Las acciones afirmativas que favorecen a determinados grupos
brindando cupos, subsidios, escaños, etc., suelen ser vistas como una afrenta a
la meritocracia. Quienes son críticos de este tipo de iniciativas advierten que
detrás de una causa noble de pretendida igualación, se acaba estigmatizando al
favorecido porque se le quita la posibilidad de alcanzar un determinado status
en función de su propio mérito. Incluso miembros de algunos de los colectivos seleccionados,
como podrían ser los negros, los indígenas o las mujeres, muchas veces son
críticos de este tipo de políticas que son cada vez más frecuentes aun en
repúblicas liberales.
Del otro lado, quienes abogan por ellas, entienden que las
acciones afirmativas que, por ejemplo, pudieran garantizar que las mujeres
ocuparan la mitad de los escaños del congreso, que algunas comunidades
indígenas accedan a la propiedad colectiva de la tierra o que la comunidad
negra tenga un cupo para el ingreso a las universidades, son necesarias para
garantizar la igualdad de oportunidades. Si bien hay distintos argumentos y el
espectro ideológico que las impulsa es vasto, en general se coincide en que,
para que la carrera meritocrática sea justa, todos deben comenzar desde el
mismo lugar y esto solo se puede lograr con políticas públicas que intervengan
y pongan en pie de igualdad a todos los participantes. En lo personal, no tengo
dudas que, en sociedades tan desiguales, una gran mayoría de los habitantes de
la tierra comienza a correr la carrera desde posiciones enormemente
desfavorables. Sin embargo hay quienes advierten que antes que tratar de igualar
al inicio para que la competencia sea justa, lo que hay que poner en tela de
juicio es la noción misma de meritocracia porque se asocia al individualismo
liberal. Tampoco tengo dudas en que esa asociación sea correcta pero quisiera
en estas líneas indagar hasta qué punto las propuestas presuntamente
alternativas generalmente impulsadas por el pensamiento de izquierda están
ofreciendo una transformación concreta de la lógica meritocrática. En otras
palabras, ¿la alternativa a la meritocracia es una propuesta que elimina la
competencia salvaje y el atomismo?
Veámoslo con un ejemplo: un inmigrante africano escapa de la
miseria y de la persecución en su tierra natal y logra ingresar
clandestinamente e indocumentado a un país europeo. Es negro. A semanas de
establecerse en un barrio marginal, no tiene trabajo, y junto a una compañera,
también negra e inmigrante indocumentada, salen a robar a un barrio acomodado
de la capital aprovechándose de una señora mayor a quien intentan quitarle su
cartera. Ella se resiste pero ellos acaban logrando su cometido con una cuota
de violencia desmedida que supone golpes varios a la señora. Finalmente dos
patrullas de policía se acercan al lugar y, tras una breve persecución
callejera, logra apresarlos golpeando a ambos. El episodio es captado por un
ciudadano desde la ventana de su casa y subido a las redes. En ese momento, los
hechos pasan a un lugar secundario y el debate público se transforma en una
competencia: se dice que los agresores son víctimas del sistema por ser negros,
inmigrantes, indocumentados, pobres y por haber sido golpeados por la policía;
sin embargo, el varón es victimario por haber realizado un acto encuadrable en
la violencia de género y la gerontofobia; en el caso de su compañera, es
victimaria por realizar un acto gerontofóbico pero no por violencia de género; la
señora es víctima por ser mujer y por tener más de 70 años pero es victimaria
por ser blanca y rica y más victimaria aun porque es de derecha y en su alegato
culpa del acto a la política migratoria abierta. Los policías han recibido
varios golpes en el acto de resistencia de la pareja, de modo que los golpes
del ladrón varón hacia la mujer policía podrían ubicarla como víctima de
violencia de género pero ella también es victimaria porque golpeó a la mujer
que había robado y ambos policías son victimarios, además, porque representan
al Estado; doblemente victimario, a su vez, es el varón policía que golpeó al
varón que es ladrón, pero también víctima, y a la mujer, que es doblemente
víctima.
El episodio recién descripto es hipotético y si se parece a
algún caso existente es pura coincidencia. Con todo, en la era donde lo que
interesa es la identidad de los intervinientes antes que las acciones,
representa el tipo de debate público que suele darse en torno a casos que toman
trascendencia.
¿Ha intervenido en esta descripción el mérito? En ningún
momento. Sin embargo, la lógica es la misma. En otras palabras, existe una
estructura que plantea la existencia de una carrera en la que los participantes
compiten. Por supuesto que no lo hacen en función del mérito sino en función de
su carácter de víctima. El valor está puesto, entonces, ya no en una serie de
acciones merituables o sí pero en todo caso se trata del mérito de sufrir o
haber sufrido un padecimiento.
En el marco de lo que algunos denominan “cultura del
victimismo” y que hemos comentado aquí mismo tiempo atrás, entonces, la
competencia no se elimina y la meritocracia estrictamente no desaparece sino
que deviene meritocracia negativa, mérito de la falta. A propósito, y para
graficar este punto, viene al caso un pasaje del libro del italiano Daniele
Giglioli, Crítica de la víctima: [se]
inaugura (…) el siniestro fenómeno que Jean-Michel Chaumont ha denominado “la
competición de las víctimas”, la pugna por el primado del sufrimiento, las
macabras disputas entre los golpeados. Nuestro genocidio fue peor que el
vuestro; el nuestro es el único verdadero, y no tenéis derecho a compararos con
nosotros; el nuestro empezó antes; el nuestro duró más tiempo; no os es lícito
hablar del vuestro porque no condenáis suficientemente el nuestro; el nuestro
se llevó a cabo con gas; el nuestro, con machetes; el nuestro, por motivos
ideológicos; el nuestro, con fines de explotación económica”.
Creo que no hace falta
decir lo que significa para las verdaderas víctimas ser sometidas a esta suerte
de competencia nefasta por desentrañar cuál de todas tiene la potestad para
erigirse como tal. Pero más doloroso resulta saber que la competencia es
salvaje dado que el modelo de la meritocracia negativa premia al triunfador con
la impunidad del decir y del hacer, y con un acceso directo a la verdad en
tiempos donde, dicen, la verdad ya no existe más. Asimismo, la competencia es
enormemente salvaje también porque como lo que está en juego son las
identidades antes que las acciones, el ser, antes que la existencia, quien
logre triunfar en la carrera lo hace, en algún sentido, para siempre. Si no
importa lo que se hace, sino lo que se es, basta con mostrar que determinada
identidad es la que más ha padecido para alcanzar un espacio incontrovertible.
En el libro citado, Giglioli lo dice así: “En su erigirse como una identidad
indiscutida, absoluta, en su reducir el ser a una propiedad que nadie pueda
disputarle, realiza paródicamente la promesa imposible del individualismo
propietario”.
De aquí se seguiría, entonces, una doble curiosidad para
aquellos pensamientos de izquierdas que promueven este tipo de perspectivas:
por un lado, perpetúan la estructura competitiva y salvaje de la meritocracia
aunque, en este caso, acaban imponiendo esa lógica a grupos y a individuos a
los que se pretende proteger; y, por otro lado, al poner el énfasis en las
identidades, acaban sustanciando la idea del individualismo propietario que intentan
socavar.
Con todo, por supuesto, las contradicciones no son solo de
las izquierdas. De hecho, buena parte del pensamiento de derecha ha mutado y ha
ingresado en la lógica de la meritocracia negativa obteniendo, en algunos
casos, buenos resultados electorales aunque, muchas veces, a cambio de haber
resignado buena parte de sus principios. Pero hoy también la derecha ingresa al
debate público postulándose como víctima: víctima de la inmigración, del
Estado, del populismo, de la delincuencia, de los pobres, etc.
Hay muchas formas de caracterizar el clima de época pero la
enorme confusión en el plano de las ideas y las acciones es una marca que no se
puede dejar de soslayo.