se equivoca, justamente, porque no puede ver nunca más allá del aquí y del ahora.
En la modernidad, las estructuras sociales ya no podían ser legitimadas por un orden natural ni por una entidad trascendente, pero las pasiones siguieron siendo mal vistas. De aquí que los diferentes pensadores que se ocuparon del origen y la legitimidad del Estado apuntaran a un pacto entre seres racionales. La idea era que la base de una sociedad justa no podía estar establecida por sujetos movidos por las pasiones más allá de que en autores como Hobbes una emoción como el miedo haya sido uno de los motores de su teoría.
 Dicho esto, si bien en cada época existieron pensadores que llamaban a tener en cuenta el elemento pasional y afectivo, la imposición de la tradición racionalista los condenó a tener mala prensa. Y es desde esta perspectiva que los fenómenos de liderazgos de masas durante el siglo XX y el siglo XXI suelen seguir siendo interpretados en clave de manipulación o sugestión. Sea que venga por derecha o por izquierda, se acusa a estos procesos de autoritarios, totalitarios, cesaristas, etc. y se resuelve la explicación de la relación con el pueblo en términos del presunto carácter hipnótico que un líder carismático irradia hacia una masa de pobres desvencijados deseosos de satisfacer sus necesidades inmediatas. En este paquete, junto al nazismo, el stalinismo o el fascismo, ha caído el populismo que, sin duda, caracteriza a la construcción política chavista.
 Si bien no es este el espacio para discutir acerca de qué se entiende por populismo, recuérdese que esa definición instalada del sentido común que prácticamente lo equipara a una de las plagas de Egipto, no es la única definición posible, tal como señalara Ernesto Laclau en el primer capítulo de La Razón populista. Con esto, claro está, no quiero poner en tela de juicio el carácter personalista de Chávez ni obviar el modo en que en varios de los discursos que brindara no faltaba oportunidad para presentarse como una suerte de encarnación del pueblo. Incluso, sin proponérselo, claro, las condiciones de lucha con una enfermedad tan traicionera lo elevaron directamente a una personalidad mítica en vida. Todo esto resulta insoslayable. Pero lo que quiero resaltar de la construcción política de Chávez y que en menores dosis se repite en los liderazgos de centro izquierda de la región, es la reivindicación de la pasión ya no entendida como una devaluación de lo racional. La pasión como inherente al hecho político, guste o no. Porque el haber visibilizado a sectores completamente olvidados, sumidos en la pobreza extrema sin atención sanitaria, ni educación, ni vivienda ni trabajo genera naturalmente una buena razón para establecer vínculos afectivos con ese líder y con ese movimiento. ¿Cómo no entender la pasión por el peronismo o por el chavismo en aquellos a los que ningún gobierno prestaba atención?
Hablar de la pasión como variable de lo político supone enfrentar esa parte de la biblioteca que ha triunfado en los planes de estudio universitario y que entiende que la política se reduce a una serie de reglas procedimentales, un conjunto de instituciones republicanas que vehiculizan y tamizan la voluntad irracional de las mayorías; una serie de instancias que se controlan entre sí con sucesivos niveles de representación cuyo carácter presuntamente aséptico beatifica las decisiones de los sectores dominantes. ¿Pero es esta la política racional? ¿Las masas deben seguir a aquellos representantes que leyeron esa parte de la biblioteca e hicieron de Venezuela un prostíbulo de petróleo con toda la seguridad jurídica para quienes compraban el barril a 1 dólar?
¿Entonces las masas deben dejar su costado pasional para comprender que es racional y serio perseguir las políticas de los grandes centros financieros? En esta línea, ¿deben votar a aquellos que hablan pausado, poco y “en difícil”, pues no sea cosa que le ocupen mucho espacio en la cadena nacional? ¿Deberán manifestarse a favor de los blancos que tienen cara de estadista, visten bien y padecen cierta afectación en los modos? 
Permítame, para finalizar, entonces, preguntar: ¿de dónde habrá salido que elegir ese tipo de propuestas que llaman a administrar lo que hay y a manejarse en el campo de “lo posible”, resultan elecciones más racionales que las otras? ¿Qué maravillosa inteligencia o dispositivo habrá instalado en el sentido común que matar de hambre a la mitad de la población es el producto de un plan racional y que hay que esperar que la riqueza derrame?
