La destitución del Presidente Fernando Lugo
en Paraguay, en una suerte de insólito juicio sumario ha convulsionado a toda
Latinoamérica y abre un horizonte de complejidad que resiste cualquier
simplificación. En principio, el gran debate se instala acerca de la nominación
de este hecho pues ¿se puede hablar de un golpe de Estado? La respuesta a este
interrogante supone incluir una serie de matices. En primer lugar, la
definición tradicional de “golpe de Estado” tal como los hemos padecido en el
sur del continente, por ejemplo, en la década del 70, no parece capaz de
explicar lo que sucedió en Paraguay: no hay fuerzas armadas levantándose contra
la democracia, ni enfrentamientos, ni guerrillas, ni, en principio, un plan
sistemático de desestabilización continental orquestado por Estados Unidos. Por
otra parte, lo ocurrido en Paraguay parece distinto de lo que acaeciera en
Honduras cuando el ejército secuestró al presidente Zelaya, o en Ecuador cuando
una sublevación policial casi se carga la vida del presidente Correa. Así, lo
que pasó en Paraguay, alguien podría decir, pareciera ser nada más que una
salida institucional a una crisis y sin embargo plantearlo de ese modo sería de
una ingenuidad casi cómplice pues si bien se puede afirmar que la instancia de
juicio político es un mecanismo dispuesto por la Constitución paraguaya, que
éste se haya realizado apenas una semana después del salvaje enfrentamiento de
Curuguaty (el hecho que fue el detonante del juicio) y que se le otorgaran a
Lugo sólo dos horas para ejercer su legítima
defensa, resulta un episodio que no resiste menor análisis. En este
sentido, bien podría alegarse que las formas institucionales no se han
respetado y que ese juicio político está viciado. Por otra parte, no se puede
pasar por alto el contexto político, esto es, la víspera de elecciones, el modo
en que Lugo emerge por fuera de la estructura de los dos partidos
tradicionales, el prácticamente nulo apoyo con que éste contaba en las cámaras
y el hecho, bastante conocido en Argentina, de llegar a la presidencia a través
de una alianza que, una vez en el poder, se fractura y lleva a una crisis
institucional en el que el indiviso poder ejecutivo se parte y el
vicepresidente se transforma en el principal opositor al presidente.
Sin embargo, la comparación con el caso
argentino no puede pasar mucho más de allí pues tras la crisis de 2008 existió
una diáspora en el bloque legislativo del gobierno kirchnerista pero se mantuvo
un núcleo no menor de lealtades que pudieron resistir los embates desordenados
de una atomizada oposición que creyó que una potencia colectiva se lograba a
través de una suma de individualidades.
Pero de lo que
quisiera ocuparme específicamente es del rol que están jugando los medios en
estos intentos, a veces exitosos, de desestabilización de gobiernos
democráticos. Tanto usted como yo sabemos que no hay golpe que pueda
justificarse sin el apoyo de los principales diarios, las radios y los canales
de cada país y que esto se vio con mucha claridad incluso en aquellos golpes
que se sucedieron ya en los años 70. Sin embargo, también es necesario aclarar
que el poder de penetración y ubicuidad que éstos tienen sumado al carácter
cuasi monopólico que se manifiesta en todo el continente y por el cual algunos
empresarios son capaces de extorsionar y doblegar al poder político de turno,
merece un análisis más exhaustivo.
Voy a retomar algunos fragmentos de lo
sucedido en los últimos tiempos como muestra. Cuando en uno de los últimos
cacerolazos en Argentina, los manifestantes afirmaban “nos falta libertad”; “el
gobierno avala a los delincuentes y son todos chorros”; “esto es peor que una
dictadura”; “los K no respetan la propiedad privada y dividen al país”, se está
frente a un diagnóstico que justificaría
cualquier acción contra un gobierno independientemente del amplio apoyo
en las urnas que hubiera tenido. De hecho, no es casual que de ese contexto
surgiera, desde esos mismos manifestantes con brutal violencia, la agresión a
periodistas identificados con programas de sesgo oficialista.
