En el fragor de la insólita psicosis en torno de los viajes en avión, las declaraciones de pilotos, el presidente anunciando el alquiler de radares en reemplazo de los descompuestos y las encuestas incisivas de siempre que tras una semana de primeras planas preguntan “¿usted tiene más miedo a volar que antes?”, escuché unas reflexiones de Orlando Barone en el programa de la tarde de Radio Continental. Allí, hacía referencia a Enrique Piñeyro, aquel ex piloto que se hizo famoso por denunciar, a través de sus películas, irregularidades en el sistema de control de los vuelos especialmente en el contexto de la tragedia de LAPA.
Barone, tras corroborar la noticia de que en la Argentina el último accidente en vuelos comerciales se produjo hace más de 10 años, dijo algo que me inspiró para escribir esta columna. Afirmó, que Piñeyro era “el Blumberg del aire” y esa declaración no sólo me resultó valiente sino esclarecedora.
Fue valiente porque se atrevió, mientras los sucesos se producían y Piñeyro iluminaba cuanto programa televisivo o radial existiese (incluso apareciendo por CNN), a denunciarlo y fue esclarecedora no sólo por esa capacidad de abstraerse de la inmediatez de la noticia sino por trazar una analogía que creo que puede arrojar interesantes resultados.
Blumberg y Piñeyro son profetas apocalípticos y emisarios de una verdad parásita de una amplificación mediática en una lógica ascendente de declaraciones estridentes (al igual que Carrió quien resulta tan presa de esa lógica que a lo largo de 15 días afirmó: que será candidata a Jefe de Gobierno en la Ciudad; que no lo iba a ser; que renunciaba a su banca; que renunciaba al ARI; que de no ganar la presidencia no se presentaría nunca más, etc.).
Blumberg y Piñeyro llevan su verdad en carpetas que hacen la suerte de evangelios de la desgracia por venir. Y la verdad revelada viene en forma de números de leyes y juzgados, tecnicismos y estadísticas como si Dios, cansado de la controversia terrenal acerca de en qué idioma se escribe un libro sagrado, hubiera decidido inclinarse por la aparente precisión de los números y un lenguaje transparente que describe la realidad tal cual es. Como todo evangelio, llevan esa carpeta bien abrazada cerca del corazón y apelan a una antigua estrategia de acumulación de seguidores: el miedo. Afirman que lo peor está viniendo y reconstruyen la historia en una narrativa que siempre se juzga desde el presente del evangelio y que permite la profecía en clave apocalíptica.
Blumberg y Piñeyro sufren el mal de la sobreexposición, algo que le sucede también a muchos periodistas que pasan de columnistas de tiempo restringido a conductores que deben sobrellevar programas diarios de 3 o 4 horas. La sobreexposición a micrófono abierto
hace que el profeta vaya más allá de la letra rigurosa del evangelio y agregue interpretaciones propias, desbrozando el camino hacia la profundización de la moralidad que, en espíritu, contienen las carpetas evangélicas. Y este puede ser un problema que, como vemos en el caso de Blumberg, puede hacer perder fieles seguidores.
Blumberg y Piñeyro tienen la Verdad y por eso no dudan. La duda es, para ellos, debilidad, y la debilidad es de los pobres de espíritu. Pero como toda Verdad con mayúscula quien la posee tiene la obligación moral de imponerla a cualquier costo. Es una Verdad que no admite bemoles ni disidencias. Se está con ella o no se está.
Blumberg y Piñeyro además, no ríen, lo cual es razonable dado que el Apocalipsis no es broma. Supongo que la ausencia de risa tendrá que ver con la indigerible Verdad que transportan aunque en mis ratos de ensueño quiero pensar que esa carencia se debe a la preocupación que conlleva dirigir un mensaje a una sociedad que parece entender pero no acordar con el mismo.