 En síntesis, ¿quién nos habrá hecho creer que votar a un populista (como Chávez), un populista que da trabajo, salud, educación y casa, es un gesto clientelístico basado en la pasión y en la irracionalidad, pero votar a un técnico (como Rajoy), un técnico que aumenta la desocupación, recorta en salud, en educación y apunta al récord de suicidios por desahucio, es una lección racional de ciudadanos occidentales bien pensantes y bien modernos?    


viernes, 8 de marzo de 2013

Dilemas alrededor de Hércules (publicado el 7/3/13 en Veintitrés)


Tras el discurso, brindado por CFK, que inauguró el período de sesiones en el Congreso Nacional, pareció quedar en evidencia que el poder judicial estará en el centro del debate este año. No sólo por la decisión que la Cámara en lo Civil y Comercial o, en su defecto, la Corte Suprema, adopte acerca de la constitucionalidad de la ley de medios, sino especialmente porque el kirchnerismo parece haber tomado la decisión política de proponer una serie de leyes que materialicen el hasta ahora declamativo slogan, de “democratizar la justicia”.
Entre la lista de propuestas de ley que CFK adelantó, estuvo una de carácter más organizacional, como ser la creación de instancias de casación intermedias para “desahogar” a la Corte Suprema. Pero también hubieron otras donde el carácter democratizador se deja ver mejor, a saber: publicación de declaración jurada patrimoniales de los jueces y fin de la insólita exención de pago de ganancias (elemento por el que ya existe una ley y que está trabado por una decisión de la Corte Suprema anterior que sólo la actual puede destrabar), sumado a la idea de selección, vía voto popular, de los 13 miembros del Consejo de la Magistratura. Además se incluyó la  necesidad de poner un freno razonable a las medidas cautelares cuyo espíritu está siendo completamente bastardeado por la utilización abusiva de los abogados y jueces aliados de las corporaciones económicas.      
Sin embargo, CFK dejó en claro que no utilizará la necesidad de democratizar el poder judicial como excusa para una Reforma Constitucional. De aquí que no avanzara hacia transformaciones más radicales como el acabar con el carácter vitalicio de los jueces o con ese perfil estrictamente profesional que entiende que la Justicia es sólo una cuestión de los hombres del poder judicial y no del resto de los mortales. No se avanzó en una Reforma “a lo Bolivia” en el que los principales tribunales “políticos” son elegidos directamente a través del voto popular, ni al estilo Estados Unidos donde en el 90% de los Estados existen algún mecanismo a través del cual la ciudadanía participa directamente en la selección y el sostenimiento en el cargo de los jueces. No se tome necesariamente esto como una crítica pues los dos modelos señalados tienen virtudes pero también problemas. Por otra parte, si esto alcanza o no para democratizar la justicia no es algo que se pueda saber de antemano si bien habría que tener un optimismo panglosiano para suponer que con este primer paquete de medidas se terminará con las redes de complicidad de una corporación enquistada en el hueso del sistema republicano argentino. Con todo, parece quedar claro que la decisión de impulsar este tipo de leyes muestra que el kirchnerismo ha tomado conciencia de que el poder judicial se ha transformado en el dique de resistencia contra los avances legitimados democráticamente.
Pero más allá de esta descripción, si se adopta un perfil más cercano al análisis filosófico, se notará que buena parte de la discusión responde a la misma matriz conceptual subyacente al contexto de la disputa en torno a la ley de medios. Para decirlo con simpleza, del mismo modo que nos preguntábamos si existía un periodismo independiente se puede preguntar si es posible una justicia independiente. En esta línea, si acordamos que todo hecho se convierte en noticia sólo a través de un recorte arbitrario basado en una concepción ideológica determinada por consideraciones morales y el contexto histórico, cultural y lingüístico de los sujetos, no sería descabellado trasladar esta idea a la figura del juez. Porque el juez, dentro de una mirada positivista, se presenta como un mero observador de la ley, un hombre que deja de lado sus convicciones personales para adecuarse estrictamente a la letra de la norma. ¿Pero se puede sostener esto? Para los teóricos de la Filosofía del Derecho, éste es un debate clásico que se puede observar con claridad en lo que en el derecho se llama “casos difíciles”. La cuestión sería más o menos así: ¿qué sucede cuando un juez se enfrenta a un caso que no puede ser subsumido con claridad a una determinada ley? Una mirada positivista del derecho como la de H.L.A. Hart, aquella que sólo se aboca a la validez del derecho y que entiende que éste no es otra cosa que un sistema de normas cuya comprensión puede realizarse independientemente de toda consideración moral, dirá que en caso de presentarse una situación así, el juez debe actuar discrecionalmente, lo cual lo transformaría en un creador de derecho (pasando por encima de la actividad del legislador y de la tan bendecida separación de poderes). En cambio, una postura neo-iusnaturalista como la del recientemente fallecido Ronald Dworkin, indicaría que en la consideración de los jueces intervienen razones de moral política. Esto significa que un juez, cuando toma una decisión, no sólo observa una norma X, sino también principios (tales como la equidad y la justicia) y directrices políticas hacia objetivos que se consideren socialmente beneficiosos (aunque sin violar los derechos individuales). Por citar un ejemplo, se menciona el caso Riggs vs. Palmer por el que la Corte de New York en 1889 determinó que un nieto que había matado a su abuelo debía ir a presión por el crimen pero, además, no debía cobrar la herencia. Esto último contradijo la norma en la que se enmarcaba el caso y por la que el nieto era el beneficiario de esa herencia. La razón de pasar por encima de esa norma fue que hay un principio superior a esa norma escrita y que podría sintetizarse en la idea de que “nadie se puede beneficiar de sus propios delitos”.  