Ahora bien, esa terminología, esa inflación
de las palabras, ese abuso, no es el producto de un micromundo marginal de
caceroleros destituyentes. De hecho, no es otra cosa que la repetición de los
mantra que venimos leyendo en los distintos editoriales de los periodistas del
establishment en los últimos hace años. Insisto con esto: si estos diagnósticos
representaran cabalmente la realidad y no se basaran simplemente en una
posición ideológica carente de pruebas, no sería descabellado plantearse la
legitimidad de un gobierno pues, como todos sabemos, la legitimidad de origen
(las urnas), no avala que una vez en el poder el gobernante haga lo que le dé
la gana.
Ahora bien, usted preguntará ¿qué tiene que
ver esto con Paraguay? Y mi respuesta es que el vínculo me parece contundente.
Para ello me voy a servir de una parte del texto del líbelo acusatorio que
presentaron los diputados paraguayos para destituir a Lugo. Allí se mencionan,
en principio, cinco causales de la destitución: la realización de un mitin
político en un cuartel; la presunta complicidad de Lugo con grupos sin tierra
que ocupan la propiedad privada de los principales productores de soja; la
firma de un tratado (Ushuaia II) por el cual se afectaría la soberanía
energética de Paraguay; la ya mencionada reciente matanza de Curuguaty y,
aunque usted no lo crea, la ola de inseguridad. Tras la enumeración y una
brevísima explicación de cada una de estas causales, el texto afirma: “Fernando
Lugo representa lo más nefasto para el pueblo paraguayo que se encuentra
llorando la pérdida de vidas inocentes debido a la criminal negligencia y
desidia del actual Presidente de la República, quien desde que asumió la
conducción del país, gobernó promoviendo el odio entre los paraguayos, la lucha
violenta entre pobres y ricos, la justicia por mano propia y la violación del
derecho de propiedad, atentando de modo permanente contra la Carta Magna, las
instituciones republicanas y el Estado de derecho”.
Como usted nota, se trata de comentarios de
un inmenso nivel de abstracción, hijos de controvertidas interpretaciones, pero
si lo examina con detenimiento es casi lo mismo que se le adjudica al gobierno
de CFK en Argentina. Se dice que su gobierno promueve el odio entre los
argentinos porque utiliza la causa de los derechos humanos como venganza y no
promoviendo la reconciliación; que persigue a los ricos por un odio de clase y
se acerca a los pobres sólo con fines electorales; que no hay justicia; que
como no se pueden comprar dólares para atesorar y se promueven leyes
antimonopólicas, se viola la propiedad privada y, por último, que como se trata
de un gobierno con rasgos autoritarios no hay división de poderes y se ataca
así a los pilares de la República.
Pero lo más interesante es, retomando al
líbelo acusatorio, el apartado de las pruebas que avalarían semejantes
acusaciones. Cito, una vez más, textual: “todas las causales mencionadas más
arriba son de pública notoriedad, motivo por el cual, no necesitan ser
probadas”. Leyó bien. Eso es todo. Ya está. Na hacen falta pruebas. Una
interpretación completamente sesgada aparece como neutral y apoyada en la
“pública notoriedad”, es decir, en lo que todo el tiempo las principales usinas
mediáticas imponen. El juicio de los periodistas, en boca de los diputados, se
transforma ya en razón suficiente y prueba. No hace falta preguntarle a la
ciudadanía qué gobierno desea porque el periodista de repente se transforma en
médium y/o representante de “la gente” lo cual no es otra cosa que el eufemismo
por el cual se muestra que éste es el portavoz de los discursos dominantes, el
que impone las categorías a través de las cuales se analizará el desempeño de
un gobierno. Así notamos, una vez más, que los golpes comienzan instalándose a
partir de una serie de discursos y un conjunto de categorías que acaban naturalizándose
para materializarse en formas diversas y con distintos artilugios, algunos,
incluso, con apariencia de legalidad. Es por todo esto que decimos que aunque
siempre, en parte, fue así, hoy más que nunca la democracia se defiende en la
calle, construyendo estructuras políticas capaces de, al menos, generar un
equilibrio de fuerzas y, sobre todo, poniendo en tela de juicio las palabras a
través de las cuales los discursos dominantes presentan lo que consideran real y lo que resulta, supuestamente,
evidente.