La
semana anterior comenzó en la Argentina una nueva edición de Gran Hermano, un
programa en el que un grupo de jóvenes se somete voluntariamente al encierro y
a que sus vidas sean transmitidas, sin interrupción, durante las 24hs del día.
Tal programa es, desde mi punto de vista, símbolo de lo que llamaré una
“sociedad de la iluminación”, una sociedad en la que existe un imperativo de
“estar a la vista” y donde aquello que es visto tiene que ser accesible sin
mediación alguna. Esta forma de vincularse con las imágenes es definida por el
filósofo coreano Byung-Chul Han, como una relación “pornográfica” porque la
pornografía es, justamente, una vinculación directa entre la imagen y el ojo. Pensemos
en lo que sucede cuando observamos pornografía (yo sé que vos nunca viste ni
revistas ni películas pornográficas pero seguro que algún amigo o amiga te
contó). ¿No es acaso lo propio de la pornografía el hecho de que todo está a la
vista? En la pornografía no hay sugerencia de nada. La imaginación se cancela
en la total exposición a tal punto que ni siquiera se permite la ropa interior.
El cuerpo expuesto al ojo sin mediación, sin profundidad ni interpretación
posible.
En
este sentido, conviene contraponer el carácter pornográfico aquí señalado con los
objetos de culto. Todos tenemos, seamos religiosos o no, objetos, acciones o
íconos que consideramos “de culto”. Los que pertenecen a alguna religión lo
tienen más en claro pero les ocurre también, por ejemplo, a ciertos
adolescentes que son fanáticos de una banda de rock de baja convocatoria.
Mientras la convocatoria siga siendo baja y formar parte de ella siga siendo
casi una actividad exclusiva, el sujeto hará todo lo posible por fomentarla e
incluso exhibir esa pertenencia a través de remeras, etc. Sin embargo, si esa
banda de rock alcanza cierta masividad, probablemente, aquel que estuvo desde
un principio sentirá incluso una traición o una distorsión. Dirá, con desdén, o
bien que la banda ya no es lo que era antes o bien que sigue siendo lo que era
antes pero ahora sus recitales están atestados de gente “no genuina”, lo cual
lastima la relación de culto que el sujeto tenía con esa banda de rock. El filósofo
alemán Walter Benjamin afirmaba, en este sentido, que cuando se trata de cosas
que están al servicio del culto, es más importante que existan a que sean
vistas. Es decir, lo que las hace de culto no es su exposición pública sino,
justamente, el mero hecho de que existan. Naturalmente, en la sociedad de la
iluminación, donde nada puede ni debe ser ocultado, sucede exactamente lo
inverso: el valor está en que sea expuesto, no en que exista. Es más, podría
decirse que solo existe en la medida en que es expuesto. Visitá, si no, las
páginas personales de millones de usuarios de Facebook para notar si esto es o
no así. La exposición de sus vidas en cada detalle es lo que le permite a esos
usuarios considerarse existentes y quien no acepta tales reglas de exposición
es catalogado de anormal o sospechado de ocultar algo.
El
efecto paradójico de la iluminación es que los reflectores son tantos que
ciegan. En este sentido, la sociedad actual le plantea un enorme desafío a la
legendaria alegoría de la caverna de Platón en la que el prisionero, al escapar
y enfrentarse a la luz del sol, podía reconocer el origen, el sentido y la
finalidad de las cosas. De hecho podría decirse que hoy no hay prisioneros sino
que todos hemos sido liberados y estamos expuestos a la luz. El punto es que la
luz es tan potente que no deja ver ni deja comprender. Por eso, la sociedad de
la iluminación es lo otro del proyecto iluminista que buscaba iluminar a través
de la luz de la razón. Hoy la iluminación es total, pero lo que se busca es
estimular las emociones sin ninguna mediación de la racionalidad.
Por
otra parte, ¿esta exhibición del yo, especialmente a través de perfiles en
redes sociales o blogs que en algunos casos parecen suponer un regreso a la
moda de los “diarios íntimos”, no pone en tela de juicio la siempre
controvertida distinción entre lo público y lo privado? Sin pretender hacer
aquí una historia de la separación entre ambas esferas, lo cierto es que el
borramiento de la frontera entre lo público y lo privado se ha dado de manera
vertiginosa en las últimas décadas.
