domingo, 30 de octubre de 2022

El candidato del desacuerdo (editorial del 29/10/22 en No estoy solo)

 

Si en condiciones normales el gobierno del FdT se ha caracterizado por la parálisis en la gestión, el ingreso de lleno en la agenda electoral en un clima de total incertidumbre no hace más que augurar momentos difíciles.

Algo parecía haber cambiado con la llegada de Massa al superministerio, al menos en lo que a cierta dinamización de la gestión respecta. Se hizo a pesar de Alberto pero se acordó ante un abismo que era inminente y que amenazaba la continuidad institucional. Nadie más que las tres patas del Frente saben qué se resolvió en esos días pero parece evidente que Massa desplazó a un Alberto Fernández cuyo poder quedó reducido a una lapicera cada vez más formal y con menos tinta. Ese desplazamiento se realizó con el apoyo del kirchnerismo, presumimos que explícito en privado y tácito en público.

Ahora bien, si ese acuerdo tenía un tiempo de vigencia no lo sabemos, pero el tweet de Cristina criticando, con razón, un abusivo aumento en las prepagas otorgado por el gobierno abre un interrogante: ¿crítica aislada o comienzo de un proceso de horadación de Massa? Que CFK, como viene haciendo en el último tiempo, hable en tercera persona del gobierno en el que se desempeña como vicepresidente detrás de la persona que puso a dedo, sería material para un editorial en sí mismo pero merece ser resaltado una vez más. Con CFK como vice pasamos “de la patria es el otro” a “la lapicera es el otro”; de una práctica política del desensimismamiento a una moral de la irresponsabilidad. El kirchnerismo ocupó una buena cantidad de cargos. Pero, de repente, como no maneja la última lapicera la culpa la tiene el presidente. Como supe decir en este mismo espacio, ese escenario deja al kirchnerismo en un verdadero dilema: o es cómplice y juega al policía bueno y policía malo sin renunciar a los cargos y a la caja; o ha sido un pésimo negociador puertas adentro y a pesar de ser el que aportó el 80% de los votos se quedó afuera de todas las grandes decisiones. En cualquier caso es preocupante.

La situación de Alberto, por su parte, es desconcertante, al menos para quien escribe estas líneas. Cada vez más en solitario, rodeado del círculo íntimo, haciendo su parte pimpilinesca con CFK y en una relación tirante de amor/odio con Massa porque lo necesita para que no naufrague su gobierno pero ese éxito sería su final porque  catapultaría al líder del Frente Renovador como próximo candidato. Alberto nunca fue un candidato de consenso. En todo caso fue un candidato del consenso de CFK consigo misma pero después de esa decisión las distintas partes entendieron que la decisión era buena. Una suerte de consenso “epifánico” y tardío. Hoy la posibilidad de sostener el poco poder que le queda hasta 2023 y ser el candidato a la reelección, algo que en condiciones normales hubiera sido natural, depende de que el Frente no pueda resolver sus internas. En este sentido, Alberto 2023 sería el candidato del desacuerdo; el candidato que emergería por decantación de la disputa entre un kirchnerismo que solo cada vez puede menos y un Massa que pediría más de lo que se merece. Si esta hipótesis es correcta, habría buenos incentivos para que Alberto se transforme en una máquina de impedir porque solo en ese escenario el espacio puede volver a posicionarlo a él como salida por arriba del laberinto.

En este contexto aparece la discusión acerca de las PASO. Con toda la honestidad del mundo, una vez más, confieso mi desconcierto respecto a la estrategia de Alberto. Como ustedes saben, Massa querría suspender las PASO y buena parte del kirchnerismo también. Tienen todo tipo de razones, la mayoría de peso, para sostener su posición pero, en última instancia, claro, se trata de una conveniencia electoral. Pero el presidente se opone. ¿Por qué lo hace? Si no es una suerte de legalismo zonzo no parece clara la estrategia. ¿Cree que en una interna le va a ganar a CFK? ¿Lo cree de verdad? ¿Entonces? ¿Ir a una interna para perderla y automáticamente generar un vacío institucional que hasta podría precipitar su gobierno varios meses antes del fin de su mandato? ¿Acaso se sabe derrotado pero entiende que en las PASO puede ubicar “su gente” para construir tardíamente un albertismo que no supo construir hasta aquí?  Si el llamado a participar de una gran interna es ya una demostración de debilidad (porque va de suyo que todo presidente con posibilidad de ser reelegido es “el” candidato), sostener, contra gobernadores, intendentes y socios mayoritarios del espacio a las PASO que lo condenarían es, desde esta humilde tribuna, inentendible. Sin dudas debe haber allí alguna carta que desde aquí no podemos ver pero la sensación es que la única posibilidad de sobrevida política de Alberto es gracias a otro dedazo, en este caso, producto de, como decíamos, una negociación trabada al momento de elegir sucesor.