Tomar una decisión, es, entonces, según Dworkin, algo demasiado complejo en el que el juez no sólo tiene que aprender la letra escrita sino los principios morales y políticos que sostienen con coherencia el edificio constitucional. Tal complejidad lleva a este filósofo norteamericano a crear un experimento mental para mostrar cómo funcionaría la decisión judicial de un juez al que, como no podía ser de otra manera, dado el tamaño de la empresa, llama “Hércules”. Si bien hay discusiones interpretativas acerca de la filosofía de Dworkin, una lectura adecuada creo que sería la que afirma que los principios a los cuales Dworkin refiere, aquellos que incluso pueden transformarse en razones superiores a una norma, no son estáticos, ni trascendentes ni son aquellos que le fueron dados a Moisés. Se trata de principios que se van transformando de lo cual se sigue una discusión muy interesante, a saber: ¿un juez debe buscar la coherencia del modelo constitucional tal como fue concebido en sus orígenes o más bien debe adaptar esa letra al presente? Si se toma la primera alternativa, en el caso argentino deberíamos pensar en los términos alberdianos que atraviesan incluso nuestra constitución reformada en 1994. Si lo hacemos tomando la segunda alternativa, seguramente se encontrarán respuestas más adecuadas a los dilemas del presente pero cabrá preguntarse hasta qué punto tiene sentido sostener una letra que acaba siendo reinterpretada hasta límites que, por momentos, tergiversan notoriamente su espíritu original.
La Corte Suprema actual ha dado muestras (y ha discurseado mucho también) ensalzando los giros democráticos que imprime a través de sus decisiones. De aquí se seguiría que la Corte habría optado por la alternativa de una interpretación democrática sobre una letra original que, atravesada de liberalismo decimonónico, contiene profundos sesgos antipopulares en lo que a participación ciudadana refiere, y aristocratizantes en lo vinculado al rol del Poder Judicial.       
Pero esta visión tiene sus límites porque el juez Hércules, el juez capaz de tener en cuenta no sólo las consideraciones jurídicas a la hora de tomar decisiones, más allá de cierta arbitrariedad, debe justificar sus decisiones exponiéndolas en el marco de una teoría coherente que incluye a las normas positivas vigentes. Dicho en buen criollo: el juez puede interpretar pero tampoco puede hacer cualquier cosa y pasar por encima de las leyes existentes. En este sentido, Hércules no es ilimitado. Aclarado esto, a la corporación judicial le queda ver cómo resuelve la fractura que se le ha producido y que ya ha derivado en una fuerza importante que lleva adelante la bandera de una “justicia legítima”. A la Corte Suprema, por su parte, le resta mostrar que puede transformarse en un Hércules democrático, lo cual supondría resistir las presiones de las corporaciones económicas y permitir, de una vez por todas, la aplicación total de la Ley de Medios sin más dilaciones. En cuanto al kirchnerismo, no tiene más que seguir interrogándose acerca de si, aun en el contexto ideal de una Corte Suprema que decida imprimir un fuerte sentido democrático al Derecho, la letra de la Constitución no acaba siendo un dique demasiado estrecho para los cambios estructurales que ni el más osado de los Hércules podría impulsar.