Sin
embargo, la obsesión por la privacidad y por una libertad que veía en el Estado
una amenaza, no es una pesadilla medieval sino un hecho durante todo el siglo
XIX y buena parte del siglo XX. Es más, en el clásico El declive del hombre público, de Richard Sennett, se observan las
grandes transformaciones que se dieron en la relación entre lo público y lo
privado desde el siglo de las luces hasta ahora. Más específicamente, la
separación entre ambas esferas es, para el autor, una invención occidental que
comienza a tomar forma a partir del siglo XIX junto con el desarrollo de las
sociedades industriales, el avance de lo urbano y el auge de la burguesía. En
la medida en que esa urbanidad se ampliaba y lo público ganaba terreno, era
necesario generar un espacio de protección para la familia nuclear. Así, si
durante el siglo XVIII primaban las discusiones públicas, las conversaciones y
la teatralidad, durante el siglo XIX, la respuesta romántica frente al
iluminismo comenzó a valorar la autenticidad, esto es, la idea de rescatar los
valores individuales frente a una sociedad que parecía pretender uniformarlo
todo. La antropóloga argentina, Paula Sibilia, en las páginas 74 y 75 de su
libro La intimidad como espectáculo
lo expresa así:
“En
oposición a los hostiles protocolos de la vida pública, el hogar se fue
transformando en el territorio de la autenticidad y de la verdad: un refugio
donde el yo se sentía resguardado, donde estaba permitido ser uno mismo. La
soledad, que en la Edad Media había sido un estado inusual y no necesariamente
apetecible, se convirtió en un verdadero objeto de deseo. Pues únicamente entre
esas cuatro paredes propias era posible desdoblar un conjunto de placeres hasta
entonces inéditos y ahora vitales, al resguardo de las miradas intrusas y bajo
el imperio austero del decoro burgués (…)”
A
su vez, dentro del hogar aparecen los cuartos propios como el lugar por
antonomasia desde el que se puede cultivar el yo. En este sentido, no es casual
que en el siglo XIX comiencen a proliferar los diarios íntimos. Incluso Sibilia
recuerda un episodio muy interesante en el que a Virginia Woolf, en 1928, se le
pregunta por qué las mujeres no han escrito grandes novelas y ella responde:
porque al carecer de cuarto privado no tenían lugar donde poder desarrollar y
exponer la vinculación con su propio yo. La mujer no tenía un yo sino que su
ser estaba en función de su marido y en función de las tareas del hogar. ¿Para
qué requeriría un espacio propio quien supuestamente se debe a la familia y solo
puede realizarse en tanto cumple una función en esa familia?
Pero
a menos de 100 años de aquella repuesta la situación es completamente distinta.
Se asiste a una cultura de exhibición de la intimidad a la que Sibilia denomina
“extimidad”. Se trata de la intimidad puesta hacia afuera; lo que era propio y
pretendíamos preservar, ahora es volcado voluntariamente hacia los demás que,
por cierto, están deseosos de consumir esas vidas íntimas que en general son
tan comunes como la tuya y la mía. Cualquier vida ajena es objeto de consumo y lo
que se busca es consumir “realidad” antes que la ficción de lo público. Por eso
queremos perfiles de Facebook reales, sean o no famosos, y nos encantan los reality, sea con gente que está
encerrada en una casa o con señores que bailan y se pelean, de manera
presuntamente realista, con los jurados. En este sentido, el programa de TV
Gran Hermano y el resto de los reality
son la expresión del mismo fenómeno de extimidad que se da en las redes
sociales.
Ahora
bien, este yo hacia afuera, para poder ser consumido, tiene que transformase en
imagen espectacularizada y buena parte de su éxito estará en cuán pornográfico
se muestre (en el sentido de cuánto desee exhibir su intimidad y no, por
supuesto, en el sentido de si ese yo desea desnudar su cuerpo). Así, como lo indica
Sennett, si el siglo XVIII fue el siglo de apogeo del hombre público y, por lo
tanto, del apogeo del diálogo, naturalmente, el avance de esta intimidad, que
en la actualidad es extimidad, supone el triunfo de la imagen por sobre la
palabra.
Dicho
esto, quiero cerrar estas líneas sobre la sociedad de la iluminación con un
párrafo de la página 29 del libro La
sociedad de la transparencia de Han: “La economía capitalista lo somete
todo a la coacción de la exposición. Solo la escenificación expositiva engendra
el valor; se renuncia a toda peculiaridad de las cosas. Estas no desaparecen en
la oscuridad sino en el exceso de iluminación”.