Por último, como también ya lo hemos dicho aquí, Massa tiene las de ganar si logra mínimamente encauzar la economía y en tanto es el único que puede ofrecerle algún voto no K al kirchnerismo en una ecuación que 4 años después sigue arrojando “Con CFK no alcanza. Sin CFK no se puede”. Si lograra enderezar la economía mínimamente tendrá más poder al momento de sentarse a negociar con el kirchnerismo y también tendrá a su favor el eventual aprendizaje de la lección de los errores de Alberto en la relación con el kirchnerismo. El punto es si lo van a dejar los de adentro. Es que, como indicamos, un buen desempeño de Massa acabaría con las esperanzas de Alberto y un Massa presidente con poder y una CFK “retirada” es un escenario en el que el tigrense es capaz de deglutir lo que quede de un kirchnerismo que tendrá su eje de gravitación en el conurbano y, eventualmente, en un posible segundo mandato de Kicillof.

Con una sociedad en la que el discurso anticasta ha calado profundo, el espacio que defiende a la política no ha podido resolver con política los problemas de las mayorías. Si a esto le sumamos el año electoral en el que “la política” se reduce a candidaturas, campañas, internitas y demagogias varias, está todo planteado para unos comicios en los que la gente vote enojada. Si es grave que haya desconexión entre los que están dentro del palacio, imaginen cuán grave puede ser cuando esa desconexión se da además entre los que están dentro del palacio y los que lo miran todo desde afuera.    

  

lunes, 3 de octubre de 2022

Rushdie y la fatwa progresista (publicado el 2/9/22 en www.disidentia.com)

 

La noticia del intento de asesinato de Salman Rushdie, quien desde 1989 cargaba sobre sus espaldas la condena a muerte dictada por la fatwa de Khomeini, sacudió los medios y las redes sociales de todo el mundo. Con buen tino se hizo hincapié en el extremismo en el que puede derivar el islamismo radical y se retrotrajo a la memoria los tristes episodios de derramamiento de sangre en nombre de la religión.

Afortunadamente, en el mundo Occidental no aceptaríamos que una autoridad política/religiosa determine la sentencia a muerte de ninguna persona, menos aún de un escritor por el simple hecho de escribir un libro, aun cuando éste pudiera considerarse ofensivo. Sin embargo, en los últimos años se ha instalado en la cuna de la ilustración una cultura de la cancelación cuyos niveles de violencia han escalado exponencialmente. Si bien nada es comparable al llamamiento a todos los miembros de una religión a asesinar a un hombre de a pie, la moda de establecer linchamientos mediáticos y la “muerte civil” de personas, tiene vasos comunicantes y algunos paralelismos que es preciso advertir.

“Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos –libro contra el islam, el Profeta y el Corán- y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido, están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren”.

Salman Rushdie cuenta que recibió ese decreto por escrito algunos minutos antes de ser entrevistado en vivo en la CBS y que en ese momento entendió que él había dejado de ser Salman Rushdie para asumir un “otro yo”: ya no era el Salman de los amigos sino el satánico autor de Los versos satánicos, el condenado a muerte, una criatura con cuernos y ahorcado con la lengua afuera tal como demostraban las pancartas en ciudades que él nunca había conocido. “¡Qué fácil era borrar el pasado de un hombre y construir una versión nueva de él, una versión aplastante, contra la que parecía imposible luchar!”, reflexiona Rushdie en su autobiografía cuyo título, Joseph Anton, refiere al seudónimo que tuvo que comenzar a usar desde ese momento. Aun cuando como bien indica en ese mismo libro, se trataba de una condena realizada por un tribunal que él no reconocía como tal y que no tenía jurisdicción sobre su persona, lo cierto es que su vida cambiaría para siempre.

El decreto de Khomeini llegó cinco meses después de la publicación del libro en septiembre del 88. Pero para esto ya se habían sucedido hechos sorprendentes: se había prohibido la novela en la India y en Sudáfrica; un jeque había llamado a los musulmanes británicos a iniciar acciones legales contra el autor y hubo una amenaza de bomba en la sede de la editorial inglesa que lo había publicado. Ya ingresados en el año 1989, hubo manifestaciones en Bradford, que incluyeron quema de libros, y en Londres; cadenas de librerías retiraron el libro por las presiones, y movilizaciones en Pakistán e India acabaron con decenas de heridos y algunos muertos.

Luego llegó la fatwa y tras ello sobrevino lo peor: se profundizó la retirada del libro de las principales cadenas del mundo; se produjo un conflicto diplomático entre Irán y la Comunidad Europea con retiro mutuo de los embajadores; manifestaciones de musulmanes en New York; explosiones en una librería de California y, por si esto fuera poco, el ayatollah ahora ofrece 3 millones de dólares a quien realice el asesinato de Rushdie, recompensa que se ampliaría al doble algunos años más tarde. De hecho, como la fatwa incluía también a quienes hicieran posible la circulación del libro, entre el año 91 y 97 se suceden una agresión con arma blanca al traductor de la novela al italiano y un intento de asesinato al editor noruego de la novela. También mataron al traductor al japonés y hubo un atentado contra el traductor turco en el que murieron treinta y siete personas. La lista de sucesos podría continuar.

Aunque la vida de Rushdie nunca volvió a ser normal, en los últimos años solía hacer apariciones públicas como aquella en la que fue atacado semanas atrás. De ayuda fue que, como un gesto de distensión hacia Occidente, algunos años más tarde de aquella fatwa, el gobierno de Irán afirmara públicamente que cesaría la persecución, algo que podría ser disuasivo para muchos pero no para el sector radicalizado que considera que una fatwa no tiene fecha de caducidad. ¿Y todo esto por qué? Por un libro.

La exposición de estos hechos pareciera ir en contra del sentido de estas líneas pero no es el caso. De hecho, no hay semana en la que no sepamos de escándalos con escraches, prohibiciones y agresiones en el marco de presentaciones, sea de artistas, escritores o referentes de espacios políticos. Lo más sorprendente es que estos hechos de violencia no suceden en aquellas ciudades que ni el bueno de Rushdie conocía sino, en muchos casos, en las principales universidades del mundo con sedes en Estados Unidos y Europa.

Son ataques que no se hacen en nombre del islam sino, la mayoría de las veces, en nombre de la perspectiva “woke” que es enarbolada por la izquierda y que incluye allí reivindicaciones, de las sensatas y de las otras, de grupos tan variopintos como antirracistas, LGTB, veganos, ambientalistas, etc.

No vale la pena glosar la cantidad de eventos en este sentido pero, solo como botón de muestra, tengamos en cuenta que, en los últimos días, el humorista Ricky Gervais ha decidido contratar seguridad privada para estar protegido en sus shows después de ser acusado de transodiante por sus bromas contra la comunidad trans y tras el intento de agresión con arma blanca que sufriera en mayo último otro humorista políticamente incorrecto como Dave Chapelle. ¿Y todo eso por qué? Por hacer bromas.

Lo cierto es que estos ejemplos muestran que la cultura de la cancelación está llegando a límites insospechados y, lo que es peor, adopta la misma estructura de los fundamentalismos religiosos. Si Los versos satánicos merecían una condena a muerte por ofender al islam, el criterio de la ofensa como límite a la libertad de expresión en Occidente está promoviendo una preocupante ampliación de la censura en nombre de las buenas causas y basándose en la arbitraria subjetividad de cualquiera. Y aquí aparecen algunos aspectos a tomar en cuenta pues en eso, digamos la verdad, Occidente mantiene su tradición democrática e individualista ya que aquí no hace falta que el decreto lo promulgue una autoridad religiosa; alcanza con que cualquier ciudadano se sienta ofendido por algo para que la cacería comience. Por eso, además de democrática en el peor sentido del término, la “fatwa progresista” opera anárquicamente y en el formato de enjambre. No importa qué digas, ni siquiera cuando lo hayas dicho, pues la cacería puede iniciarse por un mensaje en una red social de diez años atrás; basta con que alguien, por buenas o malas razones, se sienta incómodo como para que se crea con derecho a que tu vida cambie para siempre y debas convertirte en Joseph Anton, el otro yo de Salman Rushdie. Esto no solo tiene que ver con personajes públicos. También le ocurre a personas corrientes que son “escrachadas” en las redes por buenas y malas razones. Tras ser “marcada” la persona en cuestión, lo que sucede a continuación no tiene que ver con obedecer una autoridad religiosa sino a una cultura que indica que cualquiera que se queje de algo tiene razón, es víctima y merece el acompañamiento incluso a través de distintas formas de violencia a ejercer sobre el señalado. Por cierto, el usuario de una red social que reclama algo adquiere una potencia religiosa que muchos religiosos envidiarían.    

Pero nótese que curiosamente los paralelismos pueden seguir. Si Rushdie entendía con razón que él estaba siendo juzgado por un tribunal ilegítimo y sin jurisdicción, la fatwa progresista actúa del mismo modo: son usuarios, muchas veces incluso anónimos, los que juzgan sin legitimidad y sin jurisdicción, algo que muchas veces se traslada a compañías e instituciones donde cada vez más frecuentemente se toman decisiones sobre la vida de las personas por lo que las redes andan diciendo. Asimismo, del mismo modo que los fundamentalistas religiosos entienden su fatwa como inextinguible, el fenómeno de las cacerías en nombre de la nueva moral progresista se apoya en la eternidad del mensaje perpetuado en las redes. Lo he escrito aquí, pero cabe recordar el infierno que vivirán en unos años quienes, habiendo nacido a principios de los años 2000, hayan tenido acceso a las redes sociales siendo adolescentes y dejando por escrito para la eternidad todas las tonterías que decimos y pensamos cuando somos adolescentes.

No son pocos los que están advirtiendo esta deriva. De hecho, y cito de memoria, recuerdo sendos capítulos de la serie inglesa Black Mirror, en la que, por ejemplo, unos minirobots en forma de abejas, actuando, justamente, como enjambre, son los encargados de asesinar a quien sea el más odiado del día en la red social de moda; o el ejemplo de un delincuente cuya condena no cesa y es actualizada en un loop eterno como el que padece quien está “condenado” por el archivo siempre arbitrario de Google. Incluso uno de los capítulos muestra lo terrible que es la condena a una muerte civil, máxime cuando es injusta, trasladando a la vida real lo que se produce en una red social cuando alguien es “bloqueado”, lo cual, claro está, no es otra cosa que la forma más perfecta de la cancelación.             

Por si hace falta repetirlo lo repetimos: nada es comparable con lo que ha sufrido Rushdie. Nada. Absolutamente nada. Dicho esto, no podemos pasar por alto los peligrosos avances que nuestra civilización está dando hacia acciones que no se hacen en nombre de Dios ni del Profeta pero que siguen la dinámica de lo que algunos, con buen tino, advierten como la nueva “religión woke” en nombre de la justicia social. Si siglos de ilustración y crítica a la religión han servido para algo, deberíamos tener los anticuerpos para advertir este proceso; si todavía nos horroriza lo que ha padecido Rushdie y entendemos que está más cerca de lo que imaginamos, habrá lugar para la esperanza. 

 

¿Todos somos fascistas? (publicado el 30/9/22 en www.disidentia.com)

 

“Sí a la familia natural; no a los lobby LGBT; sí a la identidad sexual;  no a la ideología de género; sí a la cultura de la vida; no al abismo de la muerte; sí a la universalidad de la cruz; no a la violencia islamista; sí a las fronteras seguras; no a la inmigración masiva; sí al trabajo de nuestros ciudadanos; no a las grandes finanzas internacionales; sí a la soberanía de los pueblos; no a los burócratas de Bruselas; y sí a nuestra civilización y no a quienes quieren destruirla (…)”

Este es parte del discurso que algunos meses atrás diera en Andalucía, Giorgia Meloni, la primera mujer que ocupará el cargo de Primer Ministro en Italia.

El video se hizo viral en las últimas semanas a partir de que las encuestas comenzaban a mostrar que las posibilidades de Meloni eran ciertas. Allí, en apenas segundos, la candidata de Fratelli d’Italia lograba resumir con claridad un posicionamiento al que han denominado desde “ultraderechista” hasta “neo” y “pos fascista”, cuando no directamente “fascista”, en algunos casos aprovechando la coincidencia de cumplirse 100 años de la llegada de Mussolini al poder.

Lo hemos trabajado aquí ya varias veces y no exponemos ninguna novedad cuando se indaga en las razones que explican este fenómeno que se replica en distintos países y regiones con tradiciones políticas, contextos y escenarios tan disímiles como los de Estados Unidos, Brasil o Hungría.

Es que estamos asistiendo a la combinación de una agenda global que impone un capitalismo financiarizado en lo económico y un progresismo en lo cultural cuyo desenlace está siendo fatal: altos niveles de desigualdad y deterioro de la estabilidad laboral que se presentan bajo las administraciones de expresiones de distinto color político; combinado con una ideología compartida por partidos de izquierda trotskista, centro izquierda populares y de centro derecha, en línea con la visión del oenegismo global, que avanza vertiginosamente contra una serie de valores, estilos de vida e instituciones que forman parte de la cosmovisión y la identidad de una mayoría de personas. Es frente a este “sistema” hegemónico que combina lo económico y lo cultural que en diferentes partes del mundo se suceden resultados electorales que suelen ser interpretados como “exabruptos”, votos “irracionales” movidos por oscuras pasiones, o simplemente, demostración de los nuevos tipos de manipulación. Cuando todo esto no alcanza, el tiro del final supone denominar “fascismo” o “ultra derecha” a todo lo que no responda al sistema antes mencionado. Por supuesto que, en muchos casos, estas apariciones “anti sistema” tienen el apoyo de sectores ultras y radicalizados cuyas ideas se encuentran reñidas con principios democráticos y republicanos. Sin embargo, cuesta imaginar que este tipo de ideas radicalizadas puedan alcanzar amplias mayorías como las que están obteniendo en distintas partes del mundo. ¿Podemos decir, entonces, que el mundo se está volviendo “fascista”? Para responder a este interrogante examinemos el discurso de Meloni antes citado. 

El primer aspecto tiene que ver con lo cultural y refiere a la discusión sobre familias tradicionales y lo que ella denomina “lobby LGBT”. En lo personal creo que el concepto de “familia tradicional” conlleva una postura conservadora; además es real que detrás de las críticas a los lobbies LGBT se esconden muchos pensamientos homofóbicos. Sin embargo, ¿podemos decir que quien defienda los valores de una familia tradicional es un fascista? Creo tener razones a favor de la necesidad de tener una concepción más amplia de la idea de familia y me resulta inadmisible que alguien tenga limitados sus derechos civiles por su elección sexual, ¿pero podemos llamar “fascista” a quien considera que la biología juega algún rol en la identidad sexual? Podemos discutir si eso es cierto o no, pero ¿debemos llamarlo “fascista” por, por ejemplo, considerar que una mujer trans corre con ventaja si compite en deportes donde participan mujeres “cis”? ¿Es necesariamente transodiante quien advierte sobre las consecuencias físicas y psíquicas que podrían traer aparejados los tratamientos hormonales sobre menores que se autoperciben trans? Insisto. Quizás estén equivocados. Pero llamarlos “fascistas” parece injusto.

Lo mismo sucede cuando Meloni habla de la cultura de la vida en contra del “abismo de la muerte”, algo que, presumo, refiere a la cuestión del aborto y la eutanasia. En lo personal creo que hay buenas razones para justificar la legalización del aborto y la eutanasia. Esa es mi posición personal. Sin embargo, jamás se me ocurriría llamar “fascista” a quien sostiene lo contrario, especialmente porque también tiene buenas razones para hacerlo. Creo poder dar argumentos en favor de mi posición pero “mi adversario” en este caso también los tiene y no se puede descartar simplemente en tanto punto de vista “sostenido por un dogma” o por razones morales como si no fueran igualmente morales las razones para justificar una posición como la mía.   

El tópico de la universalidad de la cruz se debe unir al de la “defensa de nuestra civilización contra quienes quieren destruirla”. El agregado de “no a la violencia islamista” merecería alguna aclaración porque de allí se podría inferir, aunque no necesariamente, que ella reduce el Islam a una religión violenta, lo cual es falso, más allá de que muchos actos de violencia se realicen en nombre de Alá. ¿Pero desde cuándo podríamos llamar “fascista” a alguien que dice que hay que defender las propias creencias y su civilización? Occidente parece ser la única civilización culposa que hace todo lo posible por destruirse a sí misma, (como si fuera la única civilización del mundo que tuviera episodios oscuros de los cuales arrepentirse), y que mira con sospecha a quien sostenga que en su civilización hay valores que merecen la pena defenderse. Por cierto, además, y esto va desde mi lugar de ateo: ¿desde cuándo creer en Dios es fascista? Insisto: yo soy de los que no creo y sostengo, con evidencia empírica, que en nombre de la religión se han cometido muchísimas atrocidades. Pero ¿podemos decir, sin más, que un creyente, al menos en Occidente, no forma parte del juego democrático porque cree en Dios?

Siguiendo con los principios mencionados por Meloni: ¿hay alguien en el mundo que no quiera “fronteras seguras” y que entienda que “una inmigración masiva” es un fenómeno que en contadas ocasiones conlleva beneficios tantos para los inmigrantes como para los receptores? Se dirá que detrás de esas ideas hay muchos racistas. La respuesta es sí, absolutamente. Pero una vez más: que muchos racistas sostengan eso no significa que cualquiera que tenga esa posición sea un racista. De hecho, no hay país ni gobierno en el mundo que defienda ingresos irrestrictos sin ningún tipo de control en sus fronteras, ni siquiera los más progresistas. Está muy bien que así sea y no por eso resultan gobiernos “racistas” o “fascistas”.

Por otra parte, ¿se puede estar en contra de brindar trabajo a los ciudadanos nacionales? ¿Y se puede desconocer que la transnacionalización del capital le quita el trabajo a mucha gente al tiempo que impone un tipo de trabajo esclavizante para otros en recónditos lugares de la tierra por apenas unos dólares diarios? ¿Es fascista afirmar ese dato de la realidad? Naturalmente, muchos se suben a ese dato para adjudicar al inmigrante la razón de sus penurias, lo cual es injusto y objetivamente falso. Pero ¿es fascista quien sostenga que antes que importar ropa hecha en Vietnam es preferible promover la industria local?     

Por último, defender la soberanía de los pueblos es un principio sostenido por los nacionalismos en general y muchos fascistas han sido y son nacionalistas. ¿Eso significa que todo nacionalista es un fascista? Podemos dar razones contra el nacionalismo. Las hay y abundantemente. También las hay a favor de avanzar hacia instituciones supranacionales. Pero ¿puede considerarse de antemano que cualquiera que defienda los intereses nacionales y exponga sus razones contra las imposiciones de la “gobernanza mundial”, sea de ultra derecha y portavoz de discursos de odio?

Para finalizar, entonces, es necesario aclarar varios puntos. Por un lado, el debate público impulsado por la agenda “sistémica” tanto en lo económico como en lo cultural ha llevado a que se considere “fascista” y “antisistema” prácticamente a cualquier punto de vista que no comulgue con los nuevos preceptos. Esto no solo impide y debilita el debate público segregando a espacios mayoritarios sino que, sobre todo, banaliza lo que fue y lo que es el fascismo, aun en sus mínimas expresiones todavía existentes.

Por otro lado, en un nuevo capítulo de falacia ad hominem, alguien esgrimirá el “prontuario ideológico” de Meloni y de muchos de sus seguidores; incluso podrá contarnos el origen de su partido y las mutaciones relativas que ha sufrido éste desde sus orígenes hasta aquí. Por si hace falta aclararlo, estas líneas no se proponen defender a Meloni sino intentar entender por qué una expresión como la suya recibe tantos votos. Pero aunque más no sea como un experimento mental, aceptemos que ella es una fascista y que ha ganado el fascismo mussoliniano en Italia 100 años después como si fuese todo lo mismo. La pregunta sería entonces, ¿qué está pasando para que sea el fascismo el que está adoptando una agenda que representa a las mayorías? ¿No será que la izquierda y los partidos de centro, es decir, los partidos del sistema, están siendo incapaces de responder a los problemas más acuciantes de la gente, esto es, trabajo, inmigración, salud, inseguridad, inflación, etc.? ¿No será que la agenda del “sistema” está desconectándose de lo que la gente cree y quiere independientemente de si esto que quiere y cree es lo correcto o es lo que nos gusta?

A propósito de ello, y la propia Meloni lo ha usado en uno de sus discursos, viene a mi mente unos de los párrafos finales del libro Herejes, publicado en 1905 por el siempre lúcido G. K. Chesterton:

“La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado. Todo se convertirá en credo. Es una postura razonable negar los adoquines de la calle; será dogma religioso afirmar su existencia. Es una tesis racional que todos pertenecemos a un sueño; será sensatez mística asegurar que estamos todos despiertos. Se encenderán fuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano”.

Algunos se preguntan cómo puede ser que la derecha y sus expresiones radicalizadas hoy sean rebeldes. Yo me preguntaría qué es lo que está pasando en las agendas de los espacios de centro y de izquierda, para que muchos de los valores que defienden esas derechas radicales, lejos de ser fascistas, parezcan bastante sensatos.