lunes, 26 de marzo de 2007
lunes, 19 de marzo de 2007
Nuevos productos, viejos recursos
Paralelamente a que el diario Clarín publicaba una nota en la que un grupo de científicos (de aquellos que viven en Norteamérica, trabajan en universidades ignotas y justifican los subsidios con grandes anuncios sobre descubrimientos triviales) “demostraba” el poderío del mensaje subliminal, el mundo de la publicidad y la televisión argentina acercaba nuevos productos. En el caso del mundo de la publicidad se trata de aquellos que más demanda tienen en la actualidad: celulares y Banda ancha. En este sentido, Movistar creó una saga en la que se cuentan las características personales y las vicisitudes por las que atraviesa un personaje llamado “Gerardo”. Gerardo es el arquetipo del estúpido de la clase: tiene unos 13 años, es pelirrojo, flaco, alto, muy feo, usa anteojos “culo de botella”, viste sin elegancia y tiene, por si algo más hiciera falta, cara de tonto. Además, no sabe bailar, tiene costumbres antiguas que, en tanto tal, motivan la broma, imita los sonidos de un pato con muy poca gracia, en las fotos grupales siempre es burlado por algún gracioso que le hace “cuernitos” etc., etc. La publicidad transcurre así con una voz en off, que en tono cómplice nos relata estos aspectos de la vida de nuestro (anti) héroe, para concluir que “Gerardo necesita un Movistar”. Pues entonces, ¿qué debemos entender nosotros, como consumidores? Que la compra del producto nos transformará en algún tipo mejor de persona o, sin ir tan lejos, nos generará algún tipo de beneficio competitivo de alguna índole. Es esta la misma idea que atraviesa la publicidad de Banda ancha de Speedy en la que el personaje se llama “Beto” y cuyo spot reza “No seas Beto. Sumáte a Speedy”.
En forma de razonamiento el mensaje subliminal arrojaría la siguiente estructura: “dado que no quieres ser un Gerardo ni un Beto, por lo tanto, debes adquirir nuestros productos”.
La pregunta sería entonces, ¿hay recurso más trillado en publicidad que la falacia por la cual un producto nos traslada de la posición de eternos perdedores y fracasados a la de “los vivos del barrio”?
En el caso de la televisión, marzo es el mes de la renovación de la programación. Así, tuve la osadía de poder observar una tira diaria titulada “Romeo y Julieta” la cual simula ser una adaptación del clásico de Shakespeare. De más está decir que su vínculo con la obra del inglés se da simplemente en los nombres de sus protagonistas: “Romeo” y “Julieta”. Por lo demás, se trata de una historia de amor no correspondido (sólo al principio, claro) atravesado por la disputa entre dos familias de mucho dinero. Por si este argumento le resulta conocido debo agregar: que la historia de desencuentros se da en un colegio privado de clase altísima en la que la principal preocupación de los alumnos es el sonido del ringtone (incluso en una de las escenas, el personaje de una chica española de clase menos alta que el resto afirma que se quedará en la puerta de la escuela esperando a su chofer personal pero en realidad lo hace para evitar la vergüenza que le generaría que sus compañeros observen que ella vuelve a su casa en un transporte público); que todos los concurrentes son lindos y rubios; que los personajes malos son muy malos; y que los personajes buenos son muy buenos. A esto súmele un sinfín supurante de etcéteras.
Por último, justamente, mientras observaba “Romeo y Julieta”, el espacio de publicidad del canal me presentó el adelanto de la que, creo, es una novela brasileña en la que la trama es algo así como un señor empresario que por no sé qué extrañas causas pierde a un hijo en la selva al cual se da por muerto; sin embargo un avión sufre un accidente y por fortuna, esto es, sin protagonistas muertos, va a parar al hábitat del aparente muerto que lejos de estarlo es un rubio atarzanizado con taparrabo y vincha al estilo de un número 9 de equipo mexicano de fútbol. El resto no hace falta verlo.
La razón por la que traje estos ejemplos de la publicidad y de la televisión no es para reposar en la comodidad del “Puf” políticamente correcto de intelectuales anacrónicos que afirman que la televisión es la “caja boba”, ni regocijarme en el magnífico descubrimiento de que la publicidad está al servicio del sistema capitalista y por lo tanto es algo “muy malo”. Ese tiempo ya pasó aunque tampoco se trata de pregonar la al menos ingenua versión de la neutralidad: “el medio es sólo eso, un medio. Se lo puede usar bien o se lo puede usar mal”. Esto será asunto de otro artículo.
Lo que quiero decir es que lamento que tanto la televisión argentina que últimamente se ha caracterizado por productos de altísima calidad (como algunas tiras de Suar o Borensztein; Los simuladores, etc.) como así también la publicidad (con otra lista inmensa de ejemplos) deban convivir con otros tan pobres artísticamente y tan insultantes para cualquier mínimo nivel reflexivo. Lo lamento además, porque no se trata, como algún discurso paranoico quiere hacer ver, de un plan maléfico de siniestros personajes que buscan modelar mentes y generar patrones de conducta a través de mensajes subliminales; ni siquiera es solamente por algo de éxito económico (creo que “Romeo y Julieta” va a durar muy poco y que el rating le será esquivo; que la novela del Tarzán perdido será recordada simplemente por llamarse “Uga Uga” y que Movistar y Speedy van a vender igual sus productos con otra publicidad o aún sin ella). Se trata de la falta de creatividad, la trivialidad y la repetición por la falta de creatividad, la trivialidad y la repetición misma. Lo cual si no es peor resulta cuando menos más desconcertante.
