Nadie podrá sorprenderse si la campaña
con miras a las elecciones de medio término que se realizarán en este 2013
posterga los debates en torno a propuestas legislativas para afincarse en la
controversia acerca de un sí o un no a la reelección. Que se haga énfasis
solamente en este aspecto no favorece ni a las instituciones ni al país, pero
ayudará a los opositores a encontrar una base de acuerdo que pueda aglutinarlos
o, al menos, dispersarle los votos al oficialismo en elecciones que, de por sí
y por los cargos en disputa, suelen dispersar el voto.
Dado que la presidenta ha manifestado
varias veces que no está en su agenda la posibilidad de una reforma y que
ningún alto funcionario se ha manifestado seriamente al respecto, la hipótesis
de un kirchnerismo que avance furioso hacia una Asamblea Constituyente resulta todavía
algo remota, pero, a su vez, resulta insoslayable la dificultad que tiene el
proyecto oficialista al momento de proyectar un sucesor algo que se resolvería
si se eliminase la cláusula que impide una nueva reelección.
¿Pero la reelección sería lo único
que estaría en juego en un eventual llamado a Asamblea Constituyente? Sin duda
no, y para profundizar esto desarrollaré algunos conceptos que seguramente
serán de su interés.
Para comenzar digamos que cuando se
habla de reforma constitucional se hace referencia a la posibilidad de cambiar la
letra de nuestra constitución, esto es, de la Carta Magna cuyo origen data de
1853 y cuya última reforma data de 1994.
Sin embargo, es posible adoptar una clasificación distinta y entender
que hay “otras” constituciones que interactúan de una u otra manera con la
escrita. Para ello retomaré algunas de las categorías que utiliza Arturo
Sampay, el jurista argentino que estuvo detrás de la reforma constitucional
“peronista” de 1949, expuestas en un texto inconcluso publicado en 1978 en la
revista Realidad Económica.
Según Sampay, la constitución escrita de la cual venimos hablando “es un código
superlegal sancionado por la clase social dominante que instituye los órganos
de gobierno, regla el procedimiento para designar a los titulares de estos órganos,
discierne y coordina la función de los mismos […] y prescribe los derechos y
las obligaciones de los miembros de la comunidad”. Sin embargo, esta
constitución no es hija de la generación espontánea sino que se da en el marco
de una idea que el constituyente peronista obtuviese de Tomás de Aquino. Se trata de la noción de constitución primigenia, la cual puede comprenderse
mejor a partir de lo que un autor como Johann Herder definiría como klima, esto es, el modo en que una
comunidad política está determinada por las condiciones geográficas, los
valores y la tradición.
Pero existe todavía un tercer tipo de
constitución que Sampay llama real y
que está compuesta por la clase dominante, por el modo en que ésta estructura
su poder y por los mecanismos a través de los cuales crea y distribuye los
bienes.
Descriptas las 3 formas de constitución, la escrita, la primigenia y la real, la
pregunta que sigue es cómo interactúan entre sí y allí se podrá observar que el
eje central se da en esa compleja relación existente entre el código jurídico,
expresado en la constitución escrita,
y la clase dominante, expresada en la constitución
real. Tal tensión se da en el marco de la amplitud que en una sociedad como
la argentina tiene la constitución
primigenia, con tradiciones europeístas y latinoamericanistas en pugna,
diferencias geográficas y de costumbres enormes a lo largo del país y, en todo
caso, una enorme discusión no saldada acerca de la matriz productiva del país.
Si bien, entonces, el debate acerca de lo que entendemos por constitución primigenia puede plantearse
en esa querella eterna acerca de qué somos los argentinos, probablemente, la
raíz tomista del concepto hace que Sampay la interprete como una ley con la
fuerza de los hechos naturales a la que no se la domina sino que sólo se la
obedece. Así, sea lo que fuere esa constitución
primigenia, la posibilidad de transformarla voluntariamente sólo sería un
forzamiento antinatural como el que se produce cuando sostenemos un objeto para
que no sea atraído por la ley de gravedad.
