En el año 1995, el escritor portugués
José Saramago publica Ensayo sobre la
ceguera, una novela que bien podría pensarse como un tratado político. De
hecho, siempre me gustó pensar ese texto en la línea de los pensadores
contractualistas de la modernidad como Hobbes, Locke o Rousseau, que hacían
experimentos mentales para desde allí justificar un sistema de gobierno. Saramago
no fue tan lejos, más allá de que fue un hombre políticamente comprometido
desde que hacia fines de los años 60 se afiliara al Partido Comunista y de que,
en última instancia, una crítica más directa a las instituciones liberales se
encuentre expuesta en un libro posterior como Ensayo sobre la lucidez. Con todo, en lo que respecta al libro que
me convoca, cabe decir que cuando Saramago piensa su epidemia de ceguera, no
está teniendo una pretensión propositiva a favor de un sistema de gobierno pero
sí, claramente, deja entrever su posición respecto de la naturaleza humana al
igual que lo hicieran los contractualistas.
Para los que no han leído la novela, o lo han hecho hace
tiempo, recuerden que todo comienza con un accidente de tránsito protagonizado
por un hombre que misteriosamente dice haberse quedado ciego de manera abrupta.
Lo que sigue a continuación es el avance de una epidemia de “ceguera blanca”
que pone en jaque a las instituciones y a la propia organización social.
Volviendo a la línea de continuidad que les proponía al principio, Saramago
entiende que para poder descifrar la naturaleza humana lo mejor que podemos
hacer es imaginarnos cómo actuaríamos si todos fuésemos ciegos.
Y la respuesta que da la novela es para nada alentadora ya
que lo que allí surge es un verdadero estadio sin ley en el que la solidaridad
no abunda y lo que prevalece son las ambiciones individuales, la desesperación
y la violencia. Así, buena parte del texto transcurre en un hospital donde se
convive con el olor nauseabundo de las heces y el orín de los ciegos que se
encuentran encerrados y son reprimidos por las fuerzas policiales, o resultan
víctimas de una mafia de ciegos que saquea, roba y viola a otros ciegos.
Sin adelantar demasiado e invitando, por supuesto, a su
lectura o relectura, el personaje de la mujer del médico acaba siendo clave en
la novela porque, por razones desconocidas, es la única persona que no ha
perdido la vista. Entiendo que habrá interpretaciones múltiples sobre este
personaje pero puede que Saramago necesite descansar en cierto ideal
iluminista, al menos por contraste, un héroe positivo que a su vez represente
un liderazgo esclarecido, una suerte de vanguardia capaz de guiar al resto.
Pero más allá de eso, que sería materia de otro análisis, una
de las citas más recurrentes de la novela y que grafica la crítica social que
se encuentra detrás de la metáfora de la ceguera es aquella que reza así: “Creo
que nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que,
viendo, no ven”.
Ahora bien, la ceguera como metáfora también ha sido
utilizada en una de las películas que hace algunas semanas estrenó la
plataforma de streaming Netflix: Bird Box. Dirigida por Susanne Bier,
protagonizada por Sandra Bullock y basada en la novela homónima de Josh
Malerman, esta película me interesó porque creo que, en ella, la ceguera tiene
otra función y representa muy bien el giro que ha dado nuestra civilización
desde la publicación de la novela de Saramago hasta la actualidad.
En sintonía con Ensayo
sobre la ceguera, Bird box
comienza con un noticiero informando de una ola de curiosos suicidios y
accidentes de tránsitos que rápidamente se trasladan al pueblo de la
protagonista. Tras el suicidio de su amiga, ella, junto a un grupo de
sobrevivientes, se da cuenta que el estado de locura que lleva a la gente a
suicidarse está vinculado a algo que ven. La solución precaria, pero solución
al fin, es encerrarse en una casa y tapar las ventanas para que nadie pueda
mirar hacia afuera. Nunca se termina de saber qué es eso que está afuera pero
lo que sí se sabe es que los pájaros lo detectan, de aquí el nombre de la
película, y que la única manera de salir a la calle, tanto para buscar
provisiones como para escapar, sea con los ojos vendados. ¿Escapar de qué? De
unos hombres que también, por razones desconocidas, han visto a aquello que
causa este mal pero, lejos de haberse vuelto locos y haberse suicidado, se han
transformado en una suerte de fanáticos que creen tener la misión de hacerles
ver aquello a los que aún se niegan.
Cuando parece que el mundo se ha reducido a millones de cadáveres
suicidados y hordas de fanáticos que buscan obligar a ver a los pocos
resistentes, la protagonista logra contactarse con alguien que la invita a
alcanzar una comunidad en la que estaría a salvo y que se encuentra río abajo.
Advirtiendo que estoy contando demasiado de la película y que si no quiere
saber el final, lo mejor es que abandone la lectura aquí mismo, lo cierto es
que la protagonista alcanza finalmente esta comunidad y lo que se revela es que
se trata de una comunidad de ciegos. De modo tal que los únicos humanos capaces
de sobrevivir a esta monstruosidad que ingresa a través de la vista son los
ciegos y esa lectura me hizo pensar cómo, lo que en Saramago era la metáfora de
aquello que somos o, en todo caso, aquello en lo que nos hemos convertido, en Bird Box es radicalmente distinto,
quizás porque en Saramago sigue operando la metáfora iluminista de la luz y la
mirada como guía racional. En cambio, la distopía posmoderna de Bird Box es mucho más fiel a una
sociedad del espectáculo donde la red social en boga es aquella en la que lo
que importa es la foto y la historia que, con su imagen, desaparece a las 24
horas. En este tipo de sociedad, el dejar de ver, más que una condena,
aparecería como una salvación y un golpe al corazón del espíritu voyeurista e
invasivo que nos atraviesa. Desde ya nadie está invitando ni celebrando una
discapacidad que trae enormes perjuicios para quienes la padecen. A lo que me
refiero es que en un mundo donde todo el tiempo se nos invita a ver y los
dispositivos con que contamos no son otra cosa que unas máquinas de generación
constante de imágenes; un mundo en el que “lo más visto” supone una jerarquía y
un status, y en el que estamos
expuestos a estímulos y fanáticos necesitados de la mirada ajena y el click, el negarse a ver se transformaría
en una verdadera insubordinación, uno de los pocos gestos verdaderamente
disruptivos. ¿Usted se lo imagina?
En este sentido, si en la novela de Saramago, la mujer que
veía era la que guiaba, en Bird Box
es el ciego el que encuentra la salida y quien decide voluntariamente taparse
los ojos es el que se salva. Por cierto, no se me ocurre metáfora mejor para
describir los tiempos que corren.