En forma de razonamiento el mensaje subliminal arrojaría la siguiente estructura: “dado que no quieres ser un Gerardo ni un Beto, por lo tanto, debes adquirir nuestros productos”.
La pregunta sería entonces, ¿hay recurso más trillado en publicidad que la falacia por la cual un producto nos traslada de la posición de eternos perdedores y fracasados a la de “los vivos del barrio”?
En el caso de la televisión, marzo es el mes de la renovación de la programación. Así, tuve la osadía de poder observar una tira diaria titulada “Romeo y Julieta” la cual simula ser una adaptación del clásico de Shakespeare. De más está decir que su vínculo con la obra del inglés se da simplemente en los nombres de sus protagonistas: “Romeo” y “Julieta”. Por lo demás, se trata de una historia de amor no correspondido (sólo al principio, claro) atravesado por la disputa entre dos familias de mucho dinero. Por si este argumento le resulta conocido debo agregar: que la historia de desencuentros se da en un colegio privado de clase altísima en la que la principal preocupación de los alumnos es el sonido del ringtone (incluso en una de las escenas, el personaje de una chica española de clase menos alta que el resto afirma que se quedará en la puerta de la escuela esperando a su chofer personal pero en realidad lo hace para evitar la vergüenza que le generaría que sus compañeros observen que ella vuelve a su casa en un transporte público); que todos los concurrentes son lindos y rubios; que los personajes malos son muy malos; y que los personajes buenos son muy buenos. A esto súmele un sinfín supurante de etcéteras.
Por último, justamente, mientras observaba “Romeo y Julieta”, el espacio de publicidad del canal me presentó el adelanto de la que, creo, es una novela brasileña en la que la trama es algo así como un señor empresario que por no sé qué extrañas causas pierde a un hijo en la selva al cual se da por muerto; sin embargo un avión sufre un accidente y por fortuna, esto es, sin protagonistas muertos, va a parar al hábitat del aparente muerto que lejos de estarlo es un rubio atarzanizado con taparrabo y vincha al estilo de un número 9 de equipo mexicano de fútbol. El resto no hace falta verlo.
La razón por la que traje estos ejemplos de la publicidad y de la televisión no es para reposar en la comodidad del “Puf” políticamente correcto de intelectuales anacrónicos que afirman que la televisión es la “caja boba”, ni regocijarme en el magnífico descubrimiento de que la publicidad está al servicio del sistema capitalista y por lo tanto es algo “muy malo”. Ese tiempo ya pasó aunque tampoco se trata de pregonar la al menos ingenua versión de la neutralidad: “el medio es sólo eso, un medio. Se lo puede usar bien o se lo puede usar mal”. Esto será asunto de otro artículo.
Lo que quiero decir es que lamento que tanto la televisión argentina que últimamente se ha caracterizado por productos de altísima calidad (como algunas tiras de Suar o Borensztein; Los simuladores, etc.) como así también la publicidad (con otra lista inmensa de ejemplos) deban convivir con otros tan pobres artísticamente y tan insultantes para cualquier mínimo nivel reflexivo. Lo lamento además, porque no se trata, como algún discurso paranoico quiere hacer ver, de un plan maléfico de siniestros personajes que buscan modelar mentes y generar patrones de conducta a través de mensajes subliminales; ni siquiera es solamente por algo de éxito económico (creo que “Romeo y Julieta” va a durar muy poco y que el rating le será esquivo; que la novela del Tarzán perdido será recordada simplemente por llamarse “Uga Uga” y que Movistar y Speedy van a vender igual sus productos con otra publicidad o aún sin ella). Se trata de la falta de creatividad, la trivialidad y la repetición por la falta de creatividad, la trivialidad y la repetición misma. Lo cual si no es peor resulta cuando menos más desconcertante.
lunes, 5 de marzo de 2007
Racionalidad e irracionalidad en el fútbol
Probablemente por la excesiva exposición mediática de sus protagonistas, el fútbol está lleno de lugares comunes. Pero entre todos estos hay uno que particularmente me interesa. Me refiero a la manera en que los hinchas piensan la relación con su club. Más específicamente, oímos asiduamente que “x es un sentimiento” o “x no se explica, se lleva en el corazón”, etc.