Pero donde puede haber variantes y más rápidas
es en la constitución escrita y en la
real. En la primera alcanza con una
decisión del poder constituyente, el pueblo, siguiendo los canales
institucionales adecuados, y una pluma inspirada que la lleve al papel; para la
segunda, el cambio sin duda será más lento pero las diferentes revoluciones
existentes en occidente y las transformaciones sociales al interior de este
proceso que podemos llamar “modernidad” muestran que es posible un cambio en la
estructura real del poder dominante y que no hay ninguna clase que gobierne
naturalmente con “la fuerza de los hechos”.
Ahora bien, según Sampay, la relación
entre la constitución escrita y la real puede darse de diversas formas y
para explicar el tipo de vínculos posibles recurre a la nomenclatura del
jurista alemán Karl Loewenstein quien aplica lo que llama un análisis ontológico que permite establecer las
relaciones entre la palabra de la constitución y el poder real de una sociedad.
La hipótesis de Loewenstein es que las perspectivas positivistas que sólo se
fijan en la letra de la constitución pasan por alto que para que ésta tenga
validez hay que observar qué es lo que hacen los detentadores y los
destinatarios del poder con ella. Así,
si la constitución escrita reproduce
los intereses de la clase social que compone la constitución real se está frente a una constitución semántica que no hace más que reproducir los intereses
de la clase dominante en detrimento del resto del cuerpo social; si, por el
contrario, la constitución escrita va
en contra de los intereses de la real
existe el riesgo de que se caiga en una constitución cuyas prescripciones
queden en una pura letra vacía sin fuerza obligatoria, transformándose así en
una constitución meramente nominal;
por último si la constitución escrita
logra de algún modo ser aceptada por los detentadores y por los destinatarios
del poder, es posible que se dé una relación simbiótica entre ésta y la real que devenga en una constitución normativa donde la ley y el
proceso político existente fuesen de la mano (en el artículo citado Sampay cree
que una constitución normativa podría
darse con una constitución escrita
que vehiculice los intereses de la clase popular determinando, por ejemplo, que
los principales medios de producción sean bienes públicos).
Las categorías aquí expuestas son
pasibles de ser revisadas y en muchos casos son hijas de ciertos presupuestos
controvertibles. Con todo, y a los fines de este trabajo pueden servir para
elevar las condiciones del debate actual acerca de la reforma constitucional.
En esta línea adelanto algunas preguntas: ¿la constitución escrita vigente en la Argentina es una constitución semántica en el sentido de
que vehiculiza y eterniza los intereses de la clase dominante que es la que
finalmente la instituye? ¿O acaso el kirchnerismo está poniendo en cuestión esa
legitimidad y el grupo social que acompaña las transformaciones de la última
década comienza a sentir que la constitución vigente es nominal respecto de sus necesidades? ¿Y si estuviéramos en un
escenario en el que la clase social dominante sigue siendo la misma pero existe
la posibilidad de que un nuevo grupo pujante modifique la constitución escrita poniéndola contra aquellos intereses? ¿Es
posible ello? ¿Cuál sería el desenlace? ¿Una derogación de facto como la que se
produjo en 1957 con la constitución que le daba rango supralegal a las
conquistas sociales del primer peronismo o la confirmación de un avance
inequívoco en el que emerge una nueva constitución
real?
Como se ve, las preguntas son muchas y
podríamos agregar un listado enorme si el
diagnóstico fuese distinto y dijéramos que el kirchnerismo que
representa a las masas populares ya se ha transformado en algo así como una clase
social dominante y que, por ello, la constitución escrita vigente debe dar
lugar a una nueva que se transformaría en semántica
o normativa según la perspectiva que
se adopte. En otras palabras, podría plantearse que la constitución real ya no es aquella que insufló a la Constitución
escrita de 1853 y que se reprodujo en 1994, sino una construcción distinta que
necesita plantar sus intereses “en el papel”. En cualquier caso, la discusión
sobre acabar con la cláusula que limita la reelección, no es irrelevante máxime
cuando puede interpretarse como elemento distintivo de la nueva conformación
política que puja. Pero sin duda, y eso es lo que intenté plantear con ese
conjunto de preguntas, un debate constitucional excede largamente la discusión
sobre la posibilidad de que se le permita a un presidente presentarse a
elecciones para, eventualmente, ser nuevamente reelegido.