En los últimos meses, y a partir de una serie de acusaciones
que retoman las teorías conspirativas de la denominada “Guerra Fría”, Rusia ha
vuelto a estar en el eje de la prensa occidental para ir, de a poco,
constituyéndose en uno de los “Cucos” de Occidente. Ya no tenemos a Iván Drago
con cara de malo peleando contra Rocky pero Netflix y HBO hacen su aporte con
una profusa cantidad de material propagandístico que estimula las pesadillas de
quienes, de este lado del mundo, sobre todas las cosas, sabemos muy poco de lo
que sucede y de lo que es Rusia.
En este sentido, antes de brindarles un material que
reproduzca prejuicios e ignorancia, propongo aproximarnos a la mirada de
alguien que puede ayudarnos a comprender el rol de Rusia y el pensamiento de
Putin. Se trata de un autor que ha trascendido los límites de su país a tal
punto que ya es posible conseguir parte de su obra traducida al castellano. Me
refiero a Aleksandr Dugin.
Con total sensacionalismo, algunos medios presentan a Dugin
como “el Rasputín” de Putin y estupideces por el estilo, abonando, una vez más,
la fantasía de que detrás de todo siempre hay un hombre malo que, si es ruso y
tiene barba larga, debe ser muy malo y debe tramar cosas muy pero muy feas.
Pero si pretendemos ser algo más serios digamos que Dugin nació en Moscú, en
1962, posee una vasta formación en disciplinas humanas y sociales que lo ha
llevado a publicar enorme cantidad de libros sobre temas diversos y tiene
alguna cercanía crítica con Vladimir Putin. En lo que a nosotros concierne,
Dugin ha sobresalido por la defensa del “eurasianismo”, su perspectiva de un
“mundo multipolar” y por lo que dio en llamar “Cuarta Teoría Política”.
Combinando elementos de dos controvertidos filósofos alemanes
como Carl Schmitt y Martin Heidegger, Dugin construye una teoría compleja y
abarcativa que se puede leer como una gran crítica al liberalismo universalista
desde la perspectiva de las relaciones internacionales y la constitución de la
subjetividad.
Para comprender esto comencemos con aquello que Dugin
entiende por “Geopolítica” y que en una de las conferencias que diera en la
Escuela Superior de Guerra Conjunta de las Fuerzas Armadas en Argentina,
publicada dentro de un libro de editorial Nomos titulado Geopolítica existencial. Conferencias en Argentina, ha sido
definido así: “Geopolítica es la teoría que mira la estrategia mundial como la
concurrencia de dos civilizaciones o de dos grandes espacios: el espacio
atlantista y el espacio continental o eurasista”. Esta definición que Dugin
adjudica al geopolítico europeo Halford John Mackinder, permitiría repensar la Guerra
Fría y también comprender el conflicto actual en el que, caído el comunismo, pareciera
no haber razón para la tensión. Así, la Guerra Fría no habría sido una guerra
ideológica entre capitalismo y comunismo sino una “guerra entre continentes”,
entre espacios civilizacionales, que estaba presente antes de la creación de la
URSS y que ha sobrevivido a su desaparición. Es que lo que determina la
identidad y las disputas es el territorio, independientemente de las
circunstancias que puedan derivar en que esté ocupado por ortodoxos o no
ortodoxos, comunistas o liberales, demócratas o zaristas. Este elemento es
importante porque, según Dugin, Putin sigue hoy este modelo eurasista.
El libro de donde Dugin abreva es Tierra y mar de Carl Schmitt, siendo “la tierra” lo que caracteriza
a la civilización eurasista y el mar lo que caracteriza al occidente liberal
globalista. Según Dugin, en el libro de su autoría antes citado: “La tierra,
como concepto geopolítico, es la forma de una civilización (…) “Tierra” es un
tipo de sociedad (…) Es el paisaje constante, inmutable, inamovible (…) la
sociedad que tiene un centro (…) Esta civilización [es] jerárquica, y en el
mismo momento, trascendente, religiosa, teniendo un dios eterno como la
representación del valor máximo, del valor más alto [para] construir todos los
otros valores: el Estado, la familia, la sociedad, la cultura, las jerarquías
(…)”.
La civilización de la tierra es una civilización premoderna,
estamental y anticapitalista que, según Dugin, a su vez, puede servir para
justificar perspectivas continentalistas como aquellas que pretenden afirmar la
unidad y autonomía latinoamericana como algo diferente de occidente y del
atlantismo que no es otra cosa que la civilización que, en oposición a la de la
tierra, estaría emparentada con el mar.
Volviendo a traer a Schmitt, Dugin afirma que la civilización
del mar “está basada [en] el cambio (…) El cambio es algo líquido, es el mar.
Si la tierra es una constante eternamente idéntica a sí misma, el mar cambia
siempre. El mar no puede ser organizado en base a fronteras, porque no es
posible trazarlas en él. El mar es universal, está desencarnado. El mar es
cambio, es una metáfora del tiempo (…). Sobre el concepto del mar como
renovación, progreso, cambio, dinámica, movilidad, se construye la civilización
alternativa (…) frente a la civilización de la tierra. El mar es otra manera de
escoger (…) el tiempo en lugar de la eternidad, de escoger la igualdad en lugar
de la jerarquía, de escoger el progreso en lugar de la tradición, de escoger la
ausencia de la jerarquía en contra de esta idea de la verticalidad de la
sociedad (…) Es puro capitalismo”.
Dicho esto, es muy interesante observar que la metáfora de
“lo líquido” sobre la que tanto ha transitado el sociólogo Zigmunt Bauman para
definir a la posmodernidad, tiene antecedentes y que, frente a todas las naturales
objeciones o excepciones que el lector pueda realizar, cabe mencionar que el
propio Carl Schmitt advierte que esta civilización del mar, atlantista, ha sido
hegemonizada por los anglosajones (primero por Londres y luego por Washington).
¿Desde cuándo? Desde que cayó la Gran Armada española, porque tanto los
españoles como los portugueses eran civilizaciones “de tierra” tal como
demostraron cuando intentaron fomentar este tipo de sociedad en la América del
Sur. Pero hoy Occidente está dominado por lo líquido, el único tipo de sociedad
donde puede florecer el capitalismo y el liberalismo, y la globalización no es
otra cosa que una proyección de la civilización del mar.
Esta afirmación nos permite hacer una breve referencia a lo
que Dugin llama “Cuarta Teoría Política”. Es que, para él, la modernidad arrojó
tres teorías generales: el liberalismo, el comunismo y diversas formas del
nacionalismo (incluye allí también al fascismo). Durante la primera parte del
siglo pasado, las primeras dos se unieron para vencer a la tercera. Y luego, en
la segunda mitad del mismo siglo, las dos grandes teorías vencedoras se
enfrentaron hasta que la caída del muro decretó el triunfo del liberalismo. A
partir de allí, esta teoría que originalmente fue revolucionaria, devino totalitaria
y la respuesta a ella no puede venir de los simulacros de marxismos y fascismos
de la actualidad que, siempre según Dugin, ya no son un peligro para el
capital. La salida estaría en una “Cuarta Teoría Política” que no sería ni
comunista ni nacionalista y que, a juicio de quien escribe, resulta algo
inasible y difícil de precisar. Con todo, podría decirse que para Dugin, el
sujeto político de la transformación sería el da-sein heideggeriano arrojado a las determinaciones de su tierra y
su civilización como una forma de límite a la pretensión del imperialismo del
capital financiero.
Ese sujeto concreto, que en la cerrada terminología
heideggeriana es el “ser ahí” “siendo con otros” pensado en el marco de una
sociedad jerárquica, es la base desde la cual Dugin arremete contra la
perspectiva del “sujeto descarnado” que ofrecería el liberalismo, en una
crítica que existe ya desde Hegel y que es sostenida por los neocomunitaristas
de la actualidad. En este sentido, Dugin entiende que conceptualmente el
liberalismo ha sido una extensa carrera por construir un individuo vaciado sin
referencia alguna a las identidades colectivas. De hecho, el ruso entiende que
el origen del liberalismo es el protestantismo que intentó “liberar” a los
individuos de la identidad católica que constituía a Europa; luego seguiría con
la creación de los Estados modernos y el nacionalismo, como forma de deshacerse
de la identidad vinculada a los imperios pero, una vez que los Estados modernos
cumplieron esa función, el liberalismo habría arremetido contra las identidades
nacionales en un proceso paulatino cuyo corolario estaría dado por la creación
de los Derechos Humanos (es decir, unos derechos inherentes a la humanidad, determinados
por encima de las soberanías de los Estados nacionales) y por una serie de
instituciones supranacionales. Este triunfo globalizador se profundizó cuando,
caído el comunismo, el liberalismo también barría con la identidad de clase y
de esa manera, desde mi punto de vista, inauguraba las políticas de las
minorías, esto es, identidades colectivas vinculadas a referencias como la
etnia o el género. Pero Dugin advierte que el liberalismo también avanzará
sobre éstas y que los discursos actuales de la deconstrucción, especialmente
vinculados a algunos sectores al interior de lo que se conoce como “nueva ola
feminista”, son funcionales al liberalismo en la medida en que poder optar por
un género presupondría un individuo abstracto y racional que toma decisiones y
opera independientemente de toda determinación histórica. Es más, Dugin afirma
que el próximo y último ataque del liberalismo a la identidad colectiva es el
ataque a lo humano mismo a través del “transhumanismo” y en el libro antes
citado lanza la siguiente provocación: [el liberalismo buscará] liberar al
individuo de la humanidad. Podremos ser humanos, pero seremos libres de escoger
en caso de que no queramos seguir siéndolo. Esta es la política del
transhumanismo (…) Políticamente hablando, es el mañana. Para nosotros el gay pride es algo habitual, mañana lo
será el robot pride. Y si a alguno se
le ocurre decir: “Aquel no es robot, es humano”, será acusado de fascista,
habrá dicho algo horrible y habrá insultado al pobre robot”.
Así, el verdadero fin de la historia no es el que auguraba
Fukuyama al momento en que la ideología liberal triunfaba por sobre el
comunismo y globalizaba sus instituciones sino el que está próximo a llegar y
se apoya en la realización del sujeto metafísico y descarnado en el que se
sustenta el liberalismo desde sus orígenes.
Hay un sinfín de aspectos para discutir sobre las posiciones
de Dugin, las cuales son, desde mi perspectiva, en algunos casos, sólidas y
originales y, en otros, transitan senderos con una carga metafísica que los
debates actuales han superado para bien. En cuanto a las advertencias acerca
del porvenir el tiempo dirá si Dugin tiene razón. No obstante, mientras tanto,
siempre es bueno saber qué se está pensando lejos del microclima occidental.