Esto pone de manifiesto la disyuntiva clásica entre racionalidad e irracionalidad, o la razón versus el sentimiento, tensión que en el fútbol, y más precisamente en el hincha, siempre se inclina hacia el lado del segundo término de la disyunción.
Reconozco que un poco a tono de broma, hace años que vengo esperando que alguna de esas cámaras que interpelan a los hinchas antes del partido se acerque a mí para decirle que mi decisión de elegir a Vélez (equipo del cual soy hincha) es racional y no estrictamente sentimental. Pensaba que mi intervención sería más o menos así: “todos los equipos dicen que su sentimiento no se explica. El mío sí. Yo elijo a Vélez racionalmente, esto es, he sopesado elementos y he decidido que, por varias razones, Vélez es superior al resto de los clubes”. Resulta claro que el fin de mi intervención sería o bien la risa o bien la perplejidad de los que me rodeaban. De aquí que este experimento mental que siempre pensé en tono de broma me haya llevado a reflexionar acerca de cuánto margen para una decisión racional tiene un hincha.
El punto resulta importante, porque el hecho de que el vínculo sea irracional parece tranquilizar al hincha: a diferencia de una solución racional en la que uno decide por una serie de candidatos, en el sentimiento no hay posibilidad de traición porque no hay posibilidad de elegir. Especialmente porque es un sentimiento vinculado a la tradición y por vaya a saber qué capricho de la irracionalidad, no cambia nunca. Se nace hincha y se muere hincha del mismo club.
Mi filiación a Vélez Sarsfield viene de prosapia de manera tal que no he tenido demasiado margen para elegir: soy de Vélez por mi papá, él lo es por el suyo y punto. Conozco al club desde chico y fui llevado compulsivamente a él, mucho antes de que pudiera tener a la mano las razones por las cuales elegir. Sin embargo, con los años me fui interiorizando y pude comparar con otros clubes.
Allí me di cuenta que dejando de la lado las razones exitistas vinculadas a logros deportivos de trascendencia mediática, el vínculo con Vélez es ideológico. En otras palabras, yo no hago política en el club pero debo reconocer que me siento identificado en lo que, a grandes rasgos, podríamos llamar “el proyecto Gámez”. Este proyecto puede resumirse en las siguientes sentencias: que los clubes deben seguir siendo sociedades sin fines de lucro y no ser sociedades anónimas; que el fútbol no puede ser la única actividad de los clubes dado que los mismos cumplen con una función social y cultural vinculada al barrio; que el negocio de la televisión no puede hacerse a costillas del empobrecimiento de los clubes; que la pauperización del fútbol argentino obedece en gran medida al presidente de la AFA y sus aliados; que los dirigentes de los clubes deben recibir un sueldo de manera tal que la directiva no esté compuesta solamente por sujetos de gran poderío económico; que el equipo de fútbol esté compuesto por las inferiores del club, esto es, chicos que, en su mayoría, asisten a la escuela primaria y secundaria del propio club, etc, etc., etc.
Los lectores sabrán que este proyecto tiene como contrapartida la versión encarnada por Mauricio Macri al frente de Boca. Esto ha hecho que en los últimos años exista una gran rivalidad que trasciende lo estrictamente deportivo. Y en este sentido, recurrí a un segundo experimento mental: ¿Qué pasaría si en mi club ganara las elecciones un proyecto como el de Macri? ¿Dejaría de ir a la cancha? ¿Me haría de otro club? ¿Rompería el carnet? En otras palabras, ¿debería darle prioridad a mi afinidad ideológico-racional? Yo no sé lo que debería pero de lo que estoy seguro es que ni me haría de otro club, ni dejaría de ir a la cancha ni rompería el carnet. Pero, ¿sería lo mismo? Es decir, ¿me resulta completamente indiferente la política, en un sentido amplio del término, de mi club? Debo responder que no. Mi relación con Vélez Sarsfield hoy (y pido por favor que no se entienda este artículo de manera partidaria. Esta idea se puede extrapolar a cada uno de los clubes) va mucho más allá de lo deportivo. De aquí que cuando el equipo de fútbol de Vélez pierde, siento que pierde el deporte pero más me apena por el proyecto que encarna Vélez (esto tiene que ver con que lamentablemente los proyectos de un club, como en el caso de Boca, parecen evaluarse estrictamente por si ha conseguido logros futbolísticos).
Por todo esto creo que la dimensión pasional e irracional vinculada al sentimiento y a la tradición estará siempre presente en el fútbol pero cuánto mejor si a esa elección se la puede acompañar con una decisión y una justificación racional.
Esto pone de manifiesto la disyuntiva clásica entre racionalidad e irracionalidad, o la razón versus el sentimiento, tensión que en el fútbol, y más precisamente en el hincha, siempre se inclina hacia el lado del segundo término de la disyunción.
Reconozco que un poco a tono de broma, hace años que vengo esperando que alguna de esas cámaras que interpelan a los hinchas antes del partido se acerque a mí para decirle que mi decisión de elegir a Vélez (equipo del cual soy hincha) es racional y no estrictamente sentimental. Pensaba que mi intervención sería más o menos así: “todos los equipos dicen que su sentimiento no se explica. El mío sí. Yo elijo a Vélez racionalmente, esto es, he sopesado elementos y he decidido que, por varias razones, Vélez es superior al resto de los clubes”. Resulta claro que el fin de mi intervención sería o bien la risa o bien la perplejidad de los que me rodeaban. De aquí que este experimento mental que siempre pensé en tono de broma me haya llevado a reflexionar acerca de cuánto margen para una decisión racional tiene un hincha.
El punto resulta importante, porque el hecho de que el vínculo sea irracional parece tranquilizar al hincha: a diferencia de una solución racional en la que uno decide por una serie de candidatos, en el sentimiento no hay posibilidad de traición porque no hay posibilidad de elegir. Especialmente porque es un sentimiento vinculado a la tradición y por vaya a saber qué capricho de la irracionalidad, no cambia nunca. Se nace hincha y se muere hincha del mismo club.
Mi filiación a Vélez Sarsfield viene de prosapia de manera tal que no he tenido demasiado margen para elegir: soy de Vélez por mi papá, él lo es por el suyo y punto. Conozco al club desde chico y fui llevado compulsivamente a él, mucho antes de que pudiera tener a la mano las razones por las cuales elegir. Sin embargo, con los años me fui interiorizando y pude comparar con otros clubes.
Allí me di cuenta que dejando de la lado las razones exitistas vinculadas a logros deportivos de trascendencia mediática, el vínculo con Vélez es ideológico. En otras palabras, yo no hago política en el club pero debo reconocer que me siento identificado en lo que, a grandes rasgos, podríamos llamar “el proyecto Gámez”. Este proyecto puede resumirse en las siguientes sentencias: que los clubes deben seguir siendo sociedades sin fines de lucro y no ser sociedades anónimas; que el fútbol no puede ser la única actividad de los clubes dado que los mismos cumplen con una función social y cultural vinculada al barrio; que el negocio de la televisión no puede hacerse a costillas del empobrecimiento de los clubes; que la pauperización del fútbol argentino obedece en gran medida al presidente de la AFA y sus aliados; que los dirigentes de los clubes deben recibir un sueldo de manera tal que la directiva no esté compuesta solamente por sujetos de gran poderío económico; que el equipo de fútbol esté compuesto por las inferiores del club, esto es, chicos que, en su mayoría, asisten a la escuela primaria y secundaria del propio club, etc, etc., etc.
Los lectores sabrán que este proyecto tiene como contrapartida la versión encarnada por Mauricio Macri al frente de Boca. Esto ha hecho que en los últimos años exista una gran rivalidad que trasciende lo estrictamente deportivo. Y en este sentido, recurrí a un segundo experimento mental: ¿Qué pasaría si en mi club ganara las elecciones un proyecto como el de Macri? ¿Dejaría de ir a la cancha? ¿Me haría de otro club? ¿Rompería el carnet? En otras palabras, ¿debería darle prioridad a mi afinidad ideológico-racional? Yo no sé lo que debería pero de lo que estoy seguro es que ni me haría de otro club, ni dejaría de ir a la cancha ni rompería el carnet. Pero, ¿sería lo mismo? Es decir, ¿me resulta completamente indiferente la política, en un sentido amplio del término, de mi club? Debo responder que no. Mi relación con Vélez Sarsfield hoy (y pido por favor que no se entienda este artículo de manera partidaria. Esta idea se puede extrapolar a cada uno de los clubes) va mucho más allá de lo deportivo. De aquí que cuando el equipo de fútbol de Vélez pierde, siento que pierde el deporte pero más me apena por el proyecto que encarna Vélez (esto tiene que ver con que lamentablemente los proyectos de un club, como en el caso de Boca, parecen evaluarse estrictamente por si ha conseguido logros futbolísticos).
Por todo esto creo que la dimensión pasional e irracional vinculada al sentimiento y a la tradición estará siempre presente en el fútbol pero cuánto mejor si a esa elección se la puede acompañar con una decisión y una justificación